La libertad interior
Por Jacques Philippe
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La afirmación fundamental del autor es sencilla, pero de gran alcance: el hombre conquista su libertad interior en la medida en que la fe, la esperanza y el amor se fortalecen en él. Nos da a conocer cómo el dinamismo de las "virtudes teologales" es el núcleo de la vida espiritual.
Escrita en el estilo sencillo y concreto que caracteriza a Jacques Philippe, ésta es una valiosa obra que ayudará a "todos los que desean hacerse disponibles a esas maravillosas renovaciones espirituales que el Espíritu Santo desea obrar en nuestros corazones, y acceder así a la gloriosa libertad de los hijos de Dios".
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La libertad interior - Jacques Philippe
obra.
INTRODUCCIÓN
Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad¹
«Ofreceremos a Dios nuestra voluntad, nuestra razón, nuestra inteligencia, todo nuestro ser a través de las manos y el corazón de la Santísima Virgen. Entonces nuestro espíritu poseerá esta preciada libertad del alma, tan ajena a la ansiedad, a la tristeza, a la depresión, al encogimiento, a la pobreza de espíritu. Navegaremos en el abandono, liberándonos de nosotros mismos para atarnos a Él, el Infinito».
Madre Yvonne-Aimée de Malestroit²
Este libro pretende abordar un aspecto fundamental de la vida cristiana: el de la libertad interior. Su objeto es muy sencillo: considero esencial que cada cristiano descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la auténtica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar dentro de nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundirnos ni agobiarnos del todo.
La afirmación fundamental que queremos desarrollar es muy simple, pero de gran alcance: el hombre conquista su libertad interior en la misma medida en que se fortalecen en él la fe, la esperanza y la caridad. Demostraremos de un modo concreto cómo el dinamismo de lo que tradicionalmente se han denominado las «virtudes teologales» constituye el centro de la vida espiritual; al tiempo que pondremos de manifiesto el papel decisivo que desempeña en nuestro crecimiento interior la virtud de la esperanza: una virtud que sólo puede cultivarse unida a la pobreza de corazón, de modo que este trabajo también se podría considerar un comentario en torno a la primera bienaventuranza: Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos³.
Retomaremos profundizando en ellos algunos temas abordados en libros anteriores, como la paz interior, la vida de oración y la docilidad al Espíritu Santo⁴.
En los inicios del tercer milenio, nos gustaría que este libro fuera una ayuda para quienes desean ser dóciles a esa maravillosa renovación interior que el Espíritu Santo quiere obrar en los corazones con el fin de hacernos acceder a la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
1 2 Co 3, 17.
2 Citado en Une amitié voulue par Dieu, Paul Labutte, Ed François-Xavier de Guibert.
3 Mt 5, 3.
4 La paz interior, Rialp. À l’école de l’Esprit Saint, Ed. de Béatitu
I. LIBERTAD Y ACEPTACIÓN
1. La conquista de la libertad
La noción de libertad puede considerarse un lugar de encuentro privilegiado entre la cultura moderna y el cristianismo. De hecho, este último se presenta como un mensaje de libertad y liberación. Para convencerse de ello, basta con abrir el Nuevo Testamento, donde los términos «libre», «libertad» y «liberar» se utilizan con frecuencia: La verdad os hará libres, dice Jesús en el Evangelio de San Juan¹; y San Pablo afirma: Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad²; y en otro momento: Con esta libertad nos liberó Cristo³. Santiago llama a la ley cristiana la Ley de la libertad⁴. Queda, pues, por descubrir cuál es la verdadera naturaleza de esa libertad e intentar comprenderla.
