La mucama de Omicunlé
Por Rita Indiana
3.5/5
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Aunque para los que prefieran algunas claves, he aquí un resumen: la historia arranca en el apartamento de la santera y asesora del Presidente dominicano Esther Escudero, llamada también Omicunlé desde que, en un rito afrocubano, se convirtiese en servidora de la diosa del mar Yemayá. Su joven mucama, Alcide Figueroa, a la que Esther ha apartado de la prostitución gracias a la colaboración de otro personaje fundamental, Eric Vitier, está a punto de vivir una historia de pasados, presentes y futuros vertiginosa y, por momentos, aparentemente imposible más allá del relato. Las deidades afroantillanas que habitan el mar Caribe, la música tradicional y la música electrónica, el sexo en todas sus formas (incluso el cambio de sexo), los bucaneros del siglo XVII o los grabados de Goya son otros de los cimientos sobre los que se alza este texto lleno de intrigas y deseos, lleno de aristas y de falsas certezas. Lleno también de tramas y subtramas; de esos intereses políticos, es decir, públicos, que suelen pasar por muchas novelas del presente de un modo inane.
Pocas ficciones hay que nos hablen del arte contemporáneo con tanta precisión como La mucama de Omicunlé, pocas también que nos hablen así sobre la contaminación de los mares y océanos; por citar dos de los asuntos que Indiana aborda aquí. Pero en todo momento con una sutileza que rehúye el adoctrinamiento o el cinismo postmodernos para nunca alejarse de lo que es simple y puramente necesidad y vida. Ya lo decíamos al principio: apabullante.
"Las novelas de Rita Indiana son intrépidas fusiones narrativas."
Rafael Miranda Bello, Excelsior
"Hay muchos modos de dar cuenta de la realidad y muchos de ellos, además de estériles, se revelan generadores de atroz aburrimiento. No figura entre ellos el de la dominicana Rita Indiana. Para Indiana, contar el Caribe es, en primer lugar, dar rienda suelta a todos los lenguajes que lo recorren, desde los más ancestrales a los coloquiales de impronta anglosajona. Pero también es escoger personajes que tengan la suficiente energía vital para reproducir la increíble vitalidad de las sociedades caribeñas".
Eugenio Fuentes, La Nueva España
Rita Indiana
Born and raised in the Dominican Republic and now living in Puerto Rico, Rita Indiana is a driving force in contemporary Caribbean literature and music. She is the author of three collections of stories and five novels. Three of her novels have been translated into English. Papi made World Literature Today’s 2016 list of 75 Notable Translations. Tentacle, published by And Other Stories, won the Grand Prize of the Association of Caribbean Writers, the first book written in Spanish to do so.
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Comentarios para La mucama de Omicunlé
38 clasificaciones3 comentarios
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Confusing. Very confusing. But a fun and easy read. One of those books I'll remember visuals/scenes from but not the whole story, because the whole story just didn't come through clearly enough for me.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5I was a good 2/3 sold on the cover alone (just last week I'd been bemoaning the lack of tentacle and marine biology fiction in my home library), THEN I saw "Translated," THEN I saw the Caribbean Writers prize, THEN I flipped it over and saw magic phrases like "Santeria prophecy" and "travel back in time and save the ocean," and "sacred anemone." Like, seriously, I could go on, but I was already sold. Why had I never heard of this book before the magical wizards at Literati put this book in front of my face?Anyway, it seems like all that could be a lot to live up to, but it DID. The book starts out brutal -- with automatic systems that detect virus in Haitian refugees and gas, incinerate, and dispose of them -- and never really lets up. There is rape, there is racism, there is violence. This is not an easy read by any stretch of the imagination. At least one of the POV characters is an out-and-out asshole, all of them are hardened in some way. As the book goes on it layers more characters and more timelines and just when it seems it may all spin out of control all the pieces start converging and it's kind of amazing when it all comes together.This book is startling and mud-dragged and glistening and fraught and intellectual and visceral and tawdry and a gut-punch and new.Amazing.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Short yet dense story. Translation-wise, I did not detect too many bumps in the road. Tentacle is an interesting premise that gets bogged down in places - especially in the early going where characters and perspectives shift quite quickly and with little guidance for the reader. This makes it a bit difficult to keep track of the characters and their relations but things do click together by the end. There is also some violent imagery and none of the characters are all that sympathetic. Not an easy read but I did enjoy the creativity and the juxtapositions between timelines. Glad I read it. Should another Rita Indiana title fall into my lap, I might be tempted to dive in.
