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Las jugadas que importan
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Las jugadas que importan
Libro electrónico485 páginas7 horas

Las jugadas que importan

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Información de este libro electrónico

El ajedrez es solo un juego del mismo modo que el corazón es solo un músculo.
Se ha considerado durante mucho tiempo una metáfora de la guerra o de los negocios, pero es aún más potente aplicada a la vida cotidiana.
Jonathan Rowson ha sido gran maestro de ajedrez y en estas páginas desvela los secretos que este juego le ha enseñado sobre la vida. Reflexiona sobre sus retos y alegrías, sobre lo que significa amar, pensar o preocuparse profundamente, y también sobre los conflictos e incertidumbres del mundo actual.
El relato revela nuestra enorme interdependencia y se convierte en un elogio de la gente que nos rodea.
"Uno sale sintiéndose más capaz de navegar no tanto por un tablero de ajedrez sino por el mundo que hay fuera de él" — Sarah Stein Lubrano, The School of Life
IdiomaEspañol
EditorialTurner
Fecha de lanzamiento17 may 2021
ISBN9788418428920
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    Las jugadas que importan - Jonathan Rowson

    Prólogo

    En cierta ocasión, un joven desorientado acudió a un templo de las afueras de su ciudad en busca de ayuda. Se sentía agotado, cansado de fingir que conocía el sentido de la vida.

    El maestro del templo lo observó atentamente. ¿Qué has estudiado?, le preguntó.

    Lo único que me ha cautivado realmente ha sido el ajedrez.

    El maestro buscó a su ayudante más cercano y, después de recordarle sus votos de confianza y obediencia, le ordenó que fuese a buscar un juego de ajedrez y una espada bien afilada.

    Mientras tanto, el maestro se dirigió al joven: Jugarás una partida de ajedrez con mi ayudante y le cortaré la cabeza al que pierda. Si el ajedrez es la única cosa que te merece la pena en el mundo, pero no eres capaz de ganar a alguien que apenas conoce sus reglas, no mereces que tu vida se salve.

    Durante el transcurso de la partida, el joven empezó a temblar; la posibilidad de su muerte lo devolvió a la vida por primera vez en mucho tiempo. Pero, repentinamente, algo sucedió. Después de unas cuantas jugadas bien conocidas, el joven redescubrió la dicha de la concentración y la belleza de las ideas; su comprensión superior del juego se hizo patente.

    Cuando advirtió que pronto realizaría jaque mate, miró a su oponente. El ayudante del maestro no tenía nada que ver con él. En el tablero de ajedrez se mostró dubitativo, pero su semblante fue disciplinado, dignificado y pleno de bondad y de vida.

    Las próximas jugadas podrían ser decisivas, pero en ese momento el joven cambió de estrategia. Se limitó a conservar su ventaja y comenzó a realizar pequeños errores con el objetivo de continuar la partida. El maestro se dio cuenta y puso fin al juego tirando todas las piezas del tablero.

    No hace falta que alguien muera hoy –dijo–. En el camino de la vi­­da, solo existen dos cosas son importantes: la concentración y la com­­pasión plena. Hoy, joven, has aprendido ambas cosas.

    Aun así, el maestro no resultó concluyente. Los jugadores sabían que la partida podía haber acabado de una manera bien distinta. El joven permaneció durante un tiempo en el templo y los rivales se hicieron amigos de por vida, aunque no se sabe si volvieron a jugar al ajedrez en alguna otra ocasión.

    Introducción

    Decir que el ajedrez es tan solo un juego es lo mismo que afirmar que el corazón es tan solo un músculo. Existe un órgano encargado de bombear la sangre a todo el cuerpo, pero el corazón es también lo que sostiene la vida, da significado al amor y otorga sentido al coraje. Del mismo modo, el ajedrez es tan solo un tablero con sesenta y cuatro casillas, treinta y dos piezas y algunas reglas, pero también ha llegado a ser una metáfora de las grandes y pequeñas batallas humanas, así como un espejo encantado de la psique humana y un icono de lo profundo y lo difícil.

    No se puede afirmar que en el ajedrez se encuentra el sentido de la vida, pero sí que proporciona las condiciones necesarias para una vi­­da significativa. Ya sea a través del trabajo, del amor o del arte, la vida comienza a tener más sentido cuando somos responsables de alguien o de algo. La responsabilidad no siempre es placentera o positiva, pero sin duda alguna es premeditada; añade significado y sentido a la vida y ayuda a responder la eterna pregunta que nos hacemos todos los seres humanos: ¿Qué debo hacer? Nuestra vida contiene muchas aristas, pero en última instancia está determinada por el secreto a voces de nuestra inevitable muerte. El ajedrez estimula el sentido de la vida porque se trata precisamente de un encuentro disfrazado con la muerte, y sentimos la responsabilidad de tener que seguir vivos jugada a jugada.

