Años de ruido y sombras
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Su curiosidad se convierte en desagradable sorpresa cuando averigua que su abuela, integrante del círculo de pintores ´indigenistas` en la esfera de Diego Rivera y Frida Kahlo durante los años 50 y beligerante contra régimen de Franco, había sido la amante de un falangista, miembro de la brigada antisubversiva, apodado ´El sádico de Laietana`.
Mientras en la segunda parte del libro se narran las peripecias vitales de la joven Marta Alfares en la Barcelona de posguerra, Beba descubrirá que, a veces, las apariencias no se corresponden con la realidad.
Años de ruido y sombras, una de las mejores novelas del escritor catalán afincado en Bilbao Julio García Llopis, trascurre en Paris, México DF y Barcelona en dos épocas que, en paralelo.
Julio García Llopis
Nacido en la localidad costera catalana de Arenys de Mar, Barcelona, reside en Bilbao desde los 19 años. Es Doctor en Ciencias de la Información, Licenciado en Derecho y Diplomado en Cinematografía. Trabajó durante varios años como profesor de medios audiovisuales en la Universidad del País Vasco. Seleccionado y premiado por su video-poema Islak (Reflejos) en el VIII Salón y Coloquio Internacional de Arte Digital de La Habana, ha investigado sobre las nuevas tendencias poéticas, realizando exposiciones de sus obras en distintas galerías y redactando el llamado ´Manifiesto de la poesía audiovisual` En su bibliografía destacan ensayos cinematográficos (´Cien años de cine de terror`) y libros de relatos viajeros (´Sandalias de celuloide`, ´La mirada del tercer ojo`). Integrando su producción novelística se encuentran las obras: ´Saldrás mañana`, ´Los verdes campos de Ítaca` ´La era del trauma` y la trilogía de novela negra ´Marilyn y otras rubias`, ´El sanador de miedos` (Edición en papel y formato electrónico) y ´Rumor de togas`. Tras la publicación por ediciones Click, del Grupo Planeta, en formato libro electrónico, de ´La vida oculta`, un alegato contra la intervención francesa en Costa de Marfil, la misma editorial lanzó al mercado, también en el mismo formato, la novela ´El muerto que sonreía a la luna`, sobre un audaz atraco al museo Guggenheim. La presentación a mediados del mes de marzo de 2017 de su libro, en clave de humor, ´A la vejez viruelas. Cómo sobrevivir a una ruptura de pareja en la tercera edad`, con dibujos de la ilustradora catalana Raquel Gu, ha marcado un sorprendente giro en la carrera literaria del autor. ´El irlandés (Sombra de hombre con perro) supuso una nueva incursión en un género, la novela negra, con el que el autor confiesa sentirse cómodo. ´El irlandés 2. (Matar al oso pardo) `fue la segunda entrega de las andanzas de un peculiar detective privado irlandés afincado en Bilbao que se consolida como un personaje a la altura de los protagonistas más carismáticos de la ficción policiaca, pendiente de edición la tercera parte: ´El irlandés 3. La ría se viste de luto`. En ´La encrucijada`, de nuevo con el sello del Grupo Planeta, el autor dirigía una mirada oscura a un pasado cada vez menos reciente y planteaba el dilema ético que da título a la novela. ´Años de ruido y sombras`, su última obra, tiene como protagonistas a dos mujeres, abuela y nieta, ambas pintoras, que enlazan destinos en un puente espacio-temporal.
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Años de ruido y sombras - Julio García Llopis
Índice
Portada
Portadilla
Capítulo Uno
Beba
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Marta Alfares
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Beba
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Biografía
Créditos
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Años de ruido y sombras
Julio García Llopis
Capítulo Uno
Beba
Época actual
Sentada sobre el pretil del paseo Marítimo, Beba contemplaba la extensión de mar azul solo enturbiada a ras del horizonte por pequeños bancos de niebla. Era un azul conocido por los pintores como «azul mediterráneo», un tono entre cielo diurno despejado y polvo de estrellas en el umbral de la amanecida que adquiere relevancia cromática en rincones del mundo bañados por el Mare Nostrum. Su abuela materna, a la que, según decían, tanto se parecía, tal vez se había extasiado también en otro tiempo ante ese mismo paisaje: gaviotas indolentes, una vela solitaria, ondas sin fuerza lamiendo la arena de la playa… De pequeña detestaba los rasgos que las unían en un inequívoco aire de familia constatado en las fotografías. El rostro adusto, la melena cobriza, siempre encrespada, y la piel blanca y pecosa solían provocar la burla de los otros niños, volviendo su carácter aún más huraño. Ocurrió años después, al mirarse en los ojos de Diego, cuando fue plenamente consciente de su atractivo. «Las mujeres pelirrojas sois las favoritas de los dioses porque lleváis el sol en la cabeza», le dijo. Y ella le creyó, subyugada por aquel descendiente de indios mayas capaz de abrir una nuez con los dedos pulgar e índice.