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La mucama de Omicunlé - Rita Indiana
Olokun
El timbre del apartamento de Esther Escudero ha sido programado para sonar como una ola. Acilde, su mucama, afanada con las primeras labores del día, escucha cómo alguien allá abajo, en el portón del edificio, hunde el botón hasta el fondo y hace que el sonido se repita, restándole veracidad al efecto playero que produce cuando se retira el dedo tras oprimirlo una sola vez. Juntando meñique y pulgar, Acilde activa en su ojo la cámara de seguridad que da a la calle y ve a uno de los muchos haitianos que cruzan la frontera para huir de la cuarentena declarada en la otra mitad de la isla.
Al reconocer el virus en el negro, el dispositivo de seguridad de la torre lanza un chorro de gas letal e informa a su vez al resto de los vecinos, que evitarán la entrada al edificio hasta que los recolectores automáticos, que patrullan calles y avenidas, recojan el cuerpo y lo desintegren. Acilde espera a que el hombre deje de moverse para desconectarse y reanudar la limpieza de los ventanales que, curtidos a diario por un hollín pegajoso, sueltan su grasa gracias al Windex. Al retirar el líquido brillavidrios con el trapo ve, en la acera de enfrente, cómo un recolector caza a otro ilegal, una mujer que intenta protegerse detrás de un contenedor de basura sin éxito. El aparato la recoge con su brazo mecánico y la deposita en su cámara central con la diligencia de un niño glotón que se lleva a la boca caramelos sucios del suelo. Unas cuadras más arriba, otros dos recolectores trabajan sin descanso; a esa distancia Acilde no distingue a los hombres que persiguen y los aparatos amarillos parecen bulldozers en una construcción.
Toca su muñeca izquierda con el pulgar derecho para activar el PriceSpy. La aplicación le muestra la marca y el precio de los robots en su campo visual. Zhengli es la marca, el significado de la palabra en inglés, To clean up, aparece debajo, junto a noticias e imágenes. Los recolectores chinos fueron donados por la potencia comunista «para aliviar en algo las terribles pruebas por las que pasan las islas del Caribe tras el desastre del 19 de marzo».
La lluvia de datos que bloquea su vista complica la limpieza de las figuras de cerámica Lladró en la que ahora se ocupa y cierra el programa para concentrarse.
Para comprobar que Acilde hace su trabajo, Esther, cuyos ruidos mañaneros frente al lavamanos se escuchan en la sala, suele deslizar un dedo al azar en busca de partículas de polvo. En la colección de la vieja predominan los motivos marinos, peces, barcos, sirenas y caracoles, regalos de los clientes, ahijados y enfermos terminales para quienes los supuestos poderes de Esther Escudero son la última esperanza. Según las redes, la victoria y permanencia en el poder del presidente Bona son obra de esa señora encanecida que arrastra sus pantuflas de seda azul hacia la cocina y se sirve en una taza profunda el café que Acilde le ha preparado minutos antes.
En su primera semana de trabajo Acilde rompió una de estas figuras, un pirata de colores pasteles que se pulverizó contra el suelo. Al contrario de lo que esperaba, Esther no la regañó, sino que con el gesto ceremonioso que usaba para casi todo le dijo:
«No lo toques, algo malo se fue por ahí». La vieja buscó agua en un higüero y la echó sobre el desorden de cerámica molida. Luego le ordenó: «Busca la pala y la escoba y tira todo a la calle por la puerta de atrás». Para su jefa, una mariposa negra era un muerto oscuro; un bombillo fundido, Changó que quiere hablar; y la alarma de un carro en la calle al final de un rezo, la confirmación de que su petición había sido escuchada.
