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Olvídame
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Libro electrónico428 páginas8 horas

Olvídame

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Información de este libro electrónico

¿CÓMO SABER EN QUIÉN CONFIAR CUANDO NI SIQUIERA SABES QUIÉN ERES?
Ella está fuera, en la puerta.
Entró en el tren después de una difícil semana en el trabajo. Le robaron el bolso y con él su identidad. Toda su vida estaba ahí dentro: pasaporte, cartera, llaves de casa… Cuando quiso denunciar el robo su mente estaba en blanco. Ni siquiera podía acordarse de su nombre.
Dice que vive en tu casa.
Ahora está delante de la puerta de entrada de la casa de Tony y Laura. Está segura de que vive allí. Pero ellos nunca la han visto en su vida.
¿La dejarías entrar?
"Tejida de forma intrincada y tan realista que paraliza el corazón, esta novela dice best seller por todos lados".
Claire Mackintosh, autora de Te dejé ir y de Si te miento
"J. S. Monroe ha tejido una novela absorbente llena de giros inesperados y culminada con un clímax salvaje".
The Times
"Un profundamente intrincado y trabajado argumento".
Daily Mail
De Búscame han dicho:
"Alberga todas las variantes del thriller psicológico: violencia doméstica, suspense y novela gótica de misterio".
Lluís Fernández, La Razón
"Búscame es una novela de intriga apasionante que va desvelando una verdad tras otra hasta llegar a un punto inimaginable para el lector cuando comienza la novela.
Esta novela no necesita un ritmo vertiginoso para enganchar al lector, sino que, sin prisa, pero sin pausa, va engarzando una idea tras otra hasta llegar a una verdad sorprendente y escalofriante".
Papel en blanco
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jun 2020
ISBN9788491395195
Olvídame
Autor

J.S. Monroe

J.S. Monroe, the writing name of a well-known British author and journalist, read English at Cambridge University, worked as a freelance journalist in London and was a regular contributor to BBC Radio 4. He was also a foreign correspondent in Delhi for the Daily Telegraph and was on its staff in London as weekend editor. He is the author of five other novels and lives in Wiltshire, England, with his wife and their three children.

