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Hombres y glorias de América
Hombres y glorias de América
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Libro electrónico319 páginas4 horas

Hombres y glorias de América

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"Hombres y glorias de América" de Enrique Piñeyro de la Editorial Good Press. Good Press publica una gran variedad de títulos que abarca todos los géneros. Van desde los títulos clásicos famosos, novelas, textos documentales y crónicas de la vida real, hasta temas ignorados o por ser descubiertos de la literatura universal. Editorial Good Press divulga libros que son una lectura imprescindible. Cada publicación de Good Press ha sido corregida y formateada al detalle, para elevar en gran medida su facilidad de lectura en todos los equipos y programas de lectura electrónica. Nuestra meta es la producción de Libros electrónicos que sean versátiles y accesibles para el lector y para todos, en un formato digital de alta calidad.
IdiomaEspañol
EditorialGood Press
Fecha de lanzamiento11 nov 2019
ISBN4057664152541
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    Hombres y glorias de América - Enrique Piñeyro

    Enrique Piñeyro

    Hombres y glorias de América

    Publicado por Good Press, 2022

    goodpress@okpublishing.info

    EAN 4057664152541

    Índice

    CAPÍTULO I. Tentativas de conciliación antes de 1850.

    CAPÍTULO II. El sucesor de Webster en el Senado.—Ley sobre los esclavos huídos.—Cuestión de Kansas.—Discurso de Sumner y sus consecuencias.

    CAPÍTULO III. La cabaña del tío Tomás

    CAPÍTULO IV. Formación del partido republicano.—Convenciones nacionales.—Frémont, Douglas, Buchanan.—Elecciones de 1856.

    CAPÍTULO V. El negro Dred Scott ante el Tribunal supremo

    CAPÍTULO VI. Desacuerdo entre ambas ramas del Congreso sobre la admisión de Kansas.

    CAPÍTULO VII. Campaña electoral en Illinois. Lincoln y Douglas.

    CAPÍTULO VIII. Duelo de oradores.

    CAPÍTULO IX. Proyectos de anexar la isla de Cuba.

    CAPÍTULO X. John Brown.

    CAPÍTULO XI. Campaña de 1860 Lincoln presidente de los Estados Unidos.

    CAPÍTULO XII. La Víspera de la guerra civil.

    JOSÉ DE LA LUZ Y CABALLERO

    I

    II

    III

    IV

    V.

    LA VIDA DE SAN MARTÍN, POR MITRE

    J. L. MOTLEY

    ANDRÉS BELLO

    UN REPORTER DE COSAS DE AMÉRICA EN EL SIGLO XV PEDRO MÁRTIR DE ANGLERÍA

    JOSÉ MARÍA HEREDIA Y LA ANTOLOGÍA DE POETAS HISPANO-AMERICANOS DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

    ABRAHAM LINCOLN

    EL CENTÓN EPISTOLARIO Y LA CRÍTICA AMERICANA

    Nota

    ÍNDICE DE NOMBRES Y TÍTULOS

    ÍNDICE DE MATERIAS

    CAPÍTULO I.

    Tentativas de conciliación antes de 1850.

    Índice

    La historia política y constitucional de los Estados Unidos de la América del Norte se desenvuelve durante largo período en dos direcciones principales; puede decirse que se concentra en dos problemas capitales, cuyo planteamiento y progresivo desarrollo va rápidamente despertando el más palpitante interés, hasta llegar á una solución violenta y definitiva en medio de los horrores de una guerra civil, sangrienta y destructora, como se recuerdan muy pocas otras en los anales de la humanidad.

    Esas dos cuestiones esenciales son: la extensión del área organizada de la república con objeto de abrir el ancho campo indispensable al portentoso engrandecimiento de su riqueza y población, y la lucha entre los partidos políticos por consentir ó prohibir en los territorios nuevamente anexados, ó en los nuevos estados que sobre ellos pudieran constituirse, la esclavitud de la raza negra, tal como existía desde antes de la independencia de los trece primeros estados, y tal como implícitamente lo reconocía la Constitución soberana é intangible del país.