Por lo que concierne a la cultura moderna, desde hace algunos siglos ésta ha estado marcada —como cualquiera puede constatar de modo evidente— por un poderoso anhelo de libertad. Sin embargo, somos testigos de cómo la noción de libertad se ha cargado de ambigüedad y ha conducido a errores motivo de terribles alienaciones y causa de la muerte de millones de personas. Por desgracia, el siglo xx es buen ejemplo de ello. Sin embargo, el deseo de libertad continúa manifestándose en todos los campos: social, político, económico o psicológico. Seguramente se habla tanto de él porque, a pesar de todos los «progresos» realizados, sigue siendo un deseo insatisfecho...
En el plano moral, da la impresión de que el único valor que todavía suscita cierta unanimidad en este inicio del tercer milenio es el de la libertad. Todo el mundo está más o menos de acuerdo en que el respeto a la libertad de los demás constituye un principio ético fundamental: algo más teórico que real (el liberalismo occidental es, a su manera, cada vez más totalitario). Quizá no se trate más que de una manifestación de ese egocentrismo endémico al que ha llegado el hombre moderno, para quien el respeto de la libertad de cada uno constituye menos el reconocimiento de una exigencia ética que una reivindicación individual: ¡que nadie se permita impedirme que haga lo que quiera!
Libertad y felicidad
No obstante, hay que señalar que esta poderosa aspiración de libertad en el hombre contemporáneo, aun cuando contenga buena parte de engaño y a veces se lleve a cabo por caminos erróneos, siempre conserva algo de recto y noble.
En efecto, el hombre no ha sido creado para ser esclavo, sino para dominar la Creación. Así lo dice el Génesis explícitamente. Nadie ha sido hecho para llevar una vida apagada, estrecha o constreñida a un espacio reducido, sino para vivir «a sus anchas». Por el simple hecho de haber sido creado a imagen de Dios, los espacios limitados le resultan insoportables y guarda en su interior una necesidad irreprimible de absoluto e infinito. Ahí reside su grandeza y, en ocasiones, su desgracia.
Por otro lado, el ser humano manifiesta tan gran ansia de libertad porque su aspiración fundamental es la aspiración a la felicidad, y porque comprende que no existe felicidad sin amor, ni amor sin libertad: y así es exactamente. El hombre ha sido creado por amor y para amar, y sólo puede hallar la felicidad amando y siendo amado. Como dice Santa Catalina de Siena⁵, el hombre no sabría vivir sin amor. El problema es que a veces ama al revés; se ama egoístamente a sí mismo y termina sintiéndose frustrado, porque sólo un amor auténtico es capaz de colmarlo.
Si es cierto que sólo el amor puede colmarlo, también lo es que no existe amor sin libertad: un amor que proceda de la coacción, del interés o de la simple satisfacción de una necesidad no merece ser llamado amor. El amor no se cobra ni se compra. El verdadero amor, y por lo tanto el amor dichoso, sólo existe entre personas que disponen libremente de ellas mismas para entregarse al otro.
Así es como se entiende la extraordinaria importancia de la libertad, que proporciona su valor al amor; y el amor constituye la condición para la felicidad. Es sin duda la intuición —incluso vaga— de esta verdad la que hace al hombre estimar la libertad, y nadie puede convencerlo de lo contrario.
Pero ¿cómo acceder a esta libertad que permite el desarrollo del amor? Para ayudar a quienes desean alcanzar este fin, comenzaremos por recordar algunos errores bastante extendidos, a los cuales ninguno somos completamente ajenos, pero de los que es preciso huir con objeto de gozar de la auténtica libertad.
La libertad: ¿reivindicación de autonomía o reconocimiento de dependencia?