Antes de trabajar en casa de Esther, Acilde mamaba güevos en el Mirador, sin quitarse la ropa, bajo la que su cuerpo —de diminutos pechos y caderas estrechas— pasaba por el de un chico de quince años. Tenía clientela fija, en su mayoría hombres casados, sesentones cuyas vergas sólo veían a linda en la boca de un niño bonito. Solía ponerse un polo un tamaño más grande para verse aún más joven, y, en vez de caminar la cuadra asediando como sus colegas a los posibles clientes, se sentaba en un banco bajo la luz anaranjada de los postes fingiendo leer un cómic. Mientras más despreocupado parecía el niño que interpretaba, más clientes conseguía. A veces se esmeraba tanto en parecer un colegial cogiendo fresco, recostado sobre el banco, con un pie sobre la rodilla, que se olvidaba de para qué estaba allí, hasta que un bocinazo la devolvía al Mirador y a los desesperados señores que la auscultaban detrás de los cristales de un BMW.
Con esta estrategia sacó a Eric, la mano derecha de Esther, del suyo. Médico, cubano y con rasgos de película, Eric no necesitaba pagar para tener sexo, pero los blanquitos de clase media que se prostituían para comprar tuercas, las pastillas a las que eran adictos, lo volvían loco. Aquella madrugada en la suite presidencial, como le decían al claro entre los arbustos en el que la hierba era más suave, Acilde se la chupó dejando que le agarrara la cabeza. Eric le tocó las mejillas lampiñas de niño y se las llenó por dentro de leche, recuperando la erección de inmediato. «Encuérate que te lo voy a meter», ordenó, mientras Acilde escupía a un lado limpiándose las rodillas de los Levis con ambas manos, pidiendo los cinco mil pesos que valía la mamada. «Te quiero clavar», pedía Eric haciéndose una paja con las luces de los carros que le recorrían el pecho y el vientre. Acilde no había terminado de decir «dame mis cuartos, maricón» cuando Eric se le fue encima, la inmovilizó boca abajo y ahogó sus gritos de «soy hembra, coño» con la grama contra su boca. A esas alturas a Eric no le importaba lo que fuese, le metió una pinga seca por el culo y, cuando terminó y Acilde se levantó para subirse los pantalones, sacó un encendedor para acercarse y confirmar que era verdad, que era mujer. «Te voy a pagar extra por los efectos especiales», dijo. Y ella, al ver la cantidad que le pasaba, aceptó su invitación a desayunar.
Los chinchorros de fritura que el maremoto del 2024 había borrado del Malecón reaparecieron en el Parque Mirador como moscas tras un manotazo. Este nuevo malecón, con su playa contaminada de cadáveres irrecuperables y chatarra sumergida, parecía un oasis comparado con algunos barrios de la parte alta, donde los recolectores atacaban no sólo a sus blancos usuales, sino también a indigentes, enfermos mentales y prostitutas. Se sentaron en sillas de plástico bajo paragüitas de colores y ordenaron tostones y longaniza. «No hay nada peor que un maricón tecato», dijo Acilde a Eric, al tiempo que tragaba la comida casi sin masticar. «El dinero se lo meten, son hijitos de papi y mami, yo no, yo quiero estudiar para ser chef, cocinar en un restaurante fino y con lo que junte mocharme estos pellejos.» Los pellejos eran los pechos que se tocaba con ambas manos y que Eric, ahora que sabía que existían, podía distinguir como picadas de abeja bajo la camiseta. «Puedo conseguirte un trabajo mejor que este, alguien que te necesite», dijo Eric. «No quiero un marido que me mantenga», respondió Acilde, y se limpió la boca con la manga. Eric le explicó el deal: «Es una vieja santera, amiga del Presidente, necesita a alguien como tú, joven, despierta, para que le cocine y le limpie la casa». Acilde parecía confundida: «¿Y por qué va a querer a una bujarrona como yo?». Eric pensó unos segundos antes de responder: «Puedo conseguir que te pague la escuela de cocina».
