Nieve negra: Dioses, héroes y bastardos del ajedrez
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Información de este libro electrónico
Nacido como terapia para la depresión, siendo de origen extraterrestre, el ajedrez tiene quince siglos de vida. Aqui viene la historia de ese juego que consiste en sentarse a la fresca a contemplar la vida.
Curiosidades, traiciones y grandes rivalidades que han rodeado al ajedrez desde los maestros árabes que trajeron el tablero a España hasta el actual campeón Carslen, calculdor y frio como una computadora, pasando por el volcánico Bobby Fischer, el seductor Capablanca, el niño prodigio Arturo Pomar, los maestros soviéticos o los campeones polacos judíos que esquivaron el Holocausto.
Descubre la génesis del ajedrez y a unos de sus más fascinantes y diversos jugadores. «Dios ha muerto, Marx ha muerto, pero nos queda el ajedrez»
LO QUE PIENSA LA CRÍTICA
"Bellísimo. Increíble trabajo. Muy bien documentado y con un estilo que engancha. Es un libro que impulsa a seguir investigando sobre temas que van más allá del ajedrez. En este último brilla y se convierte en una bella introducción al mundo fantástico de la mitología ajedrecística. Me gustaría ver más libros así. Espero más trabajos interesantes de este autor." - Angelo Marcano, goodreads
"Un excelente repaso por la historia del ajedrez y sus principales protagonistas, muy interesante y bien escrito. Recomendado para interesados en el ajedrez aun no sabiendo jugar." - Alberto, goodreads
"Las biografías de Bobby Fischer y Arturo Pomar también tienen cabida en Nieve negra (Libros del K.O., 2020), un delicioso vademécum ajedrecístico escrito por Jorge Benítez." - El Salto
EL AUTOR
JORGE BENÍTEZ MONTÁÑEZ : (Madrid,1979). Periodista de Papel, la revista diaria del periódico El Mundo. En 1999 publicó Recordado Nando Altea (Ed. Calambur), libro ganador del Premio de Novela de la Universidad Politécnica de Madrid. Ha escrito varios guiones, entre el que está Las Huellas, mediometraje producido por el director finlandés Aki Kaurismäki.
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Nieve negra - Jorge Benítez Montáñez
Jorge Benítez
NIEVE NEGRA
Dioses, héroes y bastardos del ajedrez
primera edición:
marzo de 2020
© Jorge Benítez Montañés, 2020
© Libros del K.O., S.L.L., 2020
Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511
28020 - Madrid
isbn
: 978-84-17678-31-9
depósito legal:
M-39688-2019
código ibic
:
dnj, wdmg1
diseño de portada:
Diego Quijano
maquetación:
María OʼShea
corrección:
Pablo Uroz y Olga Sobrido
No importa que el lector carezca de conocimientos de ajedrez. El único lenguaje empleado con destreza en este libro es el de la curiosidad. Muchos expertos juzgarán ausencias significativas y presencias inesperadas. Todo eso se ha hecho intencionadamente. Cumplo lo prometido a mis editores: escribir sobre una tribu de dioses, héroes y bastardos guiado más por emociones que por rigor antropológico o aportaciones a la historiografía. En realidad, el tablero es tan solo un escenario de convivencia entre nuestros vivos y nuestros muertos. Nada más. Si consigo que algún padre desempolve uno guardado en el trastero para jugar con su hijo, el esfuerzo habrá valido la pena. Tampoco negaré que las promesas de fama, amor y lujo de esta editorial hayan sido un estímulo.
El peor jugador del mundo
(con permiso de mi detestado Henry Kissinger)
1. GÉNESIS
El ajedrez nació como terapia para la depresión y lo hemos olvidado en la sociedad de la incertidumbre. Si este juego, que al menos tiene 1500 años de antigüedad, se hubiera inventado hoy, su venta al público habría sido profiláctica. Como uno de esos libros de autoayuda superventas que brilla en la estantería de un kiosco de estación de tren. «Dios ha muerto, Marx ha muerto, pero nos queda el ajedrez» sería un buen eslogan para la faja promocional del libro.
