Antología poética
Por Jaime Sabines
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Jaime Sabines
Jaime Sabines (1926-1999) fue un poeta y político mexicano del siglo XX. Es reconocido como uno de los grandes poetas de la literatura de la región. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y obtuvo el Premio Chiapas, otorgado por El Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas, en 1959. En 1972, recibió el premio Xavier Villaurrutia; el Premio Nacional de Ciencias y Artes Lingüísticas y Literatura en 1983; la medalla Belisario Domínguez en 1994. Fue un poeta muy reconocido, querido por sus lectores y laureado por los críticos y estudiosos de las letras.
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Antología poética - Jaime Sabines
1994
I
Horal
(1950)
Y será como el que tiene hambre y sueña, y parece que come, mas cuando despierta, su alma está vacía…
Isaías (29, 8)
El día
Amaneció sin ella.
Apenas si se mueve.
Recuerda.
(Mis ojos, más delgados,
la sueñan.)
¡Qué fácil es la ausencia!
En las hojas del tiempo
esa gota del día
resbala, tiembla.
Horal
El mar se mide por olas,
el cielo por alas,
nosotros por lágrimas.
El aire descansa en las hojas,
el agua en los ojos,
nosotros en nada.
Parece que sales y soles,
nosotros y nada…
Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo de polvo y agua y viento
que en la primera generación del hombre pedía a Dios.
Amargo como esos minerales amargos
que en las noches de exacta soledad
—maldita y arruinada soledad
sin uno mismo—
trepan a la garganta
y, costras de silencio,
asfixian, matan, resucitan.
Amargo como esa voz amarga
prenatal, presubstancial, que dijo
nuestra palabra, que anduvo nuestro camino,
que murió nuestra muerte,
y que en todo momento descubrimos.
Amargo desde dentro,
desde lo que no soy,
—mi piel como mi lengua—
desde el primer viviente,
anuncio y profecía.
Lento desde hace siglos,
remoto —nada hay detrás—,
lejano, lejos, desconocido.
Lento, amargo animal
que soy, que he sido.
Sombra, no sé, la sombra
herida que me habita,
el eco.
(Soy el eco del grito que sería.)
Estatua de la luz hecha pedazos,
desmoronada en mí;
en mí la mía,
la soledad que invade paso a paso
mi voz, y lo que quiero, y lo que haría.
Éste que soy a veces,
sangre distinta,
misterio ajeno dentro de mi vida.
Éste que fui, prestado
a la eternidad,
cuando nací moría.
Surgió, surgí dentro del sol
al efímero viento
en que amanece el día.
Hombre. No sé. Sombra de Dios
perdida.
Sobre el tiempo, sin Dios,
sombra, su sombra todavía.
Ciega, sin ojos, ciega,
—no busca a nadie,
espera—
camina.
Vieja la noche, vieja,
largo mi corazón antiguo.
¡Qué de brazos adentro
del pecho, fríos,
se mueven y me buscan,
viejo amor mío!
La noche, vieja, cae
como un lento martirio,
sombra y estrella, hueco
del pecho mío.
Y yo entretanto, ausente
de mi martirio,
entro en la noche, busco
su cuerpo frío.
No hay luna, locos,
desde hace siglos.
Sólo un breve milagro
cuando hace frío.
Me busca, viejo, el llanto,
y, sombra, río.
Yo no lo sé de cierto, pero supongo
que una mujer y un hombre
algún día se quieren,
se van quedando solos poco a poco,
algo en su corazón les dice que están solos,
solos sobre la tierra se penetran,
se van matando el uno al otro.
Todo se hace en silencio. Como
se hace la luz dentro del ojo.
El amor une cuerpos.
En silencio se van llenando el uno al otro.
Cualquier día despiertan, sobre brazos;
piensan entonces que lo saben todo.
Se ven desnudos y lo saben todo.
(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.)
Me gustó que lloraras,
¡Qué blandos ojos
sobre tu falda!
No sé. Pero tenías
de todas partes, largas
mujeres, negras aguas.
Quise decirte: hermana.
Para incestar contigo
rosas y lágrimas.
Duele bastante, es cierto,
todo lo que se alcanza.
Es cierto, duele
no tener nada.
¡Qué linda estás, tristeza,
cuando así callas!
¡Sácale con un beso
todas las lágrimas!
¡Que el tiempo, ah,
te hiciera estatua!
Es la sombra del agua
y el eco de un suspiro,
rastro de una mirada,
memoria de una ausencia,
desnudo de mujer detrás de un vidrio.
Está encerrada, muerta —dedo
del corazón, ella es tu anillo—,
distante del misterio,
fácil como un niño.
Gotas de luz llenaron
ojos vacíos,
y un cuerpo de hojas y alas
se fue al rocío.
Tómala con los ojos,
llénala ahora, amor mío.
Es tuya como de nadie,
tuya como el suicidio.
Piedras que hundí en el aire,
maderas que ahogué en el río,
ved mi corazón flotando
sobre su cuerpo sencillo.