Inmóvil, batiendo apenas los párpados cuando el exceso de luz los aplastaba. Inmóviles también sus pensamientos al haberse cerrado momentáneamente la brecha por donde solía escaparse el fantasma de Alexia tras expulsar de su frágil cuerpo los últimos restos de vida.
A su izquierda, en una pequeña rada, se apiojaban los mástiles de los yates, ávidos por hacerse a la mar. El pueblo, aletargado durante los meses de invierno, resucitaba al aparecer los primeros turistas y los residentes de temporada. Apenas sumaba ocho mil habitantes, pero entre junio y septiembre sufría el agobio de una población flotante que superaba con creces esa cifra.
No siempre fue así. Como mostraban las postales en blanco y negro expuestas en los puntos de venta turísticos, en la época en que su abuela estuvo de paso por aquella zona, poco después del final de la guerra civil española, se trataba de un enclave marinero humilde y tosco en el que las barcas de pescadores invadían la playa y en lugar de espigón solo existía un frágil parapeto de piedras. Podía imaginarla con la mirada perdida en el horizonte, inventando el gran barco que debía llevarla a México, y, en trazos negros sobre su cabeza, los presagios oscuros que amenazaban su propósito.
La idea de viajar en busca de sosiego había surgido de Víctor, su marido. La muerte de Alexia la sumió en una profunda tristeza. Dejó de relacionarse, de asistir a fiestas y reuniones; incluso de pintar. Era un alma en pena recorriendo la casa sin propósito, midiendo el jardín con pasos apresurados y preguntando continuamente a los relojes cuánto faltaba para la noche. Entonces la batería de pastillas multicolores anestesiaba los recuerdos para dejar paso a una duermevela fatigada e inquieta.
Agotado el llanto, buscó refugio en la fe. De nada servía su racionalismo ni lo que su padre denominaba «herencia agnóstica». En la semipenumbra del templo, envuelta en olores místicos, creyó posible establecer un vínculo con el más allá en el que la Virgen y los santos actuaban de intermediarios. Empezaba a descender por el tobogán imparable de la depresión con las manos juntas y el deseo, cada vez más acuciante, de acabar cuanto antes con su sufrimiento.
Víctor era una buena persona. Desde el primer momento trató a Alexia como a una hija, esforzándose por atender y dar cariño a la niña a la que llamaba frecuentemente «mi amado tesoro». Cuando murió, su corazón se desgarró igual que el suyo, pero los hombres no tardan en cubrir el dolor con gruesas capas de testosterona. Ese afán de retorno a la normalidad, olvidando que la vida sin Alexia jamás volvería a ser normal, levantó la primera barrera. Surgieron luego otras nuevas, todas relacionadas con actitudes diferentes ante la ausencia del ser querido.
—Deberías cambiar de aires. He contactado en Barcelona con Oriol Roca, el galerista que preparó tu primera exposición en España, y me ha adelantado que son unas fechas idóneas para planificar un viaje por aquellos lares. Todavía no hace demasiado calor, y los turistas tardarán aún en llegar. —Mientras hablaba, sostenía el cilindro electrónico entre el índice y el corazón de la mano izquierda con la misma elegancia que cuando fumaba los aromáticos cigarrillos rubios traídos especialmente para él desde Virginia—. Me ha hablado de un balneario termal junto a la costa que obra milagros en la gente que lo frecuenta.
Se tomó una pausa para extraer del sucedáneo del tabaco una miseria de humo.
—Todos estamos muy preocupados por tu salud —prosiguió— y queremos verte recuperada cuanto antes. Además, siempre has dicho que te gustaría recorrer los lugares por donde anduvo tu abuela antes de conseguir escapar del infierno de la guerra, ¿no?
