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Bajo el signo de Marte
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Libro electrónico318 páginas7 horas

Bajo el signo de Marte

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Información de este libro electrónico

El autor, hijo de una rica familia de Zúrich, escribió esta obra pocos meses antes de morir de cáncer a los treinta y dos años. Publicado originariamente en 1977, el resultado fue un análisis lúcido y despiadado del concepto de felicidad burguesa y sus relaciones con la enfermedad. Zorn daba la imagen de un joven sin problemas. Sin embargo, era incapaz de sentir, de comunicarse y de amar. Educado en un ambiente donde lo principal era eludir temas desagradables –como los sentimientos y la sexualidad–, Zorn tuvo una existencia postergada indefinidamente y comenzó a vivir al empezar a morir. La respuesta afirmativa del editor le llegó un día antes de su muerte. En un último gesto de rechazo a su entorno, Zorn legó los derechos de autor a Amnistía Internacional. El libro vendió en Francia más de 100.000 ejemplares y la revista Lire lo proclamó mejor libro del año. La presente edición incluye textos de Rafael Conte, Félix de Azúa y Manuel Rodríguez Rivero. «Zorn ha dado a la literatura una nueva dimensión» (Jean-Jacques Brochier); «Posiblemente el libro más impresionante del último decenio. Una obra maestra» (Roland Jaccard, Le Monde); «Quisiera de todo corazón que todo el mundo leyera este libro marginal e insólito, un libro que solicita lectores intensos, y también impacientes, ya que se lee de un tirón» (Giorgio Manganelli).

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 jul 2023
ISBN9788433921000
Bajo el signo de Marte
Autor

Fritz Zorn

El autor de este libro, que firma bajo el seudónimo de Fritz Zorn (en alemán, "cólera"), vivió toda su vida en Zúrich, y allí murió a los treinta y dos años, víctima de un cáncer incurable. Bajo el signo de Marte es su único libro. El manuscrito original llegó a manos del escritor suizo Adolf Muschg, quien no pudo conocer personalmente al autor pero gestionó su publicación en una editorial aleman. Fritz Zorn se enteró de la respuesta afirmativa del editor un día antes de su muerte en una clínica suiza. En un último gesto de rechazo a su entorno familiar y social, legó los derechos de autor a Amnistía Internacional. La publicación del texto causó un enorme impacto, primero en Suiza y luego en los numerosos países donde fue traducido. En Francia, en especial, se convirtió en un bestseller atípico con más de 100.000 ejemplares vendidos, y fue proclamado por la prestigiosa revista Lire mejor libro del año.

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    Bajo el signo de Marte - Susana Spiegler

    imagen de portada

    Índice

    Portada

    Nota del editor, por Jorge Herralde

    A modo de prólogo, por Rafael Conte, Félix de Azúa, Manuel Rodríguez Rivero

    Bajo el signo de Marte

    Prólogo. Historia de un manuscrito, por Adolf Muschg

    Primera parte Marte en el exilio

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    Segunda parte «Ultima necat»

    Tercera parte El caballero, la muerte, el diablo

    Notas

    Créditos

    NOTA DEL EDITOR

    La primera edición española de Bajo el signo de Marte, contó con un número apreciable de lectores y dos ediciones. Pero lo más destacable fue la extraordinaria acogida por parte de la crítica.

    Para la presente publicación en «Otra vuelta de tuerca» figuran, a modo de prólogo, tres de las recensiones de la época, como homenaje a los críticos que las firmaron y también a los muchos otros que, en unos tiempos en que el espacio dedicado a las reseñas de libros era menos escuálido, se ocuparon con tanta pasión de una obra excepcional.

