Sombras vivas
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Sombras vivas - Tintxo Arriola
SOMBRAS VIVAS
Diario de un cura de barrio
Tintxo Arriola
A mis alumnos
del seminario «El sentido de la vida».
Y a las gentes del barrio,
que no lo necesitan.
… entre el ser
y la caída
se extienden las sombras,
pues Tuyo es el Reino.
T. S. ELIOT
PRÓLOGO
Aludiendo a la brevedad de sus relatos, dice de sí mismo el autor que lo es de «distancias cortas». Y cortas son, ciertamente, las etapas de un itinerario a lo largo no de una vida, sino de muchas, en las que él ha mediado en mayor o menor grado, fugazmente a veces, rozándolas apenas, pero siempre dejando en ellas la huella de su humanidad y cultura, de su comprensión de todo drama, por sórdido que sea; de su exculpación a las víctimas de un vivir que no eligieron y que las circunstancias les impusieron; de su cercanía a los infelices, a los olvidados, a los desesperanzados… Según Disraeli, viajar enseña tolerancia. Y el autor ha viajado mucho, especialmente por América y Oriente, donde vivió unos cuantos años –la influencia oriental queda patente en ciertos momentos de su obra–, y se ha detenido más en las personas y sus dramas que en los paisajes, no por eso olvidados.
Corto y tajante, de pinceladas vigorosas y precisas es su estilo literario, tan particular, por otra parte: frases lacónicas, apretadas, rotundas, presas entre punto y seguido, que, en su reiteración, parecen entrecortar la respiración y aguijonear arrítmicamente el ánimo del lector rendido a su originalidad.
Ya en la entrevista que a modo de presentación le hace un antiguo alumno, cuenta de su larga estancia en California durante la época de estudios; de posteriores y habituales veranos ayudando en una humilde parroquia de barrio y, por fin, del año sabático –que se convirtió en dos– entre 2001 y 2003. Pero mucho antes, al regreso de sus dos meses americanos, me iba él contando algunos casos vividos que a mí me parecían merecedores de ser llevados a la imprenta, algo en lo que él nunca había pensado. Claro que lo primero era escribirlos, y yo le animaba a que lo hiciera.
Así pues, este libro no es producto de la improvisación, sino de una larga y soterrada maduración. Y ha tenido que darse la circunstancia de esta última estancia –y no de ocio precisamente– en América para que se gestara, porque aquí, en España, habría sido imposible, ocupado como estaba en su tarea educativa, de la que formaba parte aquel singular seminario acerca del sentido de la vida, con tanto agrado recordado por sus discípulos. ¿De dónde, pues, sacar tiempo para escribir nada que no se relacionara, directa e indirectamente, con las clases de Filosofía del día siguiente?
Pero ahora, en la California conocida, mientras va dando forma a los primeros relatos –esquemas, esbozos los llama él–, cae en la cuenta de que, sin pensarlo, está trasladando al papel ese seminario rememorado por el ex alumno entrevistador. Con la gran diferencia de que ya no se trata de explicar y comentar la vida –meritoria, difícil tarea– a base de obras de filosofía y literatura, y de ver películas cuidadosamente elegidas para cada tema, sino de presentar seres de carne y hueso que sufren y mueren a diario víctimas de sus aflicciones: hombres y mujeres que, sin necesidad de maestros ni aulas donde debatir el significado de la existencia, se ven azotados por un vivir cuyo sentido desconocen, sí, pero que llevan largo tiempo, una eternidad, padeciéndolo. Con otros rostros sin maquillajes que borren o destaquen deliberadas imperfecciones, con gestos y ademanes espontáneos y vestimentas no de guardarropía, con diálogos no aprendidos de memoria –todo sometido al gusto caprichoso del director de turno– son los mismos protagonistas de aquellas películas que una vez sirvieron para orientar a una juventud que daba los primeros pasos en un mundo de falacias luminosas y oscuros calvarios.
