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El enemigo
El enemigo
El enemigo
Libro electrónico359 páginas5 horas

El enemigo

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"El enemigo" de Jacinto Octavio Picón de la Editorial Good Press. Good Press publica una gran variedad de títulos que abarca todos los géneros. Van desde los títulos clásicos famosos, novelas, textos documentales y crónicas de la vida real, hasta temas ignorados o por ser descubiertos de la literatura universal. Editorial Good Press divulga libros que son una lectura imprescindible. Cada publicación de Good Press ha sido corregida y formateada al detalle, para elevar en gran medida su facilidad de lectura en todos los equipos y programas de lectura electrónica. Nuestra meta es la producción de Libros electrónicos que sean versátiles y accesibles para el lector y para todos, en un formato digital de alta calidad.
IdiomaEspañol
EditorialGood Press
Fecha de lanzamiento11 nov 2019
ISBN4057664159342
El enemigo

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    El enemigo - Jacinto Octavio Picón

    Jacinto Octavio Picón

    El enemigo

    Publicado por Good Press, 2022

    goodpress@okpublishing.info

    EAN 4057664159342

    Índice

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    XXIV

    XXV

    XXVI

    XXVII

    XXVIII

    XXIX

    XXX

    XXXI

    XXXII

    XXXIII

    XXXIV

    XXXV

    XXXVI

    XXXVII

    XXXVIII

    I

    Índice

    La casa de la calle de Botoneras, donde comienzan a desarrollarse los sucesos que aquí se narran, tiene planta baja, con encajera a un lado del portal y al otro tienda de pañolería; tres pisos de dos huecos a la fachada cada uno, con recio balconaje verde, revoque de imitación a ladrillo, descolorido por las escurriduras de las lluvias, alero saliente de robustas vigas y bohardillas a la antigua, completando el conjunto ciertos detalles madrileños, como varillas de hierro para las cortinas de lona que en verano se usan, raquíticos tiestos, cestilla pendiente de una cuerda tendida a la vecindad de enfrente para correo de niñas o tercera de novios, y alguna jaula de codorniz o mirlo. El portal es estrecho y largo; la escalera, de peldaños altos y empinados, como construida adrede para recreo de cabras montaraces. En el principal vivía, al comenzar este relato, un pañero, contratista de vestuario de presidios, en cuyos tratos, por quedar clavado, hacía de redentor el fisco; ocupaba el segundo un sastre de gente chula, que era además teniente de Voluntarios de la Libertad, como entonces se llamaba a los milicianos nacionales, y se recogía de noche en la bohardilla un matrimonio, sospechado de no serlo, que pasaba el día en los soportales de la calle de Toledo labrando cucharas de palo y vigilando un puesto en que se vendían ligas, bolsillos de punto, castañuelas, navajas y tinteros de cuerno.

    Era la Noche Buena de 1872, y en toda la casa, de alto a bajo, sonaba alegre vocerío. El pañero, con varios amigos y Champagne de a tres pesetas, solemnizaba un remate de subasta; el sastre obsequiaba a unos parientes, a estilo de su tierra, con manzanilla y aceitunas aliñadas que llamasen el apetito a honrar la cena, y los cuchareros disponían con gente amiga su modesto festejo, saliendo de rato en rato a la escalera y dando inútilmente grandes voces por que callasen varios chicos que, armados de tambores, parecían dispuestos a ensordecer al mundo. Cada piso y cada puerta dejaba escapar por sus junturas y resquicios el rumor bullicioso que acusa la alegría; sólo en el cuarto segundo había silencio. Ante su entrada enmudecía la algazara, como si en el interior, triste o desierto, faltase quien festejara la santidad del día y el bienestar de una familia. También allí, sin embargo, se preparaba la cena, pero con más modestia y menos regocijo.

    Dos mujeres, madre e hija, hablaban así, acabando de poner la mesa:

    —¿Está todo?

    —Falta que venga Pepe con los postres.

    —¿Qué le has dicho que traiga?

    —Una caja de perada, turrón... la leche de almendras ya está ahí, la trajo la chica del café donde suele ir Pepe.

    —¿Y el besugo?

    —Nadando en salsa; ahora le pondrás las rajitas de limón.

    —¿Qué falta?

    —Aderezar la lombarda y traer a papá.

    —Espera, arreglaremos esto un poco.

