La zarpa de la esfinge
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Publicada originalmente con el título "La primera de abono" es una novela breve dedicada a la bailarina Tórtola Valencia. Es así un retrato del medio artístico y bohemio de su tiempo.
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La zarpa de la esfinge - Antonio de Hoyos y Vinent
978-963-526-961-7
La ofrenda
Tórtola:
tú eres el símbolo de la belleza única. Antes de conocerte yo te había visto danzar ante Herodes como Salomé, bailar en el desierto entre los tigres como Cleopatra… Eres el ensueño hecho carne. Estás más allá de la vida, del tiempo y del espacio. Deja que te ofrezca en homenaje la historia trágica de una pobre danzarina que fue hermética y hierática y tuvo zarpa de piedra como la Esfinge y corazón de carne como hija de Eva. Déjame depositar a tus pies, ¡divinos pies enjoyados de Icono!, la ofrenda.
«A la gloria de Tórtola Valencia: Oro, Incienso, Mirra».
Parte 1
Capítulo 1
El cortejo de Terpsícore
La presencia de la marquesa Elvira en el baile de La Dalia fue un escándalo. Toda la concurrencia (y el hecho de ser Martes de Carnaval, agravado por el de celebrar el Niño del Piano, que tantismas-frase estampada en las invitaciones en que se ofrecía la fiesta a dos docenas de jóvenes y señoritas, distinción tan propia como digna de encomio, así como a unos cuantos astros coletudos entre los que brillaba con luz propia el Cautivito, más conocido en los colmados que en las plazas, y más que por los públicos, por las damas que celebran mercado de sus encantos, y que en el caso de Cipriano hacíanse una dulce carga de atender a la satisfacción de sus necesidades y boato, con largueza digna de encomio-, simpatías contaba en el barrio, hacíale imponente) había desfilado ante el grupo formado por la marquesa Elvira de Moncada, Judith Israel, la admirable danzarina, Julito Calabrés, Gregorito Alsina, Wifredo Silvano, el compositor de La Danza de Walpurgis, Fabricio Remanso, el poeta evocador de El Amor de Antinous, y Miguel Ángel Estrada, escultor vidente e iluminado que creara las alucinantes figuras de «La Lujuria» y «La Muerte», el inquietante grupo que en la última Exposición provocó un conflicto de orden público.
Ni una sola de las personas reunidas en el amplio salón de la Sociedad Recreativa de Baile dejó de reconocer, bajo los disfraces vulgares, a la aristócrata y a la artista. Verdad que Elvira, enamorada de las cosas sensacionales, soñando con vivir las novelas de Jean Luis Talón, de Dumas, de Gautier, todas aquellas espagnolades de marquesas y toreros, de bandidos y de damas del gran mundo, no había puesto tampoco gran empeño en pasar desapercibida. En vez de modestas interioridades que, bajo el plebeyo capuchón de percal rosa, diesen la sensación de una criadita u obrerilla lanzada a una noche de juerga, había conservado el mismo traje con que comiera en casa de la vizcondesa de Pancorbo, una toilette firmada Paquín, una creación exquisita de gasa rosa, muy pálida, sostenida por grandes bandas de moaré negro, prisioneras en hebillas Luis XV de brillantes. Los zapatos de antílope negro cerrados con strass, y las medias de encaje, completaban la indumentaria que, semioculta por el hórrido disfraz, denunciaba a la mujer chic. Pero aunque nada de ello hubiese existido, y en vez de muselinas, sedas y blondas, cubrieran su cuerpo menudo, de firmes y armoniosas curvas, el merino, el percal y la batista de las coquetonas servidoras de casa grande, hubiese bastado el oro desvaído de su ondulada cabellera, tan pálida que parecía empolvada, las pupilas de turquesa, ingenuas y soñadoras en que había un breve dejo de ironía, ese matiz de leve burla sentimental de los epigramas de Beaumarchais, la boca de corazón, golosa y sensual, bajo cuyos labios se cobijaba un lunar de terciopelo negro, y, sobre todo, aquella gracia maciza y alada a un tiempo mismo, en una liviana y señoril, gracia frívola, despreocupada y juguetona de ninfa de Versalles, prisionera de largo corsé, que corriera entre corderos lazados