Cambiar el punto de vista
Por Brook Peter
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Peter Brook, una de las figuras más relevantes e innovadoras del teatro occidental, pasa revista en este volumen a cuarenta años de su trabajo en el teatro, la ópera y el cine; desde sus primeros montajes en los años cuarenta hasta su memorable versión del Mahabharata. Entre sus muchos éxitos están las producciones de diversas obras de Shakespeare, como El Rey Lear o Sueño de una noche de verano, sus experiencias con el «teatro de la crueldad», que culminaron con Marat/Sade y sus películas en especial El señor de las moscas. En 1970, Brook abandonó la Royal Shakespeare Company para fundar una compañía en París y profundizar en la investigación teatral. Esta iniciativa tuvo como resultado diversas experiencias en Oriente Medio, Asia y África, así como la reelaboración bajo un nuevo prisma de algunas piezas clásicas como El jardín de los cerezos.
En este texto, Brook comparte con el lector sus descubrimientos y sus problemas, haciéndole partícipe de una visión íntima y enriquecedora de algunos de los mayores acontecimientos teatrales del último medio siglo. Un libro que deleitará a los aficionados del teatro tanto como a los profesionales de las artes escénicas.
Brook Peter
Peter Stephen Paul Brook (Londres, 21 de marzo de 1925-París, 2 de julio de 2022), conocido como Peter Brook, fue un director de teatro, cine y ópera británico que vivió en Francia desde principios de los años 1970. Fue uno de los directores más influyentes del teatro contemporáneo, con puestas en escena revolucionarias e innovadoras. Fue galardonado con múltiples premios: Tony, Emmy, Laurence Oliver, Praemium Imperiale, Prix Italia,3 Premio Europa de Teatro y el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2019
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Cambiar el punto de vista - Brook Peter
Para Micheline Rozan
que es el punto vibrante
a partir del cual gran parte de este libro
cobró vida.
Prefacio
Nunca he creído en una verdad única, ni propia ni ajena. Creo que todas las escuelas, todas las teorías pueden ser válidas en determinado lugar, en determinado momento. Pero a la vez he descubierto que uno solo puede vivir si posee una absoluta y apasionada identificación con un punto de vista.
Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, y vamos cambiando y el mundo va cambiando, los objetivos se modifican y los puntos de vista cambian. Cuando reflexiono sobre tantos años de ensayos escritos, de ideas expresadas en infinidad de lugares, en incontables ocasiones, hay algo que me golpea con contundente certeza. Para que cualquier punto de vista sea útil, uno debe comprometerse con él totalmente, debe defenderlo incluso hasta la muerte. No obstante, al mismo tiempo, hay una voz interior que nos murmura: «No te lo tomes tan en serio. Afírmalo con fuerza. Abandónalo con ligereza».
1
Un sentido de la dirección
La intuición sin forma
Cuando comienzo a trabajar una pieza, empiezo con una profunda intuición, sin forma, que es como un aroma, un color, una sombra. Esa es la base de mi trabajo, de mi papel; así me preparo para los ensayos cada vez que monto una obra. Hay una intuición sin forma que es mi relación con la obra. Es la convicción que tengo de que dicha obra debe ser hecha hoy; sin esa convicción no puedo hacerla. No tengo técnica. Si estuviera en un concurso donde me dieran una determinada situación dramática y me dijeran que la pusiera en escena, no sabría por dónde empezar. Podría aplicar una suerte de síntesis de técnicas y algunas ideas elaboradas a partir de mi propia experiencia en la puesta en escena, pero no serviría de mucho. No poseo noción alguna de estructura para poner en escena una obra, porque trabajo a partir de aquella sensación vaga y amorfa; a partir de ella comienzo los preparativos.
Ahora: hablar de preparativos significa que estoy poniéndome en marcha en pos de esa idea. Comienzo por plantear un set,¹ lo deshago, lo hago, lo vuelvo a deshacer, lo trabajo, lo resuelvo. ¿Cómo será el vestuario? ¿Qué colores usaré? Todo ello constituye el lenguaje que busca hacer de aquella intuición algo más concreto. Hasta que, gradualmente, de todo ello surge la forma, una forma que habrá de ser modificada y puesta a prueba, pero que, de todos modos, ya ha emergido. Y no una forma cerrada, porque es apenas el set, y digo «apenas el set» porque es solamente la base, la plataforma. A partir de ese momento, comienza el trabajo con los actores.
