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Middlemarch
Middlemarch
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Libro electrónico1124 páginas21 horas

Middlemarch

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Middlemarch (1871-1872) es la historia de tres parejas sujetas a los frágiles hilos del saber y del error, entretejida con la crónica minuciosa de los destinos de toda una comunidad en una época de cambios y reacción.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 mar 2021
ISBN9791259712196
Autor

George Eliot

George Eliot was the pseudonym for Mary Anne Evans, one of the leading writers of the Victorian era, who published seven major novels and several translations during her career. She started her career as a sub-editor for the left-wing journal The Westminster Review, contributing politically charged essays and reviews before turning her attention to novels. Among Eliot’s best-known works are Adam Bede, The Mill on the Floss, Silas Marner, Middlemarch and Daniel Deronda, in which she explores aspects of human psychology, focusing on the rural outsider and the politics of small-town life. Eliot died in 1880.

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    Middlemarch - George Eliot

    OCTAVO

    LIBRO PRIMERO

    LA SEÑORITA BROOKE

    CAPÍTULO I

    La señorita Brooke poseía ese tipo de hermosura que parece quedar realzada por el atuendo modesto. Tenía las manos y las muñecas tan finas que podía llevar mangas no menos carentes de estilo que aquellas con las que la Virgen María se aparecía a los pintores italianos, y su perfil, así como su altura y porte, parecían cobrar mayor dignidad a partir de su ropa sencilla, la cual, comparada con la moda de provincias, le otorgaba la solemnidad de una buena cita bíblica —o de alguno de nuestros antiguos poetas— inserta en un párrafo de un periódico actual. Solían hablar de ella como persona de excepcional agudeza, si bien se añadía que su hermana Celia tenía más sentido común. Sin embargo, Celia apenas llevaba más perifollos y sólo el buen observador percibía que su vestimenta difería de la de su hermana y que su atuendo tenía un punto de coquetería; pues el sencillo vestir de la señorita Brooke se debía a una mezcla de circunstancias, la mayoría de las cuales compartía su hermana. El orgullo de ser damas tenía algo que ver con ello: los parientes de las Brooke, con todo y no ser exactamente aristócratas, eran indudablemente

    «buenos» y aunque se rastreara una o dos generaciones atrás, no se descubrían

    antepasados menestrales o tenderos, ni nada inferior a un almirante o un clérigo; incluso existía un ascendiente discernible como caballero puritano a las órdenes de Cromwell, que posteriormente claudicó y se las arregló para salir de los conflictos políticos convertido en el propietario de una respetable hacienda familiar. Era natural que jóvenes de tal cuna, que vivían en una tranquila casa de campo y asistían a una iglesia vecinal apenas mayor que una sala de estar, consideraran el perifollo como la aspiración de la hija de un buhonero. Además, existía el punto de la economía señorial, la cual, en aquellos tiempos, señalaba el vestir como el primer artículo a recortar cuando se precisaba de una reserva para destinar a gastos más indicativos del rango social. Tales razones, bien al margen de los sentimientos religiosos, hubieran bastado para justificar una modestia en el vestir, pero en el caso de la señorita Brooke la religión en sí misma habría sido un determinante y Celia se plegaba apaciblemente a todos los sentimientos de su hermana, infundiéndoles tan sólo ese sentido común que es capaz de aceptar doctrinas trascendentales sin agitación excéntrica alguna. Dorothea conocía de memoria numerosos pasajes de los Pensées de Pascal, así como de Jeremy Taylor; y a su juicio, los destinos de la humanidad, a la luz del Cristianismo, convertían la preocupación sobre la moda femenina en entretenimiento para un manicomio.

    No podía reconciliar las inquietudes de una vida espiritual, que involucraba consecuencias eternas, con un intenso interés por el galón y las colgaduras artificiales del ropaje. Tenía una mente teórica que por naturaleza tendía a una elevada concepción del universo que incluyera abiertamente la parroquia de Tipton y su propia norma de conducta allí.

    Estaba enamorada de la intensidad y de la grandeza y era imprudente a la hora de abrazar aquello que se le antojaba poseía dichos aspectos; igualmente, era capaz de buscar él martirio, de retractarse y de finalmente incurrir en él justamente allí donde no lo había buscado.

    Tales componentes en el carácter de una joven casadera no podían por menos que interferir en su destino y entorpecer el que éste viniera decidido, según la costumbre, por la hermosura, la vanidad y el mero afecto canino. Con todo esto, ella, la mayor de las hermanas, no contaba aún veinte años, y ambas, desde que perdieran a sus padres cuando tenían alrededor de los doce, habían sido educadas conforme a planes a un tiempo angostos y promiscuos, primero con una familia inglesa y posteriormente con otra Suiza en Lausana, tratando de este modo su tutor, un tío soltero, de remedar las desventajas de su condición de huérfanas.

    Apenas hacía un año que habían llegado a Tipton Grange para vivir con su tío, hombre próximo a los sesenta, de carácter complaciente, opiniones misceláneas y voto imprevisible. Viajero en su juventud, se consideraba, en esta parte del condado, que había contraído hábitos mentales en exceso irregulares. Las decisiones del señor Brooke eran tan difíciles de predecir como el tiempo, y lo único que se podía afirmar con total seguridad era que actuaría de buena fe, invirtiendo la menor cantidad posible de dinero en llevar a cabo sus intenciones. Pues incluso las mentes menos definidas en cuanto a la avaricia contienen algún recio germen de hábito, y se han conocido hombres relajados en todo lo referente a sus intereses salvo su caja de rapé, respecto de la cual se mostraban cuidadosos, suspicaces y agarrados.

    En el señor Brooke, la vena hereditaria de energía puritana se encontraba claramente en desuso. Por el contrario, en su sobrina Dorothea brillaba a través tanto de fallos como de virtudes, convirtiéndose en ocasiones en impaciencia ante el modo de hablar de su tío o su costumbre de «dejar estar» las cosas de la hacienda, lo que ocasionaba que añorara tanto más la llegada de su mayoría de edad, momento en el que tendría cierta disponibilidad sobre el dinero para destinar a fines generosos. Se la consideraba una heredera, pues no sólo recibía cada una de las hermanas setecientas libras anuales de sus padres, sino que si Dorothea se casaba y tenía un varón, éste heredaría la hacienda del señor Brooke que presuntamente valía unas tres mil al año, renta que parecía una fortuna para las familias de provincias que seguían comentando la reciente conducta del señor Peele en cuanto a la cuestión católica y continuaban

    inocentes respecto de futuros campos de oro y de esa gloriosa plutocracia que tan noblemente ha ensalzado las necesidades de la vida regalada.

    Y ¿cómo no iba a casarse Dorothea, joven tan hermosa y con semejantes perspectivas? Nada podía impedirlo salvo su tendencia a los extremos y su insistencia por ordenar la vida de acuerdo con conceptos que podrían hacer titubear a un hombre cauto antes de declarársele, o incluso inducirla a ella misma, finalmente, a rechazar cualquier proposición. ¡Imagínense! ¡Una joven de buena cuna y fortuna que se arrodillaba repentinamente en el suelo de ladrillo junto a un jornalero enfermo y oraba fervorosamente como si creyera que vivía en los tiempos de los apóstoles; una joven a quien le cogían extraños caprichos de ayunar como los papistas y que se quedaba leyendo viejos libros de teología hasta entrada la noche! Semejante esposa podía despertarle a uno cualquier buena mañana con un nuevo plan para la inversión de sus ingresos, lo cual interferiría con la política económica y el mantenimiento de los caballos de silla. No era de extrañar, por tanto, que un hombre se lo pensara dos veces antes de arriesgarse a semejante asociación. De las mujeres se esperaba que no tuvieran opiniones demasiado concretas, pero en todo caso, la mayor garantía de la sociedad, así como de la vida familiar, consistía en que las opiniones no era algo según lo que se actuara. La gente cuerda hacía lo que hacían sus vecinos, de manera que si algún loco andaba suelto se le podía conocer y esquivar.