Y es acerca de esa gente dolorida, angustiada, en carne viva todo su ser –una gran mayoría condenada de por vida a ni siquiera soñar sueños venturosos–, de la que el autor manifiesta sus sentimientos recurriendo a inesperadas y originales metáforas. Hombre con los pies firmemente anclados en la tierra, puede parecernos aquejado de una desesperanza acorde con la de sus personajes. Pero si, como él mismo recuerda con una agudeza aforística, un pesimista no es otra cosa que un optimista ilustrado, él posee abundante ilustración acerca de lo que sus plantas pisan y sus ojos ven: infortunios, enfermedades, llantos, ilusiones rotas, desamores y odios, taras físicas y anímicas, fatales destinos ya presentidos, muertes naturales, muertes extemporáneas, suicidios… ¿Cómo sonreír siquiera ante tanta miseria humana? Sí, todos sus relatos rezuman el humanismo existencial que hay en él. Conoce la realidad por la experiencia de su personal existencia, lo que, en este caso, es la suma de otras que se funden con la suya por la compasión y el amor. Duro aprendizaje el sufrir porque las víctimas sufren. Y con ellas se hermana, puestos su corazón y su saber a su disposición en todo momento.
No obstante, en algunos relatos el humor acompaña, a veces veladamente, a la anécdota; en otros se manifiesta sin reservas. Así que mal se podría tachar de triste y desilusionado a un autor que usa tan certeramente de su ingenio y de un amable gracejo. Y es que sabe que, cuando el ser humano se siente insatisfecho, suena el pistoletazo de salida hacia la trascendencia. El hombre, incluso sin darse cuenta, anhela algo más allá de sí mismo en que poder confiar. Busca lo que le supere, siente nostalgia de lo ilimitado e intemporal. De su suplemento. ¿Podemos, pues, asegurar que esta mirada del autor es desesperanzada cuando habla de sus personajes y de las circunstancias que los acompañan? Porque también sabe que «los últimos» de este mundo, por muy abatidos que se hallen, por muy desamparados que se encuentren –y precisamente a causa de su abatimiento y desamparo– son quienes más desean esa infinitud, «lo Absoluto», que mude en claridad la negrura de sus vidas. De ahí que los trate con tanta ternura y delicadeza. Y por eso nunca impone sus criterios, sino que, con todo respeto hacia las personas, vislumbrando en ellas un principio de esperanza –que las eleva, aunque sea unos palmos, por encima del barro–, comprende sus yerros y, con la admirable cualidad que posee de aplicar su cultura a los momentos más críticos, extrae de su saber la frase apropiada o el gesto oportuno, proponiendo nuevos caminos que recorrer hacia la entereza y el sosiego del espíritu.
Admito haber hablado mucho del autor –cosa que a él más bien le desagradará–, pero es porque pienso que, conociéndole, se apreciará mejor su obra. Pues solo quienes sepan, como él, ser prójimos de los caídos, de quienes sufren, podrán granjearse su confianza y hacerse depositarios de sus dramas más íntimos y de sus más íntimos pensamientos.
Ciñéndonos ahora al contenido del libro, y expuestas ya al principio de este prólogo las características de su estilo literario, podemos añadir que, en su totalidad, es como una «novela coral» donde los personajes elevan sus voces al unísono, exponiendo cada cual su intransferible aflicción. Es un amplio friso ocultando gran parte de nuestro apacible horizonte cotidiano o, al mismo tiempo, descubriéndonos nuevas facetas de una realidad que procuramos evitar a toda costa, pero siempre presente ante nuestros ojos, quién sabe si acusándonos de insensibles y pasivos frente al sufrimiento ajeno…
Es filosofía en estado natural, sin rodeos que dificulten su comprensión, sin vocabularios excluyentes, y no –como ocurre de ordinario– para uso únicamente de especialistas. Es teología narrativa expuesta con sencillez, sin grandilocuencias, a ras de tierra, que tal vez sea la mejor forma de acercarnos a Dios y a sus criaturas, siempre envueltos ambos en el misterio, en un sinfín de preguntas sin respuestas definitivas, porque nuestro léxico no está preparado para abstracciones tan profundas.
Y el autor es un pensador que, así lo dice en una de sus historias, ama profundamente el silencio…, acerca del cual podría estar hablando durante horas. ¿No es esto humorismo, y del más puro estilo? En efecto, es un humorista que trata de llevar expectativas de esperanza a los que viven encerrados en una interminable noche sin estrellas.
Y ahora, para terminar, una confesión: me siento muy honrado por haber sido elegido para prologar esta obra… pero más me habría gustado haberla escrito.
