Crimen tras la muerte
Por J.C. Santiago
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La inspectora Clara Demente recibirá un sobre anónimo en su buzón con un extraño contenido, un conjunto de nueve dígitos, una uña postiza y una amenaza: «o muere o llamas». Ése será el punto de partida de una carrera contrarreloj para salvar lograr detener los asesinatos.
Una adictiva lectura al más puro estilo noir. Una lucha contrarreloj por la vida.
Incluye el relato "Perros" de J.C. Santiago
"Este breve relato va dedicado a todas las gentes que han desafiado su salud, y la de todas las personas que les rodean, por dejar que sus mascotas disfruten de minutos de paseo de más." J.C.Santiago.
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Crimen tras la muerte - J.C. Santiago
Índice
Portada
Portadilla
Perros
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1. Jonás
Capítulo 2. Gepeto
Capítulo 3. Madeleine
Crimen tras la muerte
Dedicatoria
La ciudad despertaba perezosa...
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Biografía
Créditos
Ediciones Click
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Crimen tras la muerte
Incluye el relato «Perros»
J. C. Santiago
Perros
J. C. Santiago
Este breve relato va dedicado a todas las personas que han arriesgado su salud, y la de todos los que los rodean, para que sus mascotas disfruten de unos minutos más de paseo.
Prólogo
En los confines de la soledad, cuando la ciudad durante el día duerme y la gente se refugia en sus casas, protegiéndose del virus que azota el mundo, surge el instante del paseo, el momento en el que los perros rompen el ir y venir de los vehículos de emergencia, de las sirenas y las luces.
Capítulo 1
Jonás
Sus pasos, débiles, toman rumbo a la puerta de salida del centro sanitario. Un chándal, unas zapatillas viejas, una mascarilla y un ligero bastón de apoyo, su tranco es corto. Jonás, enjuto, abandona el mortuorio temporal camino de su hogar. Han sido veinte días de lucha contra la muerte, la vida le ha restado un tiempo que no tenía. Se encamina con paso tembloroso a su morada, a esa vieja cueva que desde años atrás le ha servido de estancia. Allí, si la rutina ha seguido su curso, le estará esperando Gepeto, su inseparable border, su compañero fiel, ese socio que nunca le ha fallado, que ha compartido manta y mantel, comida y tiempo.
El corto recorrido se hace largo, la soledad de la vereda del río le resulta desconocida. Con su máscara y su bastón parece un apestado y no consigue entender cómo ese tramo tantas veces recorrido fue su trampolín a la muerte. Todavía recuerda en sus ojos vidriosos aquel pequeño escuadrón de trajes naranjas y amarillos que lo recogían y lo llevaban en volandas al hospital. Se sentía cansado, pero nunca supuso que el problema fuera para tanto.
En la roca, desafiante, Gepeto observaba con sus vivos ojos azules la situación, se postraba sobre sus patas delanteras e impasible escuchaba el sonido de la sirena de la ambulancia que había roto el silencio de la tarde.
Podía reconocer el paisaje, la roca desde donde su perro miraba. Entre la maleza, sin fuerzas, se iba abriendo camino, se acercaba a su oscura morada; los movimientos de las ramas revelaban su presencia. Raudo, flaco y vivo acudió su compañero a buscarlo. Sus lametazos le limpiaban la cara, le despertaban la vida; la simbiosis entre los dos moradores de la cueva era total.
El olor a humo le traía recuerdos: las paredes negras, el tamiz de arena, su casa, su hogar. Sentado sobre su lecho de paja, aún pensaba en cómo, en su deseada soledad, había podido contraer la enfermedad. Era austero, incívico, no se relacionaba con nadie, su único contacto con las personas era cuando salían a pasear a sus mascotas. Él se valía de la naturaleza, del bosque, se servía de las plantas, le abastecía de caza y pesca: con sus trampas y ardides conseguía sobrevivir en el mundo de consumo. Conocía por comentarios que la enfermedad solo se trasmitía entre personas, pero él, él que siempre moraba solo por las sendas del río, había sido contagiado. Un décimo de lotería premiado habría sido más fácil que contraer un contagio en soledad.
Capítulo 2
Gepeto
Al caer la tarde, cuando los ruiseñores se apoderaban de la noche, silencioso, protegido por las sombras, se deslizaba oculto a la espera de su presa. Al fondo, sin apenas tiempo de espera, un collar luminoso cercano al suelo se movía. Gepeto, con un incesante movimiento del rabo, salía en su búsqueda; los animales se entrelazaban en juegos. El propietario del pequeño podenco lo llamaba entre trinos. Los perros jugaban ajenos al virus silencioso y, mientras la humanidad se desvanecía, la naturaleza retomaba la normalidad, su normalidad. El corte fue rápido, el cuello se teñía de rojo y el joven se desangraba entre las matas de aligustre. Jonás limpió su navaja (había sido certera en su cometido) y pasando las manos por las axilas del cuerpo yacente lo arrastró a la cueva. Su cartera, sus bienes personales, se amontonaban junto a otros en la parte más recóndita de la oquedad; la pala del rincón volvía a tener trabajo. Qué más daba, solo era un número, otro aventurero desafiando el estado de alarma. El grito era constante en el mundo: ¡quédense en casa!, pero siempre había algún listo que tenía que saltarse el confinamiento, poner en riesgo la vida de los demás. Daba igual, ya era uno más en la lista de fallecidos, personas solitarias por las que nadie preguntaría. Era engordar la causa perdida en la lucha del país: treinta mil, treinta y cinco mil muertos, ¡qué más dan unas unidades más si pueden salvar muchas vidas! A veces es necesario el sacrificio para poder contemplar la victoria. Eliminando los vectores de contagio, más fácil es llegar al final de todo esto.
