Dios, la historia y el hombre: El progreso divino en la historia
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Frente al desvanecimiento del sentido y de la finalidad en la historia sucedido en los últimos cincuenta años, y a la vieja pretensión historicista, su autor asume la tarea de proponer, a partir de una visión cristiana de la historia, una vía "media" que nos permita recuperar algunas certezas sobre el sentido de las cosas.
Para llevar a cabo este recorrido se parte de un dato esencial: el cristianismo es una fe basada en un conjunto de hechos perfectamente inscribibles en un tiempo y una geografía bien precisos y que, por tanto, se encarna en la historia al igual que Jesús de Nazaret se encarnó en un día y un lugar exactos. Esto permite y exige de la Iglesia un diálogo continuo con la historia, con los hombres y mujeres de todos los tiempos, al igual que Jesús hiciera con las personas a las que encontró en las ciudades y los caminos de Palestina.
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Dios, la historia y el hombre - Rafael Sánchez Saus
Rafael Sánchez Saus
Dios, la historia y el hombre
El progreso divino en la historia
© El autor y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2018
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100XUNO, nº 31
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-9055-858-4
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Redacción de Ediciones Encuentro
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I. INTRODUCCIÓN
En las primeras páginas de un libro muy conocido, El fin del tiempo. Meditación sobre la filosofía de la historia, Josef Pieper afirmaba que lo que nos interesa filosóficamente en la historia no es el «cómo ocurrió realmente», sino más bien el futuro, la meta de ese proceso que «se desarrolla con el paso del tiempo en nosotros y por nosotros, los hombres que actuamos y padecemos» [1]. ¿Puede darse una respuesta filosófica acerca de ese desenlace?, se preguntaba algo más adelante. Y tras enunciar que no es posible llegar al fondo de esa cuestión sin el auxilio de la teología, concluía:
Una filosofía de la historia que rechaza la referencia a la teología, cesa de ser filosofía y empieza a convertirse en una pseudofilosofía; y ello en un sentido mucho más radical de cuanto pueda llegar a serlo la filosofía en otros campos […] Lo que se afirma es esto: siempre que se rechaza el retorno a la teología se experimenta una destrucción real del carácter filosófico del planteamiento; cesa simple y llanamente la investigación que apunta a la raíz de las cosas y, al contentarse con lo puramente objetivo, cesa de tener una importancia humana [2].
Aunque estas conclusiones, ya en su época, podían parecer radicales, y hasta desprovistas de fundamento en ambientes laicistas, desde luego no producían rechazo en el pensamiento católico. Por ejemplo, alguien relativamente alejado de las ideas del maestro alemán como Jacques Maritain, lo asumía explícitamente desde el momento en que, según decía, la cuestión esencial para el filósofo que contempla la historia es preguntarse por su fin, algo que, por tanto, «trata de la salvación y la predestinación del hombre» [3].
El libro de Pieper en su edición original alemana es de 1953, el de Maritain recoge unas conferencias dictadas en 1955, pero en estos últimos cincuenta o sesenta años se ha producido tal mutación en la percepción de la historia y de la filosofía que trata de ahondar en su sentido, tanto entre pensadores cristianos como en agnósticos o ateos, que en el pasado 2016, en la introducción a un breve pero muy sustancioso libro que recoge cuatro entrevistas realizadas por Giulio Brotti al filósofo e historiador católico francés Rémi Brague, aquél nos dice:
Entre los hechos constitutivos de nuestra época hay un difuso escepticismo sobre la historia humana, considerada en su conjunto como un espacio de confusión general en la que innumerables proyectos y tentativas estarían destinados al fracaso. […] En la era «posmoderna» o de la «modernidad tardía», la conocida expresión de Friedrich Schiller (apreciada y rescatada por Hegel) según la cual «la historia del mundo» (die Weltgeschichte) coincidiría con «el juicio universal» (das Weltgericht), parece haber dejado paso a un descontento radical, acompañado, según los casos, por desesperación o cinismo [4].
