Los guapos
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¿Nos visitan los extraterrestres? Acaso la respuesta esté en esta novela (o no).
En los arrozales frente a un camping de El Saler aparecen unos misteriosos círculos. Es lo que los aficionados a lo oculto y a los extraterrestres llaman crop circles: formas geométricas de gran tamaño que surgen de un día para otro en un campo sembrado.
¿Hay ovnis en la zona? ¿O el dueño del camping está buscando un reclamo turístico? Hasta allí se desplaza Adrián Sureda, haciéndose pasar por periodista, aunque en realidad no lo es y su aparición obedece a otros motivos.
Empieza a indagar entre los lugareños: el dueño del camping, el gato del camping, la vigilante del camping que en sus ratos libres tiene un programa de misterios esotéricos en un canal local, un italiano que aterrizó en los ochenta y regenta un kiosco… Y empiezan a suceder cosas raras, muy raras.
¿Un episodio de La dimensión desconocida ambientado en la turística costa valenciana? ¿Un Twin Peaks castizo? ¿Una de Stephen King en la Albufera? ¿Unos Encuentros en la tercera fase con guiris como extras? Bienvenidos al territorio de Esther García Llovet: gasolineras con vetustos carteles de Mirinda, motos Montesa, Nino Bravo a todo trapo, una zona de cruising en un bosque, el tendedero donde secan sus ropas los hare krishnas locales, fantasmas sin uñas…
¿Nos visitan los extraterrestres? Acaso la respuesta esté en esta novela (o no).
Esther García Llovet
Esther García Llovet (Málaga, 1963) vive en Madrid desde 1970, donde estudió Psicología Clínica y Dirección de Cine. Ha publicado Coda (2003), Submáquina (2009), Las crudas (2009) y Mamut (2013), además de relatos en diversas antologías y revistas. Es traductora del inglés y colabora habitualmente en la revista Jot Down. En Anagrama ha publicado Cómo dejar de escribir (2017): «García Llovet es una pegadora certera, de buen juego de piernas y golpe preciso» (Carlos Zanón, El País); «Espléndida. Mérito literario, sustentado en una prosa de buscada sencillez, ingeniosa en sus manifestaciones de humor excéntrico y muy expresiva en su bien dosificada creación de juegos de palabras. A lo cual contribuyen también la fluidez y el dinamismo de sus diálogos» (Ángel Basanta, El Mundo); «García Llovet tiene una capacidad muy grande para reproducir el lenguaje de la calle, de la gente que anda perdida por un Madrid fantasmagórico» (Benjamín Prado); Sánchez (2019): «Formidable... No dejen de leer este libro» (J. Ernesto AyalaDip, El País); «Una pieza redonda que no se agota en sí misma» (Domingo Ródenas de Moya, El Periódico); «Una road movie muy cañí, en la que los protagonistas buscan desesperadamente en la noche madrileña un pedazo de cielo que nunca les va a llegar» (Rosa Martí, Esquire) y Gordo de feria (2021): «Explota el potencial de lo que para algunos resultaría anodino. Y el resultado es magistral, un noir surreal y poco convencional. Una auténtica rara avis» (Marta Marne, El Periódico); «Una alucinación, un huracán emocional, una lectura estimulante» (Miguel Ángel Oeste, El Mundo); «Llena de humor, una narración potente» (Aloma Rodríguez, Letras Libres). Su última novela es Spanish Beauty,
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6 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Combinar pleno siglo XXI con el misterio y fascinación por los círculos en el campo valenciano me pareció muy interesante.
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Los guapos - Esther García Llovet
Índice
Portada
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Agradecimientos
Créditos
1
Blancas, grises y rubias de bote, feas, las mechas de Ocho el gato montés se enredan en un torbellino de pelo largo y sucio, tieso, a cada voltereta escupe agujas de pino y hierba, cáscaras de piña seca. Ocho se retuerce, se araña la cabeza intentando arrancarse una corona de cartón del Burger King ajustada con una goma bajo las orejas mordidas en cien peleas de gasolinera de carretera, se encoge, salta otra vez, se aparta la corona hacia atrás, estira el cuerpo erizado como de un calambrazo, al borde de la piscina donde las gotas de lluvia fina, estrecha, repican y estallan contra la superficie como agua hirviendo. Hojas secas, colillas. Tapones de cerveza. Ocho suelta un bufido. Golpea la cabeza contra el suelo de cemento y la corona se desprende, sale disparada. Ocho se queda quieto de golpe, inmóvil, duro. Tiene un ojo rojo, se lame un raspón, enseña los dientes, el colmillo de oro. Mira a un lado y a otro lado, se da cuenta de que está lloviendo a mares, se aleja ligero, elástico, silencioso hacia el fondo del camping inundado y desierto. Es octubre.
La corona se queda hecha pedazos, ahí tirada, como las otras veces.
2
–Esta broma la van a pagar muy cara.