    El ajedrez es una guerra sublimada en la que los jugadores están obligados a acabar con su rival, pero a diferencia del horror macabro de la guerra, la pomposidad marcial de este juego posibilita la experiencia de la liberación estética. Cada partida es una narración geométrica única cuyos protagonistas se esfuerzan al máximo por destruirse mutuamente, pero, aun así, la lógica que opera en el trasfondo de la partida permite a los jugadores sentir la belleza y la verdad. Cuanto más intensa sea la partida y más sublimes sean las ideas, mayor será la experiencia de poder y libertad que se experimenta.

    No es casualidad que el ajedrez constituya en muchas ocasiones la piedra de toque para representar la tensión competitiva que define los negocios, el deporte y la política. Los tópicos de la planificación previa, el conocimiento del oponente, la elaboración de respuestas anticipadas y el sacrificio a largo plazo son asuntos totalmente familiares y relativos al simbolismo del ajedrez, incluso para aquellos que no han movido un peón en su vida.

    La conexión entre la vida y el ajedrez suele reducirse casi en exclusiva a sus aplicaciones relativas al pensamiento estratégico. Sin embargo, se ha escrito muy poco acerca de cómo el ajedrez evoca e ilustra asuntos relativos a lo emocional y lo existencial. Hay mucho que decir, por ejemplo, sobre la angustia ante la derrota, la pérdida del estatus, el placer de ir más allá de nuestras propias limitaciones o la belleza sublime de una idea ganadora e inesperada.

    Este libro es un acercamiento filosófico al ajedrez en cuanto que metáfora de la vida en su conjunto. La pregunta que guía mi investigación es muy sencilla: ¿Qué me ha enseñado el ajedrez acerca de la vida? Intento responder a esta cuestión a través de sesenta y cuatro retratos repartidos a lo largo de ocho capítulos. El hilo narrativo del libro transcurre desde la psique al mundo, pasando por la comunidad: abarca temas tales como el conocimiento, la competición, la educación, la cultura, la tecnología, la política o la estética, entre otros.

    El psicoterapeuta Carl Rogers afirmó que lo más personal es también lo más universal, y en este libro me esfuerzo por ser personal en este sentido. Las ideas que siguen proceden de mi experiencia propia, que comienza con una dedicación completa al ajedrez cuando era un chico bastante confundido y que continúa cuando forjé una personalidad resiliente en la adolescencia gracias a este juego, consiguiendo el título de gran maestro con veintidós años. Después llegaron los viajes por todo el mundo como ajedrecista profesional, la enseñanza y la escritura a lo largo de mis veinte años y parte de los treinta, el título de campeón de Reino Unido en tres ocasiones y la competición regular con los mejores jugadores del mundo, para terminar haciendo algo que un gran maestro no suele hacer: un arduo pero maduro proceso de distanciamiento con respecto al juego para construir una vida profesional y familiar al margen del ajedrez.

    En un ensayo en The New Yorker sobre el famoso match¹ entre Bobby Fischer y Borís Spasky del año 1972, el polifacético George Steiner reflexiona acerca de la profundidad trivial que caracteriza al ajedrez y que constituye una de sus cualidades más curiosas. Steiner describe al ajedrez como un juego totalmente insignificante pero enormemente profundo a la vez. La misma descripción puede hacerse de otras actividades e incluso de la vida misma. Aun así, según Steiner, no tenemos ninguna formulación lógico-filosófica para caracterizar esta amalgama tan extraña

    Como gran maestro de ajedrez que una vez vivió en exclusiva por y para este juego, y que ahora rememora aquella intensidad como padre y filósofo, he llegado a comprender bien esa extraña amalgama de insignificancia sumamente significativa o, si se prefiere, de insignificante profundidad. He aprendido que, precisamente porque el ajedrez es a la vez algo que en realidad no tiene mucha importancia y algo que importa enormemente, este juego es mucho más que un juego: es una puerta de entrada al enigma de la vida. Este libro gira en torno al desafío de llevar una vida buena en el contexto de este misterio.

    El ajedrez ha sido testigo silencioso de la historia del ser humano desde hace mil quinientos años como mínimo, sufriendo cambios graduales a medida que el mundo se transformaba. No parece creíble la idea de que el juego surgió de repente, en un lugar y tiempo determinados. En el ajedrez convergieron diversas influencias y evolucionó hasta llegar a su forma actual.

    Se conocen diversas historias alternativas acerca de juegos similares al ajedrez procedentes de China, Uzbekistán, Afganistán o incluso Irlanda, aunque la versión más aceptada es que el precursor del juego en su versión moderna surgió en el norte de la India en algún momento del periodo comprendido entre los años 531 y 539 d. C. Los historiadores consideran que el juego se inventó con el propósito específico de representar a los cuatro miembros del Ejército indio en aquel momento. La infantería (los peones), la caballería (los caballos), los carros de combate (las torres) y los elefantes (los alfiles) constituían las piezas de un juego denominado chaturanga, que en sánscrito clásico significa ‘compuesto por cuatro ejércitos’. Se añadían también el rey y su comandante en jefe (posteriormente la reina), y las fuerzas se distribuían unas frente a otras en un tablero escaqueado de sesenta y cuatro casillas. El juego evolucionó gracias a las influencias provenientes de Persia, Arabia y Europa, con sus consecuentes cambios en el nombre de las piezas y en sus movimientos. En 1640 se añade la regla del enroque y la versión moderna del juego se consolida definitivamente.