    Doña Manuela colocó ordenadamente las sillas, avivó la luz de la lámpara y aseguró la falleba del balcón, a través de cuyos vidrios y maderas venían, traídos por el viento impetuoso de la noche, los ruidos de la cercana Plaza Mayor. Oíanse, a lo lejos, sonar de tambores, chillar de chicos, renegar de grandes, gritos, risotadas, y de rato en rato un estrépito infernal y belicoso movido por una docena de granujas que, a todo correr, subían y bajaban la calle Imperial, llevando cada uno a rastra una lata de petróleo: algunas veces se entraban por la calle de Botoneras, y cuando pasaban ante la puerta de la casa parecía que estallaba un trueno en la caja de la escalera.

    Metiéndose bajo la camilla escarbó doña Manuela el brasero, arropó el rescoldo y, designando luego el puesto que había de ocupar cada cual en la cena, dijo:

    —Tú aquí, papá donde siempre, a su lado Pepe, luego yo, y Millán junto a tí; ¿te parece bien?

    Leocadia, ocupada en sacar del aparador una botella de tinto y otra de Rueda, blanco, hizo como si no hubiese oído.

    Era doña Manuela alta, seca de carnes, de aspecto severo y tez rugosa, como pintan a las Parcas, pero sin expresión de dureza en el rostro. A falta de vivacidad, sus ojos, grandes y garzos, conservaban cierta dulzura que debió ser durante la juventud grato atractivo, y aún sus labios, descoloridos por los años, solían entreabrirse como queriendo recordar sonrisas reveladoras de una dentadura antes blanca y firme, si ahora descarnada y amarilla. Algunas hebras negrísimas entre muchas canas, y alguna línea suave en el ajado rostro, restos miserables de encantos vencidos por el tiempo, atestiguaban de que doña Manuela no fue fea, mas sin que la fisonomía ni el talle acusasen picardía o donaire. Debió ser guapa moza, pero sosona y pava, y los muchos hijos que tuvo, antes que prueba de su amorosa exaltación, fueron fruto de la vehemencia marital.

    —Mira—prosiguió—pon los almohadones en pila para que tu padre pueda extender las piernas.

    Después, con tristeza en el semblante y la voz, añadió:

    —¡Otra Noche Buena! es decir, un año menos.—Y se entró al gabinete inmediato, mientras Leocadia quedó sola mirándose y remirándose en un espejo pequeño y malo, de esos que hacen visajes.

    Las facciones de Leocadia conservaban algo de candor infantil; pero la mirada ya tenía chispazos de malicia. Para ver mejor quitó la pantalla, que recogía la luz reflejándola sobre la mesa, y entonces la claridad se repartió por igual en todo el cuarto.

    El aspecto del comedor era pobrísimo: a duras penas disimulaba el aseo la escasez. El papel de las paredes, antes blanco, estaba pajizo, y sus dibujos azules, ya tomados del humo, parecían negros. Las patas de las sillas, nada firmes, se enredaban entre los descosidos de la pleita a listas blancas y encarnadas; al aparador, huérfano de molduras, que arrancó el paño de la limpieza, le faltaban tiras del chapeado de caoba; los pocos enseres que sustentaban las tablas, eran platos ordinarios, vasos de vidrio, tazas de loza, floreros de cristal, comprados en banasta de a real y medio la pieza. La mesa estaba cubierta con un mantel de granillo, con lista roja en el borde, y sobre su dudosa blancura de lejía casera destacaban cinco platos y otros tantos cubiertos con sus panes: bizcochada para doña Manuela, que tenía pocos dientes, panecillos bajos para Pepe, Leocadia y Millán, y para don José rosca muy cocida, pues el viejo hacía alarde del poder de sus mandíbulas, única fuerza que le quedaba.