El trabajo en los ensayos debe consistir en crear un clima en el que los actores se sientan libres para generar todo aquello que puedan aportar a la obra. Por esta razón, en la primera etapa de los ensayos todo es abierto y yo no impongo absolutamente nada. En cierto sentido, esto es diametralmente opuesto a esa técnica en la cual, el primer día, el director explica de qué se trata la obra, y cómo va a encararla. Yo solía hacer lo mismo años atrás, hasta que me di cuenta de que es una pésima manera de empezar...
De modo que empezamos con ejercicios, con una fiesta, con cualquier cosa, menos ideas. En algunas obras, Marat/Sade por ejemplo, durante las tres cuartas partes del período de ensayos alenté a los actores, y a mí mismo –siempre el proceso es de ida y vuelta–, a generar excesos, por la sencilla razón de que el tema era sumamente dinámico. Y hubo un exceso de ideas tan arrolladoramente barroco que si alguien nos hubiera visto en pleno período avanzado de ensayos habría tenido la certeza de que la puesta en escena ya estaba sumergida hasta la desintegración en un desbordamiento de eso que se llama «invención del director». Yo alentaba a todos a que pusieran de todo, bueno o malo. No censuraba nada, a nadie, ni a mí mismo. Decía: «¿Por qué no hacéis esto?», y surgían «gags», estupideces. No importaba. Lo hacíamos con la intención de obtener, de todo ello, una cantidad de material tan profusa que luego nos permitiera afinar gradualmente lo aprovechable. ¿Con qué criterio? Bueno: con el de ajustarlo en su relación con aquella intuición sin forma.
La intuición comienza a tener forma cuando se la confronta con toda esa masa de material; cuando emerge como el factor dominante a partir del cual ciertas nociones quedarán descartadas. El director continuamente está provocando al actor, estimulándolo, haciéndole preguntas, creando una atmósfera en la que pueda bucear, probar, investigar. Al hacerlo, vuelve del revés, tanto individualmente como con los demás, todo el entramado de la obra. En este proceso se hacen visibles ciertas formas que uno empieza a reconocer, y en la etapa final de los ensayos el trabajo del actor irrumpe en una zona oscura, que es la existencia subterránea de la obra, y la ilumina; y cuando esa zona subterránea de la obra es iluminada por el actor, el director queda en posición de ver la diferencia entre las ideas de aquel y la obra propiamente dicha.
En esta última etapa, el director elimina todo lo superfluo, todo eso que pertenece simplemente al actor y no a la conexión intuitiva que el actor ha establecido con la obra. El director, en virtud de su trabajo previo, como consecuencia de su papel, y también debido a la intuición, está en una mejor posición para decir qué es propio de la obra y qué pertenece a esa superestructura de desperdicios que cada uno trae consigo.
Las etapas finales del ensayo son muy importantes, porque es allí cuando se empuja y alienta al actor a que descarte todo lo que está de más, a que corrija, a que ajuste. Y hay que hacerlo sin miramientos, sin piedad incluso para con uno mismo, porque en toda invención del actor hay algo de uno mismo. Uno ha hecho sugerencias, ha inventado un montón de situaciones, muchas veces para ilustrar algo. Todo eso pasa, y lo que queda es una forma orgánica. Porque la forma no es un conjunto de ideas impuestas a una obra, sino la obra misma iluminada; la obra orgánica y unificada no es debido a que se haya descubierto una previa concepción unificada que se ha aplicado a la obra desde el comienzo; nada de eso.
Cuando hice Titus Andronicus, hubo muchos elogios que subrayaban que la puesta en escena era mejor que la obra. La gente decía que por fin una puesta en escena había logrado sacar algo de un material imposible, ridículo. Todo ello resultaba muy halagador, pero no era cierto, porque yo sabía perfectamente que nunca hubiera logrado una puesta en escena así con otra obra. Es en este aspecto en el que la gente suele confundirse con respecto a qué es exactamente el trabajo de director. Se piensa, de alguna manera, que dirigir es como trabajar de decorador de interiores, que cualquier ambiente pude embellecerse si se cuenta con dinero suficiente y con todo lo que haga falta. No es así. En Titus Andronicus todo el trabajo consistió en tomar las insinuaciones y las íntimas tendencias, las líneas internas de la obra, para exprimirlas, incluso aquellas apenas embrionarias, y hacerlas visibles... Pero cuando no hay nada con qué empieza, nada puede hacerse. Alguien podría traerme un «thriller» y decirme: «Hágalo como Titus Andronicus», y yo por supuesto no podría, porque lo que no está, lo que no existe de manera latente, no puede ser hallado.