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    Vista previa del libro

    Olvídame - J.S. Monroe

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    Olvídame

    Título original: Forget My Name

    © 2018 by J.S. Monroe

    © 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

    © De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia

    Diseño de cubierta: CalderónStudio

    Imagen de cubierta: Shutterstock

    ISBN: 978-84-9139-519-5

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Dedicatoria

    Cita

    Día uno

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Día dos

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Día tres

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 40

    Capítulo 41

    Capítulo 42

    Capítulo 43

    Capítulo 44

    Capítulo 45

    Capítulo 46

    Capítulo 47

    Capítulo 48

    Capítulo 49

    Capítulo 50

    Capítulo 51

    Capítulo 52

    Capítulo 53

    Capítulo 54

    Capítulo 55

    Capítulo 56

    Capítulo 57

    Capítulo 58

    Capítulo 59

    Capítulo 60

    Capítulo 61

    Capítulo 62

    Capítulo 63

    Capítulo 64

    Capítulo 65

    Capítulo 66

    Capítulo 67

    Capítulo 68

    Capítulo 69

    Capítulo 70

    Capítulo 71

    Capítulo 72

    Capítulo 73

    Capítulo 74

    Capítulo 75

    Capítulo 76

    Capítulo 77

    Capítulo 78

    Capítulo 79

    Capítulo 80

    Capítulo 81

    Capítulo 82

    Capítulo 83

    Día cuatro

    Capítulo 84

    Capítulo 85

    Capítulo 86

    Capítulo 87

    Capítulo 88

    Capítulo 89

    Capítulo 90

    Capítulo 91

    Capítulo 92

    Capítulo 93

    Capítulo 94

    Capítulo 95

    Capítulo 96

    Capítulo 97

    Capítulo 98

    Capítulo 99

    Capítulo 100

    Capítulo 101

    Capítulo 102

    Capítulo 103

    Capítulo 104

    Capítulo 105

    Capítulo 106

    Capítulo 107

    Un mes más tarde

    Capítulo 108

    Capítulo 109

    Agradecimientos

    Si te ha gustado este libro…

    En recuerdo de Len Heath

    Cita

    Otra forma de retentiva es la capacidad de revivir con la mente esas ideas que, tras dejar su impronta, desaparecen o se hurtan, por así decirlo, a nuestra vista (…) Pues no permitiendo la estrechez de la mente humana el tener a un tiempo gran número de ideas a la vista y a la consideración del entendimiento, es preciso disponer de un depósito donde almacenar aquellas a las que pueda darse uso en otro momento.

    John Locke, sobre la memoria, en Ensayo sobre el entendimiento humano (1690)

    DÍA UNO

    1

    «No recuerdo mi nombre».

    Me repito esas palabras como un mantra mientras trato de conservar la calma, de asimilar por completo su significado. Libre de las ataduras de mi antigua vida, ahora solo el presente puede guiarme.

    Al apearme del tren aspiro el aire fresco del campo hasta llenarme con él los pulmones y zigzagueo por el andén que lleva a la carretera, siguiendo a una columna de fatigados usuarios del transporte público. ¿Tendría que reconocer a alguno? La hora punta no ha hecho más que empezar. A mi izquierda, un río se abre camino a tientas por un prado; sus aguas poco profundas centellean al sol de verano. Se oyen balidos a lo lejos, del campo de críquet que hay junto a la iglesia se alza de pronto un clamor de júbilo. Más allá, sembrados de colza, color de mostaza inglesa. Y luego está el canal, con sus hileras de falúas de colores amarradas a lo largo del camino de sirga.

    El pueblo está solo a una hora en tren de Londres, pero tiene un aire muy rural. Muy pastoral. Cruzo el puente de las vías y enfilo la calle mayor, paso de largo junto a un buzón de correos mientras intento concentrarme. Sé que estoy haciendo lo correcto. La amnesia temporal pueden desencadenarla toda clase de cosas, las drogas, el alcohol, o puede que ambos, pero el estrés relacionado con el trabajo es una de sus causas más frecuentes: las vías neuronales más trilladas se colapsan, bloqueadas por los escombros de una vida desquiciante. Y en tales circunstancias la propia casa es el mejor refugio. El correo en el felpudo, las cartas con un nombre en el sobre.

    Al llegar a un pub, tuerzo a la derecha, hacia una calle flanqueada por casas viejas con techumbre de paja. Debería sentir alivio mientras me dirijo a la última vivienda de la derecha, una casita con la puerta de color azul verdoso y una glicinia colgante, pero no lo siento.

    Tengo miedo.

    Trato de imaginarme cerrando la puerta a mi espalda y arrellanándome en el sofá para ver telebasura con una copa grande de Sauvignon Blanc bien frío. Pero no tengo la llave. De pie delante de la casa, miro a un lado y otro de la calle y oigo una voz detrás de la puerta. Tiene acento americano. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Me acerco a la ventana y miro dentro. Dos personas se mueven por la cocina; el sol que entra de soslayo por la puerta doble del jardín, a su espalda, recorta sus siluetas. Miro esas dos figuras sin poder apenas respirar. Fijo la vista en el hombre que corta lechuga en la isla de la cocina con un gran cuchillo cuyo acero refleja la luz. Quiero dar media vuelta y echar a correr calle abajo, pero me obligo a mirarle mientras corta. Detrás de él, la mujer, parada delante de un fregadero Belfast, llena de agua una cazuela.

    Regreso a la puerta, compruebo el número de la casa. Es el correcto. Me tiemblan tanto los dedos que no atino a pulsar el timbre, así que agarro con las dos manos la aldaba de hierro forjado y llamo, con la cabeza inclinada hacia delante como un orante. «Om mani padme hum». Como no abren, vuelvo a llamar.