    Desde entonces, durante casi cuatrocientos años, el ajedrez ha proliferado a lo largo y ancho del mundo, llegando a ser una parte integral de la civilización. La combinación de una herencia compartida, cierta profundidad atractiva, gran contenido estratégico y un notable encan­­to estético hacen del ajedrez algo más que un simple juego. Ser un ajedrecista no es ser un artista, un científico o un deportista en sentido estricto, sino más bien conocer la vida a través de una combinación singular de todas estas facetas culturales.

    En sus conferencias Reith de la BBC del año 2006, el pianista y director Daniel Barenboim se refirió a la amplia resonancia de la música de una forma que también es aplicable al ajedrez:

    ¿Por qué la música es algo más que una cosa agradable y excitante que se escucha sin mayor importancia? Es cierto que, gracias a su poder absoluto y su elocuencia, constituye un recurso formidable para olvidarnos de nuestra existencia y

    de los quehaceres de nuestro día a día. Por supuesto que es

    así […], pero la música nos ofrece también algo más, si es que lo queremos aceptar, y es que mediante ella podemos aprender un sinfín de cosas acerca de nosotros mismos, de nuestra sociedad, del ser humano, de la política y de todo aquello que se nos ocurra. Tan solo puedo hablar de estos asuntos desde mi experiencia personal, pero debo decir que, más que aprender a cómo vivir con la música, he aprendido muchas cosas de la vida gracias a la música.

    Lo que sostiene Barenboim no es que cierta composición musical evoque un sentimiento particular o algún aspecto de la vida, sino algo más profundo. La clave de la cita está en la frase si es que lo queremos aceptar. Cuando un fenómeno cultural como la música (o el ajedrez) evoluciona en paralelo a la sociedad, se carga de una significación implícita, del mismo modo en que el agua es implícita a los peces o el cielo a los pájaros. Estamos envueltos en patrones de significación que configuran nuestro sentido compartido de lo que importa y por qué importa; el ajedrez es uno de esos patrones. La relevancia del ajedrez es algo que se siente más que encontrarse, haciéndolo más resonante y generativo.

    En Mitologías, un ensayo clásico de análisis cultural, Roland Barthes afirma que todo significado es conflictivo en cierto sentido. No es de extrañar entonces que cualquier instantánea de una lucha ajedrecista pueda resultar significativa incluso si no tenemos ni idea de lo que técnicamente está ocurriendo. En la vida estamos siempre atrapados en algún tipo de lucha; algunas veces para sobrevivir, otras veces por una cuestión de estatus, en otros momentos solo para volver a casa sanos y salvos y poder acostarnos y descansar tranquilamente. Todos estos conflictos nos definen; estructuran nuestra identidad, nuestras percepciones y prioridades. Tal y como el líder espiritual hindú Jiddu Krishnamurti dijo: Observa atentamente la lucha en la que estás inmerso. Estás atrapado en ella. Eres ella.

    Cada partida de ajedrez es una secuencia de luchas de poder. El objetivo último es dar jaque mate, pero el camino para lograrlo implica el posicionamiento previo de nuestras piezas en el tablero, de tal modo que se incremente la fuerza agregada de nuestros propios recursos a la vez que se reduce la fuerza de nuestro oponente. Si logramos salir airosos en esta suerte de batalla por la supremacía posicional, nuestras piezas tendrán una fuerza superior y, gracias a ello, las combinaciones y las oportunidades tácticas comenzarán a aparecer. Por ejemplo, estaremos en disposición de ganar material, capturando un peón que previamente fue debilitado o atacando un caballo hasta que quede atrapado. A continuación, si todos los factores restantes están equilibrados, podemos usar la superioridad de nuestras fuerzas para superar al oponente, o simplemente cambiar piezas de tal modo que el bando que se quede sin ninguna de ellas no tenga más remedio que abandonar. Por regla general suele haber suficiente margen para convertir las ventajas estáticas en fuerzas dinámicas, pero, aun así, ambos jugadores saben que pueden caer en una inexorable espiral descendente en cualquier momento. Si esto ocurre, ajustarse a este nuevo contexto equivale a luchar contra nosotros mismos para reponer la fuerza de voluntad y la concentración, combatiendo ferozmente para mantener la calma y no perder la objetividad. No todos pueden lidiar de manera consistente con esta disonancia cognitiva. También, durante una partida de ajedrez se da una lucha subrepticia por el control psicológico entre ambos jugadores. Algunas veces se realizan algunas artimañas (llevar el pelo pintado de rosa chillón, utilizar gafas de sol, comer haciendo ruido o golpear fuertemente las piezas en el tablero), pero estas actitudes suelen distraer más al que las realiza que a su oponente, ya que un exceso de autoconciencia es más perjudicial para la concentración que la mera distracción. Aun así, intentamos imponer de manera silenciosa nuestra voluntad sobre el otro a través de las decisiones que tomamos (más o menos agresivas y ambiciosas) y la rapidez y confianza con que las llevamos a cabo.

