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El fin de los tiempos
El fin de los tiempos
El fin de los tiempos
Libro electrónico387 páginas5 horas

El fin de los tiempos

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Información de este libro electrónico

El esperado desenlace de Ángeles caídos. Desesperados por revertir los terribles efectos que los ángeles les han infligido a ellos y a los que aman, Penryn y Raffe han conseguido escapar de sus perseguidores.


Al acecho de respuestas a este terrible Armagedón, una inesperada revelación en torno al pasado de Raffe desencadena una sombra que amenaza el futuro de la humanidad. Cuando los ángeles liberan la pesadilla del apocalipsis en el mundo de los humanos, ambos bandos se encaran en una cruenta batalla por la supervivencia.


Alianzas vienen y van, tácticas de guerra se planean una y otra vez, pero ¿elegirán Raffe y Penryn luchar cada uno por el futuro de su raza, o decidirán defender su amor imposible por encima de todo?


"Sutil, trepidante y genial... encantará a los lectores de Los Juegos del Hambre".

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jun 2021
ISBN9781638200024
Autor

Susan Ee

Susan Ee has eaten mezze in the old city of Jerusalem, surfed the warm waters of Costa Rica, and played her short film at a major festival. She has a life-long love of science fiction, fantasy, and horror, especially if there’s a touch of romance. She used to be a lawyer but loves being a writer because it allows her imagination to bust out and go feral.

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    El fin de los tiempos - Susan Ee

    fortalezas.

    1

    Por donde volamos, la gente huye, se dispersa bajo nosotros.

    En cuanto avistan la sombra gigante de nuestro enjambre sobre ellos, corren a buscar refugio.

    Volamos sobre un paisaje urbano carbonizado, roto y mayormente abandonado. San Francisco solía ser una de las ciudades más bellas del mundo, con sus famosos tranvías y restaurantes de clase mundial. Los turistas acostumbraban pasear por el Muelle de los Pescadores y entre los callejones atascados de gente en el Barrio Chino.

    Ahora, los pocos sobrevivientes roñosos pelean entre sí por basura y sobras, y acosan a mujeres aterrorizadas. Se escabullen entre las sombras y desaparecen cuando nos ven pasar. Los únicos que no huyen son los más desesperados, que optan por permanecer a la intemperie con la esperanza de escapar de las pandillas durante los pocos segundos que nos lleva sobrepasarlos.

    Debajo de nosotros, una chica se arrodilla junto un hombre muerto tendido en el suelo. No parece darse cuenta de nuestra presencia, o quizá no le importe. Aquí y allá, percibo los destellos de algunos objetos brillantes a través de una ventana, señal de que alguien nos está observando a través de unos binoculares, o tal vez nos apunta con un rifle mientras pasamos.

    Sin duda, somos un verdadero espectáculo. Una nube gigante de langostas enormes con cola de escorpión que oculta el cielo.

    Y en medio de la nube, un demonio con grandes alas que lleva a una adolescente entre sus brazos. Al menos, eso es lo que parece. Cualquier persona que no sepa que Raffe es un Arcángel que vuela con alas prestadas pensaría que se trata de un demonio.

    Seguramente asumen que el demonio secuestró a la chica que lleva cargando. No podrían imaginar que me siento segura en sus brazos. Que descanso mi cabeza en la curva de su cuello porque me gusta sentir su piel cálida.

    —¿Los humanos siempre nos vemos así desde arriba?, le pregunto.

    Él me responde. Puedo sentir cómo vibra su garganta y veo que mueve la boca, pero no puedo oír lo que dice por encima del zumbido atronador del enjambre de langostas.

    En todo caso, quizá sea mejor que no pueda escuchar su respuesta. Los ángeles seguramente piensan que los humanos parecemos cucarachas, escabulléndonos entre las sombras en busca de un poco de basura.

    Pero no somos cucarachas, ni monos, ni monstruos, a pesar de lo que los ángeles piensen de nosotros. Seguimos siendo las mismas personas que fuimos una vez. Al menos por dentro.

    Por lo menos espero que así sea.

    Espío lo que queda de mi hermana a nuestro lado. Incluso ahora, tengo que recordarme a mí misma que Paige sigue siendo la misma niña que siempre amé. Bueno, quizá no sea la misma.