    —Ya voy yo —dice el hombre.

    Retrocedo hacia la calle y estoy a punto de perder pie cuando se abre la puerta.

    —¿Sí? ¿Qué quería? —pregunta él con una sonrisilla inquieta.

    Me noto mareada. Nos miramos un segundo escudriñándonos mutuamente como si buscáramos una explicación, un indicio de reconocimiento. Me doy cuenta de que estoy conteniendo la respiración. Él mira mi maleta y luego vuelve a mirarme. Yo lo miro todo el tiempo que puedo —uno, dos, tres segundos— y luego desvío los ojos.

    Sé que debería decir algo —«¿Quién es usted? ¿Qué narices hace en mi casa? Por favor, dígame que esto no está pasando, después del día que llevo hoy»—, pero me quedo callada. Sin habla.

    —No nos interesa comprar nada —dice al tiempo que amaga con cerrar la puerta—. Lo siento.

    Reconozco el acento: ese deje engreído, informal, de los neoyorquinos. Él echa otro vistazo a mi maleta. Debe de pensar que está llena de guantes para horno y fundas de tabla de planchar, o de cualquier otra cosa que se venda a domicilio hoy en día.

    —Espere —digo, y es un alivio saber que aún recuerdo cómo hablar.

    Mi voz le sobresalta. ¿He gritado? Empiezo a notar un pitido agudo en los oídos.

    —¿Sí?

    Tiene la cara enjuta, la expresión alerta, los ojos de un azul desvaído hundidos en el cráneo, la perilla bien recortada, el pelo recogido en una coleta. Intuyo que no le cerraría la puerta a una desconocida; no es su estilo.

    —¿Quién es, cariño? —pregunta la mujer a su espalda con acento inglés.

    El hombre dibuja una sonrisa de intensidad casi beatífica. La cara de Fleur aparece delante de mis ojos con una sonrisa fugaz en los labios. Apoyo dos dedos en el tatuaje de mi muñeca, escondido bajo la manga de la blusa. Sé que tenemos uno cada una: una hermosa flor de loto morada, abierta solo a medias. Ojalá recordara más.

    —Vivo aquí —consigo decir—. He estado de viaje por trabajo. Esta es mi casa.

    —¿Su casa? —pregunta él, y se cruza de brazos y se apoya contra el quicio de la puerta.

    Va bien vestido: camisa de dibujos florales abotonada hasta el cuello, chaqueta de punto gris oscura, vaqueros caros, de no sé qué marca. Da la impresión de que lo que he dicho le ha hecho gracia, más que parecerle raro, y mira calle arriba y calle abajo buscando quizá una cámara de televisión oculta o un presentador con un micro en la mano. Puede que solo se alegre de que no quiera venderle aloe vera.

    —Tenía la llave en el bolso, pero lo he perdido en el aeropuerto, junto con el pasaporte, el portátil, el iPhone, el monedero… —Me interrumpo, ensordecida por el pitido insoportable que noto en los oídos—. Iba a pedirles la llave a los vecinos, y luego he pensado en llamar a la policía para denunciar…

    Noto que todo empieza a darme vueltas. Me obligo a mirarle otra vez, pero solo veo a Fleur en la puerta de su piso preguntando si quiero entrar. Respiro hondo, visualizo un árbol de bodhi, una figura en reposo bajo sus ramas sagradas, sedantes. No sirve de nada. Nada funciona. Creía que podría con esto, pero no puedo.

    —¿Puedo entrar? —pregunto mientras mi cuerpo oscila sin control—. ¿Por favor?

    La mano que me agarra del codo suaviza la caída.

    2

    —Es muy guapa.

    —No me he fijado.

    —Venga ya, es preciosa.

    —Necesita ayuda.

    —Los del centro de salud han dicho que llamarían en un cuarto de hora.