    En la lucha por el poder, los detalles importan. Las casillas críticas estratégicamente pueden enamorarnos porque determinan quién controla la posición; en algunas ocasiones ansiamos una determinada estructura de peones porque nos ayuda a clarificar los planes a seguir; podemos añorar que funcione una bella secuencia táctica, incluso cuando va en contra de la lógica de la posición, por muy alocada que parezca. La experiencia es intensa y cautivadora, pero está relacionada más con el sentido de emergencia que con esta misma. Pensar es algo que hacemos conscientemente, pero también es algo que sucede por sí mismo en algunas ocasiones. Cuando meditamos acerca de la posición que tenemos ante nosotros, las ideas se entrecruzan y llegan a configurar sistemas de armonía y sentido, pero entonces nos percatamos de un detalle prosaico y desagradable que lo echa todo por tierra, convirtiéndolos en un disparate. Aun así, las agrupaciones de ideas se reconstruyen de nuevo y sentimos que es el momento de tomar una decisión. Este torbellino de significaciones no ocurre efectivamente en el tablero, sino en el espacio liminar que se constituye entre nuestra mente y los mundos posibles sobre el tablero. Muchos de estos significados permanecen implícitos, y como mucho viven y mueren en el lapso de duración de la partida. Tal y como ocurre con la vida en ge­­neral, necesitamos filtrar las significaciones. Un exceso de sentido es peor aún que ningún sentido en absoluto.

    El ajedrez está cargado de sentido para aquellos que lo practican, pero resulta muy complicado exponer todo lo que significa a un público general. Ya que ajedrez tiene un sentido fundamentalmente implícito, la relación entre el juego y la vida no se capta con paralelismos simplistas que lo expliciten –afirmaciones como que el ajedrez tiene que ver con el pensamiento proyectivo, el conocimiento del adversario o cosas parecidas–. En su lugar, de lo que se trata es de descubrir y filtrar, mediante la experiencia técnica y profesional, un conjunto de asociaciones codificadas, sutiles e integradas. La investigación, por tanto, tiene que ser profundamente personal. Digo esto como alguien que ha vivido con intensidad en dos mundos solapados, gustosamente perdido entre las sesenta y cuatro casillas, pero también buscándose a sí mismo en espacios más allá del tablero. Para mí, el puente que une estos dos mundos es la metáfora; el sentido metafórico del ajedrez ha sido la historia de mi vida.

    En muchos sentidos, le debo todo al ajedrez. Aprendí a jugar por la influencia de mi familia en Aberdeen, Escocia, cuando tenía cinco años. Mi madre me enseñó las reglas básicas y se aseguró de que las aprendiera bien. Siempre había un tablero de ajedrez en casa. Mi hermano Mark me ganaba convincentemente e incluso se regocijaba en la victoria –prefiero no recordarlo–. Mi abuelo Rae, mi tío Philip y mis dos tíos Michaels se ofrecían a jugar conmigo. Gracias a ellos supe que el ajedrez no era solo un juego entre otros, como el Scrabble o el Monopoly. En aquel momento no podía articular bien esta experiencia, pero notaba que el ajedrez tenía más de ritual que de juego, como si cada confrontación no fuera simplemente una actividad lúdica compartida, sino además un ritual cultural que realizar. Esta experiencia fue madurando a lo largo de los años. Con buenas dosis de apoyo y serendipia, el ajedrez llegó a ser una concepción: una práctica social fascinante caracterizada por rituales, palabras, sentimientos y personas que me hacía sentir que estaba creciendo.

    Durante la semana de mi sexto cumpleaños se me diagnosticó una diabetes tipo 1. Una buena atención médica y el coraje de mi madre me sirvieron para sostener a lo largo de mi vida la convicción de que la diabetes era tan solo un fastidio que tenía que sobrellevar y no una enfermedad crónica o una incipiente patología. El ajedrez me proporcionaba un fuerte sentido de las reglas y las consecuencias, una suerte de mentalidad del si esto, entonces aquello, mientras que la diabetes, por su parte, era la viva encarnación del conocimiento. El ajedrez es bastante abstracto, pero un ataque de hipoglucemia, en el que los niveles de azúcar en sangre caen hasta el punto de tener dificultades para hablar y caminar, o que incluso lleva a perder la conciencia, no tiene nada de abstracto. No sé exactamente cuántas partidas habré perdido a lo largo de todos estos años debido a niveles altos de azúcar en sangre (que te dejan aletargado) o a bajos (que te llevan a perder la capacidad de concentración), pero lo cierto es que el hecho de ser diabético me hizo desarrollar formas de autoconocimiento que de otro modo habrían sido difíciles de adquirir. Por ejemplo, el tipo de introspección psicológica que se requiere para hacerse una idea aproximada de tu nivel de azúcar en sangre cuando no tienes un test a mano es muy parecida a esa especie de metacognición –un pensamiento acerca de otro pensamiento– que se necesita para aprender a tomar mejores decisiones, tanto fuera como dentro del tablero. No puedes conocer realmente tu mente hasta que no conoces tu cuerpo; se trata de partes de un mismo sistema que, a su vez, forma parte de otros sistemas más amplios. Solo prestando atención a la interacción entre cuerpo, mente y mundo podemos llegar a saber no tanto quién somos, sino qué somos. Nuestra mente está inmersa en diversos entornos, enraizada en la cultura del mundo que la rodea y extendida mediante tecnologías, pero sobre todas las cosas se trata de una mente encarnada en un cuerpo. Si tu corazón se para, tú te paras.

