La Máscara Del Dios Jaguar
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desde ese momento comienza a gestarse un cambio en su vida. El sagaz
detective privado inadvertidamente se ve envuelto en un remolino de
pasiones, tentaciones y ambiciones desatadas y, al final, lo vivido en
carne propia le dejar una duda clavada en el pensamiento: poseer
realmente la mscara del Dios Jaguar representacin de Tezcatlipoca,
dios Azteca de la noche, la muerte, el conflicto, la tentacin y el
cambio - el poder para trastocar la vida de los mortales, hacindoles
descubrir el lado ms vulnerable de su naturaleza escondida?
Irving Jesus Ayala Martiniez
Arturo Ayala Peralta nació en Durango, México. Tras concluir estudios de Ingeniería Civil y llevar una vida nómada por el país, en 2007 publicó su primera obra: El sucio color del viento, novela de corte policiaco. En 2010 participó en un concurso de literatura fantástica y de terror, convocado por una editorial mexicana, y su primer cuento fantástico: La amenaza Ergonita, se publicó en antología de ganadores en febrero 2011. Desde temprana edad demostró gran inclinación por la Literatura y sus autores favoritos son: Julio Verne, Ágatha Christie y Edgar Allan Poe, quienes, confiesa, influyeron decisivamente en su gusto literario
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La Máscara Del Dios Jaguar - Irving Jesus Ayala Martiniez
DEDICATORIA
A los seres maravillosos que me han otorgado el mejor de los premios: ser, hijo, hermano, esposo y padre de mujeres y hombres de bien, y que, a la vez, han sabido adaptarse a este hijo, hermano, esposo y papá chiflado que les tocó en suerte tener.
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CAPITULO 1
Una niebla fantasmal acompañaba el recorrido de Elías Landa a lo largo de la carretera.
La escasa visibilidad y el congestionamiento del tráfico, a causa de un accidente, lo habían obligado a marchar en ralentí por espacio de interminables minutos. Maldijo entre dientes por enésima vez y, justo cuando más desesperaba, el señalamiento del Kilómetro 16, apenas visible entre la bruma, vino a darle una carga de alivio. Las luces intermitentes del auto al salirse al acotamiento parecieron tímidos guiños en la oscuridad de la tarde, prematuramente anochecida por la borrasca.
Al detenerse, avistó a pocos metros una cerca desvencijada, señalando el lindero de la propiedad campestre al pie de la carretera y, hasta el fondo, la silueta de una solitaria construcción (seguramente la que andaba buscando), recortándose a unos cien metros de la vía asfáltica.
La hiperactividad de Elías lo hacía abominar los tramos de lenta circulación y esta vez debió echar mano a su amplio repertorio de maldiciones durante todo el camino, renegando no solo de la accidentada topografía y del extremoso clima, causantes de una carambola a mitad del trayecto, sino también de la incapacidad de los patrulleros diseminados a lo largo y ancho del tramo, pese a sus esfuerzos por agilizar el tráfico.
El auto avanzó dando tumbos en los hoyancos de la orilla.
Debí prever que nunca falta un maldito accidente en esta carretera - se dijo -… a ese tal Uzcanga le saldrá caro hacerme venir hasta acá, ya lo creo.
Una brusca maniobra al volante puso fin a sus lamentaciones.
Antes de ubicarse en el entorno, el detective repasó mentalmente las instrucciones recibidas y se adentró en la terracería a vuelta de rueda.
Poco a poco la casita al final del sendero se hacía más perceptible.
Erigida a base de mampostería y ladrillo, la finca tenía un vistoso tejado a dos aguas. En lo alto asomaba el tiro humeante de una chimenea. Los corrales dispuestos alrededor, rematados por largas filas de pinavetes y árboles de mediana altura, le daban un inconfundible aspecto de granja campestre. Elías imaginó cuan pintoresca luciría iluminada por la luz de un sol radiante, y no como se veía en ese momento: casi difuminada entre el nebuloso paisaje de un invierno adelantado a fines de noviembre.
Un concierto de estridentes ladridos acompañó la marcha del vehículo y fue subiendo de intensidad a medida que se acercaba.
