San Sebastián, coso taurino
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Otra novela corta perteneciente a la antología Oro, Seda, Sangre y Sol, San Sebastión, coso taurino se llamaba inicialmente San Sebastián Citerea. Conserva el gusto y la enaltación del ambiente taurino de la época.
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San Sebastián, coso taurino - Antonio de Hoyos y Vinent
San Sebastián, coso taurino
Antonio De Hoyos y Vinent
Booklassic
2015
ISBN 978-963-526-960-0
San Sebastián Citerea
-«¡Che!» ¿«É» lindo mi «camote» verde?
Julito, riendo y matizando las palabras con dejo chulesco, asintió:
-¡Ha estado pero que «mu» bueno!
Mientras, Daniel Roncal, «el Gauchito», excitado por los aplausos, habíase aproximado al toro, e hincando la rodilla en tierra, ofrecía a la fiera el rojo trapo. Así, envuelto en las áureas reverberaciones del traje de matador -oro y grana-, el rostro un poco salvaje y otro poco pueril, de indio joven, iluminado por una sonrisa de inconsciencia suprema, tenía una gracia bárbara de héroe o semidiós azteca y una gran simpatía generada en su arrojo ante el peligro y en aquella petulante confianza en sí mismo, hecha de valor temerario y de ignorancia del riesgo.
El amplio circo refulgía en maravilloso incendio de sol. Comparada con las corridas madrileñas o sevillanas, la fiesta de toros en la Plaza nueva de San Sebastián es más cosmopolita, más elegante, más indiferente; uno de tantos espectáculos donde matar el tiempo, nota de color que intercalar en la monotonía de las excursiones en automóvil, de los concursos de «tennis» o tiro de pichón, de las regatas de balandros y, sobre todo, de los conciertos clásicos y de los terribles «caballitos». El público no es el concurso de aficionados que se entusiasma o protesta; es una reunión de gentes que buscan ocasiones de exhibirse, de hombres que se reponen de los descalabros del tapete verde sosteniendo queridas, de aventureras que van en busca del mirlo blanco, y de mujeres honradas que quieren robar sus amantes a las aventureras, gentes que pasan la vida en un perpetuo embarque con rumbo a Citerea.
Bajo los arábigos arcos de herradura que cierran los palcos, las pamelas dejaban caer sus enormes alas, agobiadas de rosas, de lilas y de orquídeas, sobre rostros de blancura artificial en que brillaban las pupilas garzas, negras o azules, cernidas de falsos libores, o erguíanse empenachadas de absurdas plumas sobre cabelleras pintadas de matices inverosímiles. Cuerpos de ondulosa elegancia moldeábanse bajo los encajes de los atavíos veraniegos, y cuellos de cisne, ceñidos de fabulosas perlas, se doblaban tronchados por las noches de insomnio. Todas las elegantes de Madrid y Biarritz atalayábanse en sus palcos; allí Lina Monreal, en el ocaso (noche cerrada, según la mayor de las Campanadas) de su belleza, flirteaba aún (¡!) con Jesús Valtierra, mientras María Montaraz, nostálgica tal vez de sus amores con «el Arrojadito», flechaba con los anteojos a Daniel, ignorante de tales avances. En el palco de al lado, Casimira Pereira, entregada al cosmopolitismo desde que Julito le había convencido de que el cosmopolitismo era cosa muy «chic», lució a Madame Ofir-Wan-Honnerdoff, una judía presidenta de no sé cuántas asociaciones católicas, esposa del famoso millonario Ofir. Era una estrafalaria que esculpía sus delgadeces, realmente esqueléticas, con los más costosos y extravagantes atavíos que pueden inventarse. Contábanse de ella historias fantásticas, unas verdaderas, otras no, y ponían en sus labios frases de un impudor cínico realmente admirable. Decíase, por ejemplo, que, sorprendida en Turquía por una de las matanzas de armenios, las turbas furiosas la habían violado, y que cuando, meses después, y ya de vuelta en París, preguntábale una amiga suya, entre grandes aspavientos de horror: «¿Y tú qué decías cuando esos bandidos te forzaban?», la dama, sonriendo enigmática y entre dos suspiros de añoranza, respondió: «¿Yo?… Pues… ¡bandidito mío !»
Dos palcos más allá, las de la Campanada reían y alborotaban, como siempre, sin importarles un ardite de las