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Falsa guerra
Falsa guerra
Falsa guerra
Libro electrónico278 páginas4 horas

Falsa guerra

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Información de este libro electrónico

Los personajes de Falsa guerra son náufragos en tierra firme: algunos quieren marcharse de Cuba y no pueden, otros se fueron y nunca acabaron de llegar del todo. Viven en un limbo entre la realidad y el deseo, entre el pasado y el futuro, entre el país de origen y el de destino, a la espera de una promesa, una confirmación o, simple y llanamente, una tregua. Todos ellos se hallan paralizados, inmersos en una falsa guerra que se libra en virtud de ninguna verdadera pasión, de ninguna auténtica idea. Con una estructura atomizada, que refleja con brillantez la desintegración provocada por el desarraigo, y una narración llena de ternura, desencanto y melancolía, Falsa guerra es un recuento memorable y conmovedor de los pasos perdidos hacia ninguna parte que impone el exilio.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento19 abr 2021
ISBN9788418342424
Falsa guerra

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    Falsa guerra - Carlos Manuel Alvarez Rodriguez

    portada_falsa_guerra.jpg

    Falsa guerra

    CARLOS MANUEL ÁLVAREZ

    logo_sexto_piso

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

    Copyright © CARLOS MANUEL ÁLVAREZ, 2021

    A través de INDENT LITERARY AGENCY

    www.indentagency.com

    Primera edición: 2021

    Imagen de portada

    © PATRICIO BETTEO

    Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S. A. DE C. V., 2020

    América 109,

    Parque San Andrés, Coyoacán

    04040, Ciudad de México

    SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.

    C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda

    28014, Madrid, España

    www.sextopiso.com

    Diseño

    ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO

    Formación

    GRAFIME

    ISBN: 978-84-18342-42-4

    Sueño con una guerra, de derecho o de fuerza, de una muy imprevista lógica.

    RIMBAUD

    Después, en nuestros días bien visible, lo que ha existido es la falsa guerra.

    LEZAMA

    VIDAS MODERNAS (I)

    MIAMI BEACH

    El ruido de los aviones atravesaba el cielo interminable del Distrito Federal. No podía seguir en la ciudad. Me subí a uno de esos vuelos hasta la frontera. Entré por el sur y durante tres días recorrí en ómnibus Texas, Luisiana, Misisipi y parte de Alabama, antes de hundirme en el embudo de la Florida. Vi los cielos enfermos. Vi las calles y los puestos de comida rápida y las gasolineras profundas de América. Si miras el mapa, te vas desplazando de oeste a este por tierra continental y de repente caes en este hueco.

    Mi amiga Elis me hospedó en su casa, un apartamento de dos cuartos en una isla al norte de Miami Beach. Me había esperado en Tampa, vinimos en su Toyota blanco. Era mi vecina de la infancia y ahí estábamos ambos encerrados en un auto, unidos por una vida anterior. Veinte años después ella había decidido serle fiel a eso.

    –Puedes quedarte conmigo todo lo que haga falta –dijo.

    En ese entonces aún no se había mudado con el Fanático ni trabajaba de vendedora en una galería de arte. Bebía algunos sorbos de café y luego lo ponía en el portavaso entre los asientos delanteros del auto. Vestía de negro y tenía ojeras y usaba un reloj Swatch igualmente negro.

    Las ventanillas bajas.

    –No quiero molestar –dije–. En cuanto me encamine busco una renta.

    Elis me miró con suspicacia, como si alguien de mi estirpe no pudiera encaminarse o como si no existiera tal cosa. En verdad, ¿qué quería decir con eso?

    –Desde luego –dijo–, pero por ahora puedes quedarte en casa. Mis roommates te van a encantar.

    Su amabilidad la volvía aún más extraña para mí. Quiero decir, no era una persona que yo conociera. Nos habíamos visto en la primaria, en el barrio, nuestras familias debieron haberse hecho algún favor, no más.

    –¿Y tu padre?

    –Enfermo –dije.

    –¿Y tu madre?

    –No está.