Visión estereoscópica
Un director puede trabajar una obra como si fuera un film, y utilizar todos los elementos del teatro: actores, diseñadores, músicos, etc., como si fueran sus sirvientes, para transmitir al mundo lo que tiene que decir. En Francia y Alemania este tipo de enfoque cuenta con una amplia adhesión, y se le llama la «lectura» que el director hace de la obra. Yo he llegado a la conclusión de que es darle a la dirección un sentido muy triste y grosero; es más honorable, si lo que uno busca es el dominio absoluto de los propios medios de expresión, usar de sirviente a la pluma, o al pincel. La opción a esta alternativa, igualmente desafortunada, es que el director se convierta él mismo en el sirviente, transformándose en el coordinador de un grupo de actores, limitándose a dar sugerencias, voces de aliento o consideraciones críticas. Los directores de esta clase son por lo general buena gente pero, como todo liberal tolerante y bienpensante, su trabajo nunca podrá ir más allá de cierto punto.
Yo pienso que uno debe partir por el medio la palabra «dirigir». La mitad de dirigir es, por supuesto, ser un director, lo que significa hacerse cargo, tomar decisiones, decir «sí» o «no», tener la última palabra. La otra mitad de dirigir es mantener la dirección correcta. Aquí, el director se convierte en un guía, lleva el timón, tiene que haber estudiado las cartas de navegación y tiene que saber si lleva rumbo norte o rumbo sur. No cesa de buscar, pero nunca de manera azarosa. No busca por la búsqueda en sí misma, sino porque tiene un objetivo; aquel que busca oro puede formular cientos de preguntas, pero todas ellas lo conducen al oro; el médico que busca una vacuna podrá realizar diversos e interminables experimentos, pero siempre con el propósito de curar ese determinado mal y no otro. Si este sentido de la dirección, de la orientación, está allí, latente, cada uno podrá desempeñar su papel con toda la plenitud y creatividad de la que sea capaz. El director podrá atender a lo que le digan los demás, aceptará sus sugerencias, incluso aprenderá de ello, modificará y transformará radicalmente sus propias ideas, cambiará constantemente de rumbo, inesperadamente podrá desviarse por uno y otro camino y, sin embargo, las energías colectivas acumuladas seguirán sirviendo al mismo, único fin. Esto permite al director decir que «sí» o que «no», y los demás estarán dispuestos a obedecerle.
¿De dónde viene este «sentido de la dirección», y cómo de hecho difiere de una impuesta «concepción directorial»? La «concepción directorial» es la imagen que precede al primer día de trabajo, mientras que el «sentido de la dirección» se cristaliza en una imagen justo al final del proceso. El director requiere solamente de una única concepción que deberá hallar en la vida, no en el arte, y que provendrá de que se pregunte qué produce en el mundo el hecho teatral, por qué está en el mundo. Obviamente, la respuesta no podrá surgir de ninguna premisa intelectual; ya demasiado teatro ha sucumbido envuelto en la vorágine de la teoría. Quizás el director deba pasarse la vida entera buscando la respuesta, con su trabajo alimentando su vida, su vida alimentando su trabajo. Pero el hecho es que actuar es un acto, y que este acto tiene acción, y que el lugar de esta acción es la representación, que la representación está en el mundo, y que todo aquel que esté presente estará bajo la influencia de lo que es representado.
La pregunta no es tanto «¿de qué se trata?». Siempre será sobre algo, y esto es lo que aumenta la responsabilidad del director. Esto es lo que lo llevará a elegir cierto tipo de material y a descartar otro; y justamente no solo por lo que ese material es, sino por su potencial. Es ese sentido de lo potencial lo que lo guiará en su búsqueda del espacio, de los actores, de las formas de expresión; un potencial que está allí y que a la vez es desconocido, latente, solo factible de ser descubierto, redescubierto y profundizado a través del trabajo activo de todo el equipo. Dentro del equipo, cada uno posee apenas una sola herramienta: su propia subjetividad. Tanto el director como el actor, por mucho que se abran, no podrán salirse de su propia piel. Lo que sí podrán hacer, sin embargo, es reconocer que el trabajo teatral exige que el actor y el director encaren, al mismo tiempo, muy diversas direcciones.