    J. H.

    A MODO DE PRÓLOGO

    RAFAEL CONTE *

    Con más de tres lustros de un retraso tan considerable que casi podría desvirtuarlo, aparece entre nosotros uno de los libros más terribles de este último cuarto de siglo, el ya mítico «Mars» («Marte») del suizo germano Fritz Zorn, un escritor casi clandestino en vida, profesor de español y portugués, que falleció de cáncer a los treinta y dos años, a finales de 1976, tras haber puesto fin a la redacción de este escalofriante documento, y justo en el momento en que supo que iba a ser publicado. Desde entonces, esta obra excepcional, tan aparte de todo lo que recibe el nombre de «literatura», ha sido traducida a todos los idiomas cultos –o que injustamente conocemos como tales–, recibiendo múltiples premios y configurándose como una especie de manifiesto para toda suerte de rebeldías juveniles o no, que tanto proliferaban en el mundo cuando fue escrito. Pude consultar la traducción francesa de 1979 –que recibió el Premio Médicis al mejor libro extranjero–, aunque no una que apareció en español, en Argentina, poco después, pero que nunca llegó hasta nosotros por los avatares que atravesó su editorial y las dificultades que empezaba a conocer –y siguió conociendo hasta hoy– el mundo editorial latinoamericano en general. Es la misma edición que hoy recupera Anagrama, convenientemente corregida en su traducción, y cambiando su título inicial por el supongo que más comercial de Bajo el signo de Marte. Pero, en fin, nunca es tarde si etcétera, y bienvenida sea esta edición, que a muchos fascinará, a otros irritará profundamente, y que, entre el miedo, la repulsión, la exaltación o el interés que puede despertar, corre el riesgo de ser tomada por lo que no es: un documento clínico sobre la historia de un enfermo terminal de cáncer.

    Uno de los datos más significativos de este libro es el seudónimo elegido por su autor, que se llamaba Fritz, pero no «Zorn», apellido que en alemán significa «ira» o «cólera». De hecho, su verdadero nombre era «Angst», lo que quiere decir en el mismo idioma «angustia» o «miedo». Con la elección del seudónimo el autor quiso dejar claro que sólo lo hacía por razones familiares, pues se trata de un documento real en el que además la familia –como concepto, como representación de «la familia» occidental tradicional, pero también como la suya propia y verdadera– resulta no solamente bastante malparada sino absolutamente destruida; pero también que, al mismo tiempo, el sentido del nombre tenía que ser el mismo, terriblemente idéntico en la medida de lo posible, y que en cierto modo su apellido real era ya una señal, un signo anunciador de lo que le estaba sucediendo.

    El comienzo del libro es ya celebérrimo: «Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. Provengo de una de las mejores familias de la orilla derecha del lago de Zúrich, también llamada la Costa Dorada. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Mi familia es bastante degenerada, y probablemente también yo arrastre una notable tara genética y además esté dañado por mi entorno. Por supuesto, también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir.» De este primer aviso el lector puede deducirlo ya casi todo: el cáncer es una enfermedad corporal, pero también, «una enfermedad del alma», lo que indica que, en su desesperación, Fritz Zorn –llamémosle así, pues él mismo eligió su nombre–, impotente ante cualquier tipo de tratamiento «físico», terminó también escogiendo el psicoanálisis, o la psicoterapia, como la llama: un camino evidentemente peligroso pues, además,: «le hizo pensar», esto es, escribir este libro. Y al final, casi trescientas páginas después, y a las puertas de la muerte, el autor lo resume todo: «Me declaro en estado de guerra total.» Entre aquel principio terrible y este final desesperado, transcurre este libro que desde luego no es una novela –aquí no hay ficción, sino que todo es trágicamente verdad– ni un ensayo, pues a pesar de todas sus reflexiones y de sus minuciosos análisis todo se apoya en hechos, en lo sucedido, ni una historia clínica, ni siquiera psicoanalítica –pues el autor no describe ningún tratamiento ni de una ni de otra índole– y ni siquiera un panfleto, ya que se apoya en carne viva. Una carne que se descompone a ojos vistas, y que está en el origen de este terrible grito de dolor, tan auténtico como explosivo, que actúa como si fuera una tremenda metáfora de la condición humana, y que pone en tela de juicio toda la civilización y la cultura occidentales.

