Sandokan
Por Emilio Salgari
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Sandokan - Emilio Salgari
Viento Joven
e I.S.B.N.: 978-956-12-2896-2.
1ª edición: marzo de 2016.
Gerente Editorial: Alejandra Schmidt Urzúa.
Editora: Camila Domínguez Ureta.
Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
Versión abreviada: Rafael Carlini.
© 2006 por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Santiago de Chile.
Derechos exclusivos de la presente versión
reservados para todos los países.
Editado por Empresa Editora Zig–Zag, S.A.
Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.
Teléfono (56–2) 2810 7400. Fax (56–2) 2810 7455.
E–mail: zigzag@zigzag.cl / www.zigzag.cl
www.editorialzigzag.blogspot.com
Santiago de Chile.
El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte,
ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico,
de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción,
sin la autorización escrita de su editor.
Palabras preliminares
Emilio Salgari
La vida de Emilio Salgari no se conoce en detalle. Se sabe, eso sí, que nació en Verona, en la región del Véneto, el 25 de agosto de 1863. Es decir, tres años antes de que el rey Víctor Manuel II consumara la unificación de Italia. También se sabe que Salgari, pese a su éxito como novelista, no fue un hombre feliz y que se suicidó el 25 de abril de 1911 en Val San Martín, cerca de Turín.
Antes de quitarse la vida, el escritor había publicado ciento cincuenta novelas. Y como la primera la editó en 1884 y la última en 1910, esta increíble cantidad de obras de ficción las produjo en solo veintiséis años; o sea, un promedio de 5,7 novelas por año.
De lo que tampoco caben dudas es de que Salgari extrajo los conocimientos y la experiencia que le permitieron crear tantas hazañas y correrías de su corta, pero intensa, vida aventurera. Tras haber hecho estudios de náutica y de titularse de piloto, el futuro escritor se embarcó a los dieciocho años de edad. Fue la etapa en que vivió los más inusitados e increíbles hechos.
Al cabo de dos años, Salgari regresó a Verona y se inició en el periodismo. Quería narrar las múltiples experiencias que había vivido. Colaboró en los periódicos Adige y Arena Nuova.
Sus obras
A los veintiún años de edad publicó su primera novela: Los amores de un salvaje (Gli amori di un selvaggio, 1884), obra que reeditó dos años después en una nueva versión titulada Los misterios de la selva oscura (I misteri della jungla nera, 1896). Antes, en 1890, había publicado su segunda novela: La scimitarra di Budda.
En 1896 publicó, además, Il paese dei ghiacci, y al año siguiente las dos novelas que lo darían a conocer y que empezarían a ser traducidas a diversos idiomas: Los piratas de la Malasia (I pirati della Melesia) y Los pescadores de Trepang (I pescatori di Trepang).
Ambas obras tuvieron enorme éxito entre los lectores juveniles. A éstos les agradó el rápido ritmo de la acción y los exóticos lugares en que se desarrollaban sus argumentos.
De las numerosas novelas de Salgari, merecen destacarse como las mejores y de mayor éxito hasta hoy: El Corsario Negro (Il Corsaro Nero, 1899), La reina de los Caribes (La regina dei Caraibi, 1901), La hija del Corsario Negro (La figlia del Corsaro Nero, 1903), Los tigres de la Malasia (Le due tigri, 1905), El rey del mar (Il re del mare, 1906), La conquista de un imperio (La conquista di un impero, 1907), Sandokan (Sandokan alla riscossa, 1907), El hijo del Corsario Rojo (Il figlio del Corsaro Rosso, 1908), Los últimos filibusteros (Gli ultimi filibusteri, 1909) y La reconquista de Mompracem (La riconquista di Mompracem, 1910).
Por su forma y contenido, las obras de Salgari representan genuinamente a la novela de aventuras de la primera mitad del siglo XIX. Pues aunque ellas fueron escritas cuando los grandes novelistas coetáneos de Salgari habían abandonado el romanticismo, en cierto modo, éste nunca lo dejó. El escritor está más cerca de Walter Scott –aunque alejado de su excelente estilo–; de Víctor Hugo –sin su profundidad–, y especialmente de Alejandro Dumas padre. Es indudable que las novelas de capa y espada
de este último, como Los tres mosqueteros (1844) y El Conde de Montecristo (1849), con su evocación de los tiempos galantes y caballerescos de Francia, deben haber influido en el novelista italiano.
Lo más probable, además, es que Salgari conoció las obras de Julio Verne –del que fue contemporáneo– y que intentó, como éste, entregar en sus novelas descripciones de tipos y costumbres de los más variados lugares del planeta. Pero sus descripciones están muy lejos de tener el peso, la riqueza y, sobre todo, la rigurosidad de las de su modelo. En muchos casos, Salgari cae en ligerezas y comete errores acerca de la flora y la fauna de los sitios descritos, que ni la vastedad de sus obras, ni la velocidad con que fueron creadas, pueden excusar.
Lo que sí es muy rescatable en sus novelas es el ritmo cinematográfico de su acción, el dramatismo de la mayoría de sus escenas, y la exaltación de la voluntad y de la valentía de sus protagonistas.
José Manuel Zañartu
1 Los tigres de Mompracem
Durante la noche del 20 de diciembre de 1849 un violento huracán azotaba a Mompracem. Esta isla salvaje, guarida de piratas, se alza en el mar de Malasia.
Sobre su cumbre, en la cima de una elevada roca, brillaba la luz de dos ventanales.
¿Quién velaba allí, a pesar de la tormenta?
