La chica de la cinta azul
Por Jet Hidalgo
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La chica de la cinta azul - Jet Hidalgo
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© Jet Hidalgo
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ISBN: 978-84-17990-55-8
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Nuestro destino no es aquel que nos impongan,
es aquel que seamos capaces de trazar,
haz que cada día valga.
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«Toda presa tiene un cebo perfecto que
jamás podrá rechazar y por ello morirá».
El cazador
1. Regreso del hijo pródigo
Y allí estaba él, sentado en aquella casa, una casa grande y perfectamente cuidada a pesar del tiempo que estuvo sola, como si se hubiese congelado en el tiempo, como si aún pudiese escuchar las voces del pasado rondando por cada esquina. No había pasado mucho desde su regreso, pero sentía que habían sido eones, como si el tiempo y el espacio le jugasen a diario una broma que se volvía en un círculo infinito, siempre se sintió como un extraño en ese lugar.
—Otra vez aquí, una vez más en este lugar tan irónicamente ajeno a mí, aquí viví tantas cosas, aquí aprendí a ser quien realmente quería ser —se decía así mismo como si hubiese alguien más en la habitación.
Esa bella vivienda blanca hueso de dos plantas, construida en los años cincuenta, cuando las mujeres se quedaban en casa esperando a sus maridos con las pantuflas y la cena lista, arregladas y perfumadas, con sus cabelleras impolutas recogidas por un sublime moño típico de aquellos años, ese vestido falda campana de colores pasteles que representaban tan icónicamente a la mujer estadounidense de esa época y aquel dulce delantal rosado o azul claro con bordados blancos perfectamente cosidos por toda la orilla, planchados y almidonados, una perfecta ecuación matemática, la hermosa y perfecta ama de casa, el sublime hogar bien predispuesto al orden y la alegría y los niños revoloteando con sus pantaloncitos cortos color beis y sus camisetas de rayas arremangadas; había sido una casa perfectamente conservada desde su construcción a principio de los años cincuenta por el teniente don Cooper, un viejo militar que había llevado a su mujer e hijos a vivir una tranquila vida en los suburbios, hombre de ceño varonil que causaba en los demás un aire de héroe de historieta, regio, con su uniforme e insignias presentadas a la perfección, pasando sus años de gloria en esa hermosa construcción al estilo Cape Cod, con la apariencia de una casa de campo con techo tipo ladrillo, era un diseño perfecto para soportar los inviernos de EE.UU. Dejando al descubierto esos magnificentes techos empinados y grandes chimeneas dignos de las construcciones de este estilo, caracterizadas por sus ventanas abuhardilladas y su imponente postura sobre los jardines más verdes y llenos de vida, fue una vida perfecta y llena de buenos momentos en esa inmensa casa, hasta que sus hijos crecieron y se fueron a la gran ciudad, que terminó con la decisión de llevarse consigo a sus ya ancianos padres; no deseaban que estuviesen solos en esa casa tan alejada de todos con tan avanzada edad, los años ya pasaban su factura, hasta subir una escalera se tornaba ya una actividad que demandaba más esfuerzo de lo que se aprecia cuando jovencillos. Por mucho tiempo esa hermosa construcción pasó a manos de diferentes familias, unas por tiempos cortos, otras por tiempos un poco más largos, hasta que la familia McKay la adquirió en los ochenta. Esta casita a las afueras de su poblado de procedencia era simplemente idónea, Elizabethtown, era una pequeña ciudad del estado de Kentucky, en el condado Hardin ubicada al centro sudeste de EE.UU, con no más de 30 000 habitantes, de espacios abiertos y gran hermosura de campos y bosques. Era un lugar de gente sencilla y agradable, personas preocupadas por sus vecinos, sonrientes, ocupados en sus simples y cotidianas labores diarias, siempre con su mejor cara al recibir a personas en sus establecimientos y hogares, un eufórico «hola» cuando se encontraban por las calles era algo común para la gente de allí, acompañado de una sonrisa desbordante que no escondía la satisfacción de sus habitantes de residir en tan bendecido lugar, ese pequeño y mágico entorno se alejaba tanto de la frialdad de New York a la cual ya se había acostumbrado Jacob, de esas frías calles rodeadas de luces y publicidades modernas, de personas que corrían desesperadas sin tener a donde llegar, tan ocupadas de sus vidas que les costaba apreciar el arte de las estrellas pintadas en el firmamento, o del sol cuando se esconde en el horizonte al caer la tarde, no se parecía en absoluto a ese rincón donde él había crecido, la gente de New York no se parecía a la gente amable de su pueblo natal, como la señora Hagins en su tienda de todo un poco, cerca de la plaza del pueblo, parecía hasta un crimen que debía ser castigado por la ley estar siempre sonriente y con mejillas rosadas e infladas cual manzanas acarameladas en primavera, esa mujer parecía no tener ninguna dificultad o desesperanza en su vida, hasta perturbador y repugnante se veía ya —se decía él siempre en el silencio de su cabeza, lo repugnante de ver tanta felicidad en una sola persona—. Ese cabello platinado y bien recogido que dejaba a la vista de todos su largo recorrido por la vida, o el señor Morgan, un ex militar que sirvió a su país tan noblemente en la guerra de Vietnam y que ahora pasaba sus días en el taller de autos que tantas veces el Señor McKay y el mismo Jacob habían usado para arreglar los autos de la familia.
Sí, Elizabethtown era un lugar que a pesar de sus problemas estaba siempre lleno de la mejor actitud, algo que lo hacía querer vomitar para ser más sincero, pero que sabía que como todo lugar, toda historia, esto también tenía un propósito y un balance perfecto en el universo, ese lugar de gente que siempre estaba dispuesta a dar la mano, personas que no podían si quiera imaginar la oscura historia que se escondía entre ellos, entre sus paredes bien decoradas y su perfecto cielo azul, una bestia que acechaba y afilaba sus garras cual león antes de atacar a su presa, un depredador listo para devorarse al mundo entero si le era posible, que saboreaba la dulce sensación y calidez de la sangre que pronto recorrerían sus colmillos afilados.
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