    Ella vuela montada sobre el cuerpo marchito de Beliel, que varias langostas llevan cargado como si se tratara de un palan­quín. Beliel está completamente cubierto de sangre, y parece como si llevara muerto mucho tiempo, aunque yo sé que está vivo. No es peor castigo del que se merece, pero todavía hay una parte de mí que se sorprende ante la crueldad primitiva de todo esto.

    Una isla gris de pura roca aparece frente a nosotros en medio de la bahía de San Francisco. Alcatraz, la famosa excárcel. Un torbellino de langostas vuela por encima de ella. Es una pequeña parte del enjambre que no acudió cuando Paige pidió ayuda en la playa, hace unas horas.

    Señalo a una isla detrás de Alcatraz. Es más grande y más verde, no alcanzo a distinguir construcción alguna. Estoy bastante segura de que es la isla Ángel. A pesar de su nombre, cualquier lugar tiene que ser mejor que Alcatraz. No quiero que Paige se acerque a esa roca infernal nunca más.

    Esquivamos el torbellino de langostas y volamos hacia la otra isla.

    Le hago una seña a Paige para que venga con nosotros. Su langosta y otras que vuelan cerca de ella nos siguen, pero la mayoría se une al enjambre que vuela sobre Alcatraz, con lo que se incrementa el tamaño del torbellino oscuro que sobrevuela la prisión. Algunas parecen confundidas, al principio nos siguen pero luego cambian de dirección y vuelven a Alcatraz, como si estuvieran obligadas a formar parte del enjambre.

    Sólo un puñado de langostas permanece con nosotros mientras rodeamos la isla Ángel, en busca de un buen lugar para aterrizar.

    El sol naciente destaca los verdes esmeralda de los árboles que rodean la bahía. Desde este ángulo, Alcatraz queda justo delante del amplio panorama de la ciudad de San Francisco. Seguro que fue una vista impresionante alguna vez. Ahora parece una hilera de dientes rotos.

    Aterrizamos junto a la orilla en la costa oeste de la isla. Los tsunamis dejaron un montón de escombros en la playa y una pila de árboles hechos astillas a un lado de la colina, pero el otro lado está casi intacto.

    Cuando tocamos tierra, Raffe me deja ir. Siento como si hubiera estado acurrucada contra su cuerpo durante días. Mis brazos están prácticamente congelados alrededor de sus hombros y siento las piernas rígidas. Las langostas también trastabillan un poco cuando aterrizan, como si sufrieran de los mismos problemas.

    Raffe estira su cuello y sacude los brazos. Sus alas de murciélago se pliegan y desaparecen detrás de él. Todavía trae puesto el antifaz de la fiesta en el nido que se transformó en masacre hace unas horas. Es color rojo oscuro con listones de plata, y le cubre toda la cara, salvo la boca.

    —¿No te vas a quitar eso? —sacudo mis manos adormecidas—. Pareces la Muerte Roja con alas de demonio.

    —Bien. Así deberían verse todos los ángeles —mueve sus hombros hacia adelante y hacia atrás. No debe ser fácil cargar a alguien durante horas. A pesar de que trata de relajar sus músculos, veo que Raffe está en alerta máxima. Sus ojos vigilan nuestro entorno, inmerso en una tranquilidad inquietante.

    Ajusto la correa que cuelga de mi hombro de modo que mi espada, disfrazada de osito de peluche, se recargue contra mi cadera para tener acceso más fácil a ella. Entonces me dirijo a ayudar a mi hermana a bajar de Beliel. Cuando me acerco a Paige, sus langostas me gruñen y me amenazan con los aguijones de sus gruesas colas de escorpión.

    Me detengo con el corazón palpitando.

    Raffe llega a mi lado en un instante.

    —Deja que ella venga hacia ti —dice en voz baja.

    Paige se baja de su palanquín y acaricia a una de las langostas con su pequeña mano.

    —Shh. Está bien. Es Penryn.

    No deja de sorprenderme que estos monstruos le hagan caso a mi hermanita. Me gruñen un momento más, luego se relajan y bajan sus aguijones, calmados por los susurros de Paige. Respiro profundo y retrocedo poco a poco, para que Paige acabe de tranquilizarlos.