    El ajedrez también me ofreció la posibilidad de explorar otros mundos idílicos más allá del mío y de valorar en qué medida los necesitamos. Tan solo era un niño de ocho años, pero gracias al ajedrez pude sentir la excitación vertiginosa de jugar en el mismo equipo de primaria que mi hermano, tres años mayor que yo. Un poco más adelante tuve la grata oportunidad de representar a mi ciudad y posteriormente a mi país. Estos mundos idílicos suelen entenderse como hobbies, pero el deseo profundo que nos lleva a ellos no se basa tanto en la actividad en cuestión, sino más bien en que nos proporciona un exilio periódico de nuestra vida ordinaria, acompañado de la promesa de un regreso a casa sanos y salvos.

    Construir mi vida en torno al ajedrez, siendo tan solo un chico de diez años encantado con este juego, pospuso la confrontación con el hecho de que mi padre padecía algo denominado esquizofrenia y con que mi familia se iba al traste de manera gradual e inevitable. Crecí pensando que todo estaba bien. A nivel doméstico y financiero mi madre hacía todo un esfuerzo heroico para aparentar que las cosas iban sobre ruedas. Emocionalmente, todo parecía transcurrir con normalidad y, en mi caso, yo no era más que un niño pequeño que estaba lo suficientemente bien cuidado como para no pensar en otra cosa. Mi madre comenzó una nueva relación y nos llevó a mi hermano y a mí con ella a Whitton, Middlesex, justo en las afueras de Londres. Pero las cosas no salieron bien. La nueva figura paternal a la que supues­­tamente tenía que querer resultó ser una persona controladora, narcisis­­ta y dominante. No obstante, la parte positiva era que vivíamos en la misma calle que Richard James, un conocido profesor de ajedrez, autor del libro The Complete Chess Addict [El manual del perfecto adicto al ajedrez] y fundador del club de ajedrez para jóvenes de Richmond. Su librería de ajedrez fue la primera que tuve oportunidad de visitar, y fue él quien me enseñó, de manera decisiva, que el ajedrez era un juego que podía estudiarse. Desde entonces, este juego se convirtió no solo en algo que se hacía con otros, sino en un mundo que podía habitar a solas y darle sentido en mis propios términos. También en ese momento el ajedrez era algo que, como mínimo, no empeoraba las cosas.

    Aun así, no era un chico feliz y me invadía la nostalgia. Regresé a Aberdeen y me fui a vivir con mi abuelo a un dúplex de una zona urbana rodeado por dos parques. Mi hermano siguió mis pasos unos meses más tarde y mi madre hizo lo mismo algún tiempo después, pero estoy convencido de que ese breve lapso que pasé en relativa soledad y autonomía fue esencial para la persona que llegué a ser. Coloqué el tablero y las piezas de madera pertenecientes a la familia encima de tres cajones de pino, a la altura de la ventana de mi habitación en el primer piso, con vistas al jardín de los vecinos. Durante varios años, me sentaba frente al tablero en una silla redonda de madera tapizada con un cuero de color rojo y tachuelas doradas. Nunca se me pasó por la cabeza pedir que me cambiasen los cajones por un escritorio, y no tenía espacio para meter las piernas, así que me sentaba en los laterales del tablero, con las rodillas apoyadas en la silla puesta del revés, o simplemente de pie. Ese era el lugar en el que comía copos de maíz y pasas de uva mientras le echaba un vistazo a alguna nueva variante de apertura y escuchaba álbumes de U2, con la esperanza de que mi cutis amaneciera sin granos al día siguiente. El ajedrez formó parte de mi habitación, de mi hogar y de mi crecimiento personal.

    Ese mismo espacio pronto empezó a verse rodeado de libros de colecciones de partidas, manuales con ejercicios de táctica, tratados sobre finales de partida y estrategia y volúmenes de teoría de aperturas que, por decirlo de algún modo, leía con frecuencia. Reproducía el contenido de estos manuales en el tablero, sosteniendo el libro con la mano izquierda y utilizando la derecha para mover las piezas. Los ojos iban y venían del libro al tablero y viceversa, como si estuviese viendo un partido de tenis a cámara lenta en mi propia casa. Aquel discreto espacio de apenas un metro cuadrado cambió mi vida. Se trataba del es­­pacio donde yo era bueno.