Lo que faltaba - resopló con fastidio, siguiendo con la mirada las evoluciones de la enfurecida jauría alrededor del auto -. Esas fieras me harían pedazos si les diera una mínima oportunidad, por tanto, me limitaré a tocar el claxon. Como no pienso dejar la zalea en esos colmillos, si no sale pronto alguien a ponerlos en paz, me largaré sin siquiera llamar a la puerta…
Al primer bocinazo su expectativa se vio cumplida. Un hombre y un niño salieron dando voces para llamar a los canes y, como por arte de magia, en pocos minutos se restableció la calma.
- Buenas tardes – saludó, de notorio mal talante, al descender del auto -… aunque he llegado casi de noche. Hubo un accidente en el primer entronque y cerraron un carril; he recorrido la mayor parte del maldito tramo a veinte kilómetros por hora.
- Lo siento, ese tipo de incidentes son comunes en esta zona – el hombre lucía notablemente apenado -. Me disculpo por haberlo hecho venir.
Iván Uzcanga era alto y de tez muy blanca. Elías dedujo, por el corte afilado de su rostro, de labios finos, nariz recta y mirada taciturna, que debía ser delgado, pues le cubría el cuerpo una chamarra de amplio vuelo y ropas gruesas de invierno, algo insólito al final del otoño. Soplaba, no obstante, un viento demasiado frío y el investigador lamentó no haber llevado un abrigo más grueso.
Con un ademán cortés el anfitrión lo invitó a adelantarse hacia el umbral de la entrada. Al mismo tiempo, adivinó una sombra de recelo en el gesto del recién llegado y creyó adivinar en él un oculto temor de verse sorprendido por la aparición intempestiva de algún mastín dispuesto a lanzársele encima.
- Por los perros no se preocupe – dijo para tranquilizarlo -, no hay manera de que puedan salirse.
- Le tengo fobia a los animales, especialmente a los de cuatro patas.
Un chiquillo de cinco o seis años se emparejó a ellos.
- Es mi hijo: Marco Tadeo - el hombre le tocó un hombro y el pequeño lo miró sonriente.
- No son tan bravos – dijo con su vocecilla aguda -, nomás les gusta asustar.
El investigador figuró un arma con los dedos de la mano derecha y simuló un disparo al aire; luego le alborotó el pelo de la frente, en un burdo intento de mostrarse amistoso.
- No saben que cuando yo me asusto me da por aventar balazos.
- Hijo, ve a tu cuarto a jugar mientras atiendo al señor.
- ¿Puedo prender la televisión?
- Si, quédate ahí y no salgas. Hace mucho frío afuera.
El pequeño se alejó despreocupado y los hombres avanzaron en sentido opuesto.
El calorcillo de la chimenea proyectaba una sensación agradable y acogedora. De habérselo permitido su propensión a ver primero el lado negativo de las cosas, Elías no habría tenido empacho en elogiar el encanto rústico de la casa campestre.
Minutos más tarde se hallaron instalados en un pequeño y confortable estudio. Una taza de café caliente había obrado el milagro de dar un giro de ciento ochenta grados al estado de ánimo del detective.
- Antes que nada, gracias por estar aquí. El asunto que deseo exponerle es actualmente una cuestión de gran importancia para mí. Insistí en hacerlo venir a pesar de las dificultades que ya constató por sí mismo, debido a que - titubeó -… mi esposa tiene un empleo de medio tiempo en la ciudad y me hago cargo del niño en su ausencia, además de ocuparme del trabajo de la granja.
Había en la mirada de Iván un velo de tristeza; sus palabras sonaron a excusa a oídos del otro.
- A decir verdad – rectificó de inmediato, no muy convencido de su propio argumento -, la razón principal de que haya preferido no acudir a entrevistarme con usted en la ciudad, obedece a que he desarrollado aversión al medio urbano. Recientemente mi esposa y yo vendimos nuestro departamento en Tlatelolco; cambiamos el bullicio y el caos del tráfico por la quietud de este paraje campestre, y por ahora evito desplazarme hasta la ciudad en la medida de lo posible. Usted entiende, ¿no?