    Paige se inclina para recoger las alas cortadas de Raffe. Venía acostada sobre ellas, y las plumas están sucias y parecen aplastadas, pero comienzan a esponjarse casi al instante. No puedo culpar a Raffe por cortarle las alas a Beliel antes de que las langostas le succionaran toda la vida junto con el resto del demonio, pero hubiera preferido que no tuviera que hacerlo. Ahora tenemos que encontrar un médico que se las trasplante de nuevo a Raffe antes de que se marchiten.

    Caminamos por la playa y encontramos un par de botes de remos atados a un árbol. Quizá la isla sí está ocupada después de todo.

    Con un gesto, Raffe nos indica que nos ocultemos mientras él continúa avanzando por la ladera.

    Parece que solía haber una hilera de casas en un lado de la colina. En la parte inferior, sólo permanecen los cimientos de concreto, llenos de tablas rotas manchadas con agua y sal. Pero en la parte superior, varias construcciones tapiadas continúan intactas.

    Nos escabullimos detrás de la construcción más cercana. Es suficientemente grande como para haber sido un cuartel militar de algún tipo. Como los demás edificios, está sellado con tablones pintados de blanco. Parece que el complejo estaba clausurado desde mucho antes del Gran Ataque.

    Todo parece una especie de asentamiento fantasma, a excepción de una casa en la colina con vistas a la bahía. Es una casa victoriana perfectamente intacta, rodeada por una cerca blanca. Es la única construcción que parece una casa familiar, y la única pintada de color y con señales de vida.

    No percibo ninguna amenaza a la redonda, por lo menos nada que las langostas no puedan resolver, pero de todos modos me quedo oculta. Contemplo a Raffe cuando se lanza al aire para acercarse a la colina. Vuela de árbol en árbol, mientras se acerca cuidadosamente a la casa principal.

    Cuando la alcanza, el ruido de disparos destruye la paz.

    2

    Raffe se esconde detrás del muro de uno de los edificios.

    —No queremos hacerles daño —grita en dirección de la casa.

    Otra ráfaga de balas le responde desde una ventana del piso superior. Yo me tapo los oídos. Mis nervios están más tensos de lo que puedo soportar.

    —Puedo escucharlos hablando ahí dentro —grita Raffe. Debe pensar que los humanos somos sordos. Supongo que, comparados con los ángeles, casi lo estamos—. Y la respuesta es no. Dudo que mis alas valgan tanto como las alas de un ángel. No tienen posibilidad alguna de atraparme, así que dejen de engañarse. Sólo queremos la casa. Sean inteligentes. Huyan mientras puedan.

    La puerta principal se abre de golpe. Tres hombres fornidos salen y apuntan sus rifles en diferentes direcciones, como si no supieran bien dónde están sus enemigos.

    Raffe se lanza al aire, y las langostas siguen su ejemplo. Vuela sobre ellos con sus impresionantes alas de demonio para intimidarlos, antes de aterrizar de nuevo a un lado de la casa.

    Las langostas vuelan hacia él, suben y bajan entre la hilera de árboles con sus colas de escorpión enroscadas detrás de ellos.

    En cuanto los hombres echan un buen vistazo a lo que se están enfrentado, deciden huir. Corren hacia el bosque en dirección contraria. Luego huyen entre los escombros hacia la playa.

    Cuando los hombres desaparecen de la vista, una mujer sale de la casa. Corre con la cabeza gacha como un perro apaleado y huye de los hombres. Mira hacia atrás para ver dónde están, y me da la impresión de que tiene más miedo de ellos que de las criaturas aladas.

    La mujer desaparece en las colinas detrás de la casa, mientras los hombres se suben a los botes de remos y se dirigen hacia la bahía.

    Raffe camina hacia el frente de la casa desocupada y se detiene un momento, escuchando atentamente. Nos hace una seña para que nos acerquemos mientras se dirige al interior de la casa.

    Cuando llegamos a la casa, Raffe grita:

    —Todo en orden.

    Coloco una mano en el hombro de Paige cuando entramos al patio a través de la cerca blanca. Ella abraza las alas emplumadas de Raffe como si fueran su muñeco de peluche favorito mientras mira alrededor de la casa. Ésta es de un tono mantequilla con detalles color granate. Tiene un porche con muebles de mimbre y se parece mucho a una casa de muñecas.