    Ya es conocida y hasta archisabida la relación existente entre literatura y enfermedad, desde las grandes alegorías –¿acaso no podría ser El Quijote la mayor?– hasta los mayores símbolos –La montaña mágica– o los discursos más actuales, desde La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag –que parece haber desaparecido del mercado, siendo tan reciente– o la terrible autobiografía de Hervé Guibert en Le protocole compassionel, que está a punto de aparecer entre nosotros. El libro de Zorn, sin embargo, es más concreto que aquellas grandes obras maestras, no intenta ponerse a su nivel, y más genérico a la vez que el de la Sontag o el de Guibert. De todas formas el universo mental de Zorn recuerda más el de Thomas Bernhard. Es un relato, de esto no es posible dudar, y un discurso a la vez, donde lo de menos sería –si pudiéramos dejar de soportarlo– su insufrible realismo. Podría también decirse que no es tanto el relato de un cáncer terminal como el de una neurosis, de una auténtica locura, para intentar quitarle la espoleta al explosivo. La pérfida lucidez del autor, sin embargo, lo ha previsto así, y con tanta rabia como impasible serenidad elimina esa posibilidad instalándose en el discurso de manera total. Sólo su dolor sería suficiente para hacer que sus lectores le perdonen tantas acusaciones bárbaras, tanta salvaje maldad, tanta blasfemia diseminada en todas las direcciones: en la de la institución familiar, la ideología burguesa, la cultura del capitalismo occidental, las ideologías, las religiones –con una evidente concentración en la cristiana de su propio país y contexto personal– y así sucesivamente. Fritz Zorn da la vuelta a su mundo, lo invierte desde sus perfiles a sus raíces, y se declara a sí mismo como necesario tal y como está, pues él mismo se contempla como el cáncer del mundo, la necesaria perversión de tanto mal acumulado a lo largo de los siglos y la revelación de la vida, de la sinceridad y de la pasión: «Soy el carcinoma de Dios.» Ahí es nada.

    En sus manos –mejor dicho, en su carne podrida– Suiza es el crisol y resumen de todo el mundo mal llamado civilizado. ¿Quiénes son sus enemigos?: sus padres, su familia, el medio en el que creció, la sociedad burguesa en general, Suiza, y todo el Sistema en su conjunto. Y en Suiza su parte más poderosa, rica e implacable, la Costa Dorada de Zúrich. Así, Fritz Zorn se convierte en un «revolucionario», en un «terrorista» –aunque sin política alguna–, prefiere Elvis Presley a Goethe –¡maldición de la educación alemana!–, confía en los astros –en el signo de Marte, el dios de la guerra– y se lanza a una campaña contra todo. El sexo le fascina, ya que nunca lo conoció, la religión le aplasta, la universidad le inquieta, le gusta citar a Jorge Manrique o al portugués Martim Codax, a Thomas Mann, Sartre o Jorge Luis Borges. «El tumor son las lágrimas tragadas.» Escribió piezas de teatro para marionetas, y otras que representó en compañías de aficionados, relatos y cuentos sarcásticos y alegóricos. Al final pensaba, muy cristianamente, que ser desdichado no es un destino, sino una culpa. Y por último, del interior de tanta guerra y de tanta desesperación, de tanto exabrupto y deliberada blasfemia, dijo que «quien no es capaz de amar no es capaz de nada». ¿Murió de cáncer o de impotencia? Este grito de dolor, tan terrible como respetable, esta guerra total, esta llamada a la destrucción es también una explosión del deseo de vivir, una batalla terrible para sobrevivir, para resistir y una apelación a la vida, una llamada de afirmación –en medio de esta «educación a muerte» de la condición humana.

    FÉLIX DE AZÚA *

    Éste es un libro tan extravagante como el de Job, y se le asemeja. Fritz Zorn podría ser su nieto. Quizá sólo en obras extravagantes podemos atisbar algún aspecto inaccesible de nuestra condición. La opacidad de la muerte no puede aclararse mediante relatos normales; la extravagancia, el vistazo desviado y lateral, parece ser la única iluminación admisible en un escenario totalmente refractario a los focos frontales.