    La opinión rural acerca de las jóvenes recién llegadas, opinión sostenida incluso por los jornaleros, se inclinaba por lo general a favor de Celia, por su amabilidad y aspecto inocente, en tanto que los grandes ojos de la señorita Brooke resultaban, al igual que su religión, demasiado poco corrientes y chocantes. ¡Pobre Dorothea! Comparada con ella, la Celia de aspecto inocente era sagaz y mundana. ¡Cuánto más sutil es la mente humana que los tejidos externos, que componen para aquélla una especie de blasón o escudo!

    Sin embargo, quienes se acercaban a Dorothea, si bien estaban predispuestos en su contra a causa de estos alarmantes rumores, encontraban que tenía un encanto extrañamente reconciliable con los mismos. A la mayoría de los hombres les resultaba cautivadora cuando montaba a caballo. Le encantaba el aire fresco y las múltiples variaciones del campo, y cuando le brillaban los ojos y las mejillas de placer, distaba mucho de parecer una beata. Montar a caballo era una satisfacción que se permitía a pesar del remordimiento consciente que ello le producía; pensaba que lo disfrutaba de una forma pagana y sensual y le deleitaba la idea de renunciar a ello.

    Era extrovertida, ardiente y tan poco pagada de sí misma que resultaba entrañable ver cómo su imaginación adornaba a su hermana Celia con atractivos de todo punto superiores a los suyos propios, y si algún caballero llegaba a Tipton Grange por otro motivo que el de ver al señor Brooke,

    Dorothea concluía que debía estar enamorado de su hermana. Por ejemplo, Sir James Chettam, a quien constantemente consideraba desde el punto de vista de Celia, sopesando interiormente si sería bueno para ella aceptarle. A Dorothea le hubiera parecido una ridiculez que se considerara a este caballero como pretendiente suyo, pues pese a todo su afán por conocer las verdades del mundo, seguía teniendo una idea muy ingenua del matrimonio. Estaba segura de que habría aceptado al juicioso Hooker de haber nacido a tiempo de salvarle de aquel desdichado error que cometió con el matrimonio; o a John Milton, cuando le sobrevino la ceguera; o a cualquiera de esos grandes hombres cuyas rarezas hubieran significado un glorioso acto de piedad el soportar. Pero, ¿cómo iba a considerar como pretendiente suyo a un apuesto y agradable baronet que respondía «en efecto» a sus comentarios aun cuando ella se expresara con incertidumbre? El matrimonio verdaderamente maravilloso tenía por fuerza que ser aquel en el que el esposo era una especia de padre que pudiera enseñarte incluso hebreo, si así lo deseabas.

    Estas excentricidades del carácter de Dorothea eran la causa de que las familias vecinas culparan tanto más al señor Brooke por no proporcionarles a sus sobrinas alguna mujer madura que les sirviera de compañía y guía.

    Pero él mismo temía tanto al tipo de mujer altiva que estaría dispuesta a aceptar el trabajo que se dejaba disuadir por las pegas que Dorothea le ponía, y en este caso era lo bastante valiente como para enfrentarse al mundo, es decir, a la señora Cadwallader, la esposa del rector, y al pequeño grupo de hacendados con quienes se relacionaba en la esquina noreste de Loamshire. Así pues, la señorita Brooke presidía la casa de su tío, sin que le disgustara lo más mínimo su nueva autoridad y el respeto que conllevaba.

    Sir James Chettam cenaba hoy en Tipton Grange con otro caballero a quien las jóvenes no habían visto antes y acerca del cual Dorothea sentía una venerante expectación. Se trataba del reverendo Edward Casaubon, considerado en el condado como hombre de profundo saber y dedicado desde hacía años a una gran obra relativa a la historia de la religión; se le suponía, asimismo, hombre de riqueza bastante para realzar su piedad, y de opiniones personales propias, las cuales quedarían clarificadas con la publicación de su libro. Su mismo nombre conllevaba un estremecimiento apenas inteligible sin una cronología precisa del saber.

    Dorothea había regresado no muy entrado el día del parvulario que había puesto en marcha en el pueblo y estaba sentada en su lugar acostumbrado en el acogedor cuarto de estar que separaba los dormitorios de las hermanas, empeñada en terminar los planos de unas edificaciones (tipo de trabajo que la deleitaba), cuando Celia, que había estado observándola con el deseo titubeante de proponerle algo, dijo:

    —Dorothea, si no te importa y no estás muy ocupada, ¿qué te parecería si sacáramos hoy las joyas de mamá y nos las dividiéramos? Hoy hace exactamente seis meses que te las dio el tío y ni las has mirado aún.

    En el rostro de Celia apuntaba la sombra de un mohín cuya presencia total sólo se veía reprimida por su habitual temor a Dorothea y a los principios, dos hechos asociados que podían desencadenar una misteriosa electricidad si se tocaban incautamente. Ante su alivio, los ojos de Dorothea sonreían al levantar la vista.

    —¡Qué almanaque tan maravilloso eres, Celia! ¿Qué son, seis meses lunares o de calendario?

    —Hoy es el último día de septiembre y el tío te las dio el primero de abril. Ya sabes, dijo que se le había olvidado hasta entonces. Estoy segura de que no has vuelto a pensar en ellas desde que las guardaste en el bargueño.

    —De todas formas, cariño, no deberíamos ponérnoslas nunca —el tono de voz de Dorothea era cordial, a medio camino entre la ternura y la explicación. Sostenía el lápiz en la mano e iba haciendo diminutos apuntes en el margen.

    Celia se sonrojó y su aspecto se tornó grave.

    —Pienso que tenerlas guardadas y no prestarles ninguna atención es una falta de respeto a la memoria de mamá. Además —añadió con un incipiente sollozo de mortificación tras titubear un instante—, los collares son algo muy corriente hoy en día. Incluso Madame Poincgon, que era aún más severa que tú en algunas cosas, solía llevar adornos. Y los cristianos en general; seguro que hay mujeres en el cielo que llevaron joyas.

    Celia era consciente de alguna fuerza mental cuando se aplicaba de verdad a la argumentación.

    —¿Es que te gustaría llevarlas? —exclamó Dorothea. Un aire de asombrado descubrimiento animaba todo su ser con un gesto dramático, adoptado de la misma Madame Poincgon que usara los adornos—. Si es así, saquémoslas. ¿Por qué no me lo dijiste antes? Pero, ¿y las llaves? ¿Dónde estarán las llaves? —con las manos se apretaba las sienes como si desesperara de su memoria.

    —Están aquí —dijo Celia, que llevaba largo tiempo meditando y planeando esta explicación.

    —En ese caso, te ruego que abras el cajón grande del bargueño y saques el joyero.

    Pronto tuvieron ante sí el cofre y las diversas joyas esparcidas cual alegre parterre sobre la mesa. No era una gran colección, pero algunas de las piezas eran de una extraordinaria belleza, siendo a primera vista las más hermosas un

    collar de amatistas malvas con un exquisito trabajo de engarce en oro, y una cruz de nácar con cinco brillantes incrustados. Dorothea al punto cogió el collar y lo abrochó en torno al cuello de su hermana, que ciñó con casi la misma precisión de un brazalete; pero el redondel favorecía la cabeza y el cuello de Celia, al estilo Enriqueta-María, y ella misma comprobó que así era en el espejo de cuerpo entero que tenía enfrente.

    ¡Ahí tienes, Celia! Te lo puedes poner con el vestido de muselina india.

    Pero esta cruz debes ponértela con los trajes oscuros.