    Una de las langostas deja caer a Beliel a un lado de la cerca. Se queda tirado, como un animal muerto. La piel marchita de su cuerpo es del color y la textura de la carne seca, y algunos hilitos de sangre aún brotan de los lugares donde Paige le arrancó pedazos de piel y músculo. Su estado es lamentable, pero es la única víctima de las langostas por la que no siento compasión alguna.

    —¿Qué hacemos con Beliel? —le pregunto a Raffe.

    —Yo me encargaré de él —Raffe baja las escaleras del porche hacia nosotros.

    Tomando en cuenta todas las cosas horribles que Beliel le ha hecho, no entiendo por qué Raffe no lo mató en vez de sólo cortarle las alas. Quizá pensó que las langostas lo harían, o que las heridas que le causó Paige en el nido serían fatales. Pero ahora que ha llegado hasta aquí, Raffe no parece decidido a acabar con él.

    —Vamos, Paige —mi hermana camina a mi lado hacia el porche de madera y al interior de la casa.

    Esperaba encontrar polvo y moho dentro, pero es sorprendentemente agradable. La sala es tan perfecta que parece parte de una exhibición. Hay un vestido de dama del siglo xix en una vitrina en la esquina. Junto a él, arrumbados en un rincón, veo varios postes de latón con cordones rojos de terciopelo, como los que se usan para proteger cosas valiosas en los museos. Supongo que ya no son necesarios para mantener al público alejado de los muebles antiguos de la sala.

    Paige mira a su alrededor y se acerca a la ventana. Más allá del cristal, Raffe arrastra a Beliel hasta la puerta de la cerca. Lo deja allí y camina detrás de la casa. Beliel parece muerto, pero sé que no es así. Las víctimas de los aguijones de las langostas quedan paralizadas, tanto que parecen muertas, aunque están conscientes todo el tiempo. Es parte del horror de ser picado por ellas.

    —Vamos. Revisemos el resto de la casa —le digo. Pero Paige sigue mirando por la ventana la figura marchita de Beliel.

    Afuera, Raffe camina de vuelta frente a la casa con los brazos cargados de cadenas oxidadas. Me resulta muy intimidante mientras coloca las cadenas alrededor de Beliel y lo ata por el cuello, los brazos y los muslos. Luego envuelve las cadenas alrededor de un poste de la cerca y le coloca un candado en el pecho.

    Si no lo conociera, Raffe me daría mucho miedo. Me parece despiadado e inhumano mientras encadena al demonio indefenso.

    Curiosamente, es Beliel quien me llama la atención en este momento. Hay algo de él envuelto en cadenas que me parece familiar. Una especie de déjà vu.

    Pero desecho el pensamiento. Me siento tan cansada que seguramente estoy alucinando.

    3

    Nunca me gustaron las mañanas, y ahora que llevo un par de noches sin dormir, me siento como una zombi. Quiero tumbarme en un sofá en alguna parte y dormir durante una semana sin que nadie me moleste.

    Pero primero tengo que ayudar a mi hermana a instalarse.

    Me lleva casi una hora bañarla en la tina. Está cubierta de sangre y pedazos de piel de Beliel. Si los hombres del campamento de la Resistencia pensaban que Paige era un monstruo cuando llevaba puesto un vestido limpio con estampado de flores, sin duda se transformarían en una turba asesina si la vieran ahora.

    Me da miedo restregarle la piel con la esponja porque está cubierta de moretones y costras alrededor de las puntadas. Normalmente, mamá se encargaría de esto. Siempre fue sorprendentemente dulce y delicada cuando se trataba de tocar a Paige.

    Tal vez está pensando lo mismo, porque me pregunta:

    —¿Dónde está mamá?

    —Está con la Resistencia. Ya deben haber vuelto al campamento —dejo caer un poco de agua sobre su cuerpo y la toco suavemente con la esponja entre las puntadas—. Fuimos a buscarte, pero nos atraparon y nos llevaron a Alcatraz. Mamá está bien, no te preocupes. La Resistencia rescató a todos en la isla. La vi en uno de los barcos en los que evacuaron a los prisioneros.

    Al parecer los moretones todavía le duelen, y no quiero jalarle una puntada accidentalmente. Me pregunto si éstas son del tipo de puntadas que se disuelven solas en la piel, o si un médico tiene que quitárselas.