Para atajar la inquietud que provoca la tristeza en las sociedades ricas han surgido, más allá de fármacos y terapias, distintos remedios que buscan hacerse hueco en una sociedad que ha visto cómo la religión y la ideología son sustituidas por el cabreo cuando no la resignación de consumo rápido. Quizás, como anuncian algunos, pronto seamos presas de las tecnorreligiones que predican los profetas de Silicon Valley. Estas postulan el advenimiento de un paraíso terrenal nacido de la inteligencia artificial y los cíborgs. La vida eterna se ganará sin la necesidad de morir, lo que, reconozcámoslo, es muy seductor. Aun así, desconocen las virtudes y aguijones de la tristeza.
La tristeza y la alegría no son algoritmos. Son cultura. Nacidas ambas de la capacidad del ser humano para compartir y también para robar¹. Esa es una de las razones del éxito del ajedrez. Este juego es capaz de armonizarlas porque no se trata, como muchos creen, de una cultura nacional. Al contrario que la fe y la política, es un lenguaje que nunca ha sido manipulado eficazmente por quienes ostentan el poder. Ahí radica su grandeza.
Anatoli Kárpov, uno de los más grandes jugadores de todos los tiempos, dice con más admiración que creencia ufológica que el ajedrez es algo tan grande que no ha podido ser creado por la mente humana, que su origen tiene que ser extraterrestre. Por eso hay que perdonar los crímenes y miserias que también recorren sus quince siglos de vida.
Son muchas las civilizaciones que reclaman ser sus fundadoras, desde el antiguo Egipto hasta la China de la dinastía Ching, pero según la mayoría de los estudiosos su invención procede de la India. La versión primitiva del ajedrez pronto viajó desde esta parte del mundo hasta Persia y Arabia y desde allí se fue extendiendo a la misma velocidad que lo hacía el islam. La España musulmana fue su puerta de entrada a Europa².
La tristeza que hoy parece no tolerarse porque es vista (erróneamente) como símbolo de debilidad existe desde hace tanto que se recoge hasta en las leyendas del génesis del ajedrez. Presa de ella fue un monarca indio llamado Kadid —otros lo llaman Ladava— desde el día que vio morir a su único heredero en el campo de batalla. A pesar del triunfo sobre sus enemigos, no encontró consuelo este huérfilo³, palabra que busca reflejar el dolor de un padre por la muerte de un hijo, y se encerró en palacio devorado por la melancolía y ajeno a los asuntos de gobierno.
Durante años el reino fue presa de la desdicha de su rey sin que nada pudiese paliar la ausencia del hijo muerto. Hasta que un día se presentó en la corte un brahmán, que anunció que él podía poner fin a la tristeza del rey con la ayuda de los dioses.
Una vez arrodillado ante Kadid, el viejo cogió una tabla de madera y sobre su superficie pintó 64 cuadrados. Nadie dijo nada. Pero no se disimularon caras de asombro cuando sacó de un morral unas figuras talladas que escondía envueltas en un trozo de tela. Colocándolas sobre el tablero fue componiendo dos ejércitos simétricos. Por último, acomodó un rey por bando. Kadid, curioso, pregunto cómo podía mover ese ejército. Así el rey triste se convirtió en la segunda persona de la historia en conocer las reglas del juego de los dioses.
Atraído por este mundo de guerra sin sangre, Kadid exigió a todos los cortesanos que aprendieran a jugar. Quién sabe si por pericia o por el miedo de sus rivales a desairarlo, lo cierto es que el rey ganaba todas las partidas. Tan solo en una ocasión encontró una oposición considerable. Su rey había quedado cercado por su contrincante en una esquina del tablero y, a pesar de contar con más tropa, la victoria estaba en peligro. Nervioso, se concentró durante horas en el tablero prohibiendo cualquier interrupción. Tenía la sensación de que esa partida la había jugado y ganado con anterioridad, pero no recordaba cómo. Eso era imposible, le dijo su rival. Kadid no desistió y siguió reflexionando hasta que por fin descubrió que la posición de las piezas era exactamente igual a la de las tropas que había comandado en su última batalla el día que vio morir a su hijo.
Angustiado ante semejante revelación, mandó llamar al brahmán que le había enseñado las reglas del ajedrez para preguntar por el significado de esa casualidad. «Muchas veces para vencer hay que saber sacrificar una pieza importante», contestó el viejo. El rey Kadid volvió a mirar el tablero. Absorto, finalmente lo comprendió. La maniobra que había protagonizado su hijo durante la batalla con su guardia personal desde el flanco contrario había distraído al enemigo salvando a su ejército y a su padre. Con la fe del converso, Kadid decidió sacrificar una de sus piezas más valiosas. Sin embargo, diez movimientos después, dio muerte al rey opositor. Entonces aquel padre cicatrizó su herida y recuperó la alegría.