    A guisa de adorno veíanse en la pared algunos cuadros; en el testero del sofá de guttapercha desquebrajada, casi tocando con el respaldo seboso, había bajo cristal convexo un perro de aguas, bordado a realce en cañamazo, con una cesta de flores en la boca, y por bajo un letrero con estambre a punto cruzado, que decía: A sus queridos papás: lo hizo Leocadia Resmilla. Año de 1864. A cada lado del chucho pendían dos estampas iluminadas de la novela de Matilde y Malek-Adel, y junto a la puerta que conducía a la cocina una litografía grande, A la memoria de los mártires de la Libertad. En lo alto de la composición estaban Riego, Torrijos, Mariana Pineda, Zurbano, Lacy, Porlier, y más abajo, separados de aquéllos por una nube, se abrazaban Bravo, Padilla, Maldonado y Lanuza, a cuyos pies había, como serpiente vencida, una cadena enroscada formando caprichosos dibujos. La otra puerta que separaba el comedor del gabinete, tenía los vidrios tapados con visillos de algodón rojo, y cuando alguien la dejaba entornada, fácilmente se oía el tic-tac continuo de un antiguo reloj de pesas, que lanzaba un quejido metálico antes que sonase el timbre en cada hora.

    Segura de estar sola y de que nadie la veía, Leocadia siguió unos instantes mirándose al espejo, con una horquilla entre los dientes, atusándose el pelo... Era el tipo de la muchacha madrileña, lista, vivaracha, de pocas carnes, bien proporcionada, esbelta, de andar firme, cabeza pequeña y talle airoso. Tenía las facciones delicadas, de un moreno algo pálido y sin rasgo de notable hermosura; pero en su semblante campeaba con tal imperio la gracia, que mirándola, nadie echaba de menos la belleza. La línea de su perfil no era pura, ni sus ojos pardos eran muy grandes, ni su boca muy chica; pero el conjunto del rostro resultaba monísimo: las pupilas parecían estrellas adormiladas, la boca un nido de sonrisas inquietas; el mirar y el sonreír formaban juntos un mohín delicioso. Sus manos, deformadas por el trajín diario de la casa, no eran grandes; y los pies, aun mal calzados, parecían pequeños. Su mayor encanto era el tronco del cuerpo. El pecho, ya formado, imprimía a la tela del traje una curva preciosa, y el talle fino solía tener ondulaciones hechas para inspirar deseos; a veces abría y estiraba los brazos, cerrándolos luego perezosamente, cual si en el aire hubiese algo que estrechar con amor. Si miraba sonriente, su fisonomía parecía sensual; cuando sentía enojo, su rostro cobraba expresión de virgen arisca y desabrida. A ratos dulce, a intervalos áspera, siempre segura de sí misma, había en ella asomos de energía, que antes que a la impresión del momento obedecían a la voluntad. En su continente y su figura tenía combinados en extraña mezcla algo de la muchacha del pueblo, que tiende a parecer señorita, y mucho de la hija de la clase media, que recuerda inconscientemente su origen popular: con pañuelo de seda en la cabeza, parecía menestrala; con sombrero de flores, daría envidia a una señora. Era un tipo esencialmente madrileño; masa que el tiempo y la fortuna modelan a su antojo con las suaves líneas de la dama o con los rasgos graciosamente duros de la chula. Hasta la voz indicaba en ella el germen de este dualismo: unas veces su timbre hería desagradablemente el oído, otras lo halagaba con singular dulzura.

    —Ven, Leo, vamos a traer a papá—dijo desde el gabinete doña Manuela.

    A los pocos instantes, madre e hija, luego que ésta hubo abierto de par en par la puerta que daba al gabinete, aparecieron empujando a duras penas la butaca en que, esforzándose por estirar las piernas, estaba sentado don José.

    —¿Lo veis, lo veis?—decía el viejo—mientras tengo dobladas las rodillas, todo va bien; en cuanto las estiro, empieza Cristo a padecer. Hay que decir a Pepe que mañana arregle las ruedas del sillón, si no, vosotras no podéis conmigo.

    —No tienen la culpa las ruedas—decía doña Manuela—es que la estera está hecha girones. Vamos, ¿qué tal así?