    Los escucho, tumbada con los ojos cerrados. Están en la cocina, donde los he visto por primera vez desde el otro lado de la ventana, y yo estoy en el cuartito de estar que da a la fachada. Él habla con voz segura y confiada. La de ella es más suave, más vacilante. Después de desmayarme en la puerta, me he despertado en el sofá y he charlado un momento con la mujer, que se llama Laura. Le he asegurado que estaba bien, que solo necesitaba cerrar los ojos unos minutos, hasta que se me pasara el mareo. De eso hace cinco minutos.

    —¿Te encuentras mejor? —pregunta Laura al entrar en el cuarto de estar.

    Vuelvo la cabeza hacia ella.

    —Un poco. Gracias.

    Lleva en la mano una taza grande de poleo menta. Noto que se me ha subido un poco la manga de la blusa y que el tatuaje del loto asoma por debajo.

    —Te he traído esto.

    Deja la taza sobre la mesa baja de estilo indio, delante del sofá. La taza tiene a un lado un dibujo de un gato haciendo yoga. Estiro involuntariamente la espalda.

    —Hemos llamado al centro de salud de aquí, del pueblo —dice Laura echando un vistazo a mi muñeca—. La doctora va a llamar dentro de un momento.

    —Gracias —repito con voz débil.

    —¿Sigues mareada?

    —Un poco.

    Extiendo el brazo para coger la taza. Laura tiene treinta años o poco más. Viste mallas deportivas y camiseta fluorescente como si estuviera a punto de salir a correr, y se nota que está en forma: alta y elegante, tiene el pelo recogido hacia arriba en un moño y la piel luminosa. Si no fuera por las ojeras profundas, parecería casi irreal.

    —Tony dice que creías que esta era tu casa —dice tratando de insuflar ligereza a sus palabras.

    Bebo un sorbo del poleo caliente endulzado con miel, confiando en que disipe la fría angustia que noto en el estómago.

    —Dice que ibas a pedirles la llave a los vecinos.

    Logra emitir otra risilla y luego se para y aparta la mirada.

    —Es mi casa —murmuro mientras rodeo la taza con las manos para sentir su calor.

    Noto que ella se crispa. Nada evidente —es demasiado educada para eso—, solo un ligero reajuste. Tony, que debe de estar escuchando, aparece en la puerta que comunica el cuarto de estar y la cocina.

    —Gracias por la infusión —digo, ansiosa por disipar la tensión—. Y por llamar al centro de salud. Seguro que enseguida me pondré bien.

    —Bueno, no, si sigues pensando que esta es tu casa —responde Tony.

    Sonríe, pero noto un asomo de irritación en su voz. Aún se me ve el tatuaje. Pasados unos segundos, me bajo tranquilamente la manga para taparlo.

    Bebo un sorbo de poleo y echo un vistazo a la habitación de techo bajo. Está todo impecable, todo en su sitio. Una estufa de hierro encajada en la chimenea rinconera; a un lado, un montón de leños, redondeados como molinos de oración tibetanos y apilados con esmero; una colección de libros de yoga y autoayuda en una estantería pequeña, ordenados por altura; un tablero de senku, de madera, con todas las bolas en su sitio. Hasta las varillas del ambientador «Seychelles» de White Company que hay en el alféizar de la ventana están espaciadas a la perfección. Puede que su contenido haya cambiado, pero la casa, con sus reducidas dimensiones, sigue resultándome familiar.

    —He venido porque… —Hago una pausa, sorprendida por la emoción que denota mi voz—. Estoy teniendo una mala época en el trabajo. Hoy me he escapado de un congreso y he perdido el bolso en el aeropuerto. He intentado denunciarlo, pero no me acordaba de cómo me llamo.

    Me quedo otra vez callada.

    —¿Y ahora sí te acuerdas? —pregunta Laura volviéndose hacia Tony—. Todos tenemos esos momentos de abueletes.

    Tony aparta la mirada.

    Yo niego con la cabeza. «No recuerdo mi nombre».

    —En el aeropuerto, solo me acordaba de dónde vivía. He pensado que, si venía aquí, a mi casa, a este refugio, todo se arreglaría. Lo único que no he perdido ha sido el billete de tren para volver a casa.