Elías posó un instante su aguileña mirada en el umbrío paisaje a través del ventanal, cubierto por una fina capa de gotas de rocío.
- Si – frunció los labios; su rostro moreno, mal encachado, de líneas duras desde la barbilla hasta el arco de las cejas, se suavizó un poco mientras giraba la cabeza en derredor -. La choza no se ve tan mal – comentó sin diplomacia alguna, desdeñando por completo el confort de la construcción, a pesar de experimentarlo -. Ya la quisiera cualquier náufrago abandonado en una isla desierta. Además, tiene una gran ventaja –guiñó un ojo con malicia -: aquí puede entrar y salir cuando quiera y con quien quiera, sin que se entere todo un atajo de vecinos mirones.
Uzcanga ignoró el habla tendenciosa del otro y respondió con serenidad.
- Mi familia y yo vivimos casi diez años en un departamento sin lamentarlo. Tal vez nunca habríamos pensado en salir del edificio, de no ser por…
Se interrumpió abruptamente. Una profunda arruga le surcó el entrecejo al ponerse de pie y su expresión grave reflejó una extrema tensión. Dio un corto paseo en redondo y volvió a su lugar.
El peso de una gran preocupación parecía gravitar como una carga de plomo sobre su espalda al girar la llave para abrir un cajón del escritorio; con movimientos inseguros extrajo un sobre de regular tamaño y lo puso en manos del visitante.
- Lo sabrá cuando haya leído las reseñas periodísticas en torno a lo ocurrido; el suceso acaparó la atención de la prensa y de todo el público, hace casi un año. Me di a la tarea de recopilar información en ediciones electrónicas de los principales diarios de México y otros países. También hay declaraciones, entrevistas, reportajes, y gran parte de lo que se dijo y escribió del asunto. Todo está en este CD.
Un gesto amargo le nublaba el semblante.
- Debe haber oído hablar del caso – prosiguió -; fue muy comentado en los medios, incluso internacionales, pues involucró un robo al Museo Nacional de Antropología, un doble asesinato de carácter ritual cometido en su interior y la desaparición de mi hijo, supuestamente secuestrado por su propio abuelo – hizo una pausa, esperando confirmación; el otro no afirmó ni negó -. Como comprenderá, siendo mi padre y mi hijo los protagonistas principales, vivir todo eso significó para mí una auténtica pesadilla. Aún me cuesta trabajo aceptar que haya ocurrido en realidad - exhaló un suspiro cargado de tensión -. Conocerá los detalles en los archivos que le entrego en el disco, por tanto, no perderemos tiempo abundando en ellos. Hallará también copia de un video que le dio la vuelta al mundo a través de las cadenas noticiosas y significó la conclusión del caso.
El detective alzó las cejas con gesto reflexivo.
- Mmmh – murmuró -… hace un año anduve comisionado en la frontera; en ese entonces solo tuve referencias vagas de lo ocurrido. Apenas antes de venir me documenté un poco.
Iván Uzcanga esbozó un gesto de satisfacción.
- Mejor, así podrá encarar la investigación libre de prejuicios.
Picado en su orgullo, el investigador saltó de inmediato.
- Eso no va conmigo. Solo estoy seguro de que la burra es parda cuando tengo los pelos en la mano y no acostumbro dar nada por sentado. Cuando me dijeron de qué se trataba, indagué algo del caso nomás para no entrar en frío: fue el rollo maniaco de un viejo chiflado que amenazó con hacer explotar una bomba en una zona residencial de Querétaro… ¿no?
El cliente endureció el gesto al escucharlo.
- Le pido un poco de respeto – lo recriminó -, ese de quien habla era mi padre.
- Perdón, a veces hablo a lo tarugo, pero por ái va la cosa.
No duró mucho la molestia del atribulado Uzcanga. Volvió a reclinarse en el asiento con gesto de pesadumbre, tamborileando nerviosamente con los dedos encima del escritorio. Se notaba intranquilo, nervioso, y parecía resistirse a evocar a fondo lo sucedido.