    Por fin lograron entre ambas acercarle hasta la mesa dejándole ante su cubierto; después Leocadia se metió bajo la camilla para arreglar sobre la banqueta los almohadones medio destripados, con objeto de que pudiera extender las piernas, y al fin quedó el anciano iluminado de lleno por la luz de la lámpara, mostrando en el rostro el cansancio de muchos meses de dolor, aunque no los bastantes para borrar de su fisonomía la bondad que constituía el fondo de su ser. El pelo y el bigote canos; las arrugas, cierta tendencia a dejar caer sobre el pecho la cabeza, y, sobre todo, la mirada débil, como cansada de ver las cosas de este mundo, permitían suponer que tenía más de los sesenta. Su padre fue mayordomo de un grande de España, quien, por los tiempos en que aún llamaban Pepito a don José, le empleó en una oficina pública para que no anduviera metiendo bulla todo el día en los pasillos del caserón señorial, y aquel rasgo de caritativo egoísmo determinó el porvenir del muchacho. Después le enviaron a una provincia, luego a otra y a otra, hasta que, traslado este año, traslado al siguiente, anduvo Pepe media monarquía. Siendo todavía joven se casó en una ciudad de Levante con Manolita, ahora doña Manuela, que al décimo mes de matrimonio comenzó a tener hijos y más hijos. Uno nació en Andalucía, otro en Castilla, otro en Cataluña... cada permuta, cada traslado, era señal de un alumbramiento de Manuela, bondadosa y pacífica mujer de carácter apático, que parecía venida al mundo para cuidar una casa y poblar un reino. Donde más tiempo permaneció la honrada pareja fue en una capital del Norte, en la cual don José trabó amistad estrechísima con el jefe de una oficina de Hacienda, a quien con su bondad y mucha práctica oficinesca sacó de un grave apuro.

    Fue el caso que, cuando el establecimiento del sistema tributario, el jefe de don José quedó envuelto en un proceso, no por falta de celo, sino por interpretar mal las órdenes nuevas. Sus compañeros y subordinados, progresistas todos, que le aborrecían por ser carlista, le hicieron tan escaso favor en las declaraciones, y empeoraron tanto su situación, que a poco le mandan los jueces a presidio: en cambio, don José puso la verdad en alto con su declaración, buscó en el mismo centro donde trabajaba pruebas a favor del desgraciado, y sin otra influencia que la propia hombría de bien, le salvó de la infamia, y quizá de la muerte; así que, cuando don Tadeo Amezcua salió de la cárcel y el fiscal de la causa le dijo confidencialmente que don José había sido su ángel bueno, no halló en su corazón límites el agradecimiento. Repuesto luego en su destino, tras desempeñarlo cuatro meses por dar satisfacción al amor propio, hizo dimisión, imaginando que podía ser feliz con la fortunita que tenía y con amigos como el que tan noblemente le amparó.

    Algún tiempo después de este pequeño drama burocrático sentimental, parió otra vez doña Manuela, y estando convaleciente, llegó de Madrid para don José uno de los pliegos oficiales que tanto trastorno le causaban: su traslado a Valladolid, con la orden ineludible de ir inmediatamente a tomar posesión del nuevo cargo. ¡Aquéllos fueron apuros! Estuvo a punto de enloquecer; pero su amigo Amezcua le sacó del trance. Hízose don Tadeo cargo del recién nacido, entregándoselo, después de apadrinarle, a una honrada mujer, esposa de un colono en tierras que por allá tenía; dio dinero a don José para el viaje, y cuando ya restablecida Manuela, les despidió al pie de la diligencia que había de conducirles a Castilla, les dijo en su lenguaje, algo anticuado y poco natural, pero realmente sincero:—«Marchen ustedes tranquilos. No me pesa la gratitud, pero quiero, para acabar de cimentar nuestro afecto, que ustedes me deban algo. Yo cuidaré del niño al igual que si fuera mío, y cuando le asciendan a Vd. o salga Vd. de pobre, en fin, cuando convenga, yo mismo iré a llevarle donde ustedes estén: si es pequeño, irá bien criado; y si es mayorcito, educado como Dios manda; en lo físico, hecho fuerte mozo; en lo moral, hecho todo un hombre.»

    Triste era la separación, pero la necesidad fue ley. Partiéronse a Valladolid marido y mujer, durándoles bastante tiempo la amargura de no llevarse al chiquitín con sus hermanos; pero a los cuatro meses se consolaron algo, porque doña Manuela volvió a declarar que estaba en cinta. El cambio de aires debió tener la culpa. Antes del año, don José era padre de otra criatura.

    Aparte tan raro modo de tener que confiar un hijo a manos extrañas, y exceptuada la fecundidad de Manuela, la existencia de don José no fue tal que pudiera tejerse con ella una novela.