    Celia intentaba no sonreír de placer.

    —¡Pero Dodo, no, la cruz te la tienes que quedar tú!

    —No, no, cariño, ni hablar —dijo Dorothea, levantando la mano con despreocupada indiferencia.

    —Pero claro que sí; te quedaría bien con tu traje negro —insistió Celia—.

    Tratándose de una cruz, tal vez sí que te la pusieras.

    —Ni pensarlo. Lo último que me pondría como adorno sería una cruz —y Dorothea se estremeció levemente.

    —En ese caso verás mal que me la ponga yo —dijo Celia con cierta vacilación.

    —En absoluto —dijo Dorothea acariciándole la mejilla a su hermana—. Las almas también tienen tez: lo que favorece a una puede no sentarle bien a otra.

    —Pero tal vez te gustaría quedártela, como recuerdo de mamá.

    —No, tengo otras cosas suyas: su caja de madera de sándalo que me gusta tanto, y muchas otras cosas. Pensándolo bien, quédate todas las joyas. No hace falta que lo hablemos más. Ten, llévate tus posesiones.

    Celia se sintió un poco herida. Había una fuerte presunción de superioridad en esta tolerancia puritana, apenas menos molesta para la mórbida carne de una hermana poco entusiasta que una persecución del mismo signo religioso.

    —¿Pero cómo voy a ponerme yo joyas si tú, que eres la hermana mayor, no las vas a llevar nunca?

    —Pero Celia, ¿no ves que obligarme a llevar joyas para que tú estés contenta es pedir demasiado? Si me tuviera que poner un collar como ése me sentiría como si hubiera estado haciendo piruetas. El mundo giraría conmigo y no sabría cómo andar.

    Celia se había desabrochado y quitado el collar.

    —A ti te quedaría un poco demasiado prieto; té iría mejor algo plano, que

    colgara —dijo con un punto de satisfacción. Desde cualquier punto de vista el collar era completamente inadecuado para Dorothea, lo cual hizo que Celia se sintiera más feliz de aceptarlo. Se encontraba abriendo unas cajitas que descubrieron un hermoso anillo con una esmeralda y brillantes cuando el sol, saliendo de una nube, arrojó un destello sobre la mesa.

    —¡Qué preciosas son estas joyas! —dijo Dorothea, sacudida por una nueva corriente de sentimiento tan repentina como el destello—. Es curioso la intensidad con que los colores le penetran a uno, como el olor. Supongo que esa será la razón de que en la Revelación de San Juan se utilicen las joyas como emblemas espirituales. Parecen retazos de cielo. Creo que esta esmeralda es la más bonita de todas.

    —Y hay una pulsera a juego —dijo Celia—. No nos habíamos fijado en ella.

    —Son muy bonitas —dijo Dorothea, poniéndose el anillo y el brazalete en la muñeca y el dedo bien torneados y levantándolos hacia la ventana a la altura de sus ojos. Durante todo este tiempo su mente intentaba justificar el placer que sentía ante los colores por vía de mezclarlos con su gozo místico- religioso.

    —Dorothea, esas sí que te gustarían —dijo Celia con cierta vacilación. Empezaba a pensar, con sorpresa, que su hermana mostraba alguna debilidad y también que las esmeraldas irían mejor con el color de su propia tez que las amatistas malvas—. Si no quieres nada más, tienes que quedarte al menos con el anillo y la pulsera. Pero mira, estas ágatas son muy bonitas… y discretas.

    —¡Sí! Me quedaré éstas, el anillo y la pulsera —dijo Dorothea, añadiendo en tono diferente mientras dejaba caer la mano sobre la mesa—. Y sin embargo, ¡qué pobres hombres encuentran estas cosas, las trabajan y las venden! —hizo una nueva pausa y Celia creyó que su hermana iba a renunciar a las joyas, como debería hacer para ser coherente.

    —Sí, sí, me quedaré éstas —dijo Dorothea con firmeza—. Pero llévate las demás, y también el joyero.

    Cogió el lápiz sin quitarse las joyas, que continuó mirando. Pensó en tenerlas a menudo junto a ella para saciarse la vista con estas fuentecillas de nítido color.

    —¿Las llevarás en público? —preguntó Celia, que observaba con verdadera expectación lo que haría su hermana. Dorothea le dirigió una rápida mirada. De cuando en cuando, un incisivo juicio no carente de mordacidad se filtraba por entre la fantasía de adornos con que dotaba a quienes quería. Si la señorita Brooke llegaba alguna vez a alcanzar la sumisión absoluta no sería por falta de fuego interno.

    —Tal vez —respondió altiva—. ¡Desconozco el punto de degradación al que puedo llegar!

    Celia se sonrojó y se sintió triste; vio que había ofendido a su hermana y ni siquiera se atrevió a decir nada agradable acerca del regalo de las joyas, que volvió a meter en el joyero y procedió a llevarse. Dorothea, mientras continuaba con sus bocetos, tampoco estaba contenta y se preguntaba por la pureza de sus sentimientos y oratoria en la escena que había concluido un tanto alteradamente.

    La conciencia de Celia le decía que no estaba en absoluto equivocada; era natural y estaba muy justificado que hubiera hecho esa pregunta y se repetía a sí misma que Dorothea no era consecuente: o bien se debía haber quedado con la parte de las joyas que le correspondía o renunciar a todas ellas.

    «Estoy segura, al menos en ello confío», pensó Celia, «que el llevar un collar no interferirá con mis oraciones. Y, ahora que vamos a entrar en sociedad, no creo que las opiniones de Dorothea tengan que condicionarme a mí, aunque a ella sí deberían obligarla. Pero Dorothea no es siempre consecuente».

    Estos eran los pensamientos de Celia mientras se inclinaba en silencio sobre su tapiz hasta que oyó a su hermana llamándola.

    —Ven, Kitty, ven a ver mis planos. Si al final no me encuentro con escaleras y chimeneas incompatibles pensaré que soy un gran arquitecto.

    Al inclinarse Celia sobre el papel, Dorothea reposó tiernamente la mejilla en el brazo de su hermana. Celia comprendió el gesto, Dorothea reconocía su error y su hermana la perdonó. Hasta donde alcanzaba su memoria, siempre había habido una mezcla de crítica y admiración en la actitud de Celia hacia su hermana mayor. La menor había llevado siempre un yugo, pero ¿existe una sola criatura que carezca de opinión personal?

    CAPÍTULO II

    —¿Sir Humphry Davy? —dijo el señor Brooke con su habitual modo apacible y sonriente mientras tomaba la sopa y al hilo del comentario de Sir James Chattam de que se encontraba estudiando la Química Agrícola de Davy

    —. Vaya, vaya, Sir Humphry Davy. Cené con él hace años en Cartwright's. Wordsworth también estaba allí; ya sabe, Wordsworth, el poeta. Eso fue algo muy curioso. Estudié en Cambridge al mismo tiempo que Wordsworth y nunca coincidí con él entonces, y veinte años después cenamos juntos en Cartwright's. Hay cosas muy raras. Como iba diciendo, Davy estaba allí.

    También era poeta. O, mejor dicho, Wordsworth era el poeta número uno y Davy el poeta número dos. Eso era cierto en todos los sentidos.

    Dorothea se encontraba un poco más incómoda que de costumbre. La cena estaba en sus comienzos, y al ser el grupo reducido y la estancia silenciosa, las nimiedades fruto de la masa encefálica de un juez de paz resultaban demasiado evidentes. Se preguntaba cómo un hombre como el señor Casaubon podía soportar semejante trivialidad.

    Sus modales eran muy serios, pensó, y el pelo gris y los ojos hundidos le hacían parecerse al retrato de Locke.