La tovarich
1
Es mi cuarto, mi noche, mi cigarro.
Hora de Dios creciente.
Obscuro hueco aquí bajo mis manos.
Invento mi cuerpo, tiempo,
y ruinas de mi voz en mi garganta.
Apagado silencio.
He aquí que me desnudo para habitar mi muerte.
Sombras en llamas hay bajo mis párpados.
Penetro en la oquedad sin palabra posible,
en esa inimaginable orfandad de la luz
donde todo es intento, aproximado afán y cercanía.
Margie (Maryi) se llama.
Estaba yo con Dios desde el principio.
Él puso en mi corazón imposibles imágenes
y una gran libertad desconocida.
Voces llenas de ojos en el aire
corren la obscuridad, muros transitan.
(Lamento abandonado en la banqueta.
Un grito, a las once, buscando un policía.)
En el cuarto vecino dos amantes se matan.
Y música a pedradas quiebra cristales,
rompe mujeres encinta.
En paz, sereno,
fumo mi nombre, recuerdo.
Porque caí, como una piedra en el agua,
o una hoja en el agua,
o un suspiro en el agua.
Caí como un ojo en una lágrima.
Y me sentí varón para toda humedad,
suave en cualquier ternura,
lento en todo callar.
Fui el primero —hasta el último—
en ser amor y olvido,
ni amor ni olvido.
(Porque soles opuestos…
Siempre el mismo y distinto.
Igual que sangre en círculo, al corazón, igual.)
El porvenir que cae me filtra hasta perderse.
Yo soy: ahora, aquí, siempre, jamás.
Un barranco y un ave.
(Dos alas caminan en el aire
y en medio un madrigal.)
Un barranco.
(Ya no lo dijo. Calló, de pronto,
hoscamente, para callar.)
Un
(quién sabe. Yo).
Cualquier cosa que se diga es verdad.
Antes de mi suicidio estuve en un panal.
(Rosa —Maryi que ya rosal,
cualquier muerte es mortal.)
Ahora voy a llorar.
2
Pero nací también (porque nací)
al sexto sol del día,
en el último vientre de mi madre.
(Mi madre es mujer
y no tuvo ningún que ver con Dios.)
Hasta agotar sus senos me desprendí
(leche de flor bebí).
Mi padre me dijo: levántate y anda
a la escuela.
No lo he olvidado:
aire — piedra deshecha por una decepción,
río — el alba antes de abrir los ojos,
montaña — el cielo sembrado de árboles,
vuelo — amor.
A los quince ya sabía deletrear una mujer.
(A la orilla del tren capullos de luciérnagas
maduraban luces, hojas. Ausencia.)
Yo traía un amor reteadentro,
sin hablar, al fracaso.
Uva de soledad.
Sin luna el mar.
Algas en el subsuelo de mis ojos.
(Mudé de piel a cada caricia.)
3
Margie, la luna es rusa.
El cuello de Margie es alto y blanco,
como de blando oro blanco. Ducal.
Y en sus redondos cabellos
mi mirada sueña.
Cuando me mira —algún día podría mirarme—
la conozco de rosa a abril.
Yo me moriría, si pudiera morirme,
al pie de sus ojos en sazón.
(Porque me duelen las manos de tanto no tocarla,
me duele el aire herido que a veces soy.)
4
Palabras para el fin:
Hebra de anhelo, sol menguante.
Ovejas en la tarde sur.
Tibia la mansa hora de dormir.
Que todos mueran a tiempo, Señor,
que gocen, que sufran hoy.
Desampárame, Señor,
que no sepa quién soy.
Levanta las estrellas
y acuesta el reloj.
…Y fue en el día último cuando Se hizo Dios.
5
Amanece de tarde. Sin sol.
(Para sus manos un guante: mi corazón.)
Yo le hubiera injertado mis labios
en sus muslos, de dos en dos.
Ya no me alegro cuando estoy triste.
Apenas frío. Minuto en ron.
A lo largo de mí todos los muertos
bien muertos son.
(A las 5. Puntuales.
En el número 5 del panteón.)
Y la tarde nerviosa, se sacudió
el rocío llorón.
6
Entonces se enviaban suspiros en las rosas,
besos-palomas de balcón a balcón.
Pero la sucia noche revolvía alfileres,
sábanas, rezos, cruces, luto de amor.
Caras agrias, en sombra, el deseo encendió.
(¡Cuántos hijos tirados en paredes,
pañuelos, muslos, manos, por Dios!)
Muro de agua, la angustia, se levantó.
Humo rojo en mis venas. Transfigurado cielo.
De polvo a polvo soy.
7
Mina de minerales obscuros, de ciegos diamantes
tala de esmeraldas.
Agua tierna del pájaro
(húmedas ya de música las ramas),
buches de piedras que hace la pequeña cascada.
Milperío de tortillas para el indio,
indios de amor quemado y brazos todavía
(le podan esperanzas a su genealogía).
Una vereda buscando la llanura.
Y una brizna en mis ojos, de agua dura.
8
Magia de amor errante.