    A medida que han ido desapareciendo los actores que tomaron parte en las luchas reñidas nacidas de esas cuestiones y se han podido escudriñar los móviles verdaderos de sus actos y palabras; á medida que el trascurso del tiempo ha suprimido los obstáculos que cerraban el horizonte é impedían descubrir desde alto punto de vista toda la perspectiva, ha aparecido también, cada vez más indudable, más patente cada vez, la preponderante influencia que la cuestión de la esclavitud de los negros ha ejercido en la historia de los Estados Unidos desde la época en que los intereses agrícolas de las regiones del Sur, arraigados en el trabajo esclavo, se hallaron por la fuerza de las cosas en directa oposición al desarrollo industrial y mercantil de los Estados del Norte, fomentado por el trabajo libre. El lazo federal debió resistir á sacudidas, día por día más violentas, y si le ha sido lícito durar hasta el presente, si conserva la república los rasgos esenciales de su prístina apariencia, si continúa ante ella abierto magnífico y dilatado porvenir de engrandecimiento, fué primero necesario, en medio de terribles borrascas, atar más fuertemente y robustecer las ligaduras, muy á punto en varias ocasiones de romperse para siempre.

    En 1820 votó el Congreso federal una ley, conocida en el lenguaje político con el nombre de acuerdo, ó Compromiso, del Missouri, en virtud de la cual quedaba matemáticamente fijado en la línea de los treinta y seis y medio grados de latitud Norte el límite que separaría perpetuamente las dos fracciones del país donde se consentía y donde se rechazaba el régimen de la esclavitud. Encima de esa línea ningún nuevo Estado podía entrar á formar parte de la federación, si su ley orgánica sancionaba la condición servil de una parte de los habitantes; y aunque explícitamente no se proclamase lo contrario al Sur de la misma, el bill, en concepto de todos, así lo daba por establecido: de ahí su nombre de Compromiso ó transacción.

    Esa restricción geográfica impuesta á la esclavitud era un reproche grave y directo, aunque tácito, contra la naturaleza de la institución; los Estados del Sur pudieron soportarlo sin sentirse humillados ni agraviados, porque sobraba entonces tierra en todas direcciones por donde extenderse debajo del paralelo fijado, y porque sus jefes políticos estaban todavía muy lejos de poseer la energía y unidad de miras que después consagraron sin reposo á la defensa de sus intereses y á la satisfacción de sus deseos.

    El primer choque ruidoso y en campo abierto, pero puramente dogmático todavía, entre ambas secciones contrapuestas, la primera tempestad de truenos y rayos que pasó por el cielo de la república, amenazando atacar la unión y disolverla desparramando sus elementos, ocurrió unos doce años más adelante, y nació inopinadamente de una cuestión de aranceles de aduanas, porque el Sur, como región agrícola y productora de primeras materias, de algodón y de azúcar bruto, de tabaco, de cáñamo y arroz, exigía en nombre de la equidad que los derechos de importación, al ser fijados por las Cámaras en Washington para toda la República, se ajustasen nada más que á las necesidades generales del presupuesto; mientras el Norte, como región principalmente de industria y comercio, solicitaba que por medio de altos derechos se protegiese la creciente prosperidad de sus manufacturas. Un hijo ilustre de la Carolina del Sur, que había ya sido Vicepresidente de la República, John C. Calhoun, alta figura en quien se concentra en la forma más digna de respeto y más completa cuanto hubo de bueno y cuanto hubo también de agresivamente egoísta en la política de esos estados agrícolas y esclavistas, excogitó una extraña teoría, que á su juicio se deducía naturalmente del pacto constitucional, y que otorgaba á cada estado de la Unión la facultad de negar el pase y la obediencia á las leyes promulgadas por la autoridad federal, en el caso de que infiriesen perjuicio ó causasen menoscabo á sus intereses esenciales. Cuando dentro de los muros del Capitolio brotó defendida por un senador del Sur esa siniestra teoría, precursora infalible de guerras y de duelos, fué inmediatamente refutada y demolida por Daniel Webster, senador de Massachusetts, en una oración magnífica, la más hermosa de su larga y brillantísima carrera, que por la importancia de su tema y el inflamado vigor de su argumentación ha sido por diversos críticos puesta en parangón con los más sublimes modelos del arte oratorio en Grecia y Roma[2].