    Mi progresión en ajedrez me proporcionó una confianza intelectual que no habría logrado de otro modo. Más exactamente, le otorgó a un niño imprevisible de doce años la posibilidad de sanar sus heridas mediante la autonomía y la maestría; gracias a los resultados y las narrativas en torno a mi experiencia como ajedrecista pude controlar la situación y ser cada vez mejor en ello. En aquel momento, esta confianza no se tradujo en buenos resultados en el colegio, pero –mucho más importante– me dio la fuerza interior suficiente para no aceptar los términos que utilizaban mis profesores para definirme.

    Cuando llegué a la adolescencia, el ajedrez jugó a favor de mi voluntad de aprender, a pesar de que sentía que el estudio en la escuela era irrelevante. Los exámenes nacionales comenzaron cuando tenía quince años, y el gusto que adquirí por la victoria disciplinada dio sus frutos, para sorpresa de mis profesores y amigos. Muchos de mis maestros me dijeron más de una vez aquello de que si eres bueno al ajedrez, deberías ser bueno en esto. Rechacé de lleno esa idea durante años, en parte debido a que se basa en un estereotipo, pero también y sobre todo porque implicaba que tenía que esforzarme más. No obstante, terminé por aceptar que quizá tenían razón. Recuerdo vivamente el momento en que metí el tablero debajo de mi cama y me puse a hacer los deberes del colegio, elaborando incluso un cronograma de estudio. Se trataba de una planificación semanal ambiciosa de todo lo que tenía que estudiar, que clavé en la pared de mi habitación. Esta práctica resultaba demasiado reglamentada para mí –una constricción de la libertad–, pero me sirvió para comenzar a aprender que las mejores formas de libertad implican la elección sabia de tus propias restricciones, considerándolas como propias.

    Resultó evidente que tenía ciertas aptitudes académicas. Empecé a amar la lectura, el aprendizaje, el pensamiento, la escritura y la conversación. La confianza ganada mediante los logros ajedrecísticos favoreció, en general, el afán por la mayor claridad posible en el pensamiento, así como una disposición intelectual que posteriormente me llevaría a Oxford, Harvard y a sacar un doctorado, aunque no hubo nada que resultara inevitable en este desarrollo de los acontecimientos. No era un alumno especialmente aventajado y bien podría haber sido un chico inmaduro y a la deriva, desordenado en los estudios y que encontraba refugio en el ajedrez. También podría haber abandonado las dos cosas y dejarme llevar por el sexo, las drogas y el rock and roll. Esto puede parecer absurdo, pero es más o menos lo que le ocurrió a mi hermano, quien empezó a dar signos psicóticos en ese momento.

    Madurar para convertirse en un adulto satisfecho depende en gran medida de la disciplina, pero también de la suerte. Como es bien sabido, Aldous Huxley escribió: La experiencia no es lo que te sucede, sino lo que haces con lo que te sucede. Esta afirmación es totalmente cierta, nuestra experiencia vital no se basa en la sucesión de acontecimientos, sino en una serie de oportunidades para crecer, tomando conciencia de lo que es significativo y lo que no. Unos lo hacen mejor que otros. Aun así, lo que ocurre en tu vida también es una cuestión de suerte, incluso antes de que puedas permitirte el lujo de elegir tu propio carácter. Tuve suerte de escapar de la enfermedad mental, de poder llevar una vida plena, y siento que el fundamento de todo esto fue una confluencia favorable de personas, lugares y prioridades que se dieron cita en mí en el momento oportuno y de la forma adecuada, cuando tenía más o menos dieciséis años. Gracias al ajedrez, y en aquel entonces a los buenos resultados en los exámenes, surgió cierta predisposición que resultó generativa: decidí estar menos definido por mis circunstancias y más capacitado para enfrentarme a ellas. Antes, yo era simplemente un adolescente que lo hacía bien en un tablero de ajedrez.

    En la semana de mi dieciocho cumpleaños, mi abuelo materno falleció tras algunos meses de lucha contra un cáncer de vejiga. Se había trasladado a mi habitación para evitar los ruidos en la escalera y estar más cerca del baño, por lo que pudo pasar sus últimos días en el mismo lugar que ocuparon mi tablero de ajedrez y mis libros. Este hecho revela la forma en que el ajedrez me constituyó; fue parte del contexto en el que la vida cuenta su propia historia mientras yo cuento la mía. Mi abuelo vivió con nosotros durante años y cuidó de mí a solas durante meses, alimentándome con stovies (un variado surtido de sobras elevado a la categoría de delicadeza nacional escocesa, generalmente basado en patatas, cebollas, vegetales y salsa de ternera). Me llevaba a Aberdeen en el sillín de atrás de su motocicleta, una Honda de las más básicas. Su casco era de color azul y el mío era blanco, ese era el uniforme de nuestro minúsculo pelotón. Recuerdo el goce de sentir el soplo de flujos de conciencia fugaces, sentado en la parte trasera de la motocicleta y recreando no tanto posiciones de ajedrez, sino los espacios sociales en los que, quizá, tendría alguna conversación sobre ajedrez, compartiría la nueva jerga ajedrecística adquirida recientemen­te o mostraría alguna que otra idea de apertura. Me hacía bien sentir la sensación de aceptación y placer que se experimenta cuando somos vistos y escuchados por personas inteligentes, y además estaba todo en mi cabeza, bajo mi casco.

