Tierra de mujeres
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Charlotte Perkins Gilman
Charlotte Perkins Gilman fue una de las activistas más notables de principios del siglo XX en la defensa de los derechos de la mujer. De su prolija carrera literaria destaca la novela autobiográfica «El empapelado amarillo». «En Herland», novela de ciencia-ficción que bien puede valer como manifiesto de la actual ideología de género, la maternidad es el verdadero núcleo duro que vertebra la sociedad. No se concibe esta como asunto privado que concierna solo a las madres ni a las familias, como las concebimos en nuestro mundo, sino más bien como cuestión de interés público que, por medio de la educación, la igualdad y el desarrollo de las ciencias, abre el cauce para la emergencia de un mundo cada vez mejor.
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Tierra de mujeres - Charlotte Perkins Gilman
Título original: Herland
Autor: Charlotte Perkins Gilman
HISTORIA DE PUBLICACIONES
Herland fue publicada por primera vez en entregas mensuales en la revista The Forerunner, en Nueva York en 1915, la revista era escrita y editada por la propia Gilman. El libro completo fue publicado por primera vez en Nueva York: Pantheon Books, 1979
©Calixta Editores S.A.S, 2020
Para la presente edición.
Bogotá, Colombia
Editado por: ©Calixta Editores S.A.S
E-mail: miau@calixtaeditores.com
Teléfono: (571) 3476648
Web: www.calixtaeditores.com
ISBN: 978-958-5107-75-5
Editora en jefe: María Fernanda Medrano Prado
Traducción y adaptación: Alejandro Ferrer Nieto
Corrección de estilo: Alvaro Vanegas
Corrección de planchas: Ana María Rodríguez Sánchez
Maqueta de cubierta: Juan Daniel Ramírez @rice_thief_
Ilustración de Cubierta: Laura Andrea González @lauradelirios
Diseño y diagramación: Julián R. Tusso @tuxonimo
Ilustraciones internas: Laura Andrea González @lauradelirios
Coordinadora de la colección: María Fernanda Medrano Prado
Primera edición: Colombia 2020
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
Todos los derechos reservados: Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.
Es difícil siquiera imaginar la
vida y las circunstancias que rodeaban a una autora como Charlotte Perkins Gilman. Además de ser intelectual y escritora, era una activista aguerrida que luchaba por los derechos civiles de las mujeres. Si en esta época el machismo y la misoginia están naturalizados y, hasta hace en realidad muy pocos años, se viene palpando un cambio medianamente acelerado –en parte gracias a las redes sociales–, en la primera mitad del siglo XIX y la segunda mitad del XX, época en la que vivió la autora, ese machismo tuvo que estar enquistado, como un tumor maligno que desmoronaba voluntades. Resulta imposible no sentir una profunda admiración por ella y por todas las mujeres que en su momento alzaron su voz y no se dejaron amilanar, todo lo contrario, desde varios frentes hicieron todo lo que estaba a su alcance, e incluso más, para cambiar este mundo caótico y casi siempre injusto. No obstante, no soy experto en feminismo, ni mucho menos, y de hecho puede resultar pretencioso de mi parte tan solo atreverme a manifestar una opinión al respecto. Lo que sí soy es lector asiduo y puedo reconocer una buena historia cuando la leo. Tal es el caso de «Herland», o, traducida al español: Tierra de mujeres.
Me enfrenté a este libro como suelo hacer con el cine: sin prevenciones y sin tener idea de qué era lo que me iba a encontrar. Así como detesto ver avances de películas, también suelo abstenerme de leer sinopsis de novelas. Solo me ‘estrello’ con esa nueva realidad que me plantea el autor o autora y pasadas algunas páginas, decido si me quiero quedar o pasar a otra realidad. Con Tierra de mujeres, me sucedió algo que siempre agradezco profundamente al dios de los lectores: me enganché desde el primer párrafo. Y es que este libro no se va por las ramas, este libro te envuelve en cuanto inicias y no te suelta ni siquiera cuando lo terminas. Tu cabeza se queda dando vueltas una y otra vez en las reflexiones que te plantea –a veces de forma literal, casi siempre entre líneas– sobre lo que somos como especie, la manera en que nos relacionamos con «el otro», nuestra percepción de esto que llamamos «realidad» y, en general, nuestra concepción misma del mundo y cómo lo modificamos todo el tiempo a nuestro antojo, sin considerar consecuencias.