    Me sentía incómodo en aquel asiento, lejos de todos. El viento me daba en la cara, decidí enfocarme en eso. Elis, con una mano en el timón, la otra en el vaso de café. Manejaba con soltura. Se lo dije, y no dije nada más por un rato.

    –Es lo que más hago –contestó–: manejar.

    La carretera partía en dos la línea del horizonte. El carro avanzaba como una tijera, cortando la superficie. Hasta que me apagué. Elis me despertó ya en los bajos de su edificio. Subimos en ascensor hasta su apartamento en el tercer piso a mitad de un pasillo de paredes blancas. Escalera de evacuación al fondo.

    La cocina en la entrada, a la derecha. Un tipo joven como nosotros cortaba verduras sobre una tabla de madera junto al fregadero. Avanzó cuchillo en mano. Pensé que iba a saludarme, pero se detuvo en el refrigerador. Llevaba el pelo recogido en un moño apretado. Un pelo negro, tupido, ya salpicado de canas y con algunas hebras sueltas. Elis nos presentó y salió corriendo al baño.

    –¿Y qué? –dijo el Instrumentista.

    –Ahí.

    –Ponte cómodo, bróder.

    Se limpió las manos en el delantal y se sopló la nariz en el fregadero.

    Pasé a la sala. Puse mi mochila en el suelo y me senté al borde de un sofá cama que ocupaba el largo de la pared. Ahí iba a dormir. En el balcón había otro tipo, recortado contra la luz naranja de las tardes de Miami. Miraba algo.

    Elis vino hacia mí, subiéndose el zipper del jeans. Me llevó al balcón y me presentó a Juan. Lo que Juan miraba, absorto, era un mapa de Estados Unidos que colgaba de un clavo.

    Se volteó por un segundo y me abrazó. Su cuerpo rígido, como si una varilla lo atravesara y no pudiera girar con soltura. Era alto y potente. Pensé que iba a crujir entre sus brazos.

    –Bienvenido –me dijo–. Un nuevo amigo, siempre es bueno un nuevo amigo.

    Sonrió con cortesía y volvió a lo suyo. Algo no estaba bien en él. Podía decir eso de más gente, pero en él las cosas parecían estar mucho peor.

    –Es autista –me dijo Elis un rato después, en su cuarto, tumbada en su cama.

    Ahora vestía un short, camiseta holgada y medias cortas. Yo seguía de pie, llevaba ya más de una hora de pie, a pesar de que Elis me había dicho que si quería me acostara también.

    Luego el Instrumentista entró de golpe. Dijo que me veía desencajado y que necesitaba un arreglo. Me arrastró a varias millas de allí. Barbero me dio la bienvenida y me cortó el pelo. Le pregunté cómo se llamaba y dijo que así, Barbero.

    ÍNTIMAS CARTAS DE AMOR

    Freddy Olmos toma un vaso de leche sin azúcar y se va a la cama. En el cuarto, un cuchitril pequeño y vibrante, flota el olor de todos los hombres que han pasado por ahí desde que una señora, de la que no recuerda bien el rostro, le alquiló el apartamento y con la misma se largó sin despedirse.

    Afuera, un taxi verde oscuro de repente comienza a zigzaguear y se vuelca en mitad de la calle. Sobre la sábana blanca de su cama, ya adormecido, Freddy Olmos no es una persona ni fea ni linda. En su sueño un grupo de conocidos se persigna e inmediatamente se echan al mar.

    Muy temprano sale para el trabajo. La mañana se le gasta vendiendo sellos postales en la taquilla de un banco ubicado en los bajos de un edificio de Telecomunicaciones, a unas calles de su apartamento.

    De regreso, se lleva a casa un paquete de sellos de diez pesos. Los ojos le arden. Ve unas paredes vacías y una mesa de cristal con un cesto cargado de frutas de plástico en el centro.

    Se sienta a la mesa y se pone a redactar una carta que no parece tener fin. Pasa más de dos horas en eso. De tanto en tanto va hasta el grifo de la cocina y toma un poco de agua. Llena varios folios, los guarda en un sobre y luego certifica con uno de los sellos de diez pesos. Sube hasta su cuarto y deja la carta en su mesa de noche. Después vuelve a redactar, pero la mano se le cansa y abandona esta otra carta a la mitad.