Acilde juntó los dedos índice y corazón para abrir su correo, extendió el dedo anular y Eric lo tocó con el suyo para ver en su ojo el archivo que Acilde compartía con él. Era el anuncio de un curso de cocina italiana del chef Chichi De Camps, que estaba en oferta aquella semana e incluía un delantal con el logo del famoso cocinero de papada y nariz de cajuil.
La habitación de Acilde en casa de Esther es uno de esos cuartuchos obligatorios de los apartamentos del Santo Domingo del siglo XX, cuando todo el mundo tenía una sirvienta que dormía en casa y, por un sueldo por debajo del mínimo, limpiaba, cocinaba, lavaba, cuidaba niños y atendía los requerimientos sexuales clandestinos de los hombres de la familia. La explosión de las telecomunicaciones y las fábricas de zona franca crearon nuevos empleos para estas mujeres que abandonaron sus esclavitudes poco a poco. Ahora, los cuartos del servicio, como se llaman, son utilizados como almacenes u oficinas.
Este trabajo le había caído del cielo. Sus rondas en el Mirador apenas le daban para comer y pagar su servicio de datos, sin el que no hubiese podido vivir. Durante su turno activaba el PriceSpy para ver las marcas y los precios de lo que llevaban puestos sus clientes y cobrarles el servicio con aquello en mente. Para las horas de trabajo preparaba un playlist que terminaba siempre con «Gimme! Gimme! Gimme!» de ABBA. Al final de la noche se retaba a conseguir un cliente, darle el servicio y cobrar antes de que la versión en vivo de la canción terminara. Cuando lo lograba se premiaba con un plato de raviolis cuatro quesos en El Cappuccino, una trattoria a unas cuantas cuadras del Parque. Allí ordenaba en el pobre italiano que aprendía online durante las horas muertas del Mirador e imaginaba conversaciones completas con los tipos que comían en El Cappuccino todos los días, italianos con zapatos que excedían las tres cifras y hablaban de negocios y de fútbol.
En su mente, uno de ellos, amigo de su padre, la reconocía por su parecido. Pura paja mental. Su padre había permanecido junto a su madre lo que había tardado en echarle el polvo que la preñó. Jennifer, su madre, una trigueña de pelo bueno que había llegado a Milano con un contrato de modelo, se había enganchado a la heroína y terminó dando el culo en el metro de Roma. Se había sacado seis muchachos cuando decidió parir el séptimo y regresar al país para dejárselo a sus padres, dos campesinos mocanos amargados, que se habían mudado a la capital cuando el fenómeno de La Llorona y sus dos años de lluvias acabaron con su conuco para siempre.
A Acilde le daban golpes por gusto, por marimacho, por querer jugar pelota, por llorar, por no llorar, golpes que ella se desquitaba en el liceo con cualquiera que la rozara con la mirada, y cuando peleaba perdía el sentido del tiempo y un filtro rojizo le llenaba la vista. Con el tiempo, los nudillos se le agrandaron a fuerza de cicatrices forjadas contra frentes, narices y muros. Tenía manos de hombre y no se conformaba: quería todo lo demás.
Los viejos aborrecían sus aires masculinos. El abuelo César buscó una cura para la enfermedad de la nieta, y le trajo a un vecinito para que la arreglara mientras él y la abuela la inmovilizaban y una tía le tapaba la boca. Esa noche Acilde se fue de la casa. Le pidió a Peri, el maricón de su curso, que la dejara dormir en la suya, un estudio en la