Tierra de mujeres es una historia profunda en su hermosa sencillez, que no requiere de palabras confusas ni de frases construidas con el fin de impresionar; no precisa de nada parecido, repito, para conmover y entretener. Te lleva de la mano por esta tierra distópica –clara pionera de la ciencia ficción feminista de nuestra época– y valiéndose de las imágenes precisas con las que diseña este mundo desconocido, nos muestra sin miramientos el marisma de oscuridades que habitan dentro de nosotros y que, tarde o temprano, terminan por cobrar factura y afectarnos de manera clara, no solo a nosotros, sino al Planeta entero. Por supuesto, no puedo estar seguro de qué pretendía la autora al escribir esto, solo puedo adivinar con la esperanza de no equivocarme de forma demasiado estrepitosa, pero puedo asegurarte, lector, lectora, que lo que estás a punto de leer es una obra maestra, por donde se le mire.
Demos gracias por las mujeres, por las escritoras, por la fuerza que reside en cada una de ellas. Demos gracias por la buena literatura.
El corrector.
Por desgracia, estas líneas están
escritas de memoria. Si hubiera podido llevarme el material que preparé con tanto esmero, esta historia sería muy diferente. Libretas llenas de notas, documentos copiados minuciosamente, descripciones de primera mano, fotografías... esta fue la peor pérdida. Teníamos una vista panorámica de las ciudades y parques; muchas vistas preciosas de las calles, los edificios –tanto interiores como exteriores– de algunos de los jardines más espléndidos y, aún más importante, de las mujeres.
Nadie creería jamás el aspecto que demostraban. Las descripciones no son nada buenas cuando se trata de las mujeres y, en cualquier caso, no tengo mucho talento describiendo. Pero hay que hacerlo de cualquier manera, es necesario que el resto del mundo sepa de este país.
No diré nada de su ubicación, por temor a que presuntos misioneros, comerciantes o personas con avidez de conquista se infiltren allí. No serían bien recibidos, eso lo puedo asegurar, y saldrían mucho peor parados que nosotros si alguna vez lo encuentran.
Todo empezó de esta manera. Éramos tres compañeros de clase y amigos: Terry O. Nicholson –solíamos decirle el Viejo Nick, no sin motivos–, Jeff Margrave y yo, Vandyck Jennings.
Nos conocíamos desde hacía bastantes años y, a pesar de nuestras diferencias, teníamos mucho en común. Todos teníamos un mismo interés: la ciencia.
Terry era lo suficiente rico para hacer lo que quisiera. Su gran objetivo era la exploración. Tenía varias maneras de manifestar su disgusto porque ya no le quedaba nada por explorar, solo retazos y relleno, decía. Se las arreglaba bastante bien: tenía muchos talentos y era un genio de la mecánica y la electricidad. Tenía una colección de barcos y automóviles, y era uno de nuestros mejores pilotos.
Nunca hubiéramos podido realiza el proyecto sin Terry.
Jeff Margrave había nacido para ser poeta o botánico, o ambas quizás, pero su familia lo convenció de que fuera médico. Era bastante bueno, a pesar de su edad, pero en realidad su interés estaba en «las maravillas de la ciencia», como le gustaba llamarlas.
En cuanto a mí, me había licenciado en sociología. Campo lindante con muchas otras ciencias, por supuesto. Y estaba interesado en todas ellas.
El fuerte de Terry eran los hechos: la geografía, la meteorología y materias similares; Jeff lo superaba en biología y a mí no me importaba de qué hablaran, siempre y cuando aquello tuviera relación con la vida humana. Y lo cierto es que hay pocas cosas que no la tengan.
Los tres tuvimos la oportunidad de unirnos a una expedición científica. Necesitaban un médico, y eso le dio una excusa a Jeff para cerrar el despacho que acababa de abrir; buscaban a alguien que tuviera la experiencia de Terry, así como su maquinaria y su dinero; y, en cuanto a mí, entré por influencia de Terry.
La expedición se adentraría por el millar de afluentes y la inmensa zona circundante de un gran río donde debíamos elaborar mapas, estudiar los dialectos salvajes y todo tipo de fauna y flora exótica.
Pero esta historia no trata de esa expedición, sino que para nosotros esta significó solo el comienzo.
Lo primero que despertó mi interés fueron las conversaciones entre los guías. Soy rápido para aprender idiomas, conozco algunos y los entiendo con facilidad. Gracias a esto y al excelente intérprete que iba con nosotros, me enteré de muchas de las leyendas y mitos populares de las tribus dispersas que vivían en la zona.
A medida que íbamos corriente arriba, por el oscuro laberinto de ríos, lagos, ciénagas y tupidos bosques, con un largo espolón inesperado que salía de las grandes montañas que se alzaban a lo lejos, me di cuenta de que muchos de estos nativos relataban una historia sobre una extraña y terrible Tierra de Mujeres, a la distancia.