    Tenía la constitución enjuta y la tez pálida propia del estudioso, de todo punto distinto al tipo de inglés saludable de bigotes cobrizos encarnado por Sir James Chettam.

    —Estoy leyendo la Química Agrícola —dijo este excelente barón—, porque voy a hacerme cargo personalmente de una de las fincas; a ver si puedo proporcionarles a mis arrendatarios un buen modelo de cultivo. ¿Qué le parece la idea, señorita Brooke?

    —Un grave error, Chettam —interpuso el señor Brooke—, meterse a electrificar la tierra y todo eso y convertir su establo en un salón. No se lo aconsejo. Yo mismo me dediqué mucho a la ciencia durante una temporada, pero vi que no era aconsejable. Es un camino sin fin; luego no hay nada que se pueda dejar en paz. Nada, nada, asegúrese de que sus arrendatarios no venden la paja y… bueno… proporcióneles tubos de desagüe, ya sabe, ese tipo de cosas. Pero esas estrafalarias ideas suyas sobre el cultivo no son aconsejables. Eso es un pozo sin fondo. Es como criar cuervos.

    —Pero, ¿no será mejor —dijo Dorothea— invertir el dinero en descubrir cómo pueden los hombres sacarle mejor partido a la tierra que les alimenta a todos, que invertirlo en mantener perros y caballos que la pisotean? No es ningún delito empobrecerse haciendo experimentos para el bien de todos.

    Hablaba con más energía de la que cabría esperar de una dama tan joven, pero Sir James se había dirigido a ella. Era frecuente en él, y Dorothea pensaba a menudo que cuando fuera su cuñado podría animarle a llevar a cabo muchas buenas acciones.

    El señor Casaubon miró a Dorothea abiertamente mientras hablaba, como observándola bajo una nueva luz.

    —Las jóvenes, ya sabe, no entienden de economía política —dijo el señor Brooke dirigiéndole una sonrisa al señor Casaubon—. Recuerdo cuando todos leíamos a Adam Smith. Ese sí que es un buen libro. Absorbí todas las nuevas ideas de golpe… la perfección humana, digamos.

    Pero hay quien dice que la historia se mueve en círculos y puede que tenga razón. Yo mismo lo sostengo. Lo cierto es que a veces el razonamiento humano te lleva un poco demasiado lejos. Hubo un tiempo en que a mí me llevó muy lejos, pero vi que no era aconsejable. Me detuve; me detuve justo a tiempo. Aunque no del todo. Siempre he estado a favor de un poco de teoría; debemos tener Pensamiento, de lo contrario nos encontraríamos de nuevo en la Edad de Piedra. Pero hablando de libros, ¿qué me dicen de Peninsular Wár de Southey? Lo estoy leyendo por las mañanas. ¿Conocen a Southey?

    —No —dijo el señor Casaubon, sin seguir el impetuoso razonamiento del señor Brooke y pensando sólo en el libro—. Dispongo de poco tiempo para este tipo de literatura de momento. He estado empleando mi vista en caracteres antiguos últimamente. La verdad es que quisiera encontrar a alguien que me leyera por las tardes, pero soy bastante maniático con las voces y no soporto escuchar a una persona leyendo imperfectamente. En cierto modo es una desgracia; me alimento en demasía de los recursos internos; vivo excesivamente con los muertos. Mi mente es como el espectro de un antiguo que deambula por el mundo e intenta reconstruirlo mentalmente como solía ser, a pesar de la ruina y los cambios desconcertantes. Pero me resulta necesario tomar la máxima precaución con la vista.

    Era la primera vez que el señor Casaubon hablaba con cierta prolijidad. Lo hizo con precisión, como si se le hubiera pedido que hiciera una declaración pública, y la pulcritud equilibrada y modulada de sus palabras, en ocasiones acompañadas de un movimiento de la cabeza, era tanto más conspicua por cuanto contrastaba con el desmadejado desaliño del bueno del señor Brooke. Dorothea se dijo que el señor Casaubon era el hombre más interesante que había conocido, sin tan siquiera la exclusión de Monsieur Liret, el clérigo de Vaudois que había conferenciado sobre la historia de los valdenses.

    Reconstruir un mundo pasado —¡qué obra cerca de la cual encontrarse, en la que colaborar, aunque sólo fuera sosteniendo la lámpara!— Este pensamiento ennoblecedor la hizo vencer la irritación ante la imputación de ignorancia en cuanto a la economía política, esa misteriosa ciencia que, a modo de extintor, solía serle arrojada contra su lucidez.

    —Señorita Brooke, creo que a usted le gusta montar —aprovechó para decir en ese momento Sir James—. Tal vez quisiera participar un poco en los placeres de la caza. Me gustaría que me permitiera mandarle un caballo castaño para que lo probara. Lo han domado expresamente para una dama. La vi el sábado al trote por la colina en un rocín indigno de usted. Mi mozo le traerá a Corydon todos los días; no tiene más que indicarme la hora.

    —Se lo agradezco, y es usted muy amable, pero pienso dejar de montar. Ya no montaré más —dijo Dorothea, empujada a esta brusca decisión por el enojo

    que le producía el que Sir James reclamara su atención cuando ella quería dedicársela plenamente al señor Casaubon.

    —Pero, ¡qué lástima! —dijo Sir James en un tono de reproche que dejaba traslucir un fuerte interés—. ¿Es que a su hermana le gusta mortificarse? — continuó, volviéndose a Celia que estaba sentada a su derecha.

    —Creo que sí —respondió Celia, temerosa de decir algo que disgustara a Dorothea y sonrojándose suavemente por encima del collar—. Le gusta renunciar.

    —De ser eso cierto, Celia, mi renuncia supondría satisfacción y no mortificación. Pero puede haber muy buenas razones para escoger no hacer lo que resulta muy agradable —dijo Dorothea.

    El señor Brooke estaba hablando al mismo tiempo, pero era evidente que el señor Casaubon observaba a Dorothea abiertamente y ella lo sabía.

    —En efecto —dijo Sir James—. Su renuncia obedece a algún elevado y generoso motivo.

    —No, no, en absoluto. No dije eso de mí misma —respondió Dorothea sonrojándose.

    Al contrario que Celia, no solía ponerse colorada, y cuando le sucedía se debía o a un gran placer o a la irritación. En este momento estaba irritada con el perverso Sir James. ¿Por qué no le prestaba atención a Celia y dejaba que ella escuchara al señor Casaubon? Si es que ese hombre instruido se decidía a hablar en lugar de dejar que le hablara el señor Brooke, el cual, a la sazón, le informaba de que la Reforma significaba algo o no significaba nada, que él mismo era protestante hasta la médula, pero que el catolicismo era un hecho; y en cuanto a negar un acre de tu tierra para una capilla romana, todo el mundo precisaba la brida de la religión, lo cual, hablando con propiedad, significaba el miedo al Más Allá.

    —Durante un tiempo estudié mucha teología —dijo el señor Brooke, como explicando la razón de la idea recién manifestada—. Conozco algo de todas las escuelas. Conocí a Wilberforcel en su mejor momento. ¿Conoce usted a Wilberforce?

    —No —dijo el señor Casaubon.

    —Bueno, tal vez Wilberforce no fuera un gran pensador; pero de entrar yo en el Parlamento, como se me ha pedido que haga, me sentaría con los independientes, como hizo Wilberforce, y trabajaría por la filantropía.

    El señor Casaubon inclinó la cabeza al tiempo que observó que era aquél un campo muy amplio.

    —Sí —dijo el señor Brooke con su sonrisa amable—, pero poseo documentos. Hace ya tiempo que comencé a coleccionar documentos. Hace falta ordenarlos, pero cuando algo me ha llamado la atención, he escrito a alguien y he obtenido una respuesta. Tengo mucha documentación. Pero dígame, ¿cómo ordena usted su material?