- Por desgracia, hoy en día los secuestros se han vuelto un delito corriente en nuestro país – dijo enseguida -. No obstante, nunca antes se había visto en México un hecho criminal siquiera parecido. Más allá del amarillismo de que estuvo rodeado, para mí, y desde luego para Amelia, mi esposa, significó un golpe muy duro lo sucedido, a pesar de haber recuperado a nuestro hijo sano y salvo.
El rudo detective no era afecto a albergar empatía. Sin embargo, esta vez su comentario dejó traslucir un tinte de comprensión hacia el punto de vista del cliente.
- Me lo imagino. En México somos buenos para satanizar a los parientes de quienes son exhibidos como criminales, aunque sea sin deberla ni temerla.
Un brillo acuoso en los ojos del anfitrión fue la única respuesta.
Elías Landa dio un sorbo a su taza de café, luego adoptó una postura relajada en el asiento y terminó por clavar en su interlocutor una mirada curiosa.
- ¿Por qué esperó tanto para investigar por su cuenta? Si no estoy mal informado, el caso se cerró de un plumazo, y con mucha alharaca, por la Procuraduría del Estado de Querétaro.
La silueta del hombre se recortó de perfil en el ventanal a sus espaldas. Aquella pregunta flotaba en su mente mientras recorría con la mirada la gris soledad del entorno. No sabía a ciencia cierta si fue el contacto cercano con esa cara imponente de la naturaleza, coronada a lo lejos por las imponentes cumbres que bordean el Valle de México, ordinariamente fría, nebulosa y a veces hostil (más no por eso menos bella), lo que lo había llevado a zambullirse en interminables reflexiones a lo largo de los meses; solo sabía que no podía dejar de pensar en aquello que tanto deseaba olvidar. Y la sombra del pasado seguía ahí, nublando su presente aún más que los nubarrones de la borrasca, en medio del prematuro invierno.
Al final, su respuesta dejó traslucir un matiz de autocrítica.
- Lo pensé demasiado, es cierto. Fue porque, en primer lugar, no estaba seguro, y no lo estoy todavía, de que haya algo por investigar, más allá de lo que todo el mundo sabe – suspendió la fugaz contemplación para mirar de frente a su interlocutor -. Y en segundo, porque no tenía idea de cómo hacerlo; después de todo, buscar una agencia de detectives no es tan simple como localizar un plomero en el directorio. Cuando resolví aventurarme en La Web, visité decenas de páginas y, lejos de despejarse, crecieron mis dudas. Resultó un territorio totalmente desconocido para mí y no pude hallar diferencias notables entre una agencia y otra. Además, la mayoría se enfocaban a casos corrientes de infidelidad conyugal y localización de personas, otras me daban la impresión de no ser serias y solo unas pocas ofertaban servicios de criminología.
- No hay mucha competencia en mi especialidad, es cierto – el otro enarcó las cejas al darse ínfulas -, pero igual, no todos están seguros de lo que quieren cuando nos llaman.
- En mi caso, elegí a su empresa por la sobriedad del sitio, carente de adornos superfluos y rótulos llamativos. Finalmente se impuso en mi decisión la promesa de recibir atención personalizada.
- Ya – la cara del investigador dibujó una sonrisa sarcástica -. Los ganchos de la mercadotecnia son efectivos después de todo – prosiguió sin pausa -: llenó la ficha de contacto y enseguida lo llamó nuestro gerente para lanzarle el rollo de siempre.
El cliente asintió, rememorando ese momento.
La voz masculina al teléfono no tenía las inflexiones impersonales y mecanizadas, propias de quienes atienden a los clientes en la mayoría de los negocios convencionales.
- Permítame presentarme – había dicho -: soy Alberto Miranda Lara, Gerente de Multiservicios DEPI, Detectives Privados e Investigadores. En su ficha de registro anotó usted que prefería plantear su solicitud de servicio de manera directa.
- Así es.
- Bien. Lo llamo para ponerme a sus órdenes.
- Gracias, yo - titubeó -… me resulta difícil exponer mi problema, incluso por vía telefónica; verá… se relaciona con un caso policiaco muy notable ocurrido a fines del año pasado, y – vaciló de nuevo -… deseo plantear cierta inquietud personal en torno al mismo, aunque no estoy seguro si amerite una investigación en forma – una transición abrupta cortó de golpe sus vacilaciones -. Decidí contactarlos porque leí en su página que tienen experiencia en investigaciones criminales.