    Nadie ignoraba que Calhoun era el padre de la anárquica teoría expuesta por el senador Hayne, y mientras Webster mostraba irrefragablemente que en los flancos de esa doctrina política se escondía la guerra civil con todos sus horrores, muchos fijaron los ojos en Calhoun que, como Vicepresidente de la república, dirigía las sesiones del Senado, aunque sin tomar parte en los debates, conforme dispone la Constitución. Pero al ardor de sus convicciones no podía bastar que otro se encargase de exponerlas y defenderlas. Poco después dimitió la Vicepresidencia, aceptó el cargo de senador del Estado en que nació, la Carolina del Sur, cuyos intereses políticos y morales eran su religión, para sostener por medio de la palabra, con el acento de pasión severa y solemne que daba alguna vida á su austera elocuencia, el derecho, ya antes defendido con la pluma, de anular por medio de las legislaturas de los Estados los acuerdos del Congreso federal. La Carolina llegó hasta á fijar de antemano una fecha para iniciar su rebelión constitucional; pero el primer magistrado de la república, el general Jackson, el más violento y agresivo de los hombres, que alimentaba por la patria federal, por la Unión, amor tan sincero y ardiente como el de Calhoun por su patria local, por su Estado, pidió en el acto al Congreso facultades extraordinarias para extirpar con mano de hierro el nido de traiciones que se agitaba en la Carolina.

    Era demasiado temprano para que osara el Sur provocar la guerra civil con la menor probabilidad de mantenerla siquiera un breve espacio. El temple militar de Jackson infundió terror en el corazón aun de los menos tímidos, y fué preciso retroceder para evitar un desastre definitivo. Acudió al socorro el senador de Kentucky, Henry Clay, el gran pacificador, como ya lo llamaban, por la prominente intervención que había tenido en el Compromiso del Missouri, y logró esta vez también, no sin trabajo, zurcir una nueva transacción, disminuyendo gradualmente en plazos fijos los derechos de aduanas, con lo cual se disipó el ominoso nublado, y por un poco de tiempo los ánimos parecieron aquietarse.

    En los años inmediatos, terminada la turbulenta administración de Jackson, que fué Presidente durante dos períodos y gozó hasta el fin de inmensa popularidad, bastó á llenar la actividad política de Calhoun y sus amigos la preponderante influencia que á menudo lograron ejercer en Washington. Gracias á ella se consumó la anexión de Tejas y se llevó á cabo la guerra inicua contra Méjico, así como se proyectaron y prepararon otras empresas, todas con el fin único de agrandar el área en que podría extenderse la esclavitud de los negros. Pero esos hombres, acaudillados por el grave y tenaz senador de la Carolina, eran demasiado sagaces para no ver el formidable peligro que por diversos lados amenazaba á la institución peculiar, piedra angular del grupo de estados cuyo porvenir tan ansiosamente defendían. Vanas resultaban con frecuencia ventajas ganadas á costa de esfuerzos inauditos. La senda por donde marchaban de triunfo en triunfo conducía fatalmente á una barrera insalvable, contra la que habían de estrellarse sus más caras esperanzas.

    Después que la marcha misma de los sucesos colocó en abierto antagonismo los Estados del Norte y del Sur, pudo por mucho tiempo la lucha, á pesar del rápido crecimiento en riqueza y población de los primeros y del lento progreso de los segundos, mantenerse sin excesiva desigualdad, merced á los privilegios que la Constitución había asegurado á unos en perjuicio de los otros. Los negros esclavos entraban hasta cierto límite en el cálculo de la población para determinar el número de miembros de la Casa de Representantes y del Colegio electoral; el Senado además, que por sus mayores prerrogativas y la mayor duración del mandato era depositario verdadero de los elementos de una política firmemente continuada, se componía siempre de dos senadores por Estado, cualquiera que fuese su tamaño y la cifra de sus habitantes. Por consiguiente la lucha política en la capital federal por la suprema dirección de los intereses generales, podía sostenerse con armas y probabilidades iguales mientras se guardase el equilibrio entre ambos grupos y tuviese cada parte número idéntico de senadores. Ese equilibrio, esa obra maestra de esfuerzo y habilidad, era la trinchera poderosa, inexpugnable, en que se defendía la esclavitud como institución, porque el miedo de tocar el arca sacrosanta de la Constitución y el riesgo colosal de trastornar, inundar de sangre y destruir la nación, daban al Sur aliados en el Norte para conservar intactas sus posiciones, incólumes sus privilegios.