Su marido embellecía las conversaciones corrientes con frases o expresiones extraídas de su otro mundo: el literario. A medida que su dedicación a la pluma se hacía más intensa y los editores y el público se interesaban progresivamente por su obra, el escritor se asentaba más en la joroba del hombre y jineteaba con mayor ahínco su forma de ser, de actuar e incluso de hablar. El Víctor Heine ganador del premio internacional mexicano Alfonso Reyes en poco se parecía al tímido profesor universitario de literatura hispana al que conoció en una de sus primeras exposiciones. La expresión «el infierno de la guerra» correspondía a esa segunda personalidad, carismática y un tanto histriónica, que mostraba su rostro sonriente en los escaparates de las grandes librerías.
—No necesito ir a ninguna parte. Estoy bien, y no me apetece dejar sola a Alexia en ese nicho tan frío donde la han metido. Además, ¿qué se supone que voy a hacer en un balneario a miles de kilómetros de distancia de aquí?
—Pasear, descansar, volver a pintar… Tu médico, el doctor Bringas, no solo lo aprueba, sino que lo recomienda encarecidamente. Hazme caso por una vez, en lugar de cerrarte en banda como acostumbras.
La simple mención del doctor Bringas paseó un escalofrío por su piel. Conseguía evocar las solitarias noches en el pabellón psiquiátrico del hospital, los gritos intempestivos, el embotamiento producido por el exceso de fármacos durante los dos ingresos sufridos a raíz de la muerte de Alexia. «Me estoy volviendo loca», asumía en sus escasos momentos de lucidez. Si ahora se negaba, tal vez la obligaran de nuevo a compartir habitación con mujeres que ponían los ojos en blanco o sollozaban a todas horas con lágrimas secas.
—De acuerdo —transigió—, pero por un tiempo no superior a tres semanas.
Él no quiso acompañarla en aquel temporal exilio, aunque su trabajo tampoco se lo hubiera permitido. Además, su relación pasaba por una fase divergente, que en muchos matrimonios supone la antesala de la ruptura, en la que abundaban los silencios y las conversaciones se reducían a unas cuantas frases hechas: «Buenas noches», «¿Has dormido bien?», «El domingo vienen mis padres a comer».
Brincó hasta el suelo, cogió el caballete, la tela virgen y el estuche de pinturas y reemprendió el camino hasta la residencia-balneario. El reloj de la torre de la iglesia acababa de dar las doce del mediodía. La rutina del establecimiento era casi cuartelera. Comida a las doce y media, pequeña siesta en el solárium, circuito termal y masaje seguido de un parco refrigerio a base de zumos y frutas. Tiempo libre hasta las siete y media, hora de la cena, e intentos de convivencia en la biblioteca, el saloncito y la sala de televisión.
Los huéspedes de las caldas tenían una edad media de cincuenta años. Predominaban las mujeres, estiradas y distantes, pero había también parejas de mediana edad y varios hombres en cuyo rostro se reflejaba la enfermedad, las huellas de una separación traumática o el abuso de alcohol y drogas.
El inmueble, decimonónico, de ladrillo de cara vista y azulejos en fachada, había sufrido idénticos avatares que otros edificios de la misma época. Construido para hacer uso medicinal de las aguas que corrían por el subsuelo, tuvo su período de esplendor en los años veinte, cuando la burguesía catalana, tan feliz y despreocupada como las demás burguesías europeas, acudía al balneario a dejarse ver y limpiar sus pecados externos, porque de los internos ya se ocupaba un clero que hacía sus homilías en lengua vernácula.
Utilizado como refugio de la soldadesca a principios de la Guerra Civil, reabrió sus puertas después de la contienda, siendo totalmente reformado a finales de los sesenta para convertirlo en hotel. La crisis obligó a su cierre hasta que un consorcio inglés lo adquirió y transformó en spa, la denominación aplicada a los nuevos centros de tratamiento hidrotermal.
A su llegada, la sorprendieron los lienzos que decoraban la galería de acceso a los baños. Había marinas de autores desconocidos y tres cuadros en los que, antes de ver la firma «M. Alfares» reconoció de inmediato la autoría de su abuela. Todos habían sido pintados durante su etapa neosurrealista, antes de evolucionar a un expresionismo cargado de influencias artísticas de los pueblos indígenas mexicanos, al estilo de los seguidores de Diego Rivera y Frida Kahlo.
Mister Scott, el gerente, se sintió encantado al saber que una de sus huéspedes era la nieta de Marta Alfares, la famosa pintora cuyos cuadros embellecían las paredes del establecimiento.