    Fritz Zorn es un seudónimo. El nombre civil de aquel ciudadano de Zúrich (Fritz Angst), muerto en 1977, estaba excesivamente dominado por el pavor y la angustia (angst); hubo de transformarse en zorn, la ira, la cólera, el azote, para poder dejar constancia de su experiencia. Porque el ciudadano Angst, rico, elegante, educado y diabólico, no podía firmar con su nombre de familia un drama semejante. La historia que nos relata es incompatible con cualquier nombre de familia. Fritz comenzó a escribir su biografía cuando ya le había sido diagnosticado un cáncer que iba a conducirle a nuestro destino común. El destino es común, evidentemente, pero él lo supo antes que usted y que yo. Usted (y yo) confiamos en que no será verdad que nuestro destino sea la incomprensible y eterna nada, y así vamos dejando caer los días con mayor o menor entusiasmo. Pero Fritz Zorn no podía hacerse ilusiones; para él, las horas se habían acelerado, cada una le hería, y la última iba a matarlo. Sin embargo, éste no es un documento de agonizante, sino el libelo de un guerrero –de un hijo de Marte, como dice el título– resuelto a no morir con la resignación de un caracol aplastado por el descuidado casco de una mula.

    El valor de la vida

    Si la batalla de Fritz hubiera sido la de un hombre particular, su relato habría quedado como testimonio para psiquiatras; el curioso documento de un neurótico afectado por un linfoma maligno, el cual describe sus últimos meses con vengativo narcisismo. Pero su historia es una historia universal que eleva el relato privado a la categoría trágica. Podríamos resumir su dramática perplejidad del siguiente modo: siendo, como soy, un ciudadano suizo perfectamente integrado y lúcido, he llegado a la conclusión, tras explorar en qué consisten mis experiencias habituales, de que «la mejor idea que he tenido fue la de contraer un cáncer» (páginas 189-190), y este rotundo juicio lo puedo decir yo (y no usted), porque yo sé perfectamente que me voy a morir, pero eso no es lo peor que me ha sucedido. Juicio que podría tomarse como una variante de «la llegada de los bárbaros», siempre que se eleve a la totalidad de la especie y no sólo a los decadentes.

    Para un ciudadano educado y sometido a la convención social, construido y estructurado como insípido engranaje del aparato social, la llegada del cáncer, el anuncio a fecha fija de la muerte, puede propiciar una reflexión y un juicio sobre su vida entera y la vida universal, sobre el valor de una vida más o menos común, tal y como ahora la vivimos y enjuiciamos, una investigación que los filósofos, los moralistas y los ideólogos ya no practican, por agotamiento. Es posible que sólo la presencia de un cáncer, decidido a matar un cuerpo que ya no puede soportar más a su alma, permita una mirada tan radical, una exploración tan desinteresada.

    El pobre Fritz, hijo de una privilegiada familia de Zúrich, jamás conoció otra cosa que lo conveniente y adecuado, lo distinguido y elegante, lo civilizado y lo correcto, lo que manda la ley y las buenas maneras. El gran orden cristiano. A diferencia de aquellos que aprovechan semejante educación para convertirse en carroñeros (su hermano, por ejemplo, del que sólo se insinúa la existencia), Fritz, como tantos millones de contribuyentes, no consiguió construir nada más que una máscara, tras la cual se debatía a muerte, impotente e intransitivo, con toda su capacidad de amar al prójimo destruida, pero dotado de una omnipotente voluntad que le permitía representar su imitación de ser humano en el teatro de Zúrich. El infierno de la infancia y la juventud, vividas por el paralítico que espía a través de un agujero, es, sin duda, sobrecogedor. Pero es sólo el comienzo. La machacona y astuta reiteración del conflicto, la paciente vivisección de esa enfermedad moral que carcome la existencia de tantísimo súbdito moderno, traen a la memoria las mejores páginas de Bernhard. Pero Fritz es lo contrario de Bernhard. El enfermo de muerte austriaco peleó toda su vida para respirar algo limpio en sus pulmones podridos. El enfermo terminal suizo quiso ganarse una muerte que se le escapaba como el fantasma de un deseo; ya que no era capaz de vivir, quería, al menos, morir sabiendo algo. Ambos coinciden, sin embargo, en la descripción del enemigo: su aspecto externo es la figura llamada «burguesía», su aspecto interno es insondable porque es insondable la raíz maligna de la divinidad. El Dios asentado, fundado y puesto en pie por la malignidad.