JOSERRA SÁENZ
MARCO APAISADO
No me resultó nada difícil: se trataba de entrar en contacto con los propios recuerdos, de descender por el cauce de la memoria. Todo comenzó como un ejercicio en la Escuela de Periodismo. La tarea era entrevistar a un antiguo profesor. Y no tuve que pensármelo mucho. Recordaba a Tintxo y sus clases de «Filosofía en rebajas», como decía él mismo. De Sócrates a Habermas, con mucho Platón y mucho Nietzsche de por medio. Pero aún recordaba más aquel seminario de «El sentido de la vida» donde nos hacía leer a Frankl, Kafka y Unamuno, Maslow, Camus y un largo etcétera, aunque nosotros lo llamábamos «un seminario de cine», porque allí aprendimos a «ver» cine, a interpretar, analizar y, sobre todo, a gustarlo. Así llegamos a conocer a Kurosawa y Bergman, Fellini, Tarkovski, Antonioni, Kiarostami… y tantos otros.
Después yo me fui a Alemania con el programa Erasmus, y él a Los Ángeles en un año sabático. Mantuvimos contacto por Internet. Yo le enviaba alguno de mis trabajos, y él correspondía con alguno de estos cortos y cálidos relatos. Y ahora, aquí estamos, tomándonos un café, yo con mis preguntas y él con sus «sombras» y recuerdos.
–¿Por qué Los Ángeles?
–Bueno, como tú sabes, yo fui a estudiar a California en mis años mozos. Fueron buenos tiempos. Hice buenos amigos. Y allí, en Los Ángeles, conocí los «barrios»: inmigrantes ilegales, marginación, pobreza, pandillas, droga… Luego, durante muchos años, al terminar el curso en Bilbao, he vuelto a echar una mano y encargarme de grupos juveniles sobre todo. Después –las vueltas que da la vida–, un largo y penoso desencuentro y mi propio mal karma se confabularon para que volviera en un año sabático que fueron dos. Eso.
–Dinos cómo es el barrio.
–Se trata de un barrio marginal, un gueto de pobreza e ignorancia. Lo único que tiene de bonito es el nombre pomposo de Ramona Gardens. Y es tristemente conocido por una «pandilla», violenta y dura, de frecuentes ajustes y tiroteos, hoy un tanto menos visible por la complejidad del mundo de la droga: la Big Hazard. El barrio es como una mancha de aceite que se extiende entre la ciudad sanitaria, dependiente de la Universidad, y una zona industrial que, haciendo pinza, lo descoyuntan y arrinconan contra el tren y las autopistas.
Estamos cerca del centro de la ciudad «des-alma-da». La jungla de cemento y cristal llena de ejecutivos clónicos. Aquí se habla desde hace tiempo el «desesperanto» de Blade Runner. Por un lado, pues, tenemos cuatro o cinco hospitales. Entre ellos el monstruoso «General Hospital», hoy en proceso de ser reducido a escala humana, y una veintena de edificios relacionados con la medicina: escuela de enfermería y farmacia, laboratorios diversos, una morgue de mucha actividad, institutos de investigación (cáncer, riñones, corazón, trasplantes…) y hasta un High School orientado hacia la medicina. También, faltaría algo si no, nos corresponde la cárcel juvenil. Y al otro extremo una treintena de fábricas grandes y pequeñas: laminados, gomas, ropa, aceros de precisión, desguaces, lácteos… Incluso para que nada falte, hasta una fábrica de ataúdes que ofrece visitas guiadas «para interesados»…
Nos hallamos, pues, ante lo que Carlos Fuentes ha llamado la «frontera de cristal»: los pobres están ahí pegados, sueñan con la vida al otro lado del vidrio. Por un tiempo miran, después pasan a ser simples reflejos, hasta que ellos mismos terminan por hacerse transparentes y, por tanto, invisibles. Limpian sus casas, cuidan sus jardines, sirven en sus restaurantes, pero ya nadie los ve, no están, no existen. Pero ahí siguen clavados aún en su noche los de siempre, «los humillados» de Dostoievski.