—Se los compramos a la familia Fortuny, los fundadores del balneario que llevaba su nombre —dijo en tono afable—. Queríamos que algunas zonas conservaran su aspecto primitivo, contrastando con la modernidad de las instalaciones del circuito de aguas. Acertamos, ya ve, porque todo el mundo se extasía ante ellos. Venga conmigo —añadió—, le voy a enseñar una cosa.
La precedió hasta el pequeño despacho de la primera planta, desde donde coordinaba el negocio. Allí, en una de las paredes laterales del cuartucho, había otro cuadro. Construido en texturas ocres y pinceladas de rojo fuerte, representaba una especie de caverna, o tal vez las fauces de un animal hambriento. Por un efecto óptico, las paredes de aquel conducto parecían palpitar, abrirse y cerrarse según el ángulo de visión desde donde se contemplaba.
—Iba en el lote —explicó con cierto embarazo—. Desagradaba a algunos huéspedes poco entendidos en arte, así que lo traje aquí. Tal vez usted me pueda explicar lo que la artista quiso representar…
El acceso a la residencia bordeaba el flanco sur del pueblo y, dejando atrás el cementerio, trepaba unos metros hasta alcanzar la verja de hierro que la rodeaba. Por el camino, Beba observó la gran cantidad de estandartes colgados de los balcones de las casas o colocados en los lugares más inverosímiles. Eran enseñas con franjas rojas y amarillas y una estrella blanca incrustada en un triángulo azul, muy parecidas a la bandera cubana, que demostraban el auge del sentimiento independentista catalán.
Tras una etapa de fervor revolucionario en la universidad, Beba se desentendió de la política: un juego de poder en el que habitualmente ganaba el más fuerte, con el agravante de que los más fuertes siempre eran los mismos. Sin embargo, los medios patrios empezaban a ocuparse de la preocupante crisis política que sufría España y del intenso movimiento separatista catalán, y a ella le interesaba todo lo que se relacionaba con la tierra de sus antepasados.
Víctor, que en sus años de estudiante perteneció también a una coordinadora universitaria de ideología marxista-leninista y seguía manteniendo contacto con grupos afines al PCM, decía que se trataba de un proyecto utópico sin futuro y, sobre todo, sin sentido. Mantenía que, aunque el triunfo del Partido Popular hubiese supuesto la aplicación de medidas drásticas que afectaban gravemente a la sanidad, la educación y los servicios sociales en general, la solución no pasaba por el desgajamiento del país, sino, muy al contrario, por un frente común de los grupos de izquierdas para lograr cambiar las cosas.
—¿Y si se empeñan en ser independientes?
—Caerían en la trampa de siempre. De momento, al partido burgués que ha detentado durante años el poder en esa comunidad autónoma le interesa una alianza con otras fuerzas que llevan en su programa la independencia. Sin embargo, en el supuesto de que prosperase tal despropósito, se desharían de sus compañeros de viaje y volverían a controlar todos los resortes del poder.
Existía un pequeño acceso de peatones, pero, al verla cargada, el portero levantó la barrera para facilitarle el acceso.
—Buenos días, señora Hidalgo. ¿Ha tenido buena mañana?
Todo el personal del balneario hacía gala de una educación exquisita. A su llegada, mister Scott se encargaba de transmitir a los huéspedes el lema del establecimiento: «Salud y amable bienestar», pobre reclamo que, según él, resumía las virtudes del hotel de aguas.
—He ido a dar un paseo hasta el malecón. Por cierto: me ha sorprendido ver tanta bandera colgada de los balcones.
—La estelada… El pueblo quiere votar en un referéndum, y esa es su manera de hacerlo saber. Los catalanes somos gente pacífica, lo comprobará por sí misma en cuanto nos conozca un poco, pero también sabemos mostrarnos tenaces.
Beba se encogió de hombros, incapaz de mostrar empatía. México se encontraba desde hacía años en permanente conflicto: la corruptela política y policial, los grupos paramilitares, la violencia contra las mujeres, la lucha de los carteles de la droga por conservar sus respectivos territorios… Incluso las zonas más seguras de la capital, como el exclusivo paseo de la Reforma, se convertían en feudo de delincuentes. Ella misma había sido objeto de un atraco pocos meses atrás, con el resultado de un tremendo susto y la pérdida del reloj de oro que le regaló Víctor por su cumpleaños.