    En cuantas ciudades estuvo, el trabajo consumió sus días, sus noches el café y sus ocios la lectura de periódicos, a que era muy aficionado, prefiriendo los progresistas: a la casa, quizá por no considerarla nunca segura, la tuvo siempre poco o ningún apego. A cada traslado hacía almoneda, y así pudo referir cuando viejo que en tantos o cuantos años de servicio había dormido en cuarenta y dos camas, pasado por veintiuna oficinas y obedecido a más de treinta jefes, ninguno de los cuales pudo quejarse de él. Don José había nacido para empleado; su escasa inteligencia no le permitía el lujo de tener ideas propias, y además carecía de carácter e iniciativa para exponerse a ser mártir por meterse a reformar rutinas. Sus impresiones, por lo general poco intensas, le mantenían igualmente alejado del entusiasmo y la apatía: su gran virtud era amar el trabajo con esa honrada tenacidad de las medianías que alcanza el envidiable nombre de constancia. Algo había, sin embargo, que le sacaba de quicio: el carlismo. Para hablar contra el tigre del Maestrazgo, poner a don Luis Fernández de Córdova por cima de Zumalacárregui y por las nubes a Espartero, se le animaban los ojos, su lengua cobraba fuerza, sus palabras color, y hacía prodigios con la memoria. Sabía pormenores de cuantas batallas, combates, encuentros y marchas hicieron ambos ejércitos desde las primeras intentonas de don Carlos María Isidro hasta el abrazo de Vergara; así que, por los meses en que da comienzo la acción de este relato, seguía con interés grandísimo el segundo importante alzamiento de los absolutistas, a quienes llamaba siempre facciosos, porque esta palabra le parecía envolver algo ofensivo. Como no salía de casa, su principal afán era que le compraran periódicos, suplementos, hojas volantes o extraordinarios, que por aquel año de 1872 se publicaban en prodigioso número, y cuantos amigos iban a verle sabían que su conversación favorita era el curso de la guerra, cuyas noticias él comentaba con recuerdos de la campaña del 33 al 40, y de los movimientos militares de entonces, que ahora, en concepto suyo, debían repetirse. Pero lo que realmente impresionaba escuchándole era que, al tratar de los curas que mandaban partidas, hablaba de ellos igual que de los otros cabecillas, haciendo abstracción completa de su carácter sacerdotal, sin que a pesar de su odio al carlismo aprovechase la ocasión de condenar la conducta de los clérigos que tal hacían. Limitábase a juzgarles en cuanto jefes militares de mayor o menor importancia, pero sin atreverse a descargar su indignación sobre ellos porque, siendo ministros de paz, salieran al campo a matar prójimos. Algunas veces, por frases que se le escapaban, daba a entender que no quería bien al clero, mas nunca salían de sus labios improperios ni frases agresivas; y si alguien las pronunciaba en su presencia, no sólo se abstenía de hacerle coro, sino que procuraba torcer el giro de la conversación. Las personas de su intimidad, sabedoras del fundamento que esto tenía, eran parcas en adjetivos duros al hablar de los curas malos, y en cambio no perdonaban ocasión de elogiar a cualquier capellán que se distinguiera por cosa buena, sin que con esto lograran tampoco que don José dijese de un modo claro su parecer sobre la gente de sotana. Respecto a condiciones morales, era lo que el vulgo llama un bendito. Su fidelidad a Manuela, aun en la época de su juventud, rayó en lo increíble, y con los hijos se caía de puro bueno. Uno de sus mayores placeres consistía en que Leocadia le leyera los periódicos, cuyas noticias de la guerra comentaba, como hablando consigo mismo, mientras liaba los pitillos que había de fumar al día siguiente. En estos momentos desplegaba tesoros de erudición, refiriendo muchas anécdotas de Olózaga, O'Donnell, González Brabo, Sixto Cámara, Calvo Asensio y Fernández de los Ríos. Otro de sus motivos favoritos de conversación era explicar la causa de la tirria que tenía a los Borbones, citando continuamente como uno de los libros que más le entusiasmaban, un folleto publicado a raíz de la Revolución del 68, en cuyas páginas figuraba la estadística de las víctimas que aquella dinastía costó a España desde que Felipe V entró a reinar. Muchas veces decía: «¡Qué lenguaje el de los números! Desde 1672, cuando aún vivía Carlos II, hasta 1868, el año en que hubo más ajusticiados por delitos políticos fue el 66.»