Eso ha oído Adrián a su espalda. A su espalda, detrás de él, ahí de pie al borde de la carretera de quinta división, de dos carriles malamente parcheados, y por la que en el rato que lleva no han pasado más que un camión renqueante cargado de calabazas de los hermanos Grimm y un Tesla a mil, y muchas motos, lo que tiene es la enormidad salvaje de la Dehesa en el Parque Natural de la Albufera, la Gran Pinada, el Parque Jurásico mas grande del Mediterráneo. Que empieza sin compasión, a lo bestia, en el mismo bordillo de la acera encharcada. Mira detrás de él para ver quién ha hablado pero es imposible que haya nadie ahí, dentro de la arboleda de pinos. La vegetación es tan abundante que apenas cabe un brazo. Una espesura húmeda, pulposa, desordenada, con velos sucesivos de sombras cada vez más densas incluso ahora, a plena luz del mediodía valenciano. Una penumbra que se lo traga todo salvo el sonido, las voces que rebotan contra la empalizada de maleza. Así que ha sido un eco, lo que ha oído Adrián. Se vuelve a mirar al otro lado de la carretera donde justo enfrente hay un hombre de unos setenta y una niña saliendo de un camping.
–No es una broma –dice la niña–. Es un misterio.
–Cada día estás más chalada.
Los árboles devuelven otra vez el eco de sus voces adolescentes, aunque ninguno de los dos lo sea. Adrián les lanza un silbido, levanta el brazo, lleva un billete de cincuenta en la mano:
–¿Tenéis cambio?
El hombre, alto, puro hueso, con el pelo blanco recogido en una coleta y unas gafas de mil dioptrías, tarda unos segundos en contestar.
–Mira a ver en la gasolinera –le dice señalando hacia atrás, luego se vuelve a la niña y echan a andar hacia la parada del bus, los dos con las manos en los bolsillos–. Un misterio, dice. Otra tontería como esta y aquí arde Roma.
Adrián cruza la carretera en dos zancadas y llega a la entrada del camping, Camping El Saler, desde donde alcanza a ver una piscina de dos por dos rodeada de siete palmeras anoréxicas y unos columpios solos. El recinto está rodeado de una verja de alambre combada hacia fuera, parece a punto de reventar, como si contuviera algo enorme que creciera ahí dentro. Adrián bordea el camping en dirección a la gasolinera donde espera poder cambiar este billete de cincuenta que lleva media mañana intentando cambiar y no hay manera, lleva ya un buen rato aquí, en El Saler, buscando cambio para una máquina de tabaco, seguro que en la gasolinera también encuentra una máquina de fumar, aunque la máquina de fumar sea él. Se le están empapando los bajos de los pantalones, de lino, las zapatillas no digamos. Cómo es que no le han cambiado su billete de cincuenta en el restaurante de las paellas, con lo caras que eran, ha estado tentado de pedir un Abanda pero después de ver los precios se lo ha pensado mejor. Este es el último billete de cincuenta que le queda. Tiene algunos más, pero de cinco, calientes y blandos, bien guardados en el bolsillo de atrás. Y eso es todo.
El camping, ahora que se fija, está desierto. Parece un plató de cine. Está desierto pero se oyen voces en otro idioma, el maullido de un gato. Adrián camina hacia el final de la verja, que desemboca en otra carretera en paralelo a los arrozales y el horizonte. Plano y quieto y como aplastado bajo la gravedad de las nubes pesadas de tormenta. El arroz está crecido. Se agita con el viento, en ondas que hacen brillar las hojas húmedas. A la derecha, a tiro de piedra, está la gasolinera. A la izquierda y a unos doscientos metros hay un grupo de personas, diez o doce, reunidas en el arcén, mirando hacia el arrozal como la gente se reúne cuando ha habido un accidente. Han dejado un par de coches mal aparcados, con las puertas abiertas, y sobre el asfalto unas bolsas de la compra como si les hubiera pillado a todos algo por sorpresa. Adrián mira hacia el arrozal pero no hay nada que ver. Se dirige hacia la gasolinera, con su billete de cincuenta liso y planchado como todos los billetes de cincuenta. Entonces oye las carcajadas a su espalda. El grupo se está dispersando. Unos empiezan a subir al coche, arrancan, se van, otros echan a andar entre risas frescas, descaradas, valencianas. Solo queda una persona al borde del arcén. Una mujer del grupo camina en dirección a Adrián con su perro de aguas bajo el brazo. Es una señora muy grande pero mira qué deprisa viene. Cuando pasa junto a Adrián lo mira y se echa a reír como si Adrián estuviera también al tanto del chiste del pueblo, que debería saber.
El tipo que se ha quedado solo junto al arrozal, sin embargo, no se ríe de nada. Adrián, en un impulso o corazonada muy raro en él, decide ir a la gasolinera más tarde y se dirige sin pensarlo hacia el hombre del arrozal. Va de pantalón de chándal y sudadera negros, todo le queda un poco corto y es muy joven. A medida que se acerca le recuerda a un personaje de cuadro romántico alemán, estos hombres de espaldas, despeinados, la levita negra al viento, mirando hacia acantilados de mármol o islas de hielo o bosques de luto, pero lo que este chaval está mirando no es nada de eso. Lo que está mirando, con los brazos cruzados y la capucha puesta como un rapero, es un crop circle del tamaño de una cancha de tenis.
3
La primera vez que Adrián oyó hablar de los crop circles, o los círculos de sembrado, como decía su amigo el abogado, fue en un coche camino de Madrid, a las seis de la madrugada de la noche en la que el huracán Gloria atravesó España llevándose todo por delante. Perros, cipreses centenarios, restos de historia del siglo XXI, lejos. El coche circulaba con el viento de frente y cuando disminuían la velocidad el morro se levantaba peligrosamente del asfalto, así que iban como a ciento cincuenta por hora aunque tampoco su amigo, que conducía, se enteraba mucho ni del huracán ni de la velocidad ni de nada. Venían de una noche de ayahuasca. Adrián había ido a la sesión porque llevaba una temporada