El libro definitivo sobre Picasso
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El libro definitivo sobre Picasso - Victoria Charles
Notas
Autorretrato, 1917-1919. Lápiz y carboncillo sobre papel, 64,2 x 49,4 cm. Musée National Picasso, París
Retrato de la madre del artista, 1896. Acuarela sobre papel, 49,8 x 39 cm. Museu Picasso, Barcelona
Los años de estudiante
Pese a que, como Picasso mismo dijo: «llevo una vida de pintor» desde la niñez, y pese a haberse expresado a través de las artes plásticas durante ochenta años ininterrumpidos, la esencia del talento creativo de Picasso difiere de la noción que se suele tener del «artiste-peintre». Sería más acertado considerarlo un artista-poeta, porque su lirismo y su psiquis, libres de la realidad mundana, y su talento para la transformación metafórica de la realidad, no son menos inherentes a su arte visual que a la imagen mental de un poeta. Según Pierre Daix, «Picasso siempre se consideró un poeta con una tendencia mayor a expresarse a sí mismo a través de los dibujos, las pinturas y las esculturas»[1]. ¿Siempre? Esto requiere una aclaración. Seguramente hace referencia a la década de 1930, cuando escribía poesía, y a las de 1940 y 1950, cuando comenzó a escribir obras de teatro. No hay duda de que, desde el principio, Picasso siempre fue «un pintor entre poetas, un poeta entre pintores»[2].
Picasso tenía ansias de poesía y atraía a los poetas como un imán. Cuando Guillaume Apollinaire lo conoció, le llamó la atención la infalible habilidad del joven español «para sobrepasar la barrera léxica» y comprender los sutiles matices de la poesía recitada. Se puede decir, sin miedo a exagerar, que mientras la estrecha amistad de Picasso con los poetas Jacob, Apollinaire, Salmon, Cocteau, Reverdy y Eluard dejaron una huella en cada uno de los períodos más importantes de su vida y obra, no deja de ser verdad que su arte innovador tuvo una gran influencia sobre la poesía francesa (y no solo francesa) del siglo XX. Y esta valoración del arte de Picasso, tan visual y evidente, aunque por momentos tan opaca, sombría y misteriosa, como la de un poeta, está dictada por la opinión que el propio artista tiene de su obra.
Picasso dijo una vez: «Después de todo, las artes son todo lo mismo; uno puede escribir una pintura en palabras de la misma manera que puede pintar sensaciones en un poema»[3]. Incluso expresó lo siguiente: «Si hubiese nacido chino, no sería pintor sino escritor. Habría escrito mis cuadros»[4].
Sin embargo, Picasso nació español y, según dicen, empezó a dibujar antes de empezar a pronunciar sus primeras palabras. Desde niño sentía una atracción instintiva por las herramientas de artista. Durante la niñez, podía pasar horas felizmente concentrado en dibujar espirales con un sentido y significado que solo él conocía; o, para evitar los juegos de niños, hacía sus primeros esbozos en la arena. Esta temprana autoexpresión contenía la promesa de un extraño talento.
José Ruiz Blasco, padre de Pablo Picasso
María Picasso López, madre de Pablo Picasso
«Como todos los artistas españoles, soy un realista», diría más adelante Picasso. Poco a poco, el niño adquiere palabras, fragmentos de conversación, elementos fundamentales del lenguaje. Las palabras son abstracciones, creaciones de la conciencia hechas para reflejar el mundo externo y expresar el interno. Las palabras son los temas de la imaginación, los que las dotan de imágenes, razones, significados y les transmiten una medida de infinidad. Las palabras son el instrumento de la enseñanza y el instrumento de la poesía. Crean la segunda y puramente humana realidad de las abstracciones mentales.
Picasso, luego de hacerse amigo de poetas, descubriría a tiempo que los medios de expresión visual y verbal son idénticos para la imaginación creativa. Fue en ese momento cuando comenzó a insertar elementos de la técnica poética en su obra: formas con significados múltiples, metáforas de color y forma, citas, rimas, juegos de palabras, paradojas y otros tropos que permiten que el mundo mental se vuelva visible. La poesía visual de Picasso alcanzó la madurez y la libertad total a mediados de la década de 1940 con una serie de pinturas de desnudos, retratos e interiores realizada con colores «musicales» y «fragantes»; estas características también son evidentes en muchos dibujos en tinta hindú trazados como por ráfagas de viento.