«Allá a lo lejos», «más allá», «hacia arriba», estas eran todas las direcciones que podían ofrecer, pero sus historias tenían un factor en común: que existía una tierra extraña en la que no había hombres, sino solo mujeres y niñas.
Nadie la había visto. Era peligrosa, mortal, decían, para cualquier hombre que fuera allí. Pero se contaban relatos muy antiguos de algún valiente explorador que la había visto: un gran país, grandes casas, muchas personas... Todas mujeres.
¿Nadie más había estado ahí? Sí, muchos, pero nunca regresaron. No era un lugar para los hombres, de eso parecían estar seguros.
Le conté a mis compañeros estas historias y se echaron a reír. Yo también lo hice, por supuesto. Conocía muy bien el material con el que solían urdir sus sueños salvajes.
Pero cuando llegamos al límite de la zona por explorar, justo el día antes al que nos disponíamos a dar la vuelta y a regresar a casa, como toda expedición que se precie de serlo, los tres hicimos un descubrimiento.
El campamento principal se encontraba en una lengua de tierra que se adentraba en el caudal principal del río o, por lo menos, así lo creíamos nosotros. El agua tenía el mismo color turbio que habíamos visto durante semanas y el mismo sabor.
Le hablé del río a nuestro último guía, un tipo bastante arrogante, de ojos vivos y brillantes. El hombre me dijo que había otro río:
—Más allá, río corto, agua dulce, roja y azul.
Esto me interesó y quise cerciorarme de que lo había entendido, así que saqué un lápiz azul y rojo que llevaba conmigo y le volví a preguntar.
Sí, el hombre señaló el río y luego hacia el suroeste.
—Río... agua buena... roja y azul.
Terry estaba cerca y se interesó por las señales del hombre.
—¿Qué dice, Van?
Le expliqué.
Terry se entusiasmó de inmediato.
—Pregúntale a qué distancia está.
El hombre nos dijo que era un viaje corto; calculé que serían unas dos horas, tal vez tres.
—Vamos —dijo Terry—. Solo nosotros tres. Quizás podamos encontrar algo. Cinabrio, tal vez.
—O plantas de índigo —sugirió Jeff con una indolente sonrisa.
Todavía era temprano. Acabábamos de desayunar, y luego de avisar que regresaríamos antes del anochecer, nos marchamos en silencio. No queríamos que se nos tachara de crédulos si no encontrábamos nada, aunque en el fondo confiábamos en que los tres pudiéramos hacer algún pequeño e interesante descubrimiento.
Fueron dos horas largas, casi tres. Imagino que el nativo podría haberlo hecho mucho más rápido solo. Se trataba de una maraña angustiante de bosque, agua y pantanos que jamás habríamos conseguido atravesar nosotros solos. Pero teníamos quien nos guiara, y podía ver a Terry, armado con una brújula y una libreta, anotando direcciones y tratando de establecer puntos de referencia.
Al cabo de un tiempo llegamos a un lago pantanoso, muy grande, tanto que el bosque en torno a él parecía muy bajo y difuso alrededor suyo. Nuestro guía nos dijo que se podía ir desde allí hasta el campamento en barca, pero «largo camino; todo el día».
El agua era un poco más clara que la que habíamos visto, aunque desde esa orilla no podíamos estar seguros. Lo bordeamos una media hora más, el suelo se hacía más firme mientras avanzábamos y, en breve, doblamos la esquina de un promontorio boscoso y vimos una región muy distinta: una vista inesperada de montañas muy altas y peladas.
—Uno de esos largos espolones hacia el este —Se aventuró a decir Terry— podría estar a miles de kilómetros de la cordillera principal. A veces surgen de esa manera.
De repente, nos alejamos del lago y nos dirigimos directamente hacia los riscos. Antes de alcanzarlos, oímos un rumor de agua y el guía nos señaló, con gran orgullo, su río.
Era estrecho. Podíamos ver el lugar del que una angosta catarata vertical brotaba por una abertura en la pared rocosa del acantilado. El agua era dulce. El guía se puso a beber con avidez de ella y nosotros también.
—Es agua de nieve —anunció Terry—. Debe venir de las montañas...
Pero en cuanto a lo de que era azul y roja... más bien era de un tono verdoso. El guía no parecía sorprendido. Rebuscó un rato y nos mostró un estanque tranquilo, en cuyas orillas había manchas rojas; sí, y azules también.
Terry sacó su magnífica lupa y se agachó para investigar.