    Pero la historia enseña que raras veces un soberano, un grupo de hombres, un partido político, robustamente establecido al cabo de grande esfuerzo y venciendo todos sus adversarios, se ha contentado con la posesión tranquila del terreno conquistado en los primeros períodos, en los días en que por la novedad misma de la situación el triunfo ha sido fácil y la fortuna largo tiempo risueña. La inquietud del porvenir, la soberbia del presente desencadenan la ambición, la transforman en demencia y la precipitan en la ruina, como precipitó á Alejandro Magno, á la oligarquía senatorial de Roma, al imperio efímero del primer Bonaparte. Asimismo corría de jornada en jornada victoriosa á la catástrofe inevitable el partido, que compacto y marcialmente organizado constituía en quince estados de la Unión una verdadera aristocracia, y oprimía en dura servidumbre á más de tres millones de negros, que valían para la influencia política de sus amos como si fuesen dos millones de ciudadanos libres.

    No satisfecho ese partido con proclamar que la esclavitud era una institución local, doméstica en cada estado, y que carecía el poder federal de la facultad de coartarla y aun de vituperarla, lo cual en la práctica nadie se aventuraba á contrariar; no contento con explotar y abusar de todos los recursos nacionales en pro de la defensa y sostenimiento de esa institución local, aspiró también á extenderla por los territorios adquiridos después de la guerra con Méjico; pretensión tan impolítica como cruel, tan injusta como inmoral, pues las leyes mejicanas tenían allí previamente abolida la esclavitud. Esto provocó nueva y violenta crisis de la nunca aplacada agitación; gritos y amenazas de desbaratar la Unión resonaron con más furia que antes, y fué preciso que se adelantase al proscenio otra vez el pacificador perpetuo, Henry Clay, ya bien cargado de años y padecimientos, y coordinase y defendiese con su probada destreza un tercer Compromiso, que arrancado por la arrogancia del Sur á la pusilánime incertidumbre del Norte, aplazó diez años solamente lo que Clay y otros muchos con él creyeron para siempre conjurado.

    Cuando llegaron á la votación definitiva los artículos del Compromiso, en forma de otras tantas leyes diferentes[3], ya Calhoun había dejado de existir. En Marzo de 1850 tenía el gran campeón del Sur sesenta y ocho años, y se hallaba terriblemente depauperado por la dolencia pulmonar que de mucho atrás lo consumía; pero ansioso de tomar parte en el debate, como si adivinara lo brevísimo del plazo, de sólo cuatro semanas, que le otorgaba la enfermedad, pues debía morir el 31 del mismo mes,—y no teniendo fuerzas para alzar la voz y mantenerse de pie,—confió al senador de Virginia, Mason, el encargo de leer al Senado el discurso que había cuidadosamente escrito. Inmóvil en su asiento mientras Mason leía, parecía agravar y atestar con su rostro demacrado de anacoreta y los ojos lustrosos de fiebre las fúnebres predicciones que lanzaba en su arenga sobre el derrumbamiento y fin de la Unión, cuando, destruido el equilibrio de las dos secciones, juzgase el Sur en peligro sus derechos. También asistió tres días después á la memorable sesión de 7 de Marzo en que pronunció Daniel Webster un gran discurso sobre el mismo asunto, y en la que ambos viejos atletas, poco antes adversarios irreconciliables, se dirigieron mutuas expresiones de simpatía.

    Ese discurso de Webster, pronunciado el 7 de Marzo de 1850 y titulado por él al imprimirlo: La Constitución y la Unión, es famosísimo, inferior entre los suyos sólo á la réplica contra Hayne, aunque la iguala en dos ó tres momentos. Su efecto fué decisivo en favor del plan propuesto por Clay; sin el prestigio del hombre y el vigor de su elocuencia no hubiera seguramente logrado tanta mayoría entre los representantes del Norte. Pero en ese esfuerzo aventuró y sacrificó el orador la mejor parte de su reputación, el glorioso esplendor de su pasado, cuanto hasta aquel día lo había hecho ilustre y adorado de sus conciudadanos. Son y serán siempre muchos los que piensen que, al renegar el gran tribuno de todo lo que hasta ese momento había simbolizado en la política de su patria, pagaba á precio excesivamente caro la defensa de un acuerdo, que en realidad á nadie satisfacía. Su reputación sufrió los más rudos ataques, muchos de sus antiguos admiradores le volvieron la espalda, y el astro fulgente quedó envuelto en sombras negras y densas, que no se disiparon más, que eclipsaron su gloria durante los dos años de vida que le quedaban, y eternamente cubrirán ese período final de su existencia.