    —Mediante casilleros, en parte —dijo el señor Casaubon con cierto aire de perplejo esfuerzo.

    —¡Ah, pero los casilleros no funcionan! Los he probado, sí, pero todo acaba confundiéndose: jamás sé si un papel está por la A o por la Z.

    —Debería dejarme ordenarle los papeles, tío —dijo Dorothea—. Los clasificaría por letras y luego haría una lista de los temas incluidos bajo cada letra.

    El señor Casaubon esbozó una circunspecta sonrisa de aprobación, y dirigiéndose al señor Brooke le dijo:

    —Verá que tiene a mano una excelente secretaria.

    —No, no —dijo el señor Brooke con un gesto negativo de la cabeza. No puedo permitir que las jovencitas toqueteen mis documentos. Son demasiado volubles.

    Dorothea se sintió dolida. El señor Casaubon pensaría que habría alguna razón concreta para manifestar esta opinión, cuando el comentario no tenía más peso en la mente de su tío que el ala rota de un insecto ubicada entre los demás fragmentos que en ella pululaban, y siendo tan sólo una corriente fortuita la que hiciera de Dorothea su destinatario.

    Cuando las dos jóvenes se encontraron a solas en el salón, Celia observó:

    —¡Pero qué feo es el señor Casaubon!

    —¡Celia! Es uno de los hombres más distinguidos que jamás he visto. Se parece enormemente al retrato de Locke. Tiene los mismos ojos hundidos.

    —¿También tenía Locke esas dos verrugas peludas?

    —No diría yo que no, cuando le miraran según quiénes —dijo Dorothea alejándose unos pasos.

    —Además, tiene un color tan cetrino.

    —Pues tanto que mejor. Supongo que tú admiras a los hombres que tienen una tez de cochon de lait.

    —¡Dodo! Jamás te he oído hacer una comparación así antes —exclamó Celia, mirándola sorprendida.

    —¿Por qué habría de hacerla antes de que surgiera el momento? Es una buena comparación; se ajusta perfectamente. La señorita Brooke se estaba excediendo y Celia así lo manifestó:

    —Me extraña que te alteres tanto, Dorothea.

    —Es que resulta muy triste, Celia, que consideres a los seres humanos como si fueran meros animales acicalados y nunca veas en el rostro de un hombre que tiene un alma bella.

    —¿Tiene el señor Casaubon un alma bella? —preguntó Celia con tono no ausente de malicia ingenua.

    —Sí, creo que sí —respondió Dorothea con decisión rotunda—. Todo cuanto veo en él concuerda con su folleto sobre cosmología bíblica.

    —Habla muy poco —dijo Celia.

    —No hay nadie con quien pueda hacerlo.

    Celia reflexionó para sí que Dorothea despreciaba a Sir James Chettam. Asimismo dudó de que le aceptara, y pensó que era una lástima. Nunca se había engañado respecto del objetivo del interés del baronet. Incluso a veces se había hecho la reflexión de que Dodo tal vez no hiciera feliz a un marido que no viera las cosas desde su mismo punto de vista, y arrinconada en el fondo de su corazón yacía la idea de que su hermana era demasiado religiosa para la comodidad familiar. Los principios y los escrúpulos eran como agujas caídas, que hacen que uno tema pisar, sentarse e incluso comer.

    Cuando la señorita Brooke se sentó junto a la mesita de té, Sir James se unió a ella, no habiendo interpretado como ofensiva la forma en la que ella le contestara. ¿Por qué había de hacerlo? Creía probable gustarle a la señorita Brooke y los modales han de ser muy marcados antes de que los prejuicios, bien de confianza bien de recelo, puedan dejar de interpretarlos. Por su parte, Dorothea le resultaba de todo punto encantadora aunque, naturalmente, el baronet teorizara un poco respecto de su afecto. Estaba hecho de una pasta humana excelente y poseía el insólito mérito de saber que sus talentos, incluso dándoles rienda suelta, no harían que se desbordara ni siquiera el más minúsculo de los riachuelos del condado; gustaba, por tanto, de la expectativa de una esposa que pudiera ayudar a su marido con argumentos y tuviera el aval de la propiedad para así hacerlo. En cuanto a la excesiva religiosidad que se le imputaba a la señorita Brooke, tenía una idea muy vaga de lo que ésta era y suponía que se apagaría con el matrimonio. En resumidas cuentas, sentía que se había enamorado adecuadamente y estaba dispuesto a soportar una buena dosis de predominio, algo que, después de todo, un hombre podía cortar en cuanto quisiera. A Sir James no se le ocurría que jamás quisiera cortar el predominio de esta hermosa joven, cuya sagacidad le deleitaba. ¿Por qué no?

    La mente de un hombre —en la medida en la que posee tal— siempre tiene la ventaja de ser masculina (el más diminuto abedul es de mejor calidad que la palmera más alta), e incluso su ignorancia es de índole más cabal. Tal vez Sir James nunca hubiera originado esta apreciación, pero una amable Providencia proporciona a la personalidad más desvalida un poco de cola o de almidón bajo el aspecto de tradición.

    —Espero poder confiar en que revocará esa decisión acerca del caballo, señorita Brooke —dijo el tenaz admirador—. Le aseguro que montar es el ejercicio más sano.

    —Soy consciente de ello —dijo Dorothea con frialdad—. Creo que le haría bien a Celia si se aficionara a ello. —Pero usted es tan buena amazona…

    —Usted me disculpará; he practicado poco y el caballo me tiraría con facilidad.

    —Razón de más para aplicarse. Toda dama debería ser una perfecta amazona a fin de poder acompañar a su marido. —Ya ve cuán dispares somos, Sir James. He decidido que no debo ser una perfecta amazona, de modo que nunca podría responder a su modelo de lo que es una dama.

    Dorothea miraba al frente y hablaba bruscamente, con frialdad, muy con el aire de un apuesto joven, lo que ofrecía un divertido contraste con la solícita amabilidad de su admirador.

    —Me gustaría conocer las razones de tan cruel decisión. No es posible que considere que montar está mal.

    —Es muy posible que piense que está mal en mí.

    —Pero, ¿por qué? —preguntó Sir James, con tono de cariñosa reprimenda.

    El señor Casaubon se había acercado a la mesa y escuchaba mientras sostenía una taza de té.

    —No debemos indagar con demasiada curiosidad en los motivos — interpuso, en su forma pausada—. La señorita Brooke sabe que tienden a resultar endebles cuando se expresan: el aroma se mezcla con el aire más burdo. Debemos mantener alejado de la luz el grano que germina.

    Dorothea se ruborizó de placer y levantó la mirada, llena de gratitud, hacia el orador. ¡Hete aquí un hombre que entendía la más noble vida interior y con el cual podría haber una comunión espiritual; mejor dicho, que podría iluminar los principios con el más amplio saber! ¡Un hombre cuyos conocimientos casi eran una prueba de lo que creía!

    Las deducciones de Dorothea tal vez parezcan vastas, pero verdaderamente, la vida no habría podido proseguir, durante ninguna época, de

    no ser por esta amplia tolerancia de la conclusión, la cual ha facilitado el matrimonio bajo las dificultades de la civilización. ¿Alguien ha condensado alguna vez a su minúscula pequeñez la telaraña del conocimiento prematrimonial?

    —Por supuesto —dijo el bueno de Sir James—. A la señorita Brooke no se la forzará a dar razones que preferiría mantener en silencio. Estoy seguro de que la honrarían.

    No se sentía en absoluto celoso por el interés con el que Dorothea había observado al señor Casaubon; ni se le ocurrió pensar que una joven a la cual estaba considerando proponerle matrimonio, pudiera interesarse por un acartonado ratón de biblioteca cercano a los cincuenta, salvo, por supuesto, por motivaciones religiosas, como clérigo de cierta distinción.

