Liette
Por Arthur Dourliac
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Liette - Arthur Dourliac
Arthur Dourliac
Liette
Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4064066102975
Índice
Cubierta
Portada interior
Texto
"
LIETTE
Liette se asomó al balcón y paseó su mirada un poco turbada por los sitios en que iba a desarrollarse su vida. A sus pies la plazuela rectangular plantada de tilos, a cuya sombra iban a hacer su partida los jugadores de pelota, entre los bancos de piedra desgastados por el uso de tantas generaciones, a los que el abuelo tembloroso iba a calentar su reuma pensando en el tiempo lejano en que iba allí a jugar al marro y al paso, y al lado de la fuente rústica de murmullo cristalino en la que el cansado caminante iba a apagar la sed y las jóvenes habladoras a llenar sus cántaros charlando.
En el fondo, la iglesia de inseguras piedras, de vidrios rajados y de campanario oscilante, pero que conservaba, sin embargo, la imponente majestad de las cosas del pasado y aplastaba con su altura a la nueva alcaldía blanqueada y a la cual estaba aneja la escuela.
A la derecha el letrero hereditario que anunciaba el despacho del notario Hardoin, tercero de este nombre.
A la izquierda la bandera tricolor que flotaba por encima de la Gendarmería Nacional.
El Correo estaba así guardado entre el órgano de la ley y sus defensores.
En la calle se agrupaba el «alto comercio», del pueblo: merceros, tenderos de comestibles, carniceros y taberneros; y después una larga fila de cabañas bajas y ahumadas, apretadas las unas contra las otras como pájaros frioleros, y separadas de vez en cuando por las altas tapias y la puerta cochera de alguna granja rica, que hacía más sensible todavía la miseria de sus humildes vecinas.
Más allá el campo con sus verdes praderas, sus dorados trigos y sus bosques frondosos, y, mucho más allá, en un marco de vegetación exuberante, un castillo señorial con sus ladrillos rojos, sus torrecillas de pizarra que brillaban al sol saliente, sus ventanas ojivales y sus balcones de hierro forjado, como esas joyas del Renacimiento que esmaltan las orillas del Loira.
Estábase sin embargo lejos de allí, y todo lo más, hubiérase podido ver las orillas del Oise, pues era en este departamento donde se encontraba el castillo de Candore y el pueblo del mismo nombre y donde Julieta Raynal acababa de ser nombrada empleada de Correos con mil doscientos francos de sueldo.
El campo dormido estaba envuelto en una ligera bruma como un velo de desposada, y la joven pensaba en el tiempo pasado con la mirada perdida en el horizonte y la mejilla apoyada en la mano.
Allá, en lo más lejano de sus recuerdos, veía el patio de la casa mora, muy largo, muy largo, un vasto desierto que atravesar para sus piernecitas... Y Julieta permanecía temerosa, agarrada a la falda de su madre, mientras que en el otro extremo un hombre, con las manos extendidas, sonriendo bajo su fino bigote y dulcificando la voz acostumbrada al mando, le gritaba:
—Valor, Liette.
Entonces, a la llamada de «papá,» la niña, dejando el refugio materno, se lanzaba tambaleándose por el patio, vacilando en los primeros pasos, pero sostenida por el acento firme y tierno del soldado que repetía: «Valor, Liette» y se arrojaba sobre su gruesa bota que enlazaba estrechamente entre sus brazos.
Recordaba después la alegría de ser levantada como una pluma y estrechada contra el uniforme bordado de oro, y de sentir en la frente y en el cuello el cálido beso del joven padre.
—¡Bien, Liette, eres valiente...
Después su infancia errante por las guarniciones, recorriendo la Francia y las colonias, del Norte al Mediodía, del Este al Oeste, marcando cada etapa por un galón más.
Después, ya muchachita de cabello menos largo y trajes menos cortos, apoyándose en el brazo de papá (pues ya le da el brazo). Y la niña se estira toda gloriosa, sin notar las miradas de admiración de los oficiales al hacer el saludo militar.
Pero papá las nota y sonríe, halagado en su orgullo paternal.
El oficial está orgulloso de su hija, pero ¡cuánto más lo está la hija de su padre!...
Comandante a los treinta y ocho años, pronto coronel, general acaso... ¡Y quién sabe si irá a recoger del otro lado del Rhin el «bastón» que ya no brota en tierra francesa!
«¡Señor Mariscal!»
¿Por qué no? ¿Dónde se detienen los sueños de una cabeza de dieciséis años?
Después la brusca parada en vísperas de ascender a coronel; la parálisis a consecuencia de una insolación que venció al brillante oficial, a él, a quien las balas enemigas habían dejado en pie.
Después la despedida al regimiento, a la vida activa y brillante, el retiro, la enfermedad, la miseria...