En la habitación iluminada, sentado en una poltrona coja, había un hombre de alta estatura, fuerte musculatura, facciones enérgicas y de una extraña belleza. Sus largos cabellos le caían sobre los hombros, y su rostro, levemente bronceado, estaba cubierto por una negrísima barba.
Un violento trueno, que sacudió el edificio entero, le sacó bruscamente de su inmovilidad.
–Ya es medianoche –murmuró–. ¡Sí, medianoche y aún no regresa!
Vació con lentitud una copa de vino y se introdujo a buen paso por entre las trincheras que defendían la construcción. Se detuvo en el borde de una roca, a cuyos pies el mar rompía con furia.
–¡Qué contraste! –exclamó–. ¡El huracán afuera y yo aquí adentro! ¿Cuál de las dos tormentas es más terrible?
Recorrió con los dedos el teclado del armonio, produciendo notas rapidísimas que tenían algo de extraño, de salvaje, y que poco a poco fueron haciéndose más largas y tenues, hasta quedar apagadas por el estampido de los truenos y los silbidos del viento.
Permaneció escuchando durante unos instantes y, finalmente, salió a toda prisa, lanzándose hacia un extremo de la roca.
A la fugaz claridad de un relámpago vio un barco pequeño, con las velas casi recogidas, que entraba en la bahía, confundiéndose entre los demás buques allí anclados.
Dio tres agudísimos silbidos; un silbido le contestó enseguida.
–¡Es él! –murmuró conmovido–. Ya era tiempo.
Cinco minutos después, se presentó un individuo envuelto en una amplia capa que chorreaba agua.
–¡Yáñez! –dijo el del turbante, echándole los brazos al cuello.
–¡Sandokan! –exclamó el recién llegado, con marcadísimo acento extranjero–. ¡Brrr! ¡Qué noche infernal, hermano mío!
–¡Ven!
Entraron en la habitación iluminada y cerraron tras sí la puerta.
–¡Bebe, mi buen Yáñez!
–¡A tu salud, Sandokan!
–¡A la tuya!
Vaciaron los vasos y se sentaron ante la mesa.
El recién llegado era un hombre de treinta y tres o treinta y cuatro años, es decir, un poco mayor que su compañero, pero de estatura mediana, aunque de complexión muy robusta. A primera vista se comprendía que no solo era europeo, sino que debía pertenecer a un país meridional.
–Bueno, Yáñez, ¿has visto a la muchacha de los cabellos de oro? –preguntó Sandokan con cierta emoción.
–No; pero sé cuanto quería saber.
–¡Háblame de esa muchacha! ¿Quién es?
–Te diré que es una joven capaz de embrujar al pirata más temerario.
–¡Ah! –exclamó Sandokan–. Pero, ¿a qué familia pertenece?
–Algunos dicen que es hija de un colono; otros, que de un lord, y otros, que es nada menos que pariente del gobernador de Labuán.
–¡Qué joven tan extraña! –murmuró Sandokan, oprimiéndose las sienes con las manos.
Yáñez se limitó a sonreír; descolgó de un clavo una vieja mandolina y se puso a puntear las cuerdas, mientras decía:
–¡Está bien! ¡Toquemos un poco de música!
Pero apenas había comenzado a tocar un aire portugués, vio que Sandokan se acercaba bruscamente a la mesa, dando en ella un formidable puñetazo. En aquel momento era el jefe de los feroces piratas de Mompracem; el hombre cuya extraordinaria audacia y valor indómito le había valido el sobrenombre de Tigre de la Malasia.
–Yáñez, ¿qué hacen los ingleses en Labuán?
–Se fortifican –contestó tranquilamente el europeo.
–¡Tal vez estén tramando algo contra mí!
–Eso creo.
–¡El Tigre los destruirá a todos y beberá su sangre! Dime: ¿qué es lo que dicen de mí?
–Que ya es hora de acabar con un pirata tan atrevido.
–¿Tanto me odian?
–Tanto, que estarían felices de perder todos sus barcos con tal de poder ahorcarte.
–¡Ah!
–¿Acaso lo dudas? Hermanito, hace muchos años que vienes cometiendo fechorías. En todas las costas hay recuerdos de tus correrías.
–Sí, es cierto. Pero, ¿acaso no han asesinado a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas para acabar con mi linaje? ¿Qué daño les había causado yo? ¡Sin embargo, alguna voz se levantará para decir que en más de una ocasión he sido generoso!
–No una, sino ciento, y hasta mil voces pueden decir que con los débiles has sido quizás demasiado generoso –aseguró Yáñez.
El Tigre de la Malasia no contestó. ¿Qué pensaba? El portugués Yáñez no podía adivinarlo, a pesar de conocerle hacía mucho tiempo.
–Sandokan –dijo tras algunos minutos de silencio–, ¿en qué piensas?
El pirata continuó mudo.
–¡Buenas noches, hermanito!
Al oír estas palabras, Sandokan se estremeció y, deteniendo con un gesto a su amigo, le dijo:
–¡Una palabra, Yáñez!
–¡Habla!
–¿Sabes que quiero ir a Labuán?
–¡Tú! ¿A Labuán, tú?
–¿Por qué te sorprendes tanto?
–Porque eres demasiado atrevido y cometerías cualquier locura en esa madriguera de tus peores enemigos.
Sandokan le miró con ojos llameantes, emitiendo al mismo tiempo una especie de rugido sordo.
–¡Tienes razón, Yáñez! Sin embargo, iré mañana a Labuán. Algo irresistible me empuja hacia aquella playa; una voz me susurra que he de ver a la joven de los