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Ensayo sobre el origen de las lenguas
Ensayo sobre el origen de las lenguas
Ensayo sobre el origen de las lenguas
Libro electrónico89 páginas1 hora

Ensayo sobre el origen de las lenguas

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Si este ensayo es una premonición de algunos de los derroteros de la lingüística actual y de la neorretórica francesa, también admite ser leído como uno de los textos pioneros de la relativización de las ideas y las creencias; un proyecto de etnología, un esbozo de historia de la evolución del lenguaje que es también una historia de la humanidad. La idea que el autor tiene de la lengua escrita en contraposición a la hablada remite a una concepción y a un tratamiento alternativos del lenguaje: a veces como código, a veces como flujo. Es, en definitiva, una obra que la discusión contemporánea precisa como uno de sus lugares obligados.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2010
ISBN9786071603012
Ensayo sobre el origen de las lenguas
Autor

Jean Jacques Rousseau

Jean-Jacques Rousseau (1712–1778) was one of the leading figures of the French Enlightenment. The author of popular novels such as Emile, or On Education (1762), he achieved immortality with the publication of philosophical treatises such as The Social Contract (1762) and A Discourse on Inequality (1754). His ideas would serve as the bedrock for leaders of both the American and French Revolutions.

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    Ensayo sobre el origen de las lenguas - Jean Jacques Rousseau

    lenguas

    I. De los diversos medios de comunicar nuestros pensamientos

    La palabra distingue al hombre entre los animales: el lenguaje distingue a las naciones entre sí; sólo se sabe de dónde es un hombre hasta que ha hablado. El uso y la necesidad hacen aprender a todos la lengua de su país; pero ¿qué hace que esa lengua sea la de su país y no la de otro? Para decirlo, es preciso remontarse a alguna razón concerniente a lo local, y que sea anterior a las costumbres mismas: por ser la primera institución social, la palabra sólo debe su forma a causas naturales.

    Tan pronto como un hombre fue reconocido por otro como un ser sensible, pensante y similar a él, el deseo o la necesidad de comunicarle sus sentimientos y sus pensamientos lo llevó a buscar los medios apropiados para ello. Tales medios sólo pueden sacarse de los sentidos, únicos instrumentos por los que puede un hombre actuar sobre otro. De ahí, pues, la institución de los signos sensibles para expresar el pensamiento. Los inventores del lenguaje no se hicieron este razonamiento, pero el instinto les sugirió su consecuencia.

    Los medios generales por los que podemos actuar sobre los sentidos de otros se limitan a dos, a saber: el movimiento y la voz. La acción del movimiento es inmediata por el tacto o mediata por el gesto: la primera, cuyo límite es la longitud del brazo, no puede transmitirse a distancia, pero en cambio la otra alcanza tan lejos como el radio visual. Por ello solamente quedan la vista y el oído como órganos pasivos del lenguaje entre los hombres dispersados.

    Bien que la lengua y la voz sean igualmente naturales, la primera es más fácil y depende menos de las convenciones: pues son más los objetos que llaman la atención de nuestros ojos que los que alcanzan nuestros oídos, y las figuras poseen mayor variedad que los sonidos; también son más expresivas y dicen más en menos tiempo. Se dice que el amor fue el inventor del dibujo. Pudo también inventar la palabra, pero con menor fortuna. No muy contento con ella, la desdeña: tiene modos más vivos de expresarse. ¡Cuántas cosas decía a su amante aquella mujer que dibujaba gustosa su sombra! ¿Qué sonidos hubiese empleado para traducir el movimiento de esa varita?

    Nuestros gestos sólo significan nuestra inquietud natural; no es de ellos de lo que quiero hablar. Nadie más que los europeos gesticulan al hablar: se diría que toda la fuerza de su lengua está en sus brazos, le añaden además la de sus pulmones y todo ello no les sirve de nada. Mientras un francés se agita y atormenta el cuerpo para decir muchas palabras, el turco retira un momento la pipa de su boca, dice una frase entre dientes y lo aplasta con una sentencia.

    Desde que aprendimos a gesticular, olvidamos el arte de las pantomimas; igualmente, por muchas y muy perfectas que sean nuestras gramáticas, no entendemos ya los símbolos de los egipcios. Lo que de más profundo y vivo decían los antiguos no lo expresaban con palabras sino con signos; lo mostraban, no lo decían.

    Abrid la historia antigua; la encontraréis llena de esos modos de argumentar a los ojos, y nunca dejan de producir un efecto más seguro que todos los discursos que se hubieran podido poner en su lugar. Ofrecido antes de hablar, el objeto conmueve la imaginación, excita la curiosidad, mantiene en vilo el espíritu y a la espera de lo que se va a decir. He observado que los italianos y los provenzales, entre quienes es corriente que el gesto preceda al discurso, encuentran así el medio de hacerse escuchar mejor y aun con mayor placer. Pero el lenguaje más enérgico es aquel en que el signo lo ha dicho todo antes de que se hable. Tarquino Trasíbulo abatiendo las cabezas de las adormideras, Alejandro aplicando su sello en la boca de su favorito, Diógenes paseándose ante Zenón, ¿no hablan así mejor que con palabras? ¿Qué circuito de palabras hubiese sido capaz de expresar tan bien las mismas ideas? Darío, enfrascado en Escitia con su ejército, recibe de parte del rey de los escitas una rana, un ave, una rata y cinco flechas: el heraldo entrega su presente en silencio y parte. Esta terrible arenga fue entendida y Darío no tuvo otra urgencia mayor que la de regresar a su país como pudo. Sustitúyanse esos signos por una carta: cuanto más amenazante sea, menos asustará; escrita, no hubiese sido más que una baladronada de la que sólo habría reído Darío.

    Cuando el levita Efraín quiso vengar la muerte de su mujer, no escribió a las tribus de Israel; dividió el cuerpo en doce pedazos y se lo envió. Ante su horrible aspecto, corrieron a las armas gritando a una voz: no, nunca nada semejante ha ocurrido en Israel, desde el día en que nuestros padres salieron de Egipto hasta hoy. Y fue exterminada la tribu de Benjamín.[1] En nuestros días le hubiesen dado largas al asunto, convertido en alegatos, discusiones, quizás en chanzas, y el más horrible de los crímenes habría quedado finalmente impune. Al volver del laboreo, el rey despedazó del mismo modo los bueyes de su carreta, y empleó un signo parecido para hacer que Israel socorriera a la ciudad de Jabés. Los profetas de los judíos, los legisladores de los griegos, al ofrecer al pueblo con frecuencia objetos sensibles, le hablaban mejor por medio de esos objetos de lo que lo hubieran hecho mediante largos discursos; y la manera en que Atenea cuenta cómo el orador Hipérides hizo absolver a la cortesana Friné, sin alegar una sola palabra en su defensa, es también una elocuencia muda cuya acción suele tener efecto en todos los tiempos.

    Así, se habla a los ojos mucho mejor que a los oídos. No hay nadie que no sienta la verdad del juicio de Horacio a este respecto. Se ve incluso que los discursos más elocuentes son aquellos en que se insertan más imágenes; y los sonidos nunca tienen tanta energía como cuando hacen el efecto de colores.

    Pero cuando se trata de conmover el corazón y de inflamar las pasiones, es absolutamente distinto. La impresión sucesiva del discurso, que afecta mediante golpes redoblados, os da una emoción muy distinta a la del objeto mismo, que queda visto

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