Raynal no tenía más que su sueldo. Se había casado con una criolla sin fortuna, que tenía apenas el dote reglamentario, pero de gustos de duquesa, de muy hermosos ojos y de cerebro de pájaro.
Coqueta, gastadora e incapaz de una idea seria, era un lindo juguete, gracioso y seductor en alto grado, pero tan poco hecho para las luchas de la vida como una figurita de Sajonia.
Acostumbrada a descansar en su marido para todos los cuidados materiales, no pensó siquiera en tomar el timón en la mano y dejó que el barco privado de su capitán se fuese a pique.
El enfermo tiró dos largos años, el tiempo necesario para agotar los últimos recursos, y sucumbió más a la angustia mortal que le dominaba ante el porvenir de las personas queridas que al sufrimiento físico.
Consoló a su mujer desesperada y casi loca, sonrió a su hija, que ocultaba silenciosamente las lágrimas y, murmurando una vez más, como cuando era pequeña, «¡Valor Liette!,» expiró.
¡Liette iba a tener necesidad de valor!
Por fortuna, era valiente y, sin debilidad ni indecisión, hizo frente a la desgracia.
Dejando a su madre lamentarse inútilmente o mecerse en peligrosas quimeras, puso sin tardar manos a la obra, apeló a sus relaciones, multiplicó los pasos, pidió poco para obtener algo, y, después de tribulaciones, decepciones y penas que hubieran desanimado a un alma menos valiente, fue nombrada para ese humilde puesto objeto de su ambición.
¡Era la salvación!
Sin hacer caso de las quejas de su madre sobre la inferioridad de la posición, la escasez del sueldo y la tristeza del país, «un agujero en el que se iban a morir de aburrimiento,» Julieta la calmó dulcemente como a un niño, más aún por sus caricias que por sus palabras, y la buena señora acabó por declarar que estaba pronta, por su hija, a todos los sacrificios.
Aquella condescendencia, de la que en realidad era Liette quien hacía todo el gasto, hubiera hecho sonreír sin la absoluta necesidad de la supuesta abnegación maternal.
Habían llegado el día antes y habían pasado la noche como pudieron en medio de una aglomeración de muebles y paquetes que recordaba los antiguos cambios de guarnición.
La de Raynal tenía la pasión, particularmente funesta en la mujer de un militar, de los cachivaches tan molestos como inútiles y costosos.
En el curso de sus peregrinaciones, había reunido muestras variadas de la fauna, la flora y la industria de las diversas latitudes, y esto formaba una mezcolanza heteróclita de objetos sin nombre que rabiaban de verse juntos; calabazas, samowar, babuchas turcas, zuecos normandos, gaitas bretonas, zancos landeses, huevos de avestruz, etc. etc., más una colección de animales disecados; lagartos, gacelas, monos, loros, marmotas...
La viuda quería a aquellas «reliquias» como a las niñas de sus ojos y por nada del mundo las hubiera reemplazado con objetos menos frívolos y más necesarios.
En aquel bazar cosmopolita, que lo mismo parecía una tienda de prendería que la de un guerrero apache, la excomandanta se agitaba y se revolvía embrollándolo todo, mandando sin ton ni son y aumentando la confusión y el desorden.
Por fin, sucumbiendo al cansancio, consintió en meterse en la cama y Julieta aprovechó aquel respiro para arreglar sumariamente su primera instalación.
Todo fue saliendo del caos bajo su mano inteligente. Los grandes muebles estaban en su sitio, las cortinas colocadas, las alfombras puestas, y el pobre alojamiento tomó un aspecto casi coqueto.
Después de unas horas de descanso, acababa de levantarse con el alba para terminar la tarea mientras su madre dormía todavía. Pero asomada a la ventana, se olvidaba por qué estaba allí, perdida en reflexiones dulces y tristes al mismo tiempo, vuelta melancólica del pasado radiante, aspiración vaga hacia un porvenir que la esperanza, esa vivaz flor de la juventud, le mostraba, si no dichoso, al menos tranquilo y pacífico.
El campo se despertaba al salir el sol, un ligero estremecimiento agitaba la hojarasca, una nube de insectos volaba de nidos invisibles y en el resplandor de los primeros rayos de oro los pajarillos se elevaban en los aires.
Cantó el gallo, mezclando su nota clara al ladrido de los perros; las ventanas chocaron contra los muros; los zuecos sonaron en el suelo; el cuerno del boyero hízose oír en el extremo del pueblo, el hombre apareció, y, saliendo de cada puerta con paso tranquilo y lento, las vacas fueron una a una a engrosar el rebaño levantando una nube de polvo.
Por una rara asociación de ideas, aquel cuadro campestre evocó a los ojos de la joven la vuelta del escuadrón después del ejercicio de la mañana.