Jonás, en su martirio, rodeado de algo más de una docena de perros, se repetía de manera incesante, como ese martillo pilón que no deja de machacar: «¡Quédense en casa, quédense en casa!». Mañana volvería a caer la noche, demasiado tentador para la gente que no podía soportar el confinamiento.
¿Tan complicado era aguantar entre unos muros un poco más de tiempo? No, había que salir, había que propagar la Covid entre los demás. Es indetectable, se mantiene en la madera, en el metal, un simple estornudo en la oscuridad es una sementera de mal, un caldo de cultivo que puede dar pie a colapsar la sanidad.
La noche se torna fría, no hay transeúntes acompañando a sus canes. Escondidos entre el follaje, Gepeto y Jonás aguardan a su próxima víctima. Los minutos pasan, no hay sombras (hay luna nueva), tan solo aullidos de sirenas, destellos de fuego que en la lejanía quiebran la calma. Las manos se sienten frías, las esconde entre el pelo del border. Su corazón late pausado, sus ojos color cielo escudriñan la oscuridad; se vuelve, mira a su amo, emite un bostezo. Jonás se levanta, coge el hatillo de cuerdas y vuelve a su cueva. Hoy no hubo caza.
El sol despunta sobre la loma y los primeros rayos alumbran el abrigo de la cueva. Sentado junto a su perro repasa la documentación de sus víctimas. Gepeto le chupa la mano, le muestra su cariño; él lo acaricia entre las orejas. El animal humilla agradecido el gesto. En la cueva, los otros perros se enzarzan en algarabía de juegos. Jonás los manda callar, repasa sus víctimas: diferentes edades, diferentes nacionalidades, insensatos ellos.
La noche ha sido fría, aún se mantiene algo de hielo en las umbrías. Los perros habilidosos corretean en los riscos; no tienen miedo, son libres, están sueltos, aúllan, abullan, ladran y marcan su territorio. Al fondo, la ciudad duerme, no tiene prisa. La vida se muere.
Su navaja se desliza suave sobre las cebollas. El pequeño huerto lo abastece de alimentos. No tiene nada y estuvo a punto de perderlo todo.
Esta noche habrá caza.
Capítulo 3
Madeleine
Los portales de internet arden, la telefonía móvil quema datos a toda prisa. En su rincón, la dulce Madeleine juega con su pequeño papillón, se envuelven en carantoñas y mimos. Desde el inicio del confinamiento saca a su mascota; un paseo corto, breve. Sus padres no le dejan más. Un poco de aire y de vuelta a casa. Dos veces al día, dos momentos de respiro en el confinamiento adolescente. Volverá el colegio, los juegos y los primeros besos, pero solo hay pena, recuerdos, nostalgia. Las campanas de la catedral avisan: es la hora, son las ocho de la tarde. La gente abre ventanas, puertas, terrazas; suena la música del Dúo Dinámico, se escuchan aplausos y palmas; las calles vacías, el eco de los sones, cinco minutos de vida, y la tarde se apaga.
Se cierran cristales, se tornan bisagras. Madeleine se pone su abrigo, toca dar la vuelta a la manzana. Mcqueen, su precioso papillón, brinca y salta. Le coloca su pequeño arnés, su engalanada correa con guantes y bolsitas para recoger las cacas. Chispea, encoge los hombros y cruza la calle; no hay nadie. El animal huele, olisquea las plantas, se acerca al río, prueba el agua. En el móvil de Madeleine, un whatsapp; se detiene. Es su grupo de amigos. No puede escribir, los guantes cubren sus manos. Mcqueen en la izquierda, en la derecha el smartphone; con los dientes retira los guantes, la correa se tensa. Mcqueen quiere jugar, pero no es momento. Su compañera recuerda a sus amigos, risas y tontadas, se agacha y suelta al pequeño animal. La alegría de sus patitas se mezcla con las hojas, corretea, se aparta de su dueña. Madeleine sigue escribiendo, los minutos pasan; levanta los ojos de la pantalla y su perro no está. Asustada, corre a buscarlo, le grita, lo llama:
—¡Mcqueen!, ¡Mcqueen!
En la otra orilla del cauce se oyen ruidos. Cruza por el puente hasta la vereda: no hay luz, no hay perro, no hay nada.