Desesperación, cinismo… En todo caso un asombroso desprendimiento de conceptos hasta hace poco absolutamente inseparables de la naturaleza y condición humanas. Un notable filósofo postmoderno español, Antonio Campillo, expuso hace ya quince años lo que hoy puede ser una visión ampliamente compartida en ámbitos culturales:
De modo que no es posible dar cuenta de la diversidad de la experiencia humana sin intentar determinar lo que hay de «humano» (y, por tanto, de común o de universal) en esa diversidad; pero, por otro lado, no es posible hablar de la «universalidad humana» como si se tratase de una «identidad» dada a priori, o como si fuera posible acceder a ella tras un largo y doloroso proceso de maduración, en un supuesto «final de la historia», sino que más bien hay que pensarla como la idea reguladora de una posible relación (en modo alguno segura) entre las diferentes sociedades y los diferentes seres a los que llamamos «humanos». La «humanidad» sería la resultante de la relación entre todas las diferentes manifestaciones de lo humano. Pero, mientras haya seres humanos, esas diferentes manifestaciones seguirán proliferando, de modo que la resultante nunca podrá ser definitiva ni definitoria [5].
En ese contexto intelectual, en el que parece imponerse un relativismo extremo que apenas puede disimular el terror del hombre por la historia, hasta el punto de literalmente negarla, el pasado, según señala el mismo Brotti, no nos instruiría sobre la vida presente y la historia solo tendría el valor de un divertimento que nada podría aportarnos para orientar nuestras decisiones individuales y colectivas. Mientras tanto, la cultura actual, dando la espalda a las exigencias acostumbradas y hasta hace poco indiscutibles de la dimensión histórica, y dejando rápidamente atrás planteamientos como los de Campillo, no duda ya en plantearse la posibilidad de, como dice Brotti, «un retorno o de una reabsorción de lo humano en el regazo de la naturaleza». Por vez primera en su evolución, la humanidad ha comenzado a entrever, al menos en un plano teórico, la posibilidad de una autoextinción de la que el ya anunciado «invierno demográfico» en tantas naciones pudiera ser un primer síntoma. Esta evolución, aunque ciertamente pavorosa, no puede ser tildada de inadvertida: fue entrevista hace ya mucho tiempo, y seguramente tenida entonces por sombría y pesimista, por quienes señalaron la vacuidad de cierta noción historicista de progreso cuando lo que espera al final es la nada [6].
¿Estamos muy equivocados si creemos que, en medio de esas perturbaciones, cuyas ondas se hacen cada vez más evidentes, puede ser el momento de volver a considerar la necesidad de recuperar un sentido de las cosas, «puntos de aproximación al bien y a la verdad, incluso aunque estos resultados sigan siendo precarios y estén expuestos al peligro del olvido y de los saltos hacia atrás» [7]? En esa línea de recuperación de una reflexión largo tiempo olvidada y nos tememos que no demasiado bien vista en nuestro propio entorno académico, quisiéramos inscribir o, más bien, nos hacemos la ilusión de que pudiera insertarse esta modesta contribución al inagotable problema de la presencia de Dios en la historia y entre los hombres [8].