    —Y la maleta. —Tony señala la puerta de la calle, donde está la maleta con el asa todavía extendida—. ¿Dónde era ese congreso?

    Ahora parece más interesado, menos a la defensiva.

    Noto que se me saltan las lágrimas y no hago nada por detenerlas.

    —No lo sé.

    —No pasa nada. —Laura se sienta a mi lado en el sofá, y yo agradezco que me pase el brazo por los hombros. Ha sido un día duro.

    —Debería haber una etiqueta en el asa —dice Tony al acercarse a la maleta.

    —Está arrancada. Ya estaba así cuando la recogí en el carrusel.

    Él me mira cuando se me quiebra la voz. Me veo a mí misma en el vestíbulo de llegadas, sentada al borde de un carrito abandonado, mirando las mismas seis maletas que daban vueltas y más vueltas en el carrusel de recogida de equipajes. Y entonces apareció la mía, delante de un paquete grande y amorfo envuelto con plástico negro y cinta aislante. Una imagen de Fleur vino y se fue, su cuerpo doblado sobre sí mismo como el de una contorsionista, toda ella codos y rodillas.

    —¿Y en serio no recuerdas dónde era el congreso? —insiste Tony.

    —Puede que fuera en Berlín. —Aflora otra imagen de Fleur, bailando frenéticamente con los ojos brillantes. Parpadeo y desaparece, se pierde en el vacío.

    —¿En Berlín? —repite él, incapaz de disimular su sorpresa—. Bueno, algo es algo. ¿Qué aerolínea?

    —Llegué a la terminal cinco.

    —British Airways. ¿Sabes a qué hora?

    —Esta mañana.

    —¿Temprano?

    —No estoy segura. Lo siento. He venido derecha aquí. Puede que a última hora de la mañana. O a la hora de comer.

    —¿Y no recuerdas cómo te llamas?

    —Tony —interviene Laura.

    Empiezo a llorar otra vez, asustada por cómo suena todo cuando otro lo repite. Tengo que mantener la calma, avanzar paso a paso. Laura me abraza otra vez.

    —Solo sé que esta es mi casa —digo secándome los ojos con el pañuelo de papel que me da—. Ahora mismo es lo único que recuerdo. Mi casa.

    —Pero sabes que eso es imposible —responde Tony—. Puedo enseñarte las escrituras.

    —No pasa nada —tercia Laura, y mira otra vez a Tony, que se sienta en el otro sofá, enfrente de nosotras—. Deberíamos llamar a la policía —añade—. Dejar nuestro número de teléfono, para que pregunten en el aeropuerto.

    Se hace el silencio mientras sus palabras se asientan como polvo en la habitación, absorbidas por los ladrillos viejos de la chimenea hasta que no queda nada de ellas.

    —Supongo que no serviría de nada, ¿no? —dice Tony pasados unos segundos, en tono más sosegado—. Si no sabe su nombre.

    Otro silencio. Tengo que decirles todo lo que sé sobre esta casa, los detalles que recuerdo.

    —Mi habitación está arriba, a la izquierda. La otra está enfrente, al otro lado del descansillo, pero es pequeña, tiene el tamaño justo para una cama de matrimonio —comienzo a decir—. Está junto al cuarto de baño. La ducha está en la esquina, la bañera debajo de la ventana. Hay otro cuartito pasado el cuarto de baño, es más bien un trastero que una habitación, y encima está la buhardilla.

    Laura mira a Tony, que me observa con estupefacción.

    —Al fondo del jardín hay una caseta de ladrillo, perfecta para despacho —continúo—. Y el cuarto de baño de abajo tiene ducha.

    Estoy a punto de continuar, de hablarles de la despensa que hay junto a la cocina, cuando suena el teléfono.