    Cinco años antes de su fallecimiento, en Mayo de 1852, hizo Webster á un amigo esta declaración:—He consagrado mi vida al derecho y á la política; el derecho es incierto y la política totalmente vana,—amargas palabras, que recuerdan otras pronunciadas por Simón Bolívar, también ya cerca del fin de sus días:—La América es el caos, el que la ha servido ha arado en el mar. Son formas conmovedoras de un mismo sentimiento, gritos de dolor al término de vastas esperanzas defraudadas, de excelsas ambiciones cruelmente desairadas por la realidad de las circunstancias. Las profirieron en ocasiones algo parecidas dos seres extraordinarios, almas de orden excepcional, en quienes el equilibrio de las grandes facultades morales é intelectuales nunca por desgracia llegó á ser estable ni perfecto.

    La confesión de Webster, tan llena de desaliento, precedió al último y más punzante desengaño de su vida pública. Había constantemente acariciado la ilusión de llegar á la presidencia de la república, y de sobra justificaban sus méritos y servicios esa que, en hombre como él, de tan grandes dotes personales, era modesta pretensión. Nunca había logrado ni siquiera ser designado como candidato oficial de su partido; pero después del discurso del 7 de Marzo que, á su juicio y á juicio de muchos, desenlazaba una situación inextricable, era natural que obtuviese el anhelado premio. Ese anhelo había sido para los que osaban llamarlo apóstata la sola explicación de su conducta. Desde el primer minuto apareció en la Convención como el más débil de los candidatos y sus amigos en pequeñísima minoría. Singular ingratitud, que si no le abrevió la vida, deprimió su trabajado organismo y preparó el terreno para la enfermedad mortal.

    Henry Clay murió en Junio de ese mismo año de 1852. Durante las últimas discusiones del Compromiso, raras veces, y á muy largos intervalos, le permitieron sus males concurrir á las sesiones del Senado: ya entonces tampoco Webster asistía, porque había aceptado el puesto principal en el gabinete del presidente Fillmore. De modo que los tres aguerridos veteranos, Calhoun, Webster y Clay, salieron de la escena parlamentaria á un tiempo mismo, por así decirlo, dejando el campo libre á otros más jóvenes, menos fatigados combatientes.

    En esos debates sobre el Compromiso de 1850 nunca hubo dos votaciones enteramente iguales; tratábase en efecto de realizar la conciliación de opiniones discordantes y tendencias francamente contrarias: era imposible disciplinar y conducir siempre unida la abigarrada falange que el caso requería. La admisión de California era una concesión al Norte, la ley sobre la persecución de esclavos huídos una satisfacción al Sur, y el aplazamiento de la dificultad en los nuevos territorios mejicanos el modo de acallar las exigencias de ambas secciones sin favorecer á ninguna. La supresión del tráfico, es decir, compra y venta, de esclavos en la ciudad de Washington agradaba á los abolicionistas, y el cebo de diez millones de pesos regalados á Tejas, que de todo fué lo que primero se votó y aprobó, aseguraba la adhesión de los tenedores de títulos de la deuda de ese Estado, los que, según fama pública, eran numerosos entre los miembros del Congreso y altos empleados de la capital[4].

    El punto esencial del acuerdo fué la entrada de California como estado de la Unión; con ella quedaba la república compuesta de diez y seis Estados libres y quince con esclavos, desapareciendo por tanto el equilibrio trabajosamente mantenido hasta esa fecha entre las dos secciones. Hubo en el Senado treinta y cuatro votos en favor y diez y ocho en contra; de esta minoría se desprendió un grupo de diez, más intransigentes que sus compañeros, pues no contentos con emitir el voto, presentaron una protesta, que el Senado rehusó incluir en el acta, afirmando solemnemente su resuelta oposición á una ley, «cuyas consecuencias podían ser perdurables y fatales para las generaciones presentes y futuras».