    SOSPECHOSOS HABITUALES

    En ese entonces tenían dieciocho o diecinueve años y no había nada alrededor de ellos que no hubiera estado por siempre ahí. Ninguno de los dos quería llevar la mochila y cada par de cuadras se la iban a turnar. Poca gente en la calle. En la esquina de Anglona y Minerva sus cuerpos enclenques no soltaban ni sombra.

    –Hay que liquidar esto rápido –dijo Maikro.

    –Primero tengo que desayunar –contestó Barbero, que en ese momento todavía no era Barbero ni nada que se le pareciera.

    Un transformador chisporroteaba en el poste eléctrico. Ese ruido constante se metió en la cabeza de ambos y comenzó a actuar sobre ellos sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

    Un coche de caballos cruzó en contra la calle vacía. El cochero era un viejo con camisa verde olivo gastada y sombrero de guano tejido.

    –Mala señal –dijo Maikro.

    –¿Qué cosa?

    –Ese viejo en contra a esta hora.

    Algunas señalizaciones seguían ahí, caídas o borrosas, pero ya no había calles a favor o en contra, sino una sola calle que fingía convertirse en muchas y que los iba a llevar siempre al mismo sitio.

    Esperaron a que el coche pasara. Lento, lentísimo. Bajaron hasta Calzada y doblaron a la izquierda. Un bus avanzaba hacia ellos, también en sentido contrario.

    –¡Cómo! –gritó Maikro.

    –¿Qué cosa? –volvió a preguntar Barbero.

    –Esto también en contra. –Y Maikro señaló el bus.

    –No te quejes, ni hemos empezado. A lo mejor los que vamos en contra somos nosotros.

    Llegaron a la casa-cafetería de un hombre que se llamaba Virgilio. Ambos lo conocían. La casa-cafetería estaba cerrada. Se sentaron en un quicio debajo de un toldo rojo.

    Barbero observaba el barrio. Había una zanja a cada lado de la calle, casas de mampostería enrejadas y cables negros de electricidad y teléfonos cruzando de un lado a otro. Pájaros en esos cables.

    Maikro puso la mochila entre sus piernas. La mochila era azul, estaba manchada de grasa y tenía un letrero descascarado que decía Adidas. Eran los únicos que tenían una mochila así en aquel lugar. Miró sus zapatos blancos. Se mojó un dedo con saliva y le borró un churre al zapato. Luego pasó el dedo por el cielo y borró también los pájaros incómodos de los cables.

    El estómago de Barbero crujió como una rama que se quiebra sin que nadie la toque.

    –Voy a llamar –dijo.

    Hacía más de doce horas que no comía. Se había pasado la noche tomando agua, pero todo eso lo fue meando por el camino, entre pesadilla y pesadilla.

    –No llames a nadie –le dijo Maikro–. A Virgilio no le gusta que lo despierten.

    –Pero ya tendría que haber abierto.

    Barbero estaba nervioso. Tan nervioso, pensó, como una noche de tercer grado hacía tiempo atrás. En su cabeza esa noche había sido muy larga. Al día siguiente (y de ahí aquellos primeros nervios) la maestra de la escuela llevaría al aula entera a un río cercano al pueblo. Había que despertarse a las cinco de la madrugada. A las seis saldría el bus de la excursión.

    ¿Había sido esa la noche más feliz de su vida? Difícil decirlo. Tenía que poner su felicidad en cosas concretas, en hechos. No en ilusiones o expectativas. La gente como Maikro se iba a burlar de él si sabía que su momento preferido era uno donde no sucedía nada.

    Imaginaba un río plateado, con piedras blancas y lisas en el fondo. Todos se tiraban al agua y empezaban a chapaletear, a gritar, a ponerse histéricos. Pero esa excursión no sucedió nunca. No fue que se suspendió ni nada. Al otro día se despertó y tuvo que ir a la escuela y nadie pareció acordarse de que habían planificado un viaje al río. Nadie dispuesto a protestar. Ni la maestra ni el resto de los alumnos. ¿Y protestar contra quién?