- Modestia aparte, no existe en territorio mexicano otra agencia que pueda competir con nosotros – el hombre tomó aire para iniciar la consabida arenga publicitaria -. Nos avalan cuarenta y cinco años de trabajo ininterrumpido. La misión y visión de nuestra empresa se basan en la seriedad, la ética y el espíritu de servicio. Brindamos profesionalismo y confidencialidad absoluta a nuestros clientes, tanto en círculos particulares, privados y empresariales, como de Gobierno. Debo decirle además que hemos sido reconocidos por organizaciones policíacas y de inteligencia, dentro y fuera del país, por nuestra contribución y apoyo en el esclarecimiento de casos de competencia multinacional – Iván pensó que sonaba demasiado jactancioso para ser cierto -. Contamos con especialistas en campos muy diversos, no solo en áreas tan corrientes como las relaciones conyugales y la localización de personas, sino también en el ámbito laboral, financiero, tecnológico, de seguros, documental, de protección, de seguridad y, por supuesto, en dictámenes periciales y criminológicos. Todos aquí somos auténticos profesionales con estudios comprobables y diez años de ejercicio en promedio. Si lo desea, puedo hacerle llegar los detalles de nuestro currículum.
- No. Me basta con su palabra.
- Gracias por su confianza.
Lo imaginó acomodándose el cuello con aire satisfecho.
- En correspondencia, puedo darle una prueba clara de nuestra seriedad: no hay en el ramo otra agencia que ofrezca por escrito una garantía similar a la nuestra.
- ¿Qué clase de garantía?
- Una muy común en otra clase de servicios corrientes, más no comparables a los nuestros en complejidad: su completa satisfacción o la devolución de su dinero
.
- Bien. En tal caso estoy dispuesto a contratar sus servicios. Mi asunto gira alrededor de hechos criminales muy sonados que tuvieron lugar hace casi un año - carraspeó un par de veces -. Las autoridades dictaminaron que Tadeo Uzcanga, mi padre, a quien la prensa llamó el mensajero del Dios Jaguar
, urdió todo porque se hallaba afectado de sus facultades mentales.
Hubo un momento de silencio; el hombre pareció acusar cierto impacto.
- Si, lo recuerdo – comentó -… según sé, el caso fue aclarado por las autoridades del Estado de Querétaro; concluyeron que se trató de un caso de demencia.
El cliente se salió por la tangente.
- Me gustaría concertar una entrevista personal con el detective que vaya a hacerse cargo de la investigación, si fuera posible. Deseo proporcionarle información periodística en torno a los hechos y comentar, al mismo tiempo, ciertos antecedentes que no son del dominio público. ¿Es posible?
- Por supuesto. Puedo darle una cita para venir mañana mismo a la oficina.
Guardó silencio unos segundos y luego prosiguió en tono vacilante.
- Más bien… desearía entrevistarme con su hombre en mi domicilio. Obviamente, estoy dispuesto a cubrir los gastos adicionales y a pagar el valor agregado del servicio.
- Como guste – dijo -. Forma parte de nuestra política ajustarnos a las necesidades del cliente.
- Radico en una granja campestre, ubicada en el Kilómetro 16 de la carretera a Toluca. Si no tienen ustedes inconveniente para el traslado… yo… no escatimaré en cuestión de costos, se lo aseguro.
- No es lo usual trasladarnos fuera de la zona metropolitana para entrevistas de contacto, pero podemos hacer una excepción. Por tanto, cuente con ello. Deme un minuto para hacer el registro. El nombre del detective comisionado es Elías Landa Marín – anunció poco después -. Le anticipo que se trata de un tipo rudo y mal hablado; no se distingue por sus buenos modales. En contraparte, es nuestro experto en la materia, el más experimentado en Criminología. Si hay algo por desvelar en el caso que nos ocupa, tenga la plena seguridad de que él va a encontrarlo.