    Resalta entre esos Senadores recalcitrantes el nombre de Jefferson Davis, antiguo oficial, que iba á ser el ministro de la guerra de Pierce durante toda su presidencia, y que acreciendo año tras año su prestigio é influencia como el más hábil y tenaz de los jefes esclavistas, llegaría en 1861 á ocupar y desempeñar con tan enérgico cuanto infortunado patriotismo la dirección de la Confederación rebelde, y sobreviviría largo tiempo, sin doblar la frente ni desarrugar el ceño, á la ruina completa de su causa. Junto con él firmaron la protesta Butler y Barnwell, senadores ambos por la Carolina del Sur, el estado indómito en que se cultivaban y conservaban como en ardiente invernáculo las doctrinas que florecerían y fructificarían entre los horrores de la guerra civil; firmaron también los dos miembros de Virginia, Hunter, que llevó la palabra como principal responsable del documento, y su colega Mason, confidente de Calhoun, que por breve espacio haría mucho ruido al comienzo de la rebelión, porque apresado en alta mar á bordo de un buque inglés por un imprudente oficial de marina, estuvo á punto de producir indirectamente lo único por ventura capaz de haber salvado la causa confederada, la guerra entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos. De los otros firmantes, senadores de Florida, Tennessee, Missouri, basta ahora mencionar á Soulé, de Luisiana, del que volveré á hablar, francés naturalizado, que brilló como orador aun enfrente de Webster y de Clay, á quienes sin miedo provocaba, fogoso diplomático, que hizo cuanto pudo por quitar á España la isla de Cuba, promoviendo hasta una guerra europea, si era necesario.

    La voz de los diez irreconciliables se perdió sofocada en el tumulto de las votaciones; era no obstante bien claro indicio de lo inútil y estéril que al cabo resultaría la obra pacífica á que se consagraban los demás. Pero su agrio é importuno acento disonó en medio de la alegría natural de sentirse todos libres de la peligrosa y larga agitación que había precedido.

    CAPÍTULO II.

    El sucesor de Webster en el Senado.—Ley sobre los esclavos huídos.—Cuestión de Kansas.—Discurso de Sumner y sus consecuencias.

    Índice

    Un nuevo Congreso se reunió en Diciembre de 1851. La situación respectiva de los partidos continuó igual, dominando siempre en ambos cuerpos legisladores las ideas que inspiraron el Compromiso del año anterior. Pero en el Senado pudo notarse un síntoma ligero, cambio pequeño en la apariencia, de carácter muy importante en realidad. Hasta entonces sólo había penetrado allí un senador abolicionista, Hale, de New Hampshire, que tal vez no merecía el calificativo en el sentido sectario de la palabra, pero sin duda acérrimo adversario de la esclavitud. Su elección había sido anunciada por el gran poeta cuáquero Whittier con estas palabras: que esa primera oleada de la futura inundación del Norte, al romper contra los muros del Capitolio, lleve allí por primera vez un senador antiesclavista. Enteramente solo desde 1847, poderosamente auxiliado dos años después por Chase, senador independiente que no reconocía trabas de partido en cuestiones de libertad humana, formaban ambos núcleo diminuto, al que se incorporaba ahora un hombre nuevo, Charles Sumner, de Massachusetts. Por dos razones era notable la entrada de este senador: porque acudía á ocupar precisamente el puesto donde por tantos años se había sentado Webster, quien vivía aun en ese instante y era principal ministro del Presidente de la República; y porque su reputación en Massachusetts comenzó por la enérgica reprobación con que había atacado las doctrinas á que se convirtió Webster al fin de su carrera, el Compromiso y la ley contra los esclavos. Formidable, inesperado combatiente, que bajaba al campo vestido de armas de otro temple y otra fuerza que las usadas hasta esa fecha, proclamando en la lucha contra la extensión y predominio de la esclavitud principios severos de moral, ideas de justicia absoluta, prescripciones de conciencia que no consentían ningún género de acomodamiento.

    No sería, empero, exacto deducir de la elección de Sumner la prueba de que, en el importante estado que venía á representar, desaprobase una mayoría la conducta de Webster y rechazase el Compromiso de 1850. Todo lo contrario; Massachusetts, lo mismo que el resto de la República, aceptaba sin disgusto el arreglo, complaciéndole la idea de poner realmente término á las pertinaces desavenencias entre las

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