En todo el barrio no hay ni un bar, ni un café. Solo un pequeño mercado de cosas amontonadas. Durante un tiempo unos coreanos se aventuraron a abrir otro. Los pandilleros se lo robaban todo para que se fueran. Y tuvieron que hacerlo. El centro del barrio lo ocupan los llamados «Proyectos» del Gobierno, una serie de edificios feos, todos iguales, como fichas de dominó mal dispuestas, que fueron construidos para soldados. En ellos viven más de trescientas familias, y la renta es proporcional a los ingresos, que son siempre muy bajos. Y en medio, nuestra pequeña iglesia, también fea, pero con cierto encanto, humilde y recogida, escoltada por una docena de altos cipreses que le dan el empaque de un pequeño navío fantasma. Al lado, su salón, y enfrente la escuela parroquial. De ella han salido ya algunos profesionales, un candidato firme a la alcaldía y algún que otro inquilino del corredor de la muerte. La rectoría y la casita donde viven las cuatro monjas que llevan la escuela y se desviven por crear un futuro mejor completarían la foto.
–¿Qué haces en el barrio?
–De todo. Hay que hacer de todo: soy cura y asistente social, consejero, profesor, psicólogo, brujo y desfacedor de entuertos. Como puedes suponer, la parroquia es el centro de toda actividad: social, benéfica, cultural –la poca que hay–, e incluso de diversión. En ella funciona una clínica de atención médica, clases de preparación de ciudadanía, alcohólicos anónimos, club de jubilados, grupo de jóvenes, clases de apoyo, ropero y mil cosas más. La gente tiene una fe ciega en su cura. Lo creen omnipotente, y saben que siempre está de su lado. Lo buscan para todo, para arreglar papeles o pleitos, para solicitar ayuda o apoyo, para pedir un consejo o sacar fotocopias. En él buscan consuelo, ayuda y protección. Para todo. Es «el padre». Así le llaman, y es hermoso.
–¿Por qué y cómo escribes?
–Como tú bien sabes, creativamente, «mil placeres no valen un tormento». Lo que Artaud elevó a categoría de principio asegurando que nadie ha escrito, pintado, etc., a no ser para salir de su propio infierno. Lo cierto parece ser, menos enfáticamente, que siempre se escribe más para neutralizar una angustia que para dar testimonio de una euforia. Quizá sea el caso: he llevado un diario –entre la arritmia y la elipsis– solo como terapia. Un lugar como este puede quemar a cualquiera. Poder pararse al caer la tarde, recoger la vida igual que recoge un niño conchas en la playa, mirarlas lentamente, acariciar su rugosidad, quizá eso es todo… Me paseo por el barrio, enredado en un pensamiento o arrastrando una nostalgia. Saludo a la gente, a la puerta de sus casas, tomando el sol o la cerveza, vivo dejándome vivir. Me paro ante la niña que se calza los patines sentada en el bordillo de la acera. O del anciano que recoge, lentamente, siempre las mismas hojas, al atardecer. O la mujer que se me cruza con todo el peso de la vida cargado en unas bolsas de plástico. Me acerco a los muchachos que esperan –la misma hora, el mismo lugar– la dosis de infierno que les hará olvidar… A veces entro en la tienda para comprobar que nada ha cambiado, que todo está en el mismo desorden de siempre.
La realidad está ahí, pero solo es un boceto de otra más honda que está por descubrir. Capas superpuestas de una realidad hecha de remiendos. Yo mismo, hecho de fragmentos de los demás, un simple sedimento de lecturas, eco de tantas voces y pozo de mis propios silencios. Acercarse a esa vida concreta, escuchar el latido que se pierde o se retrasa, eso es todo. Dice García Márquez que la vida no es como se vive, sino como se recuerda. Yo creo que es, más bien, como uno se la inventa. Porque, quizá, nosotros únicamente seamos imágenes dentro de un juego, incomprensible a veces, y a veces engañoso, en una interminable galería de espejos que tomamos por realidad…
–En clase nos hablabas mucho de la verdad. ¿Sigues buscando?
–Sí, hablábamos de eso, pero también, no lo olvides, de la bondad y la belleza. Son los tres nombres de lo que nos sobrepasa, nos trasciende, y la búsqueda es única. La verdad como desvelamiento, sí. Te diré que, admitido el derecho al error de los que buscan, y teniendo en cuenta que toda verdad es provisional, uno termina por pensar que quizá no esté