    En 1872 don José era ya revolucionario empedernido, y su ídolo don Juan Prim. «¡Si él viviera—repetía con frecuencia—no tendríamos guerra civil!»

    Cuando estuvo arrellanado en el sillón, pidió La Correspondencia.

    —Déjate ahora de papelotes, papá; Pepe y Millán traerán noticias.

    —Bueno, hija, bueno; pero al menos léeme los partes tomados de la Gaceta, aunque esa no dice nunca la verdad.

    Leocadia cogió el periódico y, aproximándose a la luz, leyó así:

    «Ministerio de la Guerra.—Extracto de los despachos telegráficos recibidos en este Ministerio hasta la madrugada de hoy:

    »Cataluña.—El Brigadier Arando sostuvo anteayer una acción con todas las facciones reunidas de la provincia de Gerona, a las que batió, causándoles bastantes bajas. El Teniente coronel Pina atacó con su columna a las facciones reunidas de Cosco, Torres, Baltondra, Ferrer y Moliné, que, en número de 400 hombres, se hallaban en Olsana exigiendo la contribución. El enemigo abandonó el pueblo, dejando en poder de la tropa 13 prisioneros, entre ellos el citado Moliné y otros Oficiales, causándoles 11 muertos, figurando en este número el cabecilla Cosco, y apoderándose además de 24 fusiles rayados y otras armas y efectos de guerra.

    »Provincias Vascongadas.—Perseguida por la columna Arana la partida de latro-facciosos capitaneada...

    (Don José, interrumpiendo):—¡Eso es! ¿Latro, latro-facciosos!

    Leocadia continuó:

    ».....capitaneada por Soroeta, retrocedió anoche desde Goizueta a unos caseríos del monte Oyarzun. En la provincia de Vizcaya, según las últimas noticias, no quedan más que los dispersos de la partida Maidagan. En el resto de la Península no ocurre novedad extraordinaria.»

    De pronto sonaron en la puerta de la casa dos aldabonazos.

    —Ahí está tu hermano; baja, hija, baja.

    Leocadia cogió la llave de encima del aparador, y salió sin precipitarse. Oyose a poco en la escalera ruido de pasos sofocados por risas, y entraron con Leocadia en la habitación dos hombres jóvenes, pero de tipo distinto. Pepe era en varón lo que su hermana Leocadia en mujer; un madrileño de pura raza, pálido, de mirada inteligente, mediana estatura, palabra fácil y movimientos rápidos: el otro era su amigo Millán, que hacía el amor a Leocadia. Pepe vestía como señorito pobre: Millán como trabajador a quien siendo limpio le falta tiempo para acicalarse. El primero, acercándose a su padre, le besó como pudiera hacerlo un niño; y el segundo, antes de saludar, dirigió una mirada a la puerta del pasillo por donde había vuelto a marcharse Leocadia con dos o tres paquetes que trajo su hermano.

    —¿Lo ves, papá?—dijo Pepe.—Cuando vengo solo, tarda esa media hora en abrir; hoy, como sabía que éste venía conmigo, ha bajado la escalera a saltos.

    Millán, interrumpiéndole, se aproximó a la mesa y comenzó a dar conversación a don José, por esquivar las bromas de su amigo:

    —Sabrá Vd. que las partidas de Gerona se han disuelto... Lo grave es que por el Baztán han entrado dos jefes con cien hombres, y que unidos a otra partida, cerca de Estella, andan ya por las inmediaciones de Pamplona.

    —La Gaceta no dice nada, al menos La Correspondencia no lo copia.

    —Pero el Gobierno lo sabe, y en el Ministerio de la Guerra no se habla de otra cosa. El hermano de un cajista de casa está de escribiente en la Dirección de Infantería, y allí lo ha oído.

    —Y por el Maestrazgo, ¿no hay nada?

    —Todavía...

    —Como no tengan mano de hierro, estamos perdidos.

    —Eso no; la guerra podrá durar lo que la otra, pero a Madrid no vienen.

    —La cena es la que viene ahora—dijo doña Manuela, entrando con una cazuela entre las manos.

    En un papel de cigarrillo pudo haberse hecho el menú de aquella pobre gente: el clásico besugo, ensalada de lombarda, leche de almendra y los postres traídos por Pepe; no había más. La botella de Rueda estaba destinada a don José, que daría un par de copas a Millán. Los demás acordaron decir que el vino blanco les irritaba mucho. De allí a poco no quedó del besugo sino la raspa; de la ensalada, ni una hoja.