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CAPITULO 2
Iván Uzcanga puso fin a su breve remembranza.
- Confieso que mi ignorancia en ese tipo de asuntos me hizo perder tiempo – señaló al salir de su abstracción -, aún cuando desde el principio tuve la idea de contactar a un investigador privado, motivado por ciertos hechos que no he sabido cómo interpretar. Mi intención se reforzó al reinstalar, meses después de la muerte de papá, una computadora, o más bien dos, la suya y la mía, que habían estado sin usarse desde aquel triste suceso – caviló un momento -. Empezaré por el principio: mi padre radicaba en Querétaro y hace casi un año, el 22 de Diciembre de 2015, me llamó por teléfono desde allá, justo el día de la desaparición de Marco Tadeo, a eso de las diecinueve cuarenta. Según dijo, acababa de recibir un e-mail extraño, de un remitente desconocido, denominado El Dios Jaguar
.
- ¿Era algún tipo de amenaza?
- No me explicó de qué se trataba. Solo dijo: es el último mensaje recibido en mi bandeja de entrada y acabo de abrirlo, antes que ningún otro…
. Eso (dicho entre paréntesis) iba en contra de su arraigada costumbre de abrir los correos en riguroso orden de llegada. Mi padre era exageradamente metódico y raras veces cambiaba de modo tan radical su manera de hacer las cosas.
- ¿Le explicó el por qué de ese cambio?
- Al parecer, le llamó la atención el nombre del remitente. Yo respondí: ¿y eso qué tiene que ver con mi hijo?
, o algo así. Entonces su voz sonó muy alterada al decirme: "escucha: no he terminado de leerlo, es una especie de mensaje en clave, entreverado con referencias a la mitología azteca. Entre tanta palabrería difícil de entender, me detuve en la primera frase con algún sentido. Aparecía resaltada y decía sencillamente: ¿Sabes dónde está tu nieto?…" Según esto, al leer esa frase se apartó de la computadora y se fue encima del teléfono para llamar. Su voz se quebró cuando le dije que debía ser una broma y que Marco andaba afuera, jugando con otros niños en los patios comunes de la Unidad. Al oír eso, me urgió de inmediato a que bajara a buscarlo.
El detective siguió escuchando impávido y se limitó a tomar notas en una pequeña libreta.
- Apenas un cuarto de hora después le devolví la llamada. Para mi sorpresa, no había encontrado al niño en los patios, ni en ninguna de las áreas comunes del conjunto habitacional y, mientras hablábamos, mi mujer lo seguía buscando.
- ¿Le preguntó si para entonces ya había terminado de leer ese correo?
- Si. Al mismo tiempo le exigí decirme lo que estaba pasando y demostró entonces un cambio de actitud inexplicable y solo respondió con evasivas. Noté en él una rara resistencia a referirse otra vez al mensaje. Parecía tan angustiado como antes, y además se notaba turbado, extrañamente tenso; se expresaba con titubeos, en un tono de miedo que jamás le había escuchado antes. Pon mucha atención a lo que voy a decirte – señaló al fin, sin responder a mis preguntas acerca del contenido de aquel mensaje -: se trata de un secuestro; nadie debe saberlo, aparte de Amelia y tú. Si cometen una indiscreción o llaman a la policía, no volverán a ver al niño con vida… ¿te queda claro?
… yo sentí que la tierra se abría debajo de mis pies al escuchar aquello.
El hombre tragó saliva y se acarició la barbilla con gesto afectado.
- A pesar del tiempo transcurrido, la herida sigue doliendo - dijo.
Luchó un momento por no quebrarse al proseguir con su relato.
- Después de desgranarme en lamentaciones, le dije: tú tienes dinero, pero estás lejos de ser millonario, y nosotros no somos ricos. Si los secuestradores se pusieron en contacto contigo, es porque se han equivocado pensando que tu negocio es más lucrativo de lo que parece… debemos recurrir a la policía y…
. No me dejó terminar y su voz fue un auténtico grito de alarma. "- ¡¡No, ni lo pienses siquiera!!… la vida del niño está de por medio y no debemos cometer errores. No me han dicho cuánto quieren, más