    Eso me hace pensar en Doc, el tipo que la dejó así. No me importa cuál fuera su situación. Ningún ser humano decente mutilaría niños y los convertiría en monstruos devoradores de carne humana sólo porque un Arcángel megalómano le pidió que lo hiciera. Me dan ganas de cortar a Doc en pedazos cuando veo lo magullada y lastimada que está Paige.

    Entonces, ¿estaré loca por albergar la pequeña esperanza de que Doc puede ayudarla?

    Suspiro y dejo caer la esponja en el agua. No puedo soportar ver cómo sus costillas sobresalen de su piel moreteada. De todos modos, en el estado en que se encuentra ya no puedo limpiarla más. Dejo sus prendas manchadas de sangre en el lavabo y entro en una de las habitaciones para ver si puedo encontrarle algo nuevo que ponerse.

    Busco entre las cómodas antiguas, sin esperar encontrar gran cosa. Parece que este lugar era una especie de sitio histórico-turístico más que un hogar de verdad. Pero alguien estuvo aquí. Tal vez incluso decidió que podría convertirlo en su nueva casa.

    No hay mucho, pero al menos una mujer vivió aquí. Tal vez no por mucho tiempo. Encuentro una blusa y una falda de lino blanco. Una tanga. Un sujetador de encaje. Una camisola transparente. Una camiseta corta. Un par de calzoncillos de hombre tipo bóxer.

    La gente se comportó de manera extraña durante los primeros días después del Gran Ataque. Cuando evacuaron sus casas, se llevaron sus teléfonos celulares, sus computadoras portátiles, sus llaves, carteras, maletas y zapatos finos, ideales para unas vacaciones elegantes, pero no para correr por las calles. Parecía que no podían aceptar que todo estaba a punto de cambiar para siempre.

    Eventualmente, sin embargo, todas esas cosas terminaron abandonadas dentro de los autos o en las calles o, en este caso, en los cajones de una casa-museo. Encuentro otra camiseta, que es casi tan grande como Paige. Es obvio que no voy a encontrar un par de pantalones que le queden, así que la camiseta tendrá que servirle de vestido por ahora.

    La acuesto en una habitación en el piso de arriba y dejo sus zapatos junto a la cama por si tenemos que huir a toda prisa.

    La beso en la frente y le digo buenas noches. Sus ojos se cierran como los de una muñeca, y su respiración se hace profunda casi de inmediato. Debe estar absolutamente agotada. ¿Quién sabe cuándo fue la última vez que durmió? ¿Quién sabe cuándo fue la última vez que comió?

    Regreso abajo para encontrarme a Raffe inclinado sobre la mesa del comedor con sus alas dispuestas frente a él. Se ha quitado la máscara, y es un alivio poder ver su rostro otra vez.

    Está acicalando sus alas. Parece que les ha lavado las manchas de sangre. Están puestas sobre la mesa, húmedas y flojas. Raffe arranca las plumas rotas y acomoda las sanas.

    —Por lo menos las recuperaste otra vez —le digo.

    Un haz de luz cae sobre su cabello oscuro y muestra unos destellos más claros.

    Raffe suspira.

    —Volvimos al principio —se sienta pesadamente sobre una silla de madera, desanimado—. Necesito encontrar a un médico —no parece muy optimista.

    —Tenían algunas cosas en Alcatraz. Herramientas quirúrgicas angelicales, supongo. Hicieron todo tipo de experimentos allí. ¿Podría serte útil alguna de esas cosas?

    Me mira con ojos tan azules que casi parecen negros.

    —Tal vez. De cualquier manera debería revisar esa isla. Está demasiado cerca como para que la ignoremos —se frota las sienes.

    Puedo ver la frustración que le pesa sobre los hombros. Mientras el Arcángel Uriel está creando un falso apocalipsis y mintiéndoles a los ángeles para conseguir que lo elijan como su Mensajero, Raffe está atorado tratando de conseguir que le vuelvan a poner sus alas de ángel. Hasta entonces, no puede volver con su gente para tratar de arreglar las cosas.

    —Tienes que dormir un poco —le digo—. Todos tenemos que dormir un poco. Estoy tan cansada que casi no puedo sostenerme sobre mis piernas, me siento desfallecer. Fue una noche larga, y sigo sorprendida de que todos hayamos sobrevivido para ver un nuevo día.