Agradecido al brahmán por su sabiduría le prometió la recompensa que quisiera.
Este pidió un grano de trigo (algunas fuentes hablan de monedas de plata) por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera y duplicando sucesivamente hasta llegar a la última. El monarca aceptó, sorprendido ante semejante falta de ambición.
Sin embargo, tras calcular el importe del regalo, el tesorero palaciego se presentó agobiado ante Kadid: era imposible cumplir la promesa real. No había trigo en el reino ni en la tierra conocida para satisfacer la demanda del brahmán. En total había pedido 18.446.744.073.709.551.615 granos, lo que supondría, si tenemos en cuenta la producción mundial de trigo actual, firmar una hipoteca de la cosecha planetaria de 1044 años⁴.
Hoy el brahmán, en la era del big data, donde la información vale más que el trigo y la plata, habría pedido datos, como todas las empresas que fingen dar gratuitamente un servicio. Si nuestra mente fuera como internet y el conocimiento se almacenara en el cerebro en bytes, la primera casilla del tablero equivaldría a un carácter, o lo que es lo mismo: escribir la letra A en un teclado. Según el cálculo exponencial expuesto por el brahmán, si la promesa se hubiera cumplido, en su cabeza cabría el equivalente a dieciocho exabytes, es decir la mitad del tráfico digital previsto en España para 2021⁵.
Ante esa bofetada de humildad, el rey comprendió. Fue consciente de sus límites, alejó a los aduladores de la corte y nombró consejero a aquel que le había enseñado el arte del ajedrez.
Lo más probable es que el ajedrez no sea el invento de una única persona, sino una obra colectiva. El brahmán, bautizado en una de las versiones de esta historia como Sissa, es posiblemente una evolución de Caissa, considerada la diosa del ajedrez. Como uno cree que estas historias deben contarse con amor y bilis dejando a los expertos con sus disquisiciones académicas, nos quedamos con Caissa. La iniciadora de algo tan maravilloso tuvo que ser una mujer. Sí. Defendamos a Eva y a Pandora, acusadas injustamente por el hombre del origen de nuestros males, e inclinémonos ante Caissa, quien nos enseñó a combatir la tristeza con inteligencia, decoro y sin contraindicaciones médicas.
No creo que exista una metáfora tan emocionalmente convincente como el ajedrez para representar lo que somos. En el tablero se enfrentan siempre dos creencias, dos formas de entender el mundo con sus deseos y sus miedos. Cada una de estas creencias contiene siempre una historia, y una historia es una metáfora que explica cómo funciona el mundo.
Si en algo consiste el ajedrez, es en sentarse a la fresca a contemplar la vida.
¹ En Vivir con los dioses, (Debate, 2019), Neil MacGregor trata las fuerzas fundamentales en la construcción de identidades colectivas. El ajedrez es un lenguaje que puede relacionar esas creencias.
² El arqueólogo John Oleson afirma que un pequeño objeto de piedra arenisca de hace 1.300 años descubierto en Al-Humayma (Jordania) es la pieza de ajedrez más antigua del mundo que se ha encontrado.
³ La RAE se ha negado hasta el momento a incluir en su diccionario esta palabra creada por la Federación Española de Niños con Cáncer por considerarla un «neologismo que carece de base filológica».
⁴ Cálculo publicado por el blog Matematicascercanas.com con datos de la producción mundial de trigo de 2014.
⁵ La estimación de la empresa Cisco apunta que en 2021 se alcanzarán los 37 exabytes anuales, un incremento brutal si tenemos en cuenta que en 2016 la cifra era un tercio de esa cantidad.
2. LIBRES
El mirlo negro
Ahora blanqueará este Pájaro Negro que os trajo
la nueva vieja música, las artes
de la ropa, la mesa, amables pautas
en la insensible lepra de los días.
Fernando Quiñones (1930-1998)
El mensajero que trajo el ajedrez a Europa era una combinación de Messi y Julio Iglesias. Hoy los horteras lo llamarían influencer, tendría millones de seguidores en las redes sociales y anunciaría la llegada de la Primavera de El Corte Inglés.