Si —como ya hemos comentado— la libertad parece constituir un dominio común del cristianismo y la cultura moderna, quizá es también el punto en el que discrepan de forma más radical. Para el hombre moderno ser libre a menudo significa poder desembarazarse de toda atadura y autoridad: «Ni Dios ni amo». En el cristianismo, por el contrario, la libertad sólo se puede hallar mediante la sumisión a Dios, esa obediencia de la fe de que habla San Pablo⁶. La auténtica libertad es menos una conquista del hombre que un don gratuito de Dios, un fruto del Espíritu Santo recibido en la medida en que nos situemos en una amorosa dependencia frente a nuestro Creador y Salvador. Es aquí donde se pone más plenamente de manifiesto la paradoja evangélica: Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará⁷. O, dicho de otro modo: quien quiera a toda costa preservar y defender la libertad la perderá; pero quien acepte «perderla» devolviéndola confiadamente a las manos de Dios, la salvará. Le será restituida infinitamente más hermosa y profunda, como un regalo maravilloso de la ternura divina. Más adelante veremos cómo nuestra libertad es proporcional al amor y a la confianza filial que nos unan a nuestro Padre del cielo.
Para alentarnos contamos con el ejemplo vivo de los santos, que se han entregado a Dios sin reservas, no deseando hacer más que Su voluntad, y que en recompensa han ido recibiendo progresivamente el sentimiento de gozar de una inmensa libertad que nada en este mundo puede arrebatarles, y en consecuencia una intensa felicidad. ¿Cómo es esto posible? Intentaremos comprenderlo poco a poco.
¿Libertad exterior o interior?
Otro error fundamental relativo a la noción de libertad es considerar esta última como una realidad exterior dependiente de las circunstancias, y no una realidad ante todo interior⁸. En este terreno, como en tantos otros, revivimos el drama experimentado por San Agustín: «Tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando»⁹.
Nos explicaremos. Con mucha frecuencia tenemos la impresión de que lo que limita nuestra libertad son las circunstancias que nos rodean: las normas impuestas por la sociedad, las obligaciones de todo tipo que los demás hacen recaer sobre nosotros, tal o cual limitación que disminuye nuestras posibilidades físicas, nuestra salud, etc. Por lo tanto, para hallar nuestra libertad sería preciso eliminar todas estas ataduras y obstáculos. Cuando nos sentimos prácticamente «asfixiados» por las circunstancias que nos rodean, nos volvemos en contra de las instituciones o de las personas que son aparentemente su causa. ¡Cuánto resentimiento hemos alimentado en nuestra vida contra todo lo que no es de nuestro agrado y nos impide ser lo libres que desearíamos!
Este modo de ver las cosas encierra cierta parte de verdad: a veces hay limitaciones que es preciso remediar, barreras que hay que salvar para conquistar la libertad. Pero contiene también buena parte de engaño que deberíamos desenmascarar, so pena de no gustar jamás de la verdadera libertad. Incluso aunque desapareciera de nuestras vidas todo cuanto creemos que se opone a nuestra libertad, no existiría garantía de acabar consiguiendo esa plena libertad a la que aspiramos. Cuando superamos unos límites, siempre aparecen otros detrás. De ahí el riesgo —en caso de detenerse en la situación descrita— de encontrarse inmerso en un proceso sin fin, en una permanente insatisfacción. Nunca dejaremos de tropezar con obstáculos dolorosos. De algunos de ellos podremos librarnos, pero sólo para toparnos con otros más firmes: las leyes de la física, los límites de la naturaleza humana o los de la vida en sociedad...
¿Liberación o suicidio?
El deseo de libertad que habita en el corazón del hombre contemporáneo a menudo se traduce en un intento desesperado de traspasar los límites dentro de los cuales se siente como encerrado. Siempre queremos ir más lejos, más deprisa; queremos aumentar nuestro poder de transformar la realidad. Y esto es así en todos los aspectos de la existencia. Creemos que seremos más libres cuando los «progresos» de la biología nos permitan elegir el sexo de nuestros hijos. Pensamos que encontraremos la libertad intentando llegar más allá de nuestras posibilidades. No contentos con practicar el alpinismo «normal», nos lanzamos al alpinismo «de riesgo», hasta el día en que vamos demasiado lejos y la emocionante aventura se ve truncada por una caída mortal. Esta faceta suicida de algunas búsquedas de libertad aparece evocada de modo significativo en la última escena de la película