Fantasma, sombra, umbral.
Algo que soy, me viene a llevar.
(Hay un aroma obscuro
desde su cuello musical.)
Eso que nunca he dicho
empiezo a callar.
¡Lleva ya tanto tiempo
de ser fugaz!
(Le prestaré mis ojos
cuando quiera llorar.)
¡Cómo el viento en retazos,
cómo la lleva en granos,
cómo de azul cristal!
Uno es el hombre.
Uno no sabe nada de esas cosas
que los poetas, los ciegos, las rameras,
llaman misterio
, temen y lamentan.
Uno nació desnudo, sucio,
en la humedad directa,
y no bebió metáforas de leche,
y no vivió sino en la tierra.
(La tierra que es la tierra y es el cielo
como la rosa rosa pero piedra.)
Uno apenas es una cosa cierta
que se deja vivir, morir apenas,
y olvida cada instante, de tal modo
que cada instante, nuevo, lo sorprenda.
Uno es algo que vive,
algo que busca pero encuentra,
algo como hombre o como Dios o yerba
que en el duro saber lo de este mundo
halla el milagro en actitud primera.
Fácil el tiempo ya, fácil la muerte,
fácil y rigurosa y verdadera
toda intención de amor que nos habita
y toda soledad que nos perpetra.
Aquí está todo, aquí. Y el corazón aprende
—alegría y dolor— toda presencia;
el corazón constante, equilibrado y bueno,
se vacía y se llena.
Uno es el hombre que anda por la tierra
y descubre la luz y dice: es buena,
la realiza en los ojos y la entrega
a la rama del árbol, al río, a la ciudad,
al sueño, a la esperanza y a la espera.
Uno es ese destino que penetra
la piel de Dios a veces,
y se confunde en todo y se dispersa.
Uno es el agua de la sed que tiene,
el silencio que calla nuestra lengua,
el pan, la sal, y la amorosa urgencia
de aire movido en cada célula.
Uno es el hombre —lo han llamado hombre—
que lo ve todo abierto, y calla, y entra.
Sitio de amor, lugar en que he vivido
de lejos, tú, ignorada,
amada que he callado, mirada que no he visto,
mentira que me dije y no he creído:
en esta hora en que los dos, sin ambos,
a llanto y odio y muerte nos quisimos,
estoy, no sé si estoy, ¡si yo estuviera!,
queriéndote, llorándome, perdido.
(Ésta es la última vez que yo te quiero.
En serio te lo digo.)
Cosas que no conozco, que no he aprendido,
contigo, ahora, aquí, las he aprendido.
En ti creció mi corazón.
En ti mi angustia se hizo.
Amada, lugar en que descanso,
silencio en que me aflijo.
(Cuando miro tus ojos
pienso en un hijo.)
Hay horas, horas, horas, en que estás tan ausente
que todo te lo digo.
Tu corazón a flor de piel, tus manos,
tu sonrisa perdida alrededor de un grito,
ese tu corazón de nuevo, tan pobre, tan sencillo,
y ese tu andar buscándome por donde yo no he ido:
todo eso que tú haces y no haces a veces
es como para estarse peleando contigo.
Niña de los espantos, mi corazón caído,
ya ves, amada, niña, qué cosas dijo.
Entresuelo
Un ropero, un espejo, una silla,
ninguna estrella, mi cuarto, una ventana,
la noche como siempre, y yo sin hambre,
con un chicle y un sueño, una esperanza.
Hay muchos hombres fuera, en todas partes,
y más allá la niebla, la mañana.
Hay árboles helados, tierra seca,
peces fijos idénticos al agua,
nidos durmiendo bajo tibias palomas.
Aquí, no hay una mujer. Me falta.
Mi corazón desde hace días quiere hincarse
bajo alguna caricia, una palabra.
Es áspera la noche. Contra muros, la sombra
lenta como los muertos, se arrastra.
Esa mujer y yo estuvimos pegados con agua.
Su piel sobre mis huesos
y mis ojos dentro de su mirada.
Nos hemos muerto muchas veces
al pie del alba.
Recuerdo que recuerdo su nombre,
sus labios, su transparente falda.
Tiene los pechos dulces, y de un lugar
a otro de su cuerpo hay una gran distancia:
de pezón a pezón cien labios y una hora,
de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas.
Yo la quiero hasta el fondo de todos los abismos,
hasta el último vuelo de la última ala,
cuando la carne toda no sea carne, ni el alma
sea alma.
Es preciso querer. Yo ya lo sé. La quiero.
¡Es tan dura, tan tibia, tan clara!
Esta noche me falta.
Sube un violín desde la calle hasta mi cama.
Ayer miré dos niños que ante un escaparate
de maniquíes desnudos se peinaban.
El silbato del tren me preocupó tres años,
hoy sé que es una máquina.
Ningún adiós mejor que el de todos los días
a cada cosa, en cada instante, alta
la sangre iluminada.
Desamparada sangre, noche blanda,
tabaco del insomnio, triste cama.
Yo me voy