    Sin embargo, puesto que la señorita Brooke había entablado una conversación con el señor Casaubon sobre el clero valdense, Sir James se dirigió a Celia y le habló de su hermana, le habló de una casa en la ciudad, y preguntó si a la señorita Brooke le disgustaba Londres. Cuando estaba lejos de su hermana Celia hablaba con soltura y Sir James se dijo para sí que la segunda señorita Brooke era muy agradable además de bonita, si bien no más lista ni sensata que su hermana mayor, como habla quien sostenía. Pensó que había escogido la que era de todo punto superior, y a un hombre, naturalmente, le gusta saber que tendrá lo mejor. Tendría que ser el mismísimo Maworm de los solteros para fingir no esperarlo.

    CAPÍTULO III

    Al señor Casaubon se le había ocurrido pensar en la señorita Brooke como una esposa adecuada para él, ésta ya tenía plantadas en su mente las razones que podrían inducirla a aceptarle, razones que por la tarde del día siguiente habían brotado y florecido. Habían mantenido una larga conversación por la mañana mientras Celia, que no gustaba de la compañía de las verrugas y la palidez del señor Casaubon, se había escapado a la vicaría para jugar con los mal calzados, pero alegres hijos del coadjutor.

    Para entonces, Dorothea había buceado en el depósito cencido de la mente del señor Casaubon, viendo allí reflejada en vaga y laberíntica extensión cada una de las cualidades que ella misma aportaba: le había revelado gran parte de su propia experiencia y, a su vez, había sido informada por él de la amplitud de su gran obra, también de extensión atractivamente laberíntica. Había sido tan instructivo como «el apacible arcángel» de Milton: y con atisbos

    arcangélicos le contó cómo se había impuesto demostrar (lo que ciertamente ya se había intentado antes, si bien no con la profundidad, equidad comparativa y eficacia de organización a la que el señor Casaubon aspiraba) que todos los sistemas míticos o fragmentos míticos erráticos del mundo eran corrupciones de una tradición revelada originariamente. Una vez conquistada la posición auténtica y tras hacerse fuerte en ella, el inmenso campo de las construcciones míticas se volvía inteligible, o mejor dicho, luminoso, con la luz reflejada de las correspondencias. Pero recolectar entre esta gran cosecha de verdad no era tarea ni fácil ni rápida. Sus notas ya constituían un formidable número de volúmenes, pero la labor cimera consistiría en condensar estos resultados, voluminosos y aún acumulantes, y conseguir que, al igual que la primera vendimia de los libros hipocráticos, cupieran en una pequeña repisa. Al explicarle esto a Dorothea, el señor Casaubon se expresaba casi como lo hubiera hecho con un colega, pues carecía de la habilidad de hablar de distintas maneras. Es cierto que cuando empleaba una frase en latín o griego siempre daba con minuciosidad el equivalente inglés, pero es probable que hubiera hecho esto en cualquier caso. Un culto clérigo de provincias acostumbra a creer que sus conocidos son lores, caballeros, y otros hombres nobles y dignos con exiguos conocimientos de latín.

    Dorothea se sentía totalmente cautivada por la amplitud de este concepto. Aquí había algo que rebasaba la trivialidad literaria del colegio de señoritas; aquí estaba un Bossuet viviente cuyo trabajo reconciliaría el saber absoluto con la piedad sin reservas; aquí se encontraba un moderno Agustín que reunía las glorias del doctor y del santo.

    La santidad no destacaba con menos claridad que la sabiduría, pues cuando Dorothea sentía la necesidad de comunicar sus pensamientos sobre ciertos temas de los que no podía hablar con nadie que hubiera visto hasta entonces en Tipton (en especial la importancia secundaria de las formas eclesiásticas y los artículos de fe en comparación con esa religión espiritual, esa inmersión del ser en comunión con la perfección divina que le parecía ver expresada en la mejor literatura cristiana de épocas remotas), encontraba en el señor Casaubon un oyente que la comprendía al instante, que podía asegurarla de su propia conformidad con ese punto de vista, siempre que estuviera debidamente templado por una sabia moderación, y podía citar ejemplos históricos desconocidos anteriormente para ella.

    —Piensa conmigo —se decía Dorothea—, o, mejor dicho, abarca un mundo entero, del cual mi pensamiento no es más que un pobre y despreciable espejo. Aparte de sus sentimientos, toda su experiencia… ¡qué lago comparado con mi pobre charco!

    La señorita Brooke argumentaba desde palabras y disposiciones con no menos decisión que otras jóvenes de su edad. Los signos son cosas pequeñas y

    medibles, pero las interpretaciones son ilimitadas, y en jóvenes de naturaleza dulce y ardiente, cada signo suele producir asombro, esperanza, fe, amplios como un cielo y coloreados por una difusa parquedad de sustancia en la forma de sabiduría. Y no siempre se engañan en exceso; el propio Simbad pudo dar con una descripción verdadera gracias a una suerte favorable, y un razonamiento equivocado puede llevar, en ocasiones, a los pobres mortales a conclusiones acertadas: arrancando a gran distancia del punto verdadero y caminando por vueltas y revueltas, de vez en cuando llegamos justo donde debiéramos. No porque la señorita Brooke fuera precipitada en su confiar debe deducirse claramente que el señor Casaubon fuese inmerecedor de esta confianza.

    Se quedó un poco más de lo que tenía pensado, ante la leve presión de una invitación del señor Brooke, el cual no ofrecía mayor señuelo que sus propios documentos sobre el destrozo de las máquinas y la quema de almiares. El señor Casaubon fue llevado a la biblioteca para que los contemplara amontonados, mientras su anfitrión cogía primero uno y después otro, leyendo de ellos en voz alta de manera indecisa y alternante, pasando de una página sin terminar a otra con un «¡Esto, esto, aquí, aquí!» arrinconándolos todos finalmente para abrir el diario de sus viajes juveniles.

    —Mire, aquí está todo sobre Grecia, Ramnunte, las ruinas de Ramnunte; bien, usted es un gran helenista; no sé si se habrá dedicado mucho a la topografía, pero yo he pasado una eternidad descifrando estas cosas, ¡Ah! ¡El Helicón! ¡Escuche! «Partimos a la mañana siguiente para el Parnaso, el Parnaso de doble pico». Todo este volumen es sobre Grecia, ¿sabe? —el señor Brooke concluyó, pasando el pulgar transversalmente por el borde de las hojas al tiempo que extendía las manos mostrando el libro.

    La presencia del señor Casaubon era digna aunque bastante triste; se inclinaba ligeramente cuando correspondía y evitaba, en la medida de lo posible y sin caer en la impaciencia o la irrespetuosidad, mirar todos los documentos, consciente de que esta falta de coherencia estaba vinculada a las instituciones rurales, así como de que el hombre que le conducía por este estricto correteo mental no era tan sólo un anfitrión amable, sino un terrateniente y custos rotulorum. ¿Acaso su aguante se veía apoyado por la reflexión de que el señor Brooke era el tío de Dorothea?

    Lo cierto es que parecía cada vez más empeñado en conseguir que Dorothea hablara con él, en que se explayara, como Celia se decía a sí misma; y cuando la miraba, a menudo se le iluminaba el rostro con una sonrisa como un pálido sol invernal. La mañana siguiente, antes de partir, y mientras daba un agradable paseo por el camino de gravilla, le había mencionado que sentía la desventaja de la soledad, la necesidad de esa alegre compañía con la que la presencia de la juventud puede iluminar o variar las severas penas de la

    madurez.