    –Estás muy callado –le dijo Maikro–. Va a salir bien.

    Todo el mundo se había olvidado y él entonces había tenido que acordarse por los demás.

    –¿Cerca del pueblo hay algún río? –preguntó.

    –No, que yo sepa. ¿Por qué preguntas?

    –Lo único es la presa, ¿no?

    –Ah, no.

    –Serio, de verdad.

    –La presa. Tú sabes.

    Habían ido a la presa mil veces. Alguien que ellos conocían se había ahogado ahí. La ropa se le enganchó a unos hierros en el fondo, pescando truchas.

    –Yo creo que hay un río.

    Barbero tenía la cabeza entre las manos y miraba el suelo, la acera cuarteada.

    –Se ve que tienes hambre de verdad –dijo Maikro–. ¿Quieres que te lleve a comer a mi casa?

    El sol se movía. Sudaban a chorros y no avanzaban.

    –En este pueblo hay un río. Siempre nos hemos bañado en la presa, pero yo te digo que en este pueblo hay un río y que nos lo han ocultado.

    Maikro abrió los ojos así de grandes. Sintió que algo entre él y su amigo se estiraba en ese momento como un elástico y que eso que se estiraba le pegaba en la cara.

    –Vamos a mi casa, vamos –dijo.

    –¿Adónde vamos? Quédate tranquilo.

    Escucharon el sonido de una puerta que se abría. Virgilio apareció en el umbral. Se quedó parado ahí. Ambos empezaron a mirarlo como si lo estuvieran construyendo de cero. Como si la mirada, en vez de mirar, dibujara.

    Primero el tronco. Le pusieron barriga, una camiseta roja y unos pectorales flojos. Maikro se encargó de las piernas zambas, el short de mezclilla y las chancletas negras de goma, y Barbero de los brazos pecosos y cortos y del tatuaje desteñido en uno de los hombros.

    En realidad, Virgilio no los necesitaba en absoluto. Desde el primer momento había aparecido en la puerta con su calva de siempre, sus espejuelos bifocales, su bigote amarillo por el tabaco. Pero seguía sin moverse, como si de verdad sus vecinos hambrientos lo estuvieran ensamblando en conjunto y él dependiera de ellos para empezar el día.

    MIAMI BEACH

    –Es misterioso Barbero –le dije al Instrumentista en el camino de regreso a Miami Beach.

    –Sí –dijo, y luego–: Hace años Barbero tuvo un muerto.

    ÍNTIMAS CARTAS DE AMOR

    En la noche, Freddy Olmos sale a caminar por la zona de la costa, pero no distingue bien la cara de nadie. Saca su instrumento musical y las monedas empiezan a caer en el estuche. Le preguntan qué instrumento es ese que está tocando, pero no sabe responder. Él está tocando el instrumento que aprendió a tocar por su cuenta.

    Antes lo acompañaba un amigo cuyo instrumento tampoco podía ser identificado. No importaba mucho. Garantizaban unas cuantas monedas y al día siguiente ambos salían de vender sellos y se iban a un restaurante modesto y luego paseaban la vista por la ciudad. Se llevaban algunos tipos a la cama y después de la medianoche, si no lograban llevarse a nadie, se llevaban entonces uno al otro.

    Freddy Olmos recuerda que cuando el amigo que tocaba el instrumento en la costa decidió marcharse, él fue a despedirlo. Eran las tres de la tarde, atravesaban el túnel de la bahía. Una luz de muerte caía como un grito sobre la ciudad. Ahí Freddy Olmos le mencionó a su amigo la vez que se reencontraron en una cafetería después de haberse conocido en los calabozos.

    –Te tomaste un jugo de tamarindo y te desmayaste.

    –El hambre –dijo el amigo.

    –Puse hielo en tu cuello para reanimarte.

    –No. Me dejaste el hielo en el cuello y me quemé. Fuiste a reírte a una esquina.