«No desempeñamos nuestra obra, sino que la vivimos»[5]. Esta es la forma en que él expresaba lo mucho que su obra estaba entrecruzada con su vida; también utilizaba la palabra «diario», cuando se refería a su obra. D.H. Kahnweiler, quien conoció al artista durante más de sesenta y cinco años, escribió: «Es verdad que he definido su obra como fanáticamente autobiográfica
. Es lo mismo que decir que él solo dependía de sí mismo, de su experiencia. Siempre fue libre, sin deudas con nadie más que consigo mismo»[6]. Jaime Sabartés, quien conoció a Picasso durante la mayor parte de su vida, también resaltó su total independencia de las condiciones y situaciones externas. De hecho, todo demuestra de manera convincente que si Picasso dependía de su arte, era de una necesidad constante de expresar su estado interno con la mayor plenitud. Uno puede, como lo hizo Sabartés, comparar la obra de Picasso con la terapia; uno puede, como lo hizo Kahnweiler, considerar a Picasso un artista romántico.
Sin embargo, fue precisamente la necesidad de autoexpresión, a través de la creatividad, la que le concedió a su arte esa característica universal que es inherente a documentos humanos como las Confesiones, de Rousseau, Las penas del joven Werther, de Goethe, y Una temporada en el infierno de Rimbaud. Observemos también que Picasso consideró su arte de una manera algo impersonal, pues disfrutó pensando que sus obras, a las que fechó meticulosamente y que ayudaron a los estudiosos a catalogarlas, podrían servir como material para alguna ciencia futura. Imaginó esa rama del saber como una «ciencia del hombre, que buscará aprender acerca del hombre en general a través del estudio del hombre creativo»[7].
No obstante, algo semejante a un enfoque científico de la obra de Picasso ha estado en curso desde hace tiempo, pues se dividió en períodos y se explicó tanto mediante contactos creativos (llamados influencias, a menudo solo hipotéticas) como mediante reflexiones de los hechos biográficos (en 1980 apareció un libro llamado Picasso: arte como autobiografía[8]). Si la obra de Picasso tiene para sus espectadores el significado general de la experiencia humana universal, se debe a que expresa, con la más completa integridad, la vida interior del hombre y todas las leyes de su desarrollo. Solo enfocando su obra de esta manera se puede aspirar entender sus reglas, la lógica de su evolución y la transición de un período a otro.
El análisis de las obras de Picasso presente en el presente libro (la colección entera en los museos rusos) cubre aquellos primeros períodos que, según cuestiones de estilo (no tanto de tema), fueron clasificadas como steinlenianas (o lautrecianas), vitral, azul, de circo, rosa, clásicas, «africanas», protocubistas, cubistas (analíticas y sintéticas)… las definiciones hasta podrían ser más detalladas.
Pero, desde el punto de vista de la «ciencia del hombre», estos períodos corresponden a los años comprendidos entre 1900 y 1914, cuando Picasso tenía entre diecinueve y treinta y tres años, la época que vio la formación y el florecimiento de su inigualable personalidad.
Retrato del padre del artista, c. 1896. Óleo sobre lienzo y cartón, 18 x 11,8 cm. Museu Picasso, Barcelona
El abrazo, 1900. Óleo sobre cartón, 53 x 56 cm. Museo Pushkin de Bellas Artes, Moscú
No hay dudas de la indiscutible importancia de esta etapa de crecimiento espiritual y psicológico (como dijo Goethe: para crear algo, debes ser algo); la observación extraordinariamente monolítica y cronológica de la colección rusa nos permite analizar, a través de la lógica de ese proceso interno, aquellas obras que pertenecen quizás a la etapa menos accesible de la actividad de Picasso.
Hacia 1900, la fecha de la primera pintura de la colección rusa, la niñez española y los años de estudio de Picasso pertenecían al pasado. Pero, aún así, no deberían ignorarse ciertos puntos fundamentales de los primeros años de su vida.
Málaga debe mencionarse, ya que fue allí donde, el 25 de octubre de 1881, nació Pablo Ruiz Picasso y donde pasó los primeros diez años de su vida. Aunque nunca plasmó en un lienzo a esa ciudad, ubicada sobre la costa andaluza mediterránea, Málaga fue la cuna de su espíritu, la tierra de su niñez, el suelo en donde muchos de los temas e imágenes de su obra de adulto tienen su raíz. Por primera vez vio un cuadro de Hércules en el museo municipal de Málaga, presenciaba las corridas de toros en la plaza y en su casa miraba las palomas arrulladoras que servían de modelo a su padre, un pintor de «cuadros para comedores», según palabras de Picasso. El joven Pablo dibujó todo esto (Pichones), y cuando tenía ocho años tomó un pincel y óleos para pintar una corrida de toros (El picador). Su padre dejaba que pintara las patitas de las palomas de sus cuadros, pues el niño lo hacía bien y con un conocimiento real. Tenía una paloma favorita de la que no se quería separar y, cuando llegó el momento de comenzar la escuela, en una jaula la llevaba a las clases. La escuela era un lugar que exigía obediencia; Pablo la odió desde el primer día y se opuso furiosamente a ella. Y así sería siempre: un rebelde en contra de todo lo que se parecía a una escuela, invasora de la originalidad y la libertad individual, coercitiva con reglas generales y puntos de vista. Nunca aceptaría adaptarse a ese ambiente, era como traicionarse a sí mismo o, en términos psicológicos, cambiar el principio del placer por el de la realidad.