—Algún tipo de sustancia química... no podría precisarlo de inmediato. Me da la impresión de que son pigmentos. Acerquémonos un poco más —urgió—, allí arriba, por la catarata.
Caminamos por las orillas escarpadas y nos acercamos al estanque que hacía espuma y burbujeaba bajo la caída de agua. Escudriñamos los bordes y encontramos rastros de color indiscutibles. Además, Jeff levantó de pronto un trofeo inesperado.
Era solo un trapo, un jirón largo y deshilachado de tela, pero perfectamente tejido, con un dibujo y de un color escarlata que el agua todavía no había desteñido. Ninguna de las tribus salvajes que conocíamos elaboraba tejidos de ese tipo.
El guía miró tranquilo la orilla, satisfecho con nuestro entusiasmo.
—Un día azul, un día rojo, otro día verde —nos dijo, y de su bolso sacó otro trapo de color azul brillante.
—Bajar —dijo, señalando la catarata—. Allá arriba, Tierra de Mujeres.
Esto llamó nuestra atención. Descansamos y almorzamos allí mismo, mientras intentábamos sonsacarle más datos al hombre. No nos dijo mucho más que los otros: una tierra de mujeres, sin hombres, con bebés, pero solo niñas. Restringido para los hombres y muy peligroso. Algunos habían ido, pero ninguno había regresado.
Vi que Terry apretaba los dientes al oír esto. ¿Restringido para los hombres? ¿Peligroso? Parecía dispuesto a escalar la catarata de un brinco. Pero el guía no quería subir, aunque hubiera existido alguna manera de trepar el empinado precipicio; además, teníamos que reunirnos con el resto del grupo antes del anochecer.
—Quizás se queden si se los contamos —sugerí.
Al oír esto Terry se enderezó enérgico.
—¡Miren, muchachos! —dijo—, allá está nuestro descubrimiento. No podemos decírselo a esos profesores engreídos. Regresemos a casa con ellos y luego regresemos solos a explorar por nuestra cuenta.
Lo miramos con admiración. Para un grupo de hombres jóvenes sin compromiso, resultaba atractiva la idea de la búsqueda de una tierra desconocida, en especial si esta tenía una naturaleza estrictamente amazónica.
¡Por supuesto que ninguno se creía esta historia! Pero aun así...
—Ninguna de las tribus locales hacen este tipo de telas —dije, examinando con detalle aquellos trapos—. Allá arriba hay gente que sabe hilar, tejer y teñir igual de bien que nosotros.
—Eso significaría que son una civilización muy estimable, Van. No puede existir un lugar así sin que se sepa.
—Bueno, no sé. ¿Cómo se llama esa antigua república que queda en algún lado de los Pirineos? ¿Andorra? Muy poca gente ha oído hablar de ella y han existido hace miles de años sin molestar a nadie. Luego está Montenegro, un estado diminuto y magnífico; podría haber docenas de estos Montenegros esparcidos por estas altas cordilleras sin saberlo.
Durante el camino de regreso al campamento discutimos acaloradamente sobre el tema. Hablamos con cuidado y precaución en el trayecto de regreso a casa. Lo discutimos después y lo mantuvimos entre nosotros, mientras Terry hacía los preparativos.
Él estaba entusiasmado. Fue una suerte que tuviera tanto dinero ya que, de lo contrario, hubiéramos tenido que mendigar y hablar de ello durante años antes de poder emprender el viaje; y todo para que al final resultara siendo un mero entretenimiento para el público, solo una nota más para los periódicos.
Pero T. O. Nicholson podía componer su gran yate de vapor, cargar a bordo su gran lancha de motor fabricada especialmente para nosotros y las piezas de una avioneta que no estaba ensamblada; sin mayor aviso que unas pocas líneas en la columna de sociedad.
Contábamos con provisiones, vacunas y toda clase de suministros. Su experiencia anterior nos fue muy útil y, al final, salimos equipados a la perfección.
Nuestro plan era dejar el yate en el puerto más seguro y cercano que encontráramos, y remontar el interminable río en la lancha, solo nosotros tres y el piloto; luego, cuando llegáramos al lugar donde habíamos establecido el último campamento con el grupo anterior, dejaríamos al piloto y exploraríamos las claras aguas por nuestra cuenta.
La lancha quedaría anclada en aquel gran lago poco profundo. Tenía una cubierta especial de hierro chapado, delgada pero muy resistente, que se cerraba como la concha de una almeja.
—Los nativos no podrán subir a ella, ni dañarla, o moverla —nos explicó orgulloso Terry—. Despegaremos con la avioneta desde