Uno debe ser fiel a sí mismo, creer en lo que uno hace, pero sin dejar de tener la certeza de que la verdad está siempre en otra parte. Solo entonces uno podrá evaluar la posibilidad de estar, de ser, con uno mismo y más allá de uno mismo, y así verá que este movimiento de ir de adentro hacia afuera se acrecienta con el intercambio con los demás, y que es el fundamento de la visión estereoscópica de la existencia que puede brindar el teatro.
Hay una sola, única etapa
Hoy en día, el teatro sufre un gran malentendido. Es la tendencia a pensar que en todo proceso teatral hay dos etapas, al igual que en otros campos. Primera etapa: la producción, la factura. Segunda etapa: la venta. Durante siglos, a excepción de ciertas formas de teatro popular y de ciertas formas particulares del teatro tradicional, efectivamente este ha sido el proceso. El período de ensayos se dedica a preparar el objeto, y a su debido tiempo el objeto es puesto en venta. Del mismo modo que un alfarero moldea su vasija, el autor escribe su libro, el director filma su película y después la ofrece al mundo. Este malentendido no solo abarca el trabajo del dramaturgo, sino también el del diseñador y el del director. Aun cuando la mayoría de los actores entienden instintivamente que la preparación no es la construcción, sin embargo, e incluso en el mismo título del gran trabajo de Stanislavski La construcción del personaje, el malentendido persiste, en la implicación de que un personaje puede ser construido como una pared; que por fin un día se coloca el último ladrillo y el personaje queda así terminado, completo. Según mi entender, es exactamente al revés. Yo diría que el proceso consiste no en dos etapas, sino en dos fases. Primera: la preparación; segunda: el nacimiento. Lo cual es muy diferente.
Si nos atenemos a reflexionar según estas premisas, muchas cosas cambian. El trabajo de preparación puede durar apenas cinco minutos, como sucede en la improvisación; o varios años, como en otras formas teatrales. No es importante. La preparación implica un estudio riguroso y consciente de todo obstáculo, de la manera de evitarlo o superarlo. Hay que barrer el camino, lenta o rápidamente, de acuerdo con el estado en que se encuentre. Aquí, me gustaría reemplazar la imagen del alfarero por la de un cohete que parte a la luna: meses y meses se dedican a la enorme tarea de prepararlo para el despegue hasta que, por fin, un buen día... ¡POW! La preparación consiste en probar, verificar, ajustar, limpiar: el vuelo es algo de naturaleza completamente diferente. Del mismo modo, la preparación de un personaje es exactamente lo opuesto a construirlo; es demolerlo, quitar ladrillo a ladrillo todo lo que constituye la musculatura del actor, las ideas e inhibiciones que se interponen entre él y su papel, hasta que un día, como una poderosa ráfaga de aire fresco, el personaje invade todos sus poros.
Este proceso es de rigurosa aplicación en el deporte, donde a nadie se le ocurriría entrenarse para una carrera planificando a la vez la trayectoria de la misma; en mi opinión, el deporte brinda las imágenes más precisas, y las mejores metáforas, de una representación teatral. Por un lado, en una carrera o en un partido de fútbol no hay en absoluto libertad. Existe un reglamento, el juego está delimitado por líneas muy rigurosas, igual que en el teatro, donde cada participante-actor aprende su papel y lo sigue absolutamente al pie de la letra. Sin embargo, esta formulación tan estricta no le impide improvisar, llegado el caso. Cuando se inicia la carrera, el corredor apela a todos los recursos de los que dispone. Apenas empieza la representación, el actor ingresa en la estructura de la puesta en escena: él también se halla total y absolutamente involucrado; improvisa dentro de los límites preestablecidos y, al igual que el corredor, también está sujeto a lo impredecible. Así, todo es posible, todo está abierto, y para el espectador el evento ocurre en ese preciso momento; ni antes ni después. A vista de pájaro, todos los partidos de fútbol parecen iguales; pero ningún partido de fútbol podría ser repetido exactamente, al detalle.
De manera que la preparación, por estricta que sea, no puede controlar el inesperado desarrollo de la vívida textura que es el partido en sí mismo. Y sin la preparación, el evento resultaría frágil, confuso, incomprensible. Sin embargo, la preparación no implica definir una forma. La forma precisa surgirá en el momento más álgido, cuando tenga lugar el acto mismo. Si aceptamos esta premisa, comprenderemos que todo nuestro pensamiento deberá movilizarse y proyectarse a partir de este momento único, el momento único de la creación. Si entonces procedemos lógicamente, todos nuestros métodos y conclusiones quedarán patas arriba.