La familia Ruiz-Picasso nunca tuvo un modelo de vida llevadera, pues los problemas económicos los obligaron a trasladarse a La Coruña, donde al progenitor de Pablo le ofrecieron un cargo de maestro de dibujo y pintura en una escuela de secundaria. Por un lado, Málaga con su naturaleza voluptuosa y gentil, «la estrella brillante en el cielo de la Andalucía mauritana, el oriente sin veneno y el occidente sin actividad» (como dijo Lorca) y, por el otro, La Coruña, en la punta norte de la Península Ibérica, con su tormentoso océano Atlántico, sus lluvias y su bruma ondulante. Estas dos ciudades son los polos opuestos de España, no solo geográfica sino también psicológicamente. Para Picasso fueron etapas de su vida: Málaga la cuna y La Coruña el puerto de partida.
Cuando los Ruiz-Picasso se trasladaron a La Coruña en 1891 y Pablo contaba con diez años de edad, una cierta atmósfera rural reinaba sobre la ciudad; desde un punto de vista artístico, era mucho más provinciana que Málaga, que tenía su propio medio social artístico al que pertenecía el padre de Picasso. Sin embargo, La Coruña sí tenía una Escuela de Bellas Artes. Allí, el niño Pablo Ruiz comenzó sus estudios sistemáticos de dibujo, y con una rapidez prodigiosa terminó (¡a los trece años!) las clases académicas de yeso y dibujo sobre la naturaleza. Lo que más llama la atención de sus obras en esta época no es tanto la increíble precisión y exactitud de ejecución (ambas obligatorias en los ejercicios de las clases con modelos), sino lo que el joven artista introdujo en este material francamente aburrido: un tratamiento de luz y sombra que transformaba los torsos, las manos y los pies de yeso en imágenes con vida de una perfección corporal que se desbordaba en misterio poético.
No obstante, no se limitaba a dibujar solo en la clase; dibujaba en su casa, todo el tiempo, utilizando cualquier tema que surgía en el momento: retratos de la familia, escenas de género, temas románticos, animales. Para estar acorde con la época, «publicaba» sus propios periódicos La Coruña y Azul y Blanco, los cuales escribía a mano e ilustraba con caricaturas. Hay que tener presente que los dibujos espontáneos del joven Picasso tienen una característica narrativa y dramática, pues para él la imagen y la palabra eran prácticamente idénticas. Ambos puntos son muy importantes para el futuro desarrollo del arte de Picasso.
Pablo, en su casa, bajo la tutela de su padre (quien impresionado por los logros de su hijo le regaló su equipo de pintura: paleta, pinceles y óleos), durante el último año en la Escuela de Bellas Artes de La Coruña comenzó a pintar al óleo con modelos reales (véanse Retrato de un anciano y Mendigo con gorra).
Estos retratos y figuras, sin la atmósfera académica, demuestran no solo la temprana madurez del pintor de trece años, sino también la naturaleza netamente española de su talento: una preocupación por los seres humanos, a los que trataba con profunda seriedad y severo realismo, que revelan el carácter «cúbico» y monolítico de esas imágenes. Se parecen más a retratos psicológicos que a estudios académicos, más a seres humanos universales como los personajes bíblicos de Zurbarán y Ribera.
Mujer leyendo, 1900. Óleo sobre cartón, 56 x 52 cm. Museo Pushkin de Bellas Artes, Moscú
Picador, c. 1888-1890. Óleo sobre tabla, 24 x 19 cm. Colección privada
La chica descalza, 1895. Óleo sobre lienzo, 75 x 50 cm. Musée National Picasso, París
Kahnweiler declara que Picasso, en su edad avanzada, hablaba de esas primeras pinturas con mayor aprobación que de las que hizo en Barcelona, a donde la familia Ruiz-Picasso se trasladó en el otoño de 1895 y donde el joven se matriculó de inmediato como estudiante de pintura en la Escuela de Bellas Artes llamada «La Lonja». Pero las clases académicas en Barcelona no tenían mucho para ofrecerle en cuanto al desarrollo del talento del creador de las obras maestras de La Coruña; él podía mejorar su destreza por sí mismo. Sin embargo, en aquella época parecía que la única manera de convertirse en pintor era a través de la «educación apropiada». Por tanto, para no disgustar a su padre, Picasso permaneció dos años más en La Lonja; tiempo durante el cual no tuvo más que, junto con ciertas habilidades profesionales, caer, aunque transitoriamente, bajo la influencia entorpecedora del estudio académico, inculcado por la escuela oficial. «Odio mi período de formación en Barcelona», le confesó Picasso a Kahnweiler[9].