    El carcinoma de Dios

    En su aspecto externo, lo que mata a Fritz (como a Artaud) es su sociedad, o, lo que es igual, la familia burguesa y el Estado militar-financiero suizo como gran patriarca. Su definición de «burguesía» me parece más exacta que cualquier aproximación sociológica: «lo burgués significa (...) estar en contra de que el león se coma a la gacela; primero, porque el león es un extranjero y, segundo, porque la gacela no está empadronada y, tercero, porque ambos todavía son menores de edad» (páginas 279-280). El pensamiento llamado conservador sólo conserva lo muerto, que es lo propio de las conservas; controla y somete hasta el más insignificante capricho de Naturaleza mediante una legislación totalitaria que se autoproclama democrático-liberal, pero que en realidad legisla el miedo. También es cierto que el pensamiento llamado conservador trata de conservar lo muerto, pero se le escapan fieras esencialmente vivas como Fritz Zorn, capaces de exponer con toda desnudez la criminalidad del orden totalitario.

    Si el aspecto externo del cáncer es la burguesía conservadora, su aspecto interno es Dios. Meses antes de morir, redactando sus páginas con el delirio agónico de un personaje de Sófocles, Fritz descubre que su venganza está en marcha. «Yo soy el carcinoma de Dios (...) tampoco él puede dormir de noche, retorciéndose, gritando y aullando en su cama» (página 294). Puede parecer el consuelo de un estoico, pero nada sabemos sobre el dolor de nuestro magno verdugo; nada impide que podamos devolver a Dios su malignidad, pagarle con su propia moneda. Fritz, en sus últimos meses, asume la tarea de ayudar a Belcebú, el benéfico adversario de la malignidad infinita, en su tarea de equilibrar la psicopatía del Creador. Transfigurado en un personaje de Dostoievski tan metafísico como Kirilov, Fritz se precipita en la muerte al estilo de los hijos de Marte, dispuesto a arrebatarle a Dios su juguete: el gratuito dolor de los mortales. La última frase del relato es uno de los más vigorosos telegramas que se han escrito en los últimos decenios, y, desde luego, en Suiza: «Yo todavía no he vencido aquello que estoy combatiendo, pero tampoco estoy vencido, y, lo que es más importante, todavía no he capitulado. Me declaro en estado de guerra total.»

    Aun cuando el cáncer mató el cuerpo de Fritz Zorn en 1977, su guerra no ha concluido ni puede concluir. Él suponía posible que el dolor del mundo fuera constante, como lo es su atmósfera; de ser así, y habiendo él consumido una ración tan elevada de dolor, muchos de nosotros debemos agradecerle nuestro pasajero alivio. Si su investigación fue posible porque asumió riesgos que casi nadie puede asumir sin matarse, sería estúpido no aprovecharla. Porque, a pesar de todo, la balanza no parece haberse inclinado definitivamente a favor de la resignación, definitivamente del lado de la malignidad. Los hombres buenos se mueren mucho más que los hombres malos, pero es difícil borrar los signos que dejan sobre la arena.

    MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO *

    No se puede hacer la crítica de este libro. Como ocurre en toda confesión, ni lo que se dice ni el modo en que se dice en Bajo el signo de Marte es «criticable» más que en términos de su recíproca adecuación. Por eso mismo, los dos comentarios más inteligentes que he leído sobre el dramático relato de Fritz Zorn, el de Félix Azúa en El País y el de Rafael Conte en ABC, no pueden ser otra cosa más que razonadas glosas de un texto irrefutable.