Malentendidos
Empecé a trabajar en el teatro sin sentir ninguna adhesión particular hacia él. Me parecía un antecedente del cine, aburrido y agonizante. Un día fui a ver a un hombre que en esa época era un importante productor. Yo había dirigido un film amateur, Viaje sentimental, en Oxford. Entonces, le dije a ese hombre: «Quiero dirigir cine». En aquel tiempo, era inconcebible que un joven de veinte años dirigiera una película. Pero tamaña pretensión a mí me sonaba suficientemente razonable. Al productor le debió parecer bastante ridícula, y me respondió: «Si usted quiere, puede venir a trabajar aquí. Le ofrezco trabajo como asistente. Si acepta, podrá aprender el oficio, y le prometo que al cabo de siete años le permitiré que dirija su propio film». Eso significaba que sería director a los veintisiete años. Supe que me hablaba con generosidad, y de buena fe, pero para mí esperar tanto tiempo era imposible.
Fue debido a que nadie quería darme una película para dirigir que me volqué con asombrosa condescendencia a la tarea de montar una obra, en el único, minúsculo teatro donde me aceptaban. Durante las semanas previas al comienzo de los ensayos, preparé escrupulosamente el libro dándole la forma de un guión cinematográfico. La pieza comenzaba con un diálogo entre dos soldados: yo resolví que uno de ellos apareciera atándose las botas, y pensé que la quinta línea de su diálogo se vería enfatizada si, al tiempo de decirla, se desataba una.
Llegó el primer día de trabajo y yo no tenía ni la menor idea de cómo se iniciaba un ensayo profesional, pero los actores me indicaron a las claras que lo que debíamos hacer era sentarnos y empezar con una lectura de la obra. De inmediato le indiqué al actor que interpretaría al primer soldado que se descalzara y se volviera a calzar a medida que leía. Algo sorprendido, obedeció, inclinándose hacia adelante y con su libreto balanceándose incómodamente sobre sus rodillas. Cuando estaba pronunciando la quinta línea le dije que entonces debía desatarse el nudo. Él asintió y siguió leyendo: «No –lo interrumpí–; hágalo». «¿Cómo?, ¿ahora?» Estaba atónito, y yo más aún de que lo estuviera. «Por supuesto. Ahora.»
«Pero esta es la primera lectura...» Todos mis temores latentes de que me desobedecieran afloraron a la superficie; esto olía a sabotaje, a una disputa por la autoridad. Insistí, y él obedeció a regañadientes. Durante el almuerzo, la señora que administraba el teatro me llevó aparte y gentilmente me dijo: «Así no se trabaja con los actores».
Fue una revelación. Yo creía que los actores, como en el cine, están para hacer sin rechistar todo lo que quiere el director. Cuando mi primera reacción de orgullo herido se disipó, pude empezar a entender que el teatro era algo muy diferente.
Recuerdo un viaje a Dublín en esa misma época. Yo había oído decir que allí había un filósofo irlandés con gran reputación en los ambientes universitarios. Yo no lo había leído y ni siquiera pude llegar a conocerlo, pero recuerdo una frase suya, citada por alguien en un bar, que me impactó de inmediato: era la teoría del «punto de vista cambiante». No se refería a un punto de vista voluble, inconstante, sino a una exploración, como sucede con el uso de cierto tipo de rayos X en los que los cambios de perspectiva dan la ilusión de densidad. Todavía recuerdo la impresión que tal idea dejó en mí.
Al principio, el teatro no era para mí ni una cosa ni otra. Era pura experiencia. Me parecía interesante, emocionante, excitante, conmovedor, pero siempre desde un punto de vista puramente sensorial. Yo era como alguien que empieza a tocar un instrumento musical fascinado con el mundo de los sonidos, o como quien empieza a pintar porque le gusta sentir el pincel y la pintura. Con el cine, me sucedía lo mismo: me gustaban los rollos de película, la cámara, los diferentes tipos de lentes. Me encantaban como objetos, y pienso que mucha gente se vuelca en el cine por esta misma razón. En el teatro buscaba crear un mundo de imagen y sonido; me interesaba establecer una relación directa, casi sexual, con los actores, con una suerte de gozo que proviniera de la energía del ensayo, de la actividad misma. Y no intentaba juzgar ni refrenar esta atracción. Simplemente estaba convencido de que debía zambullirme en el torrente; no eran las ideas, sino el movimiento mismo, lo que me llevaría al descubrimiento. Por eso me resultaba completamente imposible adherirme a ninguna pretensión teórica.