Además, su ánimo estaba cada vez más decaído. Llevaba cuatro días en España sin vislumbrar el beneficio que supuestamente iba a suministrarle el cambio de aires. Tenía pesadillas y no conseguía trazar una sola línea sobre el lienzo. Pese a que forma, volumen y dimensión cromática se daban cita en la retina para ensamblar un todo armónico, la mano que sujetaba el pincel era incapaz de obedecer las órdenes creativas que emanaban del cerebro.
Tampoco habían dado fruto sus intentos por localizar los lugares donde un puñado de artistas, la abuela Marta y sus cuatro compañeros, estuvieron refugiados después de cruzar clandestinamente la frontera francoespañola. Nadie recordaba un episodio semejante acaecido hacía más de setenta años, en plena posguerra y apenas consolidada la invasión de Francia por las tropas alemanas. «Eran momentos difíciles», decían unos. «Aquellos tiempos más vale olvidarlos», pasaban página otros. Alguien le aconsejó entonces que hablara con el bibliotecario, «un hombre con muchas cosas que contar; tal vez demasiadas…».
La frase, inacabada, introducía en su perfil un elemento oscuro: la sospecha de no transmitir todos sus conocimientos o vivencias. Respondía al voto desconfiado que se otorga a gente de dudosa ubicación. Un bibliotecario conoce los gustos literarios y las aficiones de quienes visitan, siquiera esporádicamente, el santuario de los libros, lo que le otorga un poder semejante al que emana de la comisaría o el confesonario.
Aquella tarde, después de una pequeña siesta sin sobresaltos, se puso una blusa de manga corta y unos pantalones vaqueros y, al mirarse en el espejo del cuarto de baño, añadió un toque de color a sus labios. Estaba pálida, demacrada, con profundas ojeras que la hacían parecer «definitivamente mayor». «Llega un momento —le solía decir a Alexia, riendo— en que las mujeres nos hacemos definitivamente mayores, la hora de abandonar los sueños y resignarnos a un futuro de manta y ganchillo. Así pues, como recomendaba el poeta francés Ronsard: Cueillez dès aujourd’hui les roses de la vie
».
Alexia estaba muerta. Ella tenía 42 años, en puertas de una precoz menopausia causada por el estrés. El deseo sexual había ido dejando paso a la languidez, siempre demasiado agotada para atender los requerimientos de Víctor o experimentar otra cosa que no fuera una resignada aceptación de sus arrebatos amorosos. De seguir así, lo perdería sin remedio. En su entorno había muchas mujeres jóvenes, exalumnas y admiradoras que no dudarían en ofrecerle lo que ella le negaba reiteradamente. En ese contexto, el añadido del carmín no respondía a un brote de coquetería, sino al deseo de no parecer un cadáver ambulante.
El viento traía del mar pequeñas gotas de lluvia salada. Acertó al añadir a su vestuario una chaquetilla de punto. Formaba parte del «montón previsor de ropa» que incrementaba el peso de la maleta, pero la sacaba de problemas en todos sus viajes.
Escapar de la hora del té iba a costarle la mirada torva de los residentes más tradicionales, los que la asediaron a preguntas en cuanto llegó y fruncieron el ceño al obtener respuestas esquivas. Una mujer sola, de aspecto enfermizo, abría el melón de las especulaciones. Añadiendo al puzle la nacionalidad mexicana y el parentesco con una mujer famosa, también pintora, que daba nombre a una de las piletas del circuito termal y sobre la que corrían todo tipo de rumores, estimulaba la curiosidad de muchas damas aburridas y algún que otro caballero chismoso.
Un paso ligero, espoleado por la llovizna, la había llevado al centro del pueblo, en la calle principal. El edificio de la biblioteca también lucía la estelada en el balcón, lo que, dado su carácter municipal, hablaba bien a las claras de un movimiento que sobrepasaba el gesto de rebeldía de pequeños grupos nacionalistas.
Era un local anexo a las dependencias del ayuntamiento al que se accedía por una cristalera batiente. En contraste con el ambiente desapacible de la calle, la temperatura interior parecía demasiado alta, incluso agobiante.
Paseó la mirada por el recinto: estanterías a diferentes alturas, media docena de mesas de lectura y, al fondo, un pequeño mostrador de madera del que emergía la cabeza de un hombre entrado en años. No había nadie más. «Horari: 16.30 a 20», leyó en el cartel de la entrada. Tal vez fuera aún temprano o, como ocurría en la mayoría de las bibliotecas, salvo las universitarias, la asistencia de público solo se hacía notar a última