Heterocromía
Por Julián Ciocia
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En los doce relatos que componen Heterocromía las reminiscencias a los maestros de lo siniestro (el Unheimlich freudiano) son constantes, desde Kafka y Stephen King a Cortázar, Silvina Ocampo y Felisberto Hernández, pero en todos los casos las referencias están actualizadas y adaptadas a nuestros tiempos. El resultado es la creación de mundos cerrados, que construyen el clima ideal para que lo familiar se trastoque y genere la intranquilidad propia del fantasy y el terror.
Con este nuevo libro, Julián Ciocia demuestra que su anterior novela, Dragón, no era una pieza única, sino la primera de una obra que promete ser vasta, con una voz autoral fácilmente reconocible y una misión entre ceja y ceja: perturbar la tranquilidad de quien lo lea, exhibir la policromía de nuestra mirada. En estos cuentos, sin dudas, lo logra con creces.
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Heterocromía - Julián Ciocia
HETEROCROMÍA
HETEROCROMÍA
JULIÁN CIOCIA
OYD EDICIONES
Índice
Portada
Portadilla
Legales
NOTA DEL AUTOR
HETEROCROMÍA
EL ALMUERZO
NIZA 66
MANIQUÍES NUEVOS
LA CANCIÓN DE VELLACÍ
EL CASTIGO
LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS
EL VECINO DE ENFRENTE
LA SOMBRA DE ALAN
EL CONTROL REMOTO
EL EJEMPLAR FAVORITO
EL CRIADO
© 2021, OyD Ediciones © 2021, Julián Ciocia
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
Dirección editorial: Nicolás Scheines
Diseño de la colección: María José Galanda
Maquetación y diseño de tapa: Pablo Alarcón | Estudio Cerúleo
Corrección: Nicolás Scheines
Imagen de tapa: Juan Carlos Galeazzi
Foto de solapa: Macarena Piazzese
Primera edición en formato digital: mayo de 2021
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto 451
www.oyd-ediciones.com.ar
contacto@oyd-ediciones.com.ar
García del Río 4645 2º 4, Ciudad de Buenos Aires
NOTA DEL AUTOR
Aún recuerdo cuando escribí mi primer cuento de adulto. Lo festejé como si hubiera ganado algo. Me sentía extasiado, a punto de devorar la vida. Había escrito algunas cosas antes, pero ese fue mi primer gran desafío. Debía animarme a escribir una historia, en la que desarrollara principio, nudo y final. Pero debía ser… perfecta, como suelen ser los cuentos, donde nada sobra y todo encaja en su sitio para que la historia sea redonda. Como dije, estaba extasiado y sentía que la literatura fluía por mis venas. Lo empecé a mediatarde, y para la noche ya lo tenía listo. Claro que, en ese momento, apenas me corregía algunos detalles, por lo que ese breve relato estaba plagado de errores gramaticales. Pero no importaba, porque estaba ahí. Ya existía, tenía una lógica y una estructura. Y, por supuesto, podía dárselo a otro para que lo leyera. Ese era mi mayor regocijo.
La idea me surgió de una película que encontré por televisión: 1408, de Mikael Håfström. Está basado en un cuento de Stephen King, que siempre me inspiró mucho a la hora de pensar historias. No es de extrañar que lo haya hecho también en mi primer cuento. Una habitación de hotel embrujada, y un hombre al que no le importa y está empecinado en pasar la noche en ella. ¿Podrá pasar la noche? ¿Qué cosas pasarán? ¿Logrará salir con vida?
No es la mejor película de terror ni por lejos, y quizás abunda en clichés. Pero eso no importa. Porque una obra no tiene por qué ser revolucionaria, clásica o épica para despertar algo en uno. Es parte de lo grandioso del arte: no necesita manuales para encender el alma. La cinematografía y la literatura comparten una cualidad: nos dibujan un camino perfectamente detallado y nos dan algunas herramientas para que los podamos cruzar, pero nos dejan que lo crucemos solos. Y en ese camino, uno sale distinto. Qué mejor para un artista que escuchar cuando uno habla de tu obra. No siempre tendrás las mejores devoluciones, pero al menos tocaste la vida de quienes lo cruzaron.
Finalmente, el cuento no entró en esta selección. Quise dejar que otras historias dibujen el camino. Cada una conlleva un por qué. Algunas son como ese primer cuento que surgió de una inspiración cinematográfica. Otras, quizás, son más vivenciales, como cuando nos ocurre algo en la vida que nos hace sentir que tenemos que contar una historia.