    –Éramos más jóvenes. Te pusiste pálido en un segundo.

    –No sé si debamos tener esta conversación –dijo el amigo.

    –No creía que a nuestra edad alguien pudiera ponerse así de blanco.

    Viajaban en un auto camino al aeropuerto. El amigo usaba espejuelos. Las señales de tránsito en mitad de la avenida parecían los signos de una tribu pintados en la pared de una cueva, un recinto al que nadie había tenido acceso en miles de años. El auto se rompió unos dos kilómetros antes de la terminal, en un entronque por el que no transitaba un alma. Freddy Olmos y su amigo agarraron las maletas y siguieron a pie.

    Caminaron durante más de media hora, bordeando el muro del aeropuerto. Al otro lado había un terreno yermo y una línea ferroviaria oxidada, sin tren ni humo ni estación. El muro del aeropuerto parecía el muro de la prisión donde se vieron por primera vez.

    –Trata de no dormirte en el avión.

    –No creo que pueda dormir. Estoy muy nervioso –dijo el amigo.

    –Todo va a salir bien.

    –Debí haber tomado alguna pastilla.

    El amigo miró al frente, luego al piso. Freddy Olmos miró a todas partes. Había algo que estaba intentando localizar. Llegaron a la terminal y se sentaron en los bancos metálicos del parqueo, junto a los taxis particulares.

    –En un rato vas a estar ahí –dijo Freddy Olmos, y señaló arriba con el dedo.

    –¡Qué extraño! –respondió el amigo.

    Ambos levantaron la mirada.

    –Ya casi tengo que pasar.

    En la frente del amigo latía una vena gruesa. Se abrazaron y el amigo desapareció detrás de las puertas de cristal del aeropuerto.

    Llovió suavemente durante el regreso de Freddy Olmos. Los autos iban y venían y los charcos crecían en medio de la avenida. Los zapatos se le mancharon de fango.

    EL BARBERO DE HIALEAH

    La cuchilla rasuraba la mejilla derecha. La piel era más blanca debajo de la barba tupida y la mano de Barbero tembló en ese momento. No supo si quería seguir. Pensó alguna excusa, pero no se le ocurrió nada convincente. No podía dejarlo a medio afeitar. Fue hasta una nevera pequeña que tenía en el salón y se sirvió un vaso de agua. No soltaba la navaja.

    Cliente preguntó si pasaba algo. Barbero le dijo que enseguida estaba con él. Miró la habitación, intentó adquirir conciencia del lugar en que se encontraba, aunque esa conciencia ya estaba adquirida. Había una cama destendida en una esquina, pelos en el suelo, toallas dobladas sobre una banqueta de plástico. Había una repisa con cremas de piel, lociones y peines, cuchillas en sus estuches.

    El reflejo de otra navaja plateada brillaba en el espejo que colgaba en la pared, encima de la repisa. Sobre el sillón giratorio, Cliente permanecía envuelto en una manta negra sintética que le cerraba en el cuello y le cubría el cuerpo hasta los tobillos. Sus botas desteñidas se apoyaban en el estribo del sillón.

    La barbería quedaba en Hialeah, en el cruce de la Decimosexta Avenida y la Sesenta. A Barbero le llamó la atención que Cliente llegara caminando. Todos se movían en auto por aquella zona.

    El barrio era tranquilo. Casas aplastadas, pintadas por lo general de marrón o amarillo oscuro, con techos de tejas a dos aguas. Había jardines sucios, cocoteros tupidos, pequeñas cercas de aluminio oxidadas, buzones rotos en las aceras y un parqueo frente a cada entrada para dos o tres carros a lo sumo.

    El sol derretía la calle la mayor parte del día. Era un barrio pobre, cargado de inmigrantes. La gente allí trabajaba en la construcción de nuevos edificios en el Downtown, manejaba camiones de mercancías hasta Tampa u Orlando, o lidiaba por el salario mínimo con los drogatas y los homeless hambrientos que peregrinaban hasta los Denny’s y los McDonald’s abiertos durante la madrugada. Tipos que pagaban su sándwich y su soda con monedas de distinto valor. Rastreaban de un bolsillo a otro y contaban una por una sobre el mostrador del establecimiento.