    —Vaya a la salud de esas piernas—decía Millán, apurando un trago y mirando de reojo a Leocadia.

    —¡No volverán a correr como corrieron!

    —Todo vuelve, don José, todo; ya ve Vd., hasta los carlistas.

    Doña Manuela, picada de no haber escuchado todavía un elogio para su guiso, comenzó a tronar contra la política.

    —No sabéis hablar de otra cosa. Pues dejarles que vengan. Peores que estos que mandan ahora no serán.

    —Calla, mujer. ¡Tú que sabes! Sería un horror. Vosotros—añadió el viejo, dirigiéndose a los muchachos—no tenéis idea de lo que hicieron la otra vez. Siete años duró; la gente no podía salir de las ciudades, fusilaban hasta niños y mujeres... Sería una vergüenza... ahora que el ejército está bien armado y mejor vestido. En la otra guerra se batieron con fusiles de pistón y hasta de chispa, y llevaban en invierno pantalones de hilo.

    Leocadia se levantó para ir a buscar la leche de almendras, y volvió en seguida trayendo la sopera.

    —Y todo eso en defensa de la religión—dijo Millán en tono de burla.

    —La religión no tiene nada que ver en esto, hijos míos. Cuando se alzaron en armas contra Fernando VII, nadie había maltratado a la religión; durante la guerra, los batallones cristinos gastaban más tiempo en misas que en ranchos; los liberales eran casi más devotos que los absolutistas; nadie se había metido con la Iglesia; y luego, eso ya lo habéis alcanzado vosotros, lo de San Carlos de la Rápita tampoco tuvo que ver nada con la religión. No hay más sino que cuatro provincias quieren imponer la ley a toda España. ¡Si viviera don Juan! ¡Ese sí que era hombre! ¡Buena está la leche de almendras! En fin, ya hemos cenado. ¡Otra Noche Buena! ¡Quién sabe de aquí a la que viene!...

    —La pasaremos juntos como esta—añadió Millán—quizá más unidos;—diciendo lo cual miró a Leocadia, que bajó los ojos, entre esquiva y pudorosa.

    —Sobre todo, la pasaremos con Tirso—dijo doña Manuela.—Ya es tiempo de que vivamos juntos. Verle llegar ahora, va a ser como parir de pronto un hijo de treinta y cuatro años.

    —¿Han vivido ustedes siempre separados?

    —Casi toda la vida. Ya te hemos contado cómo fue lo de dejarle con don Tadeo. ¿Qué habíamos de hacer? Hemos corrido más provincias que tiene el mapa. Don Tadeo le tomó mucho cariño: ¡eso sí! No le hubiese tratado mejor aunque fuera hijo suyo. Lo único que me supo mal, fue lo de hacerle cura; pero no pude evitarlo. Si al menos fuera un cura como Muñoz Torrero o Venegas, o Martín Velasco...

    —Calle Vd., por Dios, don José. ¿Curas liberales? ¡Son los peores!

    Pepe, Leocadia y la madre callaban, sintiendo que se hablara de aquello, porque don José en tales casos acababa poniéndose de un humor de todos los diablos; pero Millán, que desde tiempo atrás tenía deseos de saber la historia del caso, fue poco a poco obligando al viejo a que la contara.

    —Ese don Tadeo estaría entregado a gente de iglesia...

    —Cabalito: era un sujeto buenísimo, pero de los que se comen los santos, y que hiló el negocio con gran finura. Tomó cariño a Tirso, eso es indudable. Creo yo que lo primero que se le ocurrió fue darle carrera, sin fijarse en cuál, hacerle hombre; luego sus ideas, sus relaciones... Cuando me trasladaron de Granada a Zamora, hizo el viaje con el chico sólo para que yo le viera; tenía ya doce años; aquello se lo agradecí mucho, porque únicamente le había visto en dos escapadas cortísimas que hicimos esa y yo desde Valladolid. Quisimos recoger al muchacho entonces, en Zamora, pero por un lado, ya comprenderás, las consideraciones a lo mucho que debíamos a don Tadeo... él insistió en que no se le quitáramos; decía que Tirso era tan bueno, que le había tomado tanto cariño... Además, la situación

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