Les debo mucho a estos cuentos. Algunos fueron escritos antes de que pensara siquiera en escribir Dragón, mi primera novela. Se quedaron allí, resguardados, esperando el momento oportuno para atacar. Siempre observándome, agazapados, y siguiéndome los pasos de cerca.
Aún conservo todos los borradores en papel, y me emociono al encontrar que las páginas de los más viejitos están amarillas. En algunos casos pasó tanto tiempo, que para mí tiene un valor especial que hoy puedan ser leídos en un libro. Es una especie de revancha, o de impulso para nunca dejar de creer que se puede hacer aquello con lo que uno un día soñó.
Disfruté escribiendo cada una de estas historias, y lo sigo haciendo cada vez que surge una nueva. A diferencia de las novelas, los cuentos llevan otro adoctrinamiento. Los buenos cuentos —o los que, en mi caso, escribí de corrido— te quitan el sueño si no los descubrís a tiempo. Te piden que no los abandones hasta tenerlos cerrados. Y, si no, te persiguen adonde vayas.
Ya no hay remedio, porque ahora también te alcanzaron a vos.
Y por un ratito me gustaría sacarte de tu mundo y llevarte a otros sitios. A lugares en donde no hay reglas de ningún tipo. Donde todo es posible. Incluso las historias más enloquecedoras.
Julián Ciocia
Diciembre de 2020
HETEROCROMÍA
Todo comenzó cuando Santiago vio a un extraño sujeto que merodeaba cerca de la plaza de su barrio. Llevaba ropa andrajosa y sucia. Era divertido sentarse a observar cómo en cuanto él pasaba cerca de los juegos, las madres tomaban a sus hijos y los llevaban lejos.
El vagabundo era una personalidad famosa de hacía años. Santiago recordaba que a él también le habían dicho que nunca se le acercara. Con treinta años más, el hombre continuaba teniendo la misma figura aterradora. Su barba grasienta había tomado un color gris, el mismo de su pelo enrulado. Era un tipo imponente y de una mirada intensa con sus ojos verdes.
Santiago había vuelto a su barrio luego de dos años, y le parecería que todo seguía igual a como estaba antes de marcharse. Se alegró de que así fuera. No había nada mejor que sentir como si el tiempo nunca hubiera pasado.
—Ojalá algún día saquen a este tipo de acá —oyó que decía una voz de mujer. A su lado se había sentado una señora. Tenía un bolso, al que se aferraba con fuerza—. Siempre ahí, mirando. Tendrían que encerrarlo.
El vagabundo se había acomodado en un banco, y con una de sus manos se tocaba una y otra vez la barba. Tenía la vista fija en una niña que jugaba en el tobogán del arenero sin soltar un osito de peluche gris y blanco debajo de su brazo.
—Nunca supe su nombre.
—A quién le importa. Es un vago —dijo la señora, y acentuó particularmente la última palabra.
Santiago lo observó con detenimiento, pero su visión resultó entorpecida cuando una joven se cruzó delante del vagabundo y avanzó a gran velocidad. Llevaba un mapa en la mano. Santiago la siguió con la mirada. Observó cómo ella se paró en el lugar y levantó la vista perdida. Luego suspiró fastidiosa y volvió la vista hacia el mapa.
Santiago no supo en qué momento comenzó a caminar hacia ella. Y a medida que avanzaba, se fue sintiendo demasiado estúpido como para decirle cualquier cosa. Así que se acercó y pretendió mirar hacia otra parte. Fue ella quien le habló.
—Disculpá… ¿Me podrás ayudar?… ¿Hola?
Santiago se dio vuelta desconcertado.
—¿Me hablás a mí?
—Necesito tu ayuda.
Ella le mostró el mapa, nerviosa. Era más alta de lo que había supuesto. Y en cuanto sus ojos se cruzaron, quedó fascinado. No había notado esa maravillosa anomalía que la afectaba. Solo había visto personas con heterocromía en fotografías, pero jamás en persona. Su ojo izquierdo era celeste muy claro, mientras que el derecho era marrón. Esta condición le daba un aspecto excéntrico y atrapante.
—Tengo un problema —comenzó a decir ella—. No soy buena para ubicarme… y siempre me pierdo. Tengo que llegar a esta dirección. —La joven estiró su brazo y le señaló en el mapa la calle «San Blas»—. Tengo que ir al 2100. ¿Vos conocés por acá? ¿Sabés dónde es?
Santiago no podía dejar de mirarle los ojos, que le parecían maravillosos.
—Sí, sí. Son seis cuadras para allá —señaló con su mano.
—¡Gracias!
La joven caminó en