    —Será del centro de salud. —Laura coge el teléfono de la mesa baja que tenemos delante. Noto que le alegra la interrupción—. Sí, dice que no recuerda cómo se llama, ni dónde ha estado… Dice que vive aquí… No le he preguntado. —Tapa el teléfono con la mano—. Pregunta por tu fecha de nacimiento.

    Se nota por su expresión que sabe que es una pregunta absurda. Meneo la cabeza.

    —No lo sabe. —Escucha un rato. Luego vuelve a hablar—: Perdió su pasaporte en el aeropuerto, junto con las tarjetas bancarias, el ordenador portátil… —Me mira—. Y toda su documentación.

    Yo asiento en silencio. Laura vuelve a escuchar, más tiempo esta vez. Me da la impresión de que conoce bien a la médica. Puede que sean amigas.

    —Gracias, Susie. Te lo agradezco mucho.

    Cuelga.

    —La doctora Patterson, del centro de salud del pueblo, puede verte esta tarde. Un favor personal. Quería que fueras directamente al hospital por si hay alguna lesión física, un golpe en la cabeza, un ictus, esas cosas, pero la he convencido de que no hace falta. Nosotros estuvimos esperando una eternidad allí la semana pasada, ¿verdad, cariño? —Mira a Tony, que asiente con la cabeza, comprensivo.

    —Seis horas —dice.

    Doy un respingo al pensar en pasar tanto tiempo en un hospital.

    —Como no sabemos si perteneces a este centro de salud, vas a ir a consulta con mi nombre.

    —Gracias —digo.

    —Puede que pertenezcas a este centro de salud —dice Tony.

    —No lo sé —contesto—. Lo siento mucho. Por presentarme así.

    —¿Has oído hablar de la amnesia psicógena? —pregunta Laura.

    Tony levanta la mirada.

    —Me lo ha dicho Susie, la doctora Patterson. Por lo visto, un trauma importante o una situación de estrés pueden causar una pérdida temporal de memoria. Un estado de fuga, creo que lo ha llamado. Prefiero que te lo explique ella. Pero al parecer vuelve. La memoria, digo. Con el tiempo. No hay por qué preocuparse. —Me toca la mano.

    —Eso está bien —digo—. ¿Puedo usar el baño?

    —Claro.

    —¿Sabes dónde está el baño? —dice Tony al apartarse para dejarme pasar.

    No contesto. Primera puerta a la izquierda, pasada la cocina.

    3

    Cuando vuelvo al cuarto de estar, Tony está hablando por teléfono, esperando que le pasen con alguien. Al verme, se vuelve de espaldas.

    —Tony está llamando a la comisaría de Heathrow —dice Laura—. Para avisar de que has perdido el bolso y de que estás aquí y tienes problemas de memoria. Seguro que en control de pasaportes podrán mirar quién ha llegado hoy de Berlín y cotejar tu fotografía en sus bases de datos.

    —Estoy en espera para que me pongan con el Equipo de Seguridad Ciudadana de la Terminal 5 de Heathrow —explica Tony con expresión de fastidio mientras tapa el teléfono con la mano—. No es muy alentador, ¿verdad? —Su irritación parece disolverse cuando me mira—. ¿Qué tal te encuentras? —pregunta.

    Esbozo una sonrisa y me siento junto a Laura en el sofá.

    —¿A qué hora es la cita con el médico?

    Ella mira su reloj, un Fitbit morado.

    —Dentro de veinte minutos. Estaba pensando… ¿Hay alguien a quien podamos llamar? ¿A tus padres, quizá? ¿A algún amigo? ¿A tu pareja?

    Bajo la mirada, empieza a temblarme el labio.

    —Lo siento —dice Laura—. Ya te acordarás. Solo hace falta que tu mente se estabilice un poco.

    —¡Hombre, ya era hora! —exclama Tony entrando en la cocina con el teléfono. Mira a Laura y sonríe.

    —No le gusta mucho la policía. —Laura me mira, incapaz de refrenar una risilla—. Siempre le pillan saltándose el límite de velocidad.

    —Tenía una amiga —digo—. Llevaba una foto suya en el bolso.