Durante aquellos años trabajé intensamente, pero también viajé mucho. Al principio consideraba que la actividad teatral era la parte menos importante de mi vida. No me guiaba ningún principio, salvo el de desarrollar un cierto entendimiento basado en la idea de rotación: la idea de alternar una actividad con otra. Tras trabajar un tiempo en un ambiente «cultural», en la ópera o en el teatro clásico (Shakespeare, etc.), me pasaba a la farsa, a lo burlesco, a la comedia barata, al musical, a la televisión, al cine... o bien emprendía un viaje. Cada vez que volvía a practicar alguno de esos géneros, sentía que inconscientemente había aprendido algo nuevo. Aun así, no era casual que el cine y el teatro me entusiasmaran tanto, por las mismas razones, pero todavía los actores no me interesaban demasiado. Mi principal interés era el de crear imágenes, crear un mundo. La escena era realmente un mundo aparte, un mundo de ilusión separado del mundo circundante, en el cual ingresaba el espectador.
De manera que, en aquella época, mi trabajo naturalmente estaba mucho más relacionado con los aspectos visuales del hecho teatral; me encantaba jugar con maquetas y diseñar sets. Estaba fascinado con la iluminación y el sonido, con el vestuario y con el color. Cuando dirigí Medida por medida, de Shakespeare, en 1956, pensaba que el trabajo de director consistía en crear una imagen que indujera al espectador a «meterse» en la obra, de manera que reproduje los mundos de El Bosco y Brueghel, del mismo modo que había hecho con Watteau en mi puesta en escena de 1950. En ese momento pensaba que debía intentar desplegar una escenificación apabullante de fluidas imágenes, que sirviera como un puente entre la obra y el espectador.
Al estudiar el texto de Trabajos de amor perdidos, hubo algo que me impactó y que me pareció harto evidente, pero que a la vez resultaba totalmente insólito: en el momento final de la última escena, un personaje nuevo, inesperado, llamado Mercade, hacía su aparición y cambiaba por sí solo todo el tono de la obra. Irrumpía en un mundo artificial para traer una noticia real. Entraba trayendo la muerte. Y así como sentía intuitivamente que las imágenes del mundo de Watteau eran muy alusivas a la muerte, comencé a pensar que su obra La edad de oro es tan singularmente conmovedora porque, si bien es la pintura de la primavera, se trata de una primavera otoñal, porque toda la obra de Watteau tiene una increíble melancolía. Y si uno mira bien, observa que siempre, en algún lugar, se siente la presencia de la muerte, hasta que incluso se descubre que en Watteau (a diferencia de lo que ocurre con las imitaciones de ese período, donde todo es dulce y bello) hay casi siempre una figura negra, embozada, dando la espalda al espectador; hay quienes dicen que es el propio Watteau. Pero no hay duda de que ese toque sombrío es lo que otorga su verdadera dimensión a todo el cuadro.
Por ello hice que Mercade apareciera elevándose sobre el resto, al fondo del escenario; caía la tarde, las luces disminuían y de repente aparecía allí una figura de negro. Una figura de negro que irrumpía de pronto en una bucólica escena estival, con los demás personajes vestidos en tono pastel, a la manera de Watteau y Lancret, y una luz dorada que iba atenuándose paulatinamente. El efecto era muy perturbador, y el espectador sentía de repente que el mundo entero se había transformado.
Creo que todo cambió para mí en la época de Rey Lear. Justo antes del momento en que debíamos iniciar el período de ensayos, deshice el diseño escénico. Lo había pensado en hierro oxidado; era muy interesante, y muy complicado también, con puentes que subían y bajaban. Me gustaba mucho. Pero una noche descubrí que ese maravilloso juguete era inútil. Desmonté la maqueta casi completamente, sin dejar prácticamente nada, pero lo poco que quedó era muchísimo mejor. Este fue, para mí, un momento decisivo, especialmente porque en esa época era convocado muy frecuentemente para trabajar en anfiteatros y no lograba imaginarme cómo sería eso de trabajar sin proscenio ni mundo imaginario.
De repente, algo hizo «clic». Empecé a entender por qué el teatro era un evento. Porque no dependía de una imagen, o de un contexto particular; el evento, por ejemplo, consistía simplemente en que un actor cruzara el escenario. Todo el trabajo que desarrollamos durante nuestra primera temporada experimental en el Teatro LAMDA, en 1965, fue consecuencia de ello; y quizás el ejercicio más significativo que practicamos en público haya sido mostrar a alguien no haciendo nada; nada de