    No puedo decir que el ajedrez me ayudara directamente a soportar la muerte de mi abuelo, pero en algunos momentos la certeza de que existía un mundo más allá de mi propia vida emocional me proporcionaba cierta estabilidad interior, en especial cuando la mayoría de las cosas estaban patas arriba. Recuerdo estar sentado al lado de mi hermano en el coche, camino del funeral; mi hermano, cadavérico, parecía sano, pero estaba totalmente desconectado. Había crecido muy alejado de todo y era cada vez más excéntrico (o al menos eso creíamos todos). Pero en cierto momento, Mark, quien fuera mi primer ídolo ajedrecístico, entre otras cosas, fue seleccionado para el programa de salud mental. Este programa, en teoría, tiene el objetivo de proteger a personas psicológicamente vulnerables tanto de sí mismas como de las personas que las rodean, pero ser seleccionado era el eufemismo de ser internado y medicado contra tu voluntad. Recuerdo mis visitas al centro psiquiátrico, que estaba tan solo a unos minutos de casa. En una de estas visitas logramos sortear la puerta electrónica y escaparnos afuera; fue lo más parecido que conozco a escapar de una prisión. Aunque no teníamos pensado ir a ningún lugar en concreto, y tan solo habían pasado dos minutos, llamaron inmediatamente a un coche de policía. Los oficiales insistieron en llevar a mi hermano dentro del coche, a pesar de rogarles que lo dejaran volver por su propio pie, aunque fuese por una cuestión de dignidad. Dijeron que tenían que cumplir la ley y había que trasladarlo en el coche por la seguridad de mi propio hermano. Me subí al coche con él, derrotado pero no humillado, y con la consolación de haber mantenido la moral siempre alta.

    Comparto estos detalles para explicar que, de vuelta a casa, no es que me pusiera a jugar frenéticamente al ajedrez para recuperarme. El rol del ajedrez en la superación del trauma tiene más que ver con ser parte del escenario que parte de la trama. El ajedrez estaba siempre ahí del mismo modo en que un amigo te escucha o tu mascota te pres­­ta atención. Lo sentía como algo lo suficientemente válido y confia­­ble como para proporcionarme distracción y seguridad. No podía dialogar con el tablero acerca de mis emociones, pero sí que podía enfocar­­las y redirigirlas sin hacerle daño a nadie ni a mí mismo. Había mucho dolor que sublimar, pero aun así mi infancia no fue particularmente infeliz y el ajedrez nunca fue una suerte de salvación. Fue más bien una distracción pueril y una simple gratificación narcisista. Fue mi progresión en ajedrez la que marcó mi transición a la edad adulta de forma más o menos indolora. La impronta emocional que produce es parte del significado metafórico del ajedrez. Este juego no es solo un juego. Consolidado a lo largo de la historia y con una sabiduría acumulada durante siglos de experiencia humana, el ajedrez y sus símbolos pueden ofrecer a los jugadores aquello que necesiten en un momento determinado; un enfrentamiento con el que expresarse, descubrirse, crear y divertirse.

    El ajedrez suele asociarse a la inteligencia debido a que hay que aplicar grandes dosis de lógica de cara a la resolución de los problemas complejos que se plantean, pero he llegado a la conclusión de que la fuerza del ajedrez como símbolo de inteligencia también descansa en el reconocimiento tácito de que las metáforas están en el corazón de la inteligencia creativa, y que el ajedrez, por su parte, es un tipo particular e importante de metáfora. Asociamos el ajedrez a la inteligencia no solo porque tengamos que pensar por adelantado varias jugadas, sino también porque su relación específica con la cultura revela nuestra relación mental con el mundo.

    Cuando no hay manera de desbloquear las negociaciones políticas se dice que se encuentran en tablas por rey ahogado; los personajes que pasan inadvertidos en una película suelen llamarse peones; los comentaristas deportivos y los mismos deportistas suelen afirmar que el partido de tenis o de críquet que están comentando se parece a una partida de ajedrez. Cuando escucho metáforas ajedrecísticas como esta suelo quedarme perplejo, pero no tanto porque estas metáforas no sean funcionales, sino porque resultan bastante habituales sin saber muy bien por qué. Pensamos todo el tiempo utilizando metáforas, pero raramente somos conscientes de que estamos haciéndolo, ya que nuestra apreciación por ellas suele estar poco desarrollada. Aprendemos algo sobre las metáforas en el colegio vinculadas a las nociones de similitud y analogía, pero las metáforas son algo más que una simple comparación entre cosas distintas.