    Una barbería de ese tipo era una rareza. Normalmente la gente iba a salones de estética cargados de letreros y espejos, a sitios que inspiraran seguridad, pero Barbero cobraba poco y el término estilista no le quedaba grande.

    Trabajaba en la sala de su casa, paciente, como si sus cortes fuesen a salir en una revista de modas y no fuesen solo cortes en cabezas de gente que a nadie le importaba. Las cabezas de sus paisanos, las cabezas de los centroamericanos, las cabezas de los pandilleros adolescentes afroamericanos de los barrios contiguos, ya fuera Brownsville o Gladeview.

    Con frecuencia los autos de segunda mano hacían fila en la calle porque el estacionamiento no bastaba. Llevó años alcanzar un estatus mínimo que a Barbero le permitiera al menos pagar la renta con puntualidad y darse pequeños lujos como comprar cervezas en las noches del fin de semana y bebérselas mientras veía alguna película de HBO o algún musical de MTV.

    Las luces apagadas, las imágenes azuladas de la televisión invadiendo su ánimo, reflejándose en las paredes de la habitación.

    En los últimos tiempos también había empezado a comprar boletos para los juegos de los Marlins de la Florida, una franquicia reciente en la ciudad, con menos de dos años de vida. Barbero había llegado a Miami hacía casi quince años, con el primer éxodo. Ya no se acordaba de Maikro ni de Virgilio, sus viejos compinches. En ese entonces la ciudad no tenía ningún equipo de béisbol en el máximo nivel.

    Atravesó el mar en un yate, hacinado en la cubierta junto con otros cincuenta emigrantes. Pero no iban ellos solos, había muchos más yates alrededor, sumaban cientos de miles de fugitivos. Llegaron a Miami con el salitre encima y la piel pegada al hueso.

    Los albergaron en carpas verde olivo, rodeados por una cerca perimetral. Las carpas estaban en el Downtown, junto a las columnas de soporte de las expressways por donde se movía toda la ciudad, la gente yendo y viniendo de sus casas y trabajos en sus carros particulares. Un mundo que durante los primeros meses a Barbero le resultaba ajeno, y que envidiaba.

    Le dieron una colcha, una sábana, dos fundas. Se aseaba en los lavaderos públicos del campamento y el día se le iba construyendo planes que se venían abajo en cuanto empezaba a caer la noche. Había tendederas que iban de una carpa a otra, pero la ropa, por más que se lavara, seguía tiesa y percudida.

    La basura se amontonaba junto a las carpas y en los bordes de la cerca. Se mezclaban los maricones, los delincuentes, los extorsionadores y los derrotados. El sida aún no aparecía, pero en cuanto lo hiciera, unos pocos años después, iría directo a buscar a mucha de esta gente.

    Barbero se preguntó cómo podía ganarse la vida. Le llegaron algunas ofertas que rechazó. En su país había vivido arreglando las fosforeras reciclables de los fumadores del pueblo. Cargaba desde su casa con un banco, una mesa plegable y trabajaba hasta el mediodía en el parque municipal, a un costado de la iglesia, bajo la sombra de los árboles. Sin río en el que bañarse ni nada, solo la presa de las truchas.

    A veces repasaba aquella postal y le parecía imposible tanto que alguna vez esa hubiese sido su vida como que alguna vez, de repente, hubiese dejado de serlo. Un policía pegó una patada a su mesa plegable, las fosforeras rodaron por el suelo. Lo que él hacía ya no se consideraba un trabajo.

    Tenían razón. Ahora en Miami no podía dedicarse a arreglar fosforeras. Aquí, si una fosforera se rompía, se botaba. En las carpas nadie se pelaba y pocos se pasaban cuchilla. A Barbero le pareció haber descubierto un tesoro cuando se dio cuenta, mirando a sus compañeros y mirándose él mismo en el espejo de mano que solían usar

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