    Y profirió este comentario con la misma cuidadosa precisión de un emisario diplomático cuyas palabras serían atendidas con unos resultados. Efectivamente, el señor Casaubon no estaba habituado a esperar tener que repetir o revisar sus comunicaciones de tipo práctico o personal. Consideraba suficiente el referirse a las inclinaciones que deliberadamente hubiera manifestado el 2 de octubre con la simple mención de esa fecha; su rasero era su propia memoria, que era un volumen donde el vide supra podría reemplazar las repeticiones, y no el usual borrador que sólo conserva escritos olvidados. Pero en esta ocasión no era probable que la confianza del señor Casaubon se viera traicionada, pues Dorothea escuchaba y retenía cuanto él decía con el ansioso interés de las naturalezas frescas y jóvenes para las que cada variación en la experiencia supone una época.

    Eran las tres del hermoso día de brisa otoñal cuando el señor Casaubon partió hacia su rectoría en Lowick, a tan sólo cinco millas de Tipton, y Dorothea, que llevaba puestos el sombrero y el chal, cruzó apresuradamente los arbustos y el parque a fin de poder deambular por el bosque cercano sin otra compañía visible que la de Monk, el enorme perro San Bernardo que siempre cuidaba de las jóvenes en sus paseos. Había surgido ante ella la visión juvenil de un posible futuro que ansiaba con trémula esperanza, y quería vagar por ese futuro imaginario sin que la interrumpieran. Caminó con paso ligero en el fresco aire; el color fue sonrosándole las mejillas y el sombrero de paja (que nuestros contemporáneos podrían observar con curiosidad como una obsoleta forma de cesto) un poco caído hacia atrás. Tal vez no estuviera suficientemente caracterizada si se omitiera que llevaba el pelo castaño tirante, recogido en trenzas que se enroscaban detrás, de forma que la silueta de la cabeza quedaba atrevidamente expuesta en una época en la que el sentir público exigía que la mediocridad de la naturaleza se disimulara con altas barricadas de rizos y lazos, nunca superadas por ninguna gran raza salvo la melanésica.

    Era esta una característica del ascetismo de la señorita Brooke. Pero no había ni rastro de la expresión de un asceta en los grandes ojos brillantes que miraban hacia adelante, y sin ver conscientemente, absorbían dentro de la intensidad de su ánimo la gloria solemne de la tarde, con sus largas bandas de luz entre las lejanas hileras de tilos, cuyas sombras se tocaban.

    Todas las personas, jóvenes y mayores (es decir, todas las personas en aquellos tiempos anteriores a la reforma), la hubieran considerado un objeto interesante de haber atribuido el ardor en sus ojos y mejillas a las recientemente despertadas imágenes usuales del amor joven: la poesía ha consagrado suficientemente las ilusiones de Cloe por Estrefón, como debe consagrarse la patética hermosura de toda confianza espontánea. La señorita

    Pippin adorando al joven Pumpkin y soñando con interminables horizontes de apetecida compañía constituía un pequeño drama que jamás cansaba a nuestros padres y que había adoptado un sinfín de formas. Bastaba con que Pumpkin tuviera una figura que aguantara las desventajas del frac, con su talle alto, para que todo el mundo encontrara no sólo natural sino necesario para la perfección del estado de ser mujer, que una dulce joven se convenciera al momento de la virtud de aquél, de su excepcional habilidad y, sobre todo, de su absoluta sinceridad. Pero quizá nadie que viviera entonces, sin duda nadie que viviera en Tipton, hubiera comprendido los sueños de una joven cuya idea del matrimonio venía totalmente coloreada por un exaltado entusiasmo acerca de los fines de la vida, un entusiasmo encendido principalmente por su propio fuego y que no incluía ni las delicadezas de un ajuar, ni el dibujo de la vajilla ni tan siquiera los honores y las dulces alegrías de la radiante esposa.

    Se le había ahora ocurrido a Dorothea que el señor Casaubon pudiera querer hacerla su esposa, y la idea de que así fuera la enternecía con una especie de reverente gratitud. ¡Qué bondad la suya! ¡Era casi como si un mensajero alado se hubiera de pronto detenido a su lado y extendiera hacia ella sus manos! Durante un buen rato se había sentido oprimida por la confusión que pendía en su mente, como una espesa neblina de verano, respecto de su deseo de hacer de su vida algo muy eficaz. ¿Qué podía hacer, qué debía hacer ella, poco más que una mujer en ciernes, y sin embargo poseedora de una conciencia activa y una gran necesidad mental, que no se iba a ver satisfecha con una educación de jovencitas comparable a los mordisquillos y juicios de un ratón discursivo? Con cierta dosis de estupidez y presunción, hubiera podido pensar que una joven cristiana con fortuna debiera encontrar su ideal de vida en las obras benéficas del pueblo, en el patrocinio del clero más humilde, en la lectura atenta de Personajes femeninos de las Escrituras, desplegando la experiencia íntima de Sara según la ley Mosaica y de Dorcas según el Evangelio, cuidando de su alma bordando en su propio tocador, y todo ello con el telón de fondo de un eventual matrimonio con un hombre que, si bien menos severo que ella en cuanto a su involucración en asuntos religiosamente explicables, pudiera ser objeto de sus oraciones y exhortado oportunamente. Pero este conformismo le estaba vedado a la pobre Dorothea. La intensidad de su disposición religiosa, la coacción que ejercía sobre su vida, era tan sólo un aspecto de una naturaleza ardiente, teórica e intelectualmente consecuente; y con una naturaleza así, forcejeando en el carril de una educación estrecha, encerrada por una vida social que no parecía ofrecer más que un laberinto de insignificantes vías, una cercada confusión de pequeños caminos que no llevaban a ninguna parte, el resultado no podía por menos que parecer exageración al tiempo que inconsistencia. Quería justificar con el conocimiento más completo aquello que a ella le parecía lo mejor y no vivir en una fingida aceptación de reglas según las que jamás se actuaba. En

    esta ansiedad anímica se vertía por el momento toda su pasión juvenil; la unión que la atraía era aquella que la rescataría de la sujeción adolescente a su propia ignorancia y le proporcionaría la libertad de la sumisión voluntaria a un guía que la llevara por la senda más grandiosa.

    «Lo aprendería todo» —se decía a sí misma, mientras avanzaba con rapidez por el camino de herradura que cruzaba el bosque—. «Tendría la obligación de estudiar a fin de ayudarle más en sus grandes obras. Nuestras vidas no tendrían nada de trivial. Las cosas cotidianas serían para nosotros las más importantes. Sería como casarse con Pascal. Aprendería ayer la verdad a la misma luz que los grandes hombres. Y sabría lo que debería hacer, cuando fuera más mayor; vería cómo era posible llevar una vida importante aquí, ahora, en Inglaterra. Hoy por hoy no tengo la seguridad de estar haciendo ningún tipo de bien; todo parece como si me enfrentara a una misión con gentes cuya lengua desconozco, —salvo el construir buenas viviendas—, claro. ¡Cómo me gustaría conseguir que la gente de Lowick estuviera bien alojada! Dibujaré diversos planos mientras tengo tiempo».

    Dorothea se contuvo de pronto, reprochándose la presunción con que contaba con sucesos inciertos, pero la aparición en una curva del sendero de un jinete al trote le evitó cualquier esfuerzo interior por desviar la dirección de sus pensamientos. El cuidado alazán y los dos setters no permitían dudar de que el jinete era Sir James Chettam. Vio a Dorothea, desmontó al punto del caballo y tras dárselo al mozo, avanzó hacia ella sosteniendo en el brazo algo blanco que provocaba el animado ladrido de los dos setters.

    —¡Qué maravilloso encontrarla, señorita Brooke! —dijo, levantando el sombrero y dejando ver el cabello rubio y levemente ondulado—. Esto me adelanta el placer que esperaba.