    La furiosa diatriba antiburguesa (en el sentido en que son antiburguesas las novelas de Bernhard) de un enfermo de cáncer que ve en su mal a la vez el resultado moral y físico de su ambiente, de su familia y de su educación, y el pretexto para conjurarlos y salvarse, al menos moralmente, constituye un testimonio casi catártico, incuestionable. Nadie se queda igual que antes tras la lectura de esta declaración de guerra de un combatiente que piensa que la esperanza es un arma del enemigo. Este testimonio no es criticable.

    No admite ninguna de las categorías que aplicaríamos, por ejemplo, a un Bildungsroman, ni siquiera a un libro de memorias: la perspectiva de este libro no es el lector, sino la muerte. Y, para Zorn, su relato es ante todo un arma para el combate.

    Pero hay algo que ha excitado mi curiosidad tanto como el libro en sí, y es su éxito (y me refiero a algo más del interés con que la crítica lo ha recibido, de esos cien mil ejemplares vendidos en Francia, del Premio Médicis que obtuvo, o de su traducción, casi quince años después de su aparición, a los principales idiomas europeos). No es el único testimonio a partir de una enfermedad, tomada como pretexto o no, que en los últimos años ha logrado obtener un tan amplio reconocimiento en los suplementos y revistas literarias. Ahí tenemos, con todas sus diferencias y sus distintos planteamientos, relatos como los de Styron (Esa visible oscuridad), Sontag (La enfermedad y sus metáforas), o Guibert (Al amigo que no me salvó la vida, El protocolo compasivo).

    En todos ellos y de modo muy distinto, las enfermedades de nuestra civilización (la depresión, el sida, el cáncer) son tratadas también como enfermedades morales y, de uno u otro modo, la lectura de esos testimonios les otorga también un sentido moral. Se diría que esos libros, tan lejos de la narración como del mero ensayo, adquieren una característica que, en otro tiempo, los lectores esperaban encontrar en las novelas y que, de muy diversas y proteicas formas puede rastrearse desde El Quijote a El chino del dolor, de Madame Bovary o Demonios a Santuario y Corrección (y es en este sentido en el que me parece sintomática la inclusión de Bajo el signo de Marte y algún otro de los libros citados en colecciones destinadas habitualmente a narrativa).

    Me refiero a esa cualidad que tenía la ficción de concernir a las preocupaciones de su tiempo, frente a las que los grandes escritores mostraban, en palabras de F. R. Leavis (The Great Tradition) una «vital capacidad para la experiencia, una cualidad de reverente apertura ante la vida». El lector esperaba poder encontrar a través de ellas, también, puntos de vista acerca de cómo funcionaba la vida, cómo mundo interior (o conciencia) y mundo exterior se relacionaban, cómo los personajes podían o no hacerse cargo de su destino, de sus deseos, de su enfermedad.

    La descontextualización que se reprocha a buena parte de las novelas del posmodernismo no se refiere tan sólo a los parámetros de tiempo, lugar o circunstancia. Se diría que muchos de los novelistas de nuestra época han renunciado voluntariamente a la tarea, ciertamente abrumadora, de narrar acerca de lo que verdaderamente nos concierne. En muchos de sus relatos, e incluso en muchos de los que han obtenido un importante éxito literario, la vida es contemplada tan sólo como un contínuum en el que una cosa ocurre después de otra, sin aparente causa o motivo, sin antes ni después. El gusto por los personajes-límite, por lo bizarro, aún más patente en los relatos cinematográficos que en los literarios, tendría que ver con esa incapacidad –o desinterés– por escudriñar lo que nos va haciendo, lo que somos, lo que nos preocupa. Y esa carencia es lo que produce que muchas de las historias que se relatan en esas novelas carezcan de verdadera tensión y de interés dramático (en el mismo sentido en el que James aconsejaba a los escritores: «dramatizad, dramatizad»): por eso tendemos a olvidarlas. Y eso es, precisamente, lo que no ocurre con el libro que ha motivado este comentario.