A él le debemos el temor al número 13 y a los espejos rotos.
«No existió, ni antes ni después, alguien que en su oficio haya sido más querido y admirado», escribió de él el historiador árabe Al-Maqqari en el siglo xvii, casi setecientos años después de su muerte.
Aquel hombre nació como Abu I-Hasan Ali ibn Nafi en un lugar que se desconoce y murió renombrado como Ziryab, el mirlo, en Córdoba. Sus orígenes son todavía confusos. Algunas fuentes apuntan que pudo haber nacido esclavo y que el color negro de su piel señalaría algún punto del África subsahariana. Otros lo consideran persa, otros kurdo iraquí.
Llegó hasta nosotros Ziryab (789-857) con su música y un tablero de ajedrez, juego que había aprendido en la corte de Harún al-Rashid —el califa de Bagdad protagonista de Las mil y una noches—, huyendo del jaque de la envidia, que es el más peligroso.
Su voz, acompañada por un laúd al que había añadido una quinta cuerda y que tocaba con un plectro (púa) diseñado con la pluma de un águila, emocionaba a todo aquel que la escuchaba. Tanto que su maestro, Isaac Maucili, le había conminado a abandonar Bagdad cuando el califa lo convirtió en su músico favorito. «La envidia es la más antigua de las maldiciones humanas», advirtió no sin razón Maucili. «Tienes dos opciones: quedarte, y entonces te mandaré matar, o puedes marcharte y que yo no vuelva a saber de ti nunca. Si decides esto último, yo pagaré tus gastos de viaje». En la corte no había sitio para los dos. Ziryab se marchó para no regresar jamás.
Vivió primero en Egipto y después en el norte de África. Hasta que recibió una invitación de Alhakén, emir de Córdoba.
Alhakén era nieto de Abderramán el emigrante, el príncipe que sobrevivió al juego de tronos que cuarenta años antes había desangrado el mundo musulmán, cuando su familia fue asesinada por los abásidas en un banquete. Abderramán se convirtió de un día para otro en un apátrida y en el único heredero de la dinastía omeya. Perseguido, salvó la vida de milagro y vagabundeó por África como haría años después Ziryab. Finalmente, en el año 755 desembarcó en Almuñécar para reclamar lo que creía suyo: un trono. En la península ibérica se valió de su linaje y del caos provocado por las tensiones raciales entre árabes y bereberes, que habían conquistado una generación atrás la Hispania visigoda, para levantar un emirato independiente de Bagdad, la capital abásida que había sustituido a Damasco como centro de poder.
La invitación cursada por Alhakén al genio del laúd tuvo un doble objetivo: disfrutar del más grande músico de su tiempo y joder a los abásidas. Sin embargo, cuando Ziryab llegó a Algeciras le comunicaron que Alhakén acababa de morir. Frustrado por su mala fortuna, dicen que el mirlo se puso a llorar. Pero Manzur, músico judío que había sido enviado como embajador de bienvenida desde Córdoba, le consoló: el sucesor de Alhakén era sensible y aficionado a las artes. Debía probar suerte.
Es muy probable que en la historia de la hospitalidad nunca nadie haya sido tan generosamente recibido por un desconocido como lo fue Ziryab. En su primera audiencia con el nuevo emir Abderramán II, este le regaló una mansión, una pensión mensual de doscientas monedas de oro, rentas de cebada y trigo y varias casas de campo en usufructo. «Solo después de haberle asegurado tan hermosa fortuna, fue cuando Abderramán rogó a Ziryab que cantara»⁶.
Por desgracia no sabemos cómo cantaba Ziryab y si es cierto que rivalizaba con las aves del Edén, pero sí está claro el impacto que tuvo la enseñanza del ajedrez en Córdoba. La popularidad de este entretenimiento creció tanto que pronto pasó de las residencias de embajadores a las guarniciones de frontera, de los palacios a las tabernas.
El primer tablero que se vio en Europa era monocromático. No estaba dividido en casillas negras y blancas. Las reglas que trajo Ziryab de Oriente diferían en algunos aspectos de las actuales. En el ajedrez islámico capturar todas las piezas a excepción del rey contaba como victoria, siempre y cuando