    A la señorita Brooke le molestó la interrupción. Este afable baronet, un muy adecuado marido para Celia, exageraba la necesidad de hacerse agradable a la hermana mayor. Incluso un posible cuñado puede resultar una opresión si continuamente presupone un entendimiento demasiado bueno contigo, y está de acuerdo aun cuando le contradices. El pensamiento de que el baronet había incurrido en el error de cortejarla a ella no podía tomar forma: Dorothea empleaba toda su actividad mental en creencias de otro tipo. En cualquier caso, en este momento resultaba de todo punto inoportuno y sus manos llenas de hoyuelos harto desagradables. La irritación la hizo sonrojarse al devolverle el saludo con cierta altivez.

    Sir James interpretó el rubor de la manera más gratificante para él y pensó que nunca había visto a la señorita Brooke tan hermosa.

    —He traído un pequeño solicitante —dijo—, o mejor dicho, lo traigo para ver si se le admite antes de que se exponga su solicitud.

    Mostró el objeto blanco que llevaba bajo el brazo: era un diminuto cachorro maltés, uno de los juguetes más ingenuos de la naturaleza.

    —Me duele ver estas criaturas que se crían para servir de mero capricho — dijo Dorothea, cuya opinión se forjaba en ese mismo instante (como suele ocurrir) bajo el influjo de la irritación.

    —Pero, ¿por qué? —preguntó Sir James mientras continuaba andando.

    —Creo que a pesar de todos los mimos que se les dispensan, no son felices. Son demasiado desvalidos, sus vidas son demasiado frágiles. Una comadreja o un ratón que se procura su propio sustento es más interesante. Quiero pensar que los animales que nos rodean tienen almas algo similares a las nuestras, y o bien llevan a cabo sus pequeños quehaceres o nos hacen compañía, como Monk. Pero esos animales son parásitos.

    —Cómo me alegro de saber que no le gustan —dijo el bueno de Sir James. Yo nunca tendría uno, pero a las damas les suelen gustar estos perros malteses. Toma, John, llévate este perro, ¿quieres?

    El censurable cachorro, cuyo morro y ojos eran igualmente negros y expresivos, fue de este modo quitado de en medio, puesto que la señorita Brooke había decidido la conveniencia de que no hubiera nacido. Pero sintió la necesidad de explicarse.

    —No debe juzgar los sentimientos de Celia por los míos. Creo que a ella sí le gustan estos animalillos. Tuvo un pequeño terrier una vez, al cual quería mucho. A mí me entristecía porque temía pisarlo. Soy bastante corta de vista.

    —Siempre tiene su propia opinión de las cosas, señorita Brooke, y siempre es una opinión buena.

    ¿Qué posible respuesta había para tan necio piropeo?

    —Sabe, la envidio en eso —dijo Sir James mientras proseguían al paso rápido que marcaba Dorothea.

    —No entiendo bien lo que quiere decir.

    —Su capacidad de formarse una opinión. Yo puedo hacerlo con las personas. Sé cuándo me gustan. Pero en otros temas, créame, a menudo me cuesta decidir. Se oyen cosas muy sensatas desde posturas enfrentadas.

    —O se nos antojan sensatas. Tal vez no distingamos siempre entre lo sensato y lo insensato.

    Dorothea sintió que estaba siendo descortés.

    —En efecto —dijo Sir James—, pero usted sí parece tener la capacidad de distinguir.

    —Al contrario. A menudo soy incapaz de decidir. Pero eso es por ignorancia. La conclusión correcta está ahí de todos modos, aunque yo sea incapaz de verla.

    —Creo que muy pocos la verían con más rapidez. Sabe, Lovegood me decía ayer que tiene usted la mejor idea del mundo para un plan de viviendas

    —pensaba que era algo asombroso, viniendo de una joven. De verdadero genus, para emplear su expresión. Dijo que usted quería que el señor Brooke construyera otro grupo de casitas, pero le daba la impresión de que era improbable que su tío consintiera. Verá, esa es una de las cosas que yo quiero hacer, me refiero en mi propia finca. Estaría encantado de llevar a cabo ese plan suyo, si me dejara verlo. Ya sé que es enterrar el dinero, por eso la gente pone pegas. Los trabajadores nunca podrán pagar un alquiler que lo haga rentable. Pero al fin y al cabo, merece la pena hacerlo.

    —¡Pues claro que merece la pena! —dijo Dorothea con energía, olvidando su leve irritación previa—. Creo que todos aquellos que permitimos que los arrendatarios vivan en esas pocilgas que vemos a nuestro alrededor merecemos que nos echen de nuestras hermosas casas con un látigo de pequeñas colas. Su vida en sus casitas podría ser más feliz que la nuestra si fueran auténticas casas, dignas de seres humanos de quienes esperamos obligaciones y afecto.

    —¿Me enseñará sus planos?

    —Sí, por supuesto que sí. Supongo que tendrán muchos defectos. Pero he examinado todos los planos de casitas en el libro de Loudon y he escogido lo que me ha parecido mejor. ¡Cómo me alegraría iniciar aquí el modelo! Creo que en lugar de tener a Lázaro a la puerta, lo que debiéramos desterrar son esas casuchas como pocilgas.

    Dorothea estaba de un humor excelente ahora. Sir james, como cuñado, construyendo en su hacienda casitas modelo, y luego, tal vez, otras construidas en Lowick, y más y más imitaciones en otros lugares ¡sería como si el espíritu de Oberlin hubiera pasado por los municipios embelleciendo la pobreza!

    Sir james vio todos los planos y se llevó uno sobre el que consultar a Lovegood. También se llevó una complacida sensación de estar haciendo grandes progresos con respecto a la buena opinión de la señorita Brooke. No se le ofreció a Celia el cachorro maltés, omisión que Dorothea recordó posteriormente con sorpresa, pero por la cual se culpó a sí misma: había monopolizado a Sir James. Aunque, después de todo, era un alivio el que no existiera cachorro que pudiera pisarse.

    Celia estaba presente mientras se examinaron los planos y observó el entusiasmo de Sir james. «Piensa que a Dodo le interesa y a ella sólo le

    interesan sus planos. Y sin embargo, no estoy segura de que le rechazara si pensara que la iba a dejar organizarlo todo y llevar a cabo sus ideas». ¡Y qué incómodo estaría Sir James! ¡Cómo aborrezco las ideas!

    Recrearse en este aborrecimiento era el lujo privado de Celia. No osaba confesárselo a su hermana abiertamente, pues ello significaría exponerse a una demostración de que, de una u otra forma, estaba en lucha con la bondad. Pero cuando las oportunidades no eran peligrosas, tenía un modo indirecto de comunicarle a Dorothea su conocimiento negativo y de apearla de su éxtasis recordándole que la gente estaba atónita y no atenta. Celia no era impulsiva: lo que tuviera que decir podía esperar, y siempre lo manifestaba con la misma serena y escueta ecuanimidad. Cuando la gente hablaba con energía y énfasis, ella se limitaba a observarles el rostro y los gestos. No entendía cómo gente educada se avenía a cantar y abrir las bocas en la ridícula manera que ese ejercicio vocal exigía.

    No habían transcurrido muchos días cuando el señor Casaubon volvió de visita una mañana, durante la cual se le invitó de nuevo a cenar y a pasar la noche a la semana siguiente. Así, Dorothea sostuvo otras tres conversaciones con él, y quedó convencida de que sus primeras impresiones habían sido justas. Era todo cuanto se imaginó desde un principio: casi todo lo que decía parecía un espécimen de una mina, o la inscripción en la puerta de un museo que podría dar paso a los tesoros de épocas pasadas. Esta confianza en su riqueza mental ahondaba y profundizaba tanto más la inclinación de Dorothea, puesto que ahora era obvio que ella era el motivo de las visitas. Este hombre educado tenía la condescendencia de pensar en una joven, y

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