    Bajo el signo de Marte

    PRÓLOGO:

    HISTORIA DE UN MANUSCRITO

    El autor de este libro murió a los treinta y dos años. Vivía aún cuando a principios de octubre recibí su manuscrito de manos de un amigo, dueño de una librería, quien me pidió que lo examinara para su posible publicación, cosa que el autor deseaba vivamente. La lectura resultó ser una prueba de otro orden: una prueba para mí. Le escribí al autor diciéndole que había tenido la sensación de haber leído un manuscrito necesario y que, invadido por ese sentimiento, me era difícil conservar aunque sólo fuera una sombra de objetividad crítica. Que desde ese momento ya no me ocuparía más de su manuscrito, pero que lo enviaba a un editor del cual se podía esperar un juicio más sereno y también, eventualmente, su publicación, y que sin embargo me sentía obligado a recordar al autor ciertos miramientos que no eran necesarios en el manuscrito pero que los familiares aludidos esperarían del libro.

    Su respuesta escrita –en ese entonces ya la había confiado a algunos amigos en forma de testamento– fue que estaba dispuesto a firmar con seudónimo. No veía otra solución: el manuscrito debía aparecer. La carta de «Fritz Zorn»,1 único testimonio de nuestra relación, era clara hasta en su grafía; tenía esa pulcritud desesperada que yo había aprendido (demasiado tarde) a interpretar en el caso de un amigo que, recientemente, había puesto fin a sus días: era la expresión del extremo desamparo.

    A la vuelta de un viaje por América, durante el cual el recuerdo de Bajo el signo de Marte me había perseguido, recibí del editor una respuesta vacilante: todavía no había decidido nada, pero quedaban pendientes varias cuestiones. Mientras tanto, el psicoterapeuta de Fritz Zorn notificó al editor que si pretendía que el autor recibiera la noticia en vida, ésta debía serle comunicada sin dilación, ya que se hallaba internado en estado gravísimo. Se presentó la tentación de una mentira piadosa, pero fue rechazada; no solamente había que dejar de lado la complacencia, sino que debía excluirse cualquier forma de deferencia. El editor envió al autor su respuesta afirmativa. No la envió por correo urgente para evitar que el moribundo tuviera la impresión de algo hecho con prisas, pero esa manifestación de tacto resultó inútil. En efecto, el 2 de noviembre, cuando telefoneé al hospital para anunciar a Zorn mi visita, supe que había muerto aquella misma mañana. Durante muchas horas otras personas y yo nos atormentamos pensando que esa noticia –la única que hubiese podido esperar todavía con alegría– no había llegado a tiempo. Sin embargo, la había recibido. Su psicoterapeuta, que se la había dado la víspera de su muerte, atestigua que llegó a saberla.

    AFINIDADES

    Sin haber conocido personalmente a su autor, reconocí su origen, su entorno, su formación, todo lo que concernía a su vida; esta biografía era tan semejante a la mía que me trastornó. Yo había nacido diez años antes en la misma «Costa Dorada». Había asistido a las mismas escuelas que Zorn, incluso a la misma universidad; había enseñado en un colegio de Zúrich, como él. Yo era –a pesar de numerosas pruebas en contra– un mal viajero, como él; también a mí el encuentro con lo que tenía de mortífero la esperanza de mi juventud me había encaminado hacia el psicoanálisis. Es cierto que, en el relato de Zorn, el carácter mortífero ya no era una metáfora; era un diagnóstico médico dotado de un nombre siniestro en lenguaje vulgar: cáncer. De ahí que la lectura me trastornara. Yo reconocía esa vida y al mismo tiempo buscaba buenas razones para diferenciarme de ese bien conocido desconocido que se llamaba Fritz Zorn.

    También existían diferencias. Mi entorno pequeñoburgués no había sido tan impermeable como el suyo, privilegiado. Sin duda me habían sido inculcadas, en el miedo y la zozobra, las mismas normas que rigieron su juventud. Pero en mi caso, mientras me veía obligado a temer cada día por mi existencia social, el sistema

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