    Entiendo la metáfora como un dispositivo creativo que usamos de manera más o menos consciente con el objetivo de elaborar significados mediante transformaciones contextuales, relaciones y perspectivas. La poetisa Mary Ruefle entiende la metáfora como un intercam­­bio de energía, un evento que unifica el mundo en virtud de una premisa fundamental: que las cosas se conectan entre sí e intercambian su poder. Las metáforas amplían el proceso de creación de sentido relacionando entre sí los aspectos objetivos y subjetivos del mundo. Estoy de acuerdo con el físico Robert Shaw cuando sostiene que no vemos algo con claridad hasta que tenemos la metáfora exacta que nos permite percibirlo. Un ejemplo famoso de metáfora es aquella anécdota de Einstein, quien con tan solo dieciséis años intuyó la esencia de su posterior teoría de la relatividad especial imaginándose a sí mismo persiguiendo a un rayo de luz. La metáfora no es tanto una comparación que tengamos que pensar, sino más bien una lente psicoactiva a través de la que vemos las cosas y elaboramos patrones con los que podemos dar forma a lo que sentimos y pensamos.³

    Si las metáforas ayudan a revelar la vida, el ajedrez sirve para reve­­lar el rol del pensamiento metafórico; no es casualidad que el ajedrez juegue un papel importante como piedra de toque metafórica. Existen razones culturales e históricas bastante profundas para afirmar que el ajedrez y la condición humana casan perfectamente.⁴ El ajedrez es in­­ternacional y transcultural, reconocido y practicado en todo el mundo debido en gran medida a que representa numerosos elementos de la experiencia y el empeño humano: trabajo y juego, esperanzas y miedos, ciencia y arte, verdad y belleza, vida y muerte. El ajedrez es un símbolo, y como dijo el filósofo social norteamericano Norman O. Brown, el simbolismo no es la captación de otro mundo, sino la transfi­­guración de este mundo.

    El ajedrez, por lo tanto, no encarna una sola metáfora, sino varias a la vez. De hecho, podemos considerarlo como una metametáfora. Igual que se dice que la Biblia no es un solo libro, sino más bien una biblioteca entera, y que la Ilíada no es una historia singular, sino varias a la vez, el ajedrez tiene la suficiente riqueza histórica, simbólica y psicológica como para ser un abundante recurso para las metáforas científicas, artísticas y competitivas. De hecho, en cierto sentido el ajedrez como metáfora tiene más realidad y resonancia que el juego en sí mismo. La gente está más familiarizada con lo que el juego representa en cuanto tropo cultural que con el significado que las jugadas de una partida pueden llegar a tener. Cuando la gente usa metafóricamente el ajedrez no está hablando del juego, sino de la metáfora que el juego representa. En términos de influencia y repercusión, la metáfora del ajedrez es más influyente que el juego del ajedrez, y en cierto sentido lo subsume en ella. El ajedrez nos revela que la metáfora es algunas veces la realidad preminente, o como mínimo un juguete existencial que permite a la mente y la realidad jugar entre sí disputando un enfrentamiento del que nadie puede predecir el resultado.

    Las metáforas importan porque le proporcionan una forma conceptual a la vida. Además, vivimos dentro de las dimensiones de estas formas conceptuales como si fueran reales. Los científicos cognitivos George Lakoff y Mark Johnson sugieren lo siguiente: Nuestros sistemas conceptuales ordinarios, en términos de lo que pensamos y hacemos, son conceptuales por naturaleza. La vida es realmente un viaje, las grandes cosas son las verdaderamente significativas y las ideas sofisticadas son realmente profundas. Todo este tipo de conceptualizaciones son reales porque las hacemos reales. Sirven para que nos demos cuenta del hecho de que somos libres, hasta cierto punto, para crear nuevas conceptualizaciones y, de hecho, esta puede que sea la única esperanza para un mundo genuinamente nuevo. Por eso el mitologista Joseph Campbell sostiene que toda religión es verdadera si se la comprende metafóricamente, pero cuando se cierran en sus propias metáforas, interpretándolas de manera exclusiva, la cosa se vuelve problemática.

    Las metáforas nos ayudan a percibir la verdad, la belleza y la bondad debido a que logran que nuestros pensamientos y sentimientos se fundamenten en cosas que van más allá de nuestro contexto actual. También sirven para sacar a relucir el trabajo interior, activando la imaginación y las asociaciones necesarias para elaborar nuestro propio sentido del ajuste entre la metáfora y la realidad a la que está vinculada. Podemos aprender a sentir la legitimidad de la metáfora a un nivel visceral, aumentando su tamaño en función de su adecuación. Aprovechamos las metáforas para ir contra aquello que ya conocemos, cuestionando su aparente fidelidad con respecto al mundo real.

    Un empresario inteligente, por ejemplo,

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