    —¿Sabes dónde vive? —pregunta Laura, animada—. Podríamos llamarla.

    —Murió.

    Me quedo callada un momento tratando de recordar la cara de Fleur. Y entonces la veo sentada en la bañera con las rodillas levantadas, llorando. Me esfuerzo por recordar algo más, pero la imagen se disuelve por completo.

    —Es lo único que sé —añado.

    —Ah.

    En medio del incómodo silencio que sigue, escuchamos a Tony hablar por teléfono en la cocina. Explica que he perdido mi bolso y que no recuerdo cómo me llamo, y luego me describe brevemente mirándome a través del cristal de la puerta.

    —Pelo corto, oscuro, veintitantos años. Traje de chaqueta, una maleta… Ahora vamos a mirar dentro… Llegó a la Terminal 5 esta mañana a última hora, puede que a mediodía. Un vuelo de British Airways procedente de Berlín… Dice que lo ha perdido o que se lo han robado en Llegadas.

    De nuevo, al oír cómo me describe otra persona, se me revuelve el estómago. Laura nota mi malestar y me pone una mano en el brazo. Le gusta mucho tocar. Su cara está muy cerca de la mía. Demasiado cerca.

    —¿Otra infusión?

    —No, gracias.

    —¿Abrimos tu maleta?

    Hago amago de levantarme, pero Laura ya se ha puesto en pie.

    —Ya la traigo yo.

    Laura acerca la maleta en el momento en que Tony cuelga el teléfono.

    —Me han dicho que hay una página web donde están recogidos todos los objetos perdidos que aparecen en el aeropuerto —nos dice—, pero no te hagas muchas ilusiones. Tardan cuarenta y ocho horas en subirlos a la página.

    —¿Y su nombre? ¿Van a comprobar el registro de pasajeros? —pregunta Laura.

    —Tienen mejores cosas que hacer. No hay nadie en peligro ni es una amenaza para la seguridad pública. Me han dicho que esto es más bien asunto de los servicios sociales. ¿Hay algo dentro?

    Laura me deja abrir la cremallera.

    —Creo que solo hay ropa —digo al arrodillarme en el suelo y levantar la tapa.

    Arriba hay dos bragas negras, una camiseta interior de color crema y un sujetador negro. Laura mira a Tony, que se ha quedado un poco apartado, guardando una distancia prudencial. Rebusco entre la ropa de debajo: otro traje negro como el que llevo puesto, con la chaqueta cuidadosamente doblada encima de la falda; tres blusas, unos vaqueros, dos camisetas, otro sujetador, unos zapatos de tacón, dos libros de bolsillo, una caja de tampones, un neceser, algo de ropa deportiva, una bolsa de plástico llena de medias sucias y una esterilla de yoga enrollada.

    —Debes de haber estado fuera unos días —comenta Laura.

    —Eso parece. —Sigo hurgando frenéticamente—. Tiene que haber algo aquí que me permita saber quién soy.

    —¿Haces yoga?

    —Supongo que sí —contesto sin dejar de rebuscar entre mis cosas. «Om mani padme hum».

    —Yo soy profe. De Vinyasa. Podríamos hacer yoga juntas. Quizá te ayude.

    —Estaría bien.

    Laura me está poniendo cada vez más nerviosa. Desde que ha aparecido en la puerta, ha sido la amabilidad personificada. Me pongo en cuclillas y cierro la maleta con gesto resignado.

    —No te preocupes —me dice tocándome otra vez el brazo.

    —¿No hay una agenda? —pregunta Tony, que va a sentarse con ella en el sofá—. ¿Ni una factura de hotel?

    —Creo que todo eso estaba en el bolso. Lo siento.

    —No es culpa tuya —dice Laura.

    —¿Puedo hacerte una pregunta? —Tony la mira. Tengo la impresión de que a ella le preocupa a veces lo que vaya a soltar—. ¿Te acuerdas de lo que ha pasado hoy, antes, quiero decir? ¿Recuerdas haber llamado a nuestra puerta hace media hora?