Las trompetas la llamaban, y ella corría alegre y presurosa a saludar al guapo oficial, que era su padre, y cuyo caballo negro se paraba bajo el balcón, para que ella respondiese al saludo de «papá».
De pronto se echó hacia atrás, confusa y avergonzada...
Un elegante jinete acababa de desembocar en la plaza, y al sorprender a la joven sonriendo a su ensueño, se detuvo y, maquinalmente, se quitó el sombrero.
Julieta cerró vivamente la ventana y se apresuró a dedicarse a los cuidados de la casa. Pero mientras daba vueltas en sus ocupaciones, no pudo menos de pensar más de una vez en aquel desconocido que era el primero que había saludado su despertar en su nueva existencia.
La familia de Candore, cuyos antepasados habían tenido derecho de alta y baja justicia en el territorio de ese nombre, se componía de tres personas: la condesa y sus dos hijos, Blanca y Raúl.
La señora de Candore, sencillamente de la familia Neris, era hija de un riquísimo comerciante de lanas y había cambiado el millón de su dote con la partícula que le llevó su marido por toda fortuna. De un orgullo de emperatriz y gran señora hasta las uñas, hizo pronto olvidar la modestia de su origen.
Para decir verdad, al ver al conde pesado y grosero, noble campesino, más campesino que noble, y a su mujer elegante, distinguida y altanera, no se adivinaba de qué lado estaba la alianza desventajosa ni cuál de los dos se había «encanallado».
El señor de Candore no había heredado más que el blasón de sus abuelos y su prodigalidad. Tiraba el dinero por las ventanas como un verdadero gran señor, y el millón del buen Neris se deshizo pronto entre sus manos. La muerte del comerciante le volvió a poner a flote por algún tiempo, pero iba seguramente a ahogarse, cuando un accidente de caza le envió al otro mundo y salvó el patrimonio de sus hijos.
Pero le había reducido mucho, y la viuda se hubiera visto en la imposibilidad de sostener su categoría sin el generoso apoyo de su hermano, que pasaba por un soltero endurecido y muy rico, el cual, después de una juventud bastante tempestuosa, se había decidido de repente a hacerse virtuoso por cariño a su hermana o por cualquier otro motivo, y hacía ahora penitencia bajo la férula de la severa Hermancia, que le dominaba como a un muchacho, aunque la llevaba quince años.
El señor Neris no tenía más herederos que sus sobrinos, a quienes quería tiernamente, sobre todo a la sobrina, deliciosa criatura que le hacía soportable la vida a que se había resignado benévolamente, demasiado rígida para un antiguo calavera.
A Raúl le manifestaba una afectuosa indulgencia de la que él abusaba en grande.
—¡Bah! son cosas de jóvenes; yo he sido así—respondía a los reproches agridulces de su hermana con más pesar que arrepentimiento.
Gracias a sus larguezas, el joven, agregado a la embajada de Londres, pudo hacer anchamente la gran vida inglesa, hasta el punto de que su salud se resintió y tuvo que pedir una licencia prolongada.
Poniendo a mal tiempo buena cara, Raúl aceptó bastante filosóficamente aquel retiro, aunque Candore no le ofrecía gran variedad de diversiones permitidas... o no. La caza, la pesca, la equitación y el whist en familia, a esto se limitaban poco más o menos las primeras; en cuanto a las segundas, cero.
—Verdaderamente, esto es un poco severo, tío; mi madre te condena a una existencia de cartujo—decía riendo el diplomático en disponibilidad.
El tío suspiraba, en realidad, a no dedicarse a las pastoras, de lo que le acusaba a veces su hermana, el excalavera no podía hacer de las suyas.
La rígida Hermancia no se rodeaba más que de caras ingratas y un tanto estropeadas; cambiaba constantemente de institutrices y la última, una joven inglesa, había estado a punto de volver a pasar el canal de la Mancha, a pesar de los mejores certificados, porque no realizaba suficientemente el tipo clásico atribuido a las pobres «misses».
—¡Es, sin embargo, bastante fea!—dijo Raúl protestando y englobándola en su aversión a las hijas de Albión, cuya vista solamente le daba el «spleen».
En realidad Juana Dodson tenía un talle elegante y flexible, manos y pies razonables, muy hermosos cabellos, un cutis deslumbrador y hasta hubiera sido bonita sin unos horribles anteojos verdes que la desfiguraban y que no se quitaba jamás... ni para dormir, insinuaba maliciosamente su discípula, lo que le había servido de salvoconducto con la severa castellana.
Pero, desgraciadamente, los anteojos no bastaban para su seguridad, y aquella misma mañana había habido una explicación bastante viva entre la señora de Candore y su hermano a propósito de la institutriz.
—Te aseguro, querida Hermancia, que no he pensado nunca en hacer la corte a miss Dodson.