Ahora bien, no podemos ni queremos ignorar que los intereses más especulativos de la mayoría de los historiadores actuales van por otros derroteros muy diferentes. Concha Roldán, hace ya veinte años, proponía un muy preciso y limitado elenco de «núcleos fundamentales de discusión de la historia analítica», llamando de ese modo a aquélla parte de la filosofía crítica de la historia «cuyos integrantes se dedican al estudio crítico de los problemas abandonado no sólo el afán profético, sino también la reflexión omnicomprensiva […] desde una clara apuesta por la contingencia histórica y la responsabilidad ética individual frente al futuro ignoto y por hacer». Esos «núcleos fundamentales», cuatro a la sazón, serían: Explicación y comprensión, determinismo causal e inevitabilidad histórica, historia y ciencias sociales, y narración e historia [9]. Ciertamente, en las dos décadas que nos separan de este texto parece evidente que las preferencias de la reflexión sobre la historia han girado en torno a esos cuatro núcleos u otros derivados de ellos, de potencia indudable pero de alcance filosófico limitado. Parecen remotísimos los tiempos en que un gran filósofo de la historia al que tal vez conviniera mucho recuperar, Karl Löwith, a mediados del siglo pasado, se sentía obligado a debatir contra la preocupación obsesiva del pensamiento occidental, surgida ya en Hegel, de encontrar en la historia la finalidad del mundo y del hombre, algo que él relacionaba con la tendencia moderna al dominio, y a pensar y actuar en términos de fines. Advertía entonces:
Si el mundo en cuanto naturaleza, en cuanto physis y cosmos, realmente se disolviera algún día en el mundo de la historia, la pregunta por el sentido de ésta, que hoy en día nos mueve de manera tan exclusiva [el subrayado es nuestro], sería en efecto idéntica a la pregunta por el sentido del mundo. ¿Pero quién no percibe que esto no puede ser así? El concepto de una historia universal es de hecho un concepto equivocado. Pues la historia universal sólo es universal y sólo abarca todo el mundo en un sentido muy limitado [10].
Entre el desvanecimiento del sentido y de la finalidad en la historia, y la vieja pretensión historicista que provocaba la reacción de Löwith, es posible que aún podamos encontrar, afirmada en la visión cristiana de la historia, una vía media que nos devuelva algunas certezas o, al menos, nos recuerde que existe una dimensión distinta y más equilibrada de los extremos del pensamiento sobre la historia y el hombre en que, sin apenas transición, se ha debatido Occidente en estas últimas décadas. Queda clara, pues, la inactualidad de nuestro propósito, pero justo es decir que ello, lejos de generarnos algún desasosiego o sentimiento de inutilidad respecto de nuestra tarea, nos reafirma aún más en su urgencia.
Convendrá aclarar en este punto que el Dios al que se refiere el título de este ensayo es el Dios cristiano, es decir, el Dios que conocemos esencialmente a través de Jesucristo, del contenido de la Escritura y de la enseñanza de la Iglesia. Ciertamente, no podría ser de otra forma. Fuera del Dios cristiano este escrito carecería de sentido, pues su imagen es la que ha marcado de forma indeleble a nuestra civilización, pero ello no quiere decir que aspiremos de algún modo a desarrollar algo así como una teología, aunque aceptemos los presupuestos teológicos que implica reconocer un conjunto de verdades reveladas. Pieper, ante tesitura no muy distinta de esta en la que nos encontramos, aseveró que «no hacemos teología sino que nos remitimos a la información teológica. Y al proceder así recordamos algo que desde siempre ha constituido una evidencia, no sólo en el Occidente cristiano, sino también para Platón, Virgilio, Cicerón y el propio Lao-tse: que la teología forma parte de la educación general» [11].
Recordemos que el cristianismo, como forma religiosa que condensa esos elementos —revelación de Jesucristo, Escritura y tradición de la Iglesia—, es una religión fundada sobre un conjunto de hechos de extraordinaria potencia salvífica pero plenamente inscribibles en el tiempo, una religión, pues, que posee un carácter esencialmente histórico, que ha asumido la condición de relato histórico y ha experimentado desde muy pronto, quizá desde los primeros tiempos, la necesidad de realizarse en la historia, incardinando en ella, y en el tiempo que es su condición primera, el reino de Dios que es su promesa y su esperanza. Al respecto, y marcando las diferencias de la concepción griega con lo judeocristiana, Karl Löwith, escribía:
Ningún filósofo griego pensó una filosofía de la historia. Invita a la reflexión el hecho de que Aristóteles, quien meditó sobre todo, sobre las plantas y los animales, la tierra y el cielo, la