Pero el estudio que su padre le alquiló (cuando solo tenía catorce años), y que lo ayudó de cierto modo a liberarse de la escuela y de la sofocante atmósfera de las relaciones familiares, fue un gran apoyo para lograr su independencia. «Un estudio para un adolescente que siente su vocación con una fuerza arrolladora, es muy parecido a un primer amor: allí se encontraron y se concretaron todas sus ilusiones», escribe Josép Palau i Fabre[10]. Fue allí donde Picasso resumió los logros de sus años académicos realizando su primer gran lienzo: Primera comunión (invierno entre 1895 y 1896), una composición interior con figuras, ropaje y naturaleza muerta, que despliega bellos efectos de iluminación, y Ciencia y caridad (a comienzos de 1897), un lienzo de gran tamaño con figuras más grandes que las de la vida real, algo similar a una alegoría de verdad. La última se hizo acreedora a una mención honorífica en la Exposición Nacional de Bellas Artes en Madrid, y más tarde recibió una medalla de oro en una exposición en Málaga.
Si se evalúa la biografía creativa de los primeros años de Picasso desde un punto de vista de Bildungsroman, entonces la partida de su hogar hacia Madrid en el otoño de 1897, supuestamente para continuar su formación académica en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, marcó de hecho el comienzo del período de sus años de errancia posteriores al estudio. Picasso, trasladándose de un lado a otro, dio comienzo al viaje fortuito y de incertidumbre interior que es típico de este período: la busca de la identidad propia y el deseo de independencia y formación de la personalidad en un hombre joven.
Los años de viaje de Pablo Picasso consistieron en varias etapas dentro de un período de siete años, desde los dieciséis hasta los veintitrés, desde su partida inicial a Madrid, la capital artística del país, en 1897, hasta su establecimiento final en París, la capital artística del mundo, en la primavera de 1904. Como ocurrió en su primera visita, camino a Barcelona en 1895, para Picasso Madrid significaba ante todo el Museo del Prado, el cual frecuentaba más a menudo que la Real Academia de San Fernando, con el propósito de copiar a los antiguos maestros (se sentía especialmente atraído por Velázquez).
No obstante, como indicó Sabartés, «Madrid dejó una mínima impresión en el desarrollo de su espíritu»[11]. Puede decirse que los sucesos más importantes para Picasso en la capital española fueron el duro invierno de 1897 a 1898 y la posterior enfermedad que simbólicamente marcó el fin de su «carrera académica».
Por el contrario, el tiempo que pasó en Horta de Ebro un pueblo en la zona montañosa de Cataluña, donde se instaló para recuperarse y donde permaneció por espacio de ocho meses (hasta la primavera de 1899), tuvo tanta importancia para Picasso, que hasta décadas más tarde repetiría invariablemente: «Todo lo que sé, lo aprendí en el pueblo de Pallarés»[12].
Pablo, junto con Manuel Pallarés, un amigo que había conocido en Barcelona y que lo había invitado a vivir en la casa de su familia en Horta, trasladó su caballete y su cuaderno de dibujo por los caminos montañosos que rodeaban el pueblo, que preservaba la ruda característica de una villa medieval. Con Pallarés, Picasso escaló las montañas, pasó la mayor parte del verano viviendo en una cueva, durmiendo en lechos de lavanda, bañándose en manantiales de la montaña y vagando a lo largo de los precipicios, a riesgo de caer al turbulento río que corría metros abajo. Experimentó el poder de la naturaleza y conoció los valores eternos de una vida simple con sus días de trabajo y sus días de descanso.
Pierrot y la bailarina, 1900. Óleo sobre tabla, 38 x 46 cm. Colección privada
Ciertamente, los meses que pasó en Horta fueron importantes, no tanto en el sentido de la producción artística (solo unos pocos estudios y cuadernos de dibujo sobrevivieron), sino por el papel crucial que cumplieron en la biografía creativa del joven Picasso y en su proceso de madurez. Este período biográfico, relativamente corto, merece un capítulo especial por las escenas de soledad bucólica en medio de una naturaleza llena de vida, poderosa y pura, que refleja sentimientos de libertad y realización, que ofrece una visión del hombre natural y de la vida transcurriendo en armonía con los ritmos épicos de las estaciones.
Pero, como siempre sucede en España, este capítulo también incluye la combinación brutal de las fuerzas de la tentación, la salvación y la muerte: esos «actores secundarios» en el drama de la existencia humana.
Palau i Fabre, quien describió la primera estadía de Picasso en Horta, destaca: «Parece más que paradójico, por no decir providencial, que Picasso debería haber vuelto a nacer, por así decirlo, en aquella época, cuando abandonó Madrid y dejó de imitar a los grandes maestros del pasado para fortalecer