    Asiento con un gesto.

    —¿Y del trayecto hasta aquí?

    —Sí.

    —¿Pero del vuelo no?

    —No.

    —Tony… —dice Laura poniéndole una mano en la rodilla. Él pone la mano sobre la suya.

    —No pasa nada —digo.

    Laura intenta protegerme, y es muy amable por su parte, pero también necesito saber la respuesta a las preguntas de Tony, por más que me cueste encontrarla.

    —Creo que empezó cuando fui a la oficina de objetos perdidos. De ahí para atrás, lo tengo todo confuso, desde que el empleado me preguntó mi nombre y no supe decírselo.

    —No me sorprende —dice Laura—. Debe de ser muy desconcertante.

    —Una pesadilla —añade Tony en tono más comprensivo.

    —Me acuerdo de un par de cosas de antes, cuando apareció mi maleta en el carrusel de recogida de equipajes, pero… Antes de eso, nada.

    Empiezo a marearme otra vez.

    —¿Y no recuerdas nada de tu familia? —pregunta él.

    Laura se levanta.

    —Creo que deberíamos dejarlo —dice—. Hasta que la vea un médico. Es hora de irnos.

    —Estoy bien, de verdad. —Miro a Tony, que me observa en silencio.

    —¿Y tu nombre? ¿Nada?

    Meneo la cabeza.

    —A mí me parece que te pega llamarte Jemma —dice al recostarse en el sofá—. Sí, Jemma.

    Me encojo de hombros.

    —No sé.

    —Jemma, con jota —añade Tony, y Laura me mira y luego a él—. Puedes quedarte aquí si quieres, en el cuarto de invitados —dice con otro asomo de esa sonrisa serena que me dedicó antes, cuando estaba en la puerta—. Unos días, mientras te recuperas un poco. Esto no tiene que estar siendo fácil para ti.

    —Por supuesto que sí —dice Laura.

    Noto que estaba esperando que me lo ofreciera.

    —Pero nada de derechos de okupa —agrega él—. He leído sobre esas cosas.

    Creo que va en broma.

    Un minuto después, estamos en la puerta. Me pone nerviosa salir, alejarme de la casa y echarme otra vez al mundo. Laura nota mi intranquilidad.

    —No pasa nada, yo voy contigo —dice.

    —Seguro que la médica podrá ayudarte —añade Tony—. Es muy buena. Y dará fe de que vivimos aquí.

    Abrimos la puerta justo cuando pasa un hombre.

    —Buenas noches —le dice a Laura—. ¿Qué tal va eso? ¿Ya están instalados?

    4

    Tony actúa con rapidez tan pronto se cierra la puerta. Sabe que es innecesario, pero Laura quiere estar segura de que los locos no son ellos, sino la mujer que se ha presentado hoy en su casa. Laura ha conseguido controlar su nerviosismo —gracias al yoga—, pero él sabe por experiencia que es preferible afrontar las preocupaciones de su mujer de inmediato, antes de que se agiganten.

    Arriba, despliega una escalera de mano, la coloca en el descansillo y gira la llave de la trampilla. La buhardilla es su espacio, su cueva, como lo llama Laura. Ella no sube nunca. El suelo está cubierto por completo de cajas, etiquetadas por años. Dentro de las cajas hay hojas de negativos de tiempos predigitales. La mayoría de bodas, pero al fondo a la izquierda hay también una fila de cajas de la que está muy orgulloso: su colección de fotografías diarias, 365 por año. Una foto de Laura dormida; una filigrana de nubes altas; conchas en la playa.

    Laura se burla de él, dice que son señal de que no quiere pasar página, de que se resiste a vivir el momento, pero no se trata de eso. Se trata de recordar. De no olvidar. Hay gente que lleva un diario; él hace una foto cada día. No es gran cosa. Desde hace unos años, las cuelga en Instagram en vez de imprimirlas.

    Se inclina, elige una caja al azar

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