    Pensé que Raffe no estaría de acuerdo, pero asiente suavemente. Eso sólo confirma que necesitamos descansar, y tal vez necesita tiempo para pensar cómo encontrar un médico que pueda ayudarlo.

    Subimos penosamente las escaleras hacia el par de dormitorios.

    Me detengo frente a las puertas y me giro hacia él.

    —Paige y yo podemos…

    —Estoy seguro de que Paige dormirá mejor sola.

    Durante un segundo, creo que tal vez quiere estar a solas conmigo. Paso por un momento de incomodidad mezclada con excitación antes de leer su expresión.

    Raffe me lanza una mirada severa. Mi teoría se desvanece al instante.

    Él simplemente no quiere que duerma en la misma habitación que mi hermana. Por lo visto no sabe que ya compartí una habitación con ella cuando estábamos con la Resistencia. Paige ha tenido muchas oportunidades para atacarme desde que la convirtieron en monstruo.

    —Pero…

    —Usa esta habitación —Raffe apunta a la habitación al otro lado del pasillo—. Yo dormiré en el sofá —su tono es casual, pero imperioso. Obviamente está acostumbrado a que todos le obedezcan.

    —No es un sofá de verdad. Es un pequeño sillón antiguo diseñado para señoritas de la mitad de tu tamaño.

    —He dormido sobre rocas en la nieve. En comparación, un pequeño sillón antiguo es todo un lujo. Estaré bien.

    —Paige no va a hacerme daño.

    —No, no lo hará. Estarás demasiado lejos como para tentarla mientras estés dormida y vulnerable.

    Estoy demasiado cansada para discutir con él. Me asomo a su habitación para asegurarme de que todavía está dormida antes de entrar en mi propia habitación.

    El sol de la mañana irradia su calor a través de la ventana de mi habitación y sobre la cama. Hay un jarrón con flores silvestres secas en la mesita de noche, que añade un toque de morados y amarillos. Percibo un aroma de romero a través de la ventana abierta.

    Me quito los zapatos y recargo a Osito Pooky contra la cama, cerca de mí. El oso de peluche está sentado sobre el vestido de gasa que cubre la funda de la espada. He percibido un tinte de emoción emanando de ella desde que encontramos de nuevo a Raffe. Creo que está feliz de estar cerca de él, pero triste porque no pueden estar juntos. Acaricio la suave piel del oso y le doy una palmadita.

    Por lo general, duermo con la ropa puesta por si tengo que salir huyendo de repente. Pero estoy harta de dormir así. Es incómodo, y la cálida habitación me recuerda cómo era el mundo antes de que tuviéramos miedo todo el tiempo.

    Decido que éste será uno de esos momentos preciosos en los que podré dormir plácidamente. Camino hacia la cómoda y hurgo entre la ropa que encontré antes.

    No hay mucho para elegir, pero trato de sacarle el mayor provecho posible. Elijo la camiseta corta y los bóxers. La camiseta me queda un poco floja, pero no me importa. Apenas me cubre la parte superior de las costillas y deja desnuda la parte inferior de mi torso.

    Los bóxers, en cambio, me quedan perfectos, a pesar de que sospecho que son para un chico. Una pierna se está deshilachando, pero están limpios, y el elástico no me aprieta la cadera.

    Me meto en la cama, maravillada ante la suavidad de las sábanas de seda. Al momento en que mi cabeza toca la almohada, comienzo a desvanecerme.

    Una suave brisa se cuela a través de las ventanas. Una parte de mí sabe que afuera, San Francisco está soleado y cálido, como a veces pasa en octubre en la ciudad. Pero otra parte de mí ve tormentas eléctricas. El sol se funde entre la lluvia, y mi habitación con vista al jardín se transforma en nubes de tormenta mientras me adentro más profundamente en mi sueño.

    Me encuentro de vuelta donde los Caídos, encadenados, están siendo arrastrados a la Fosa. Las cadenas con picos que llevan en el cuello y la frente, las muñecas y los tobillos, gotean sangre mientras las sombras vuelan montadas sobre ellos.

    Es el mismo sueño que me mostró la espada cuando estábamos en el campamento de la Resistencia. Pero una parte de mí se acuerda de que esta vez no me acosté abrazando la espada. Está apoyada en la cama, pero no la estoy tocando. Este sueño no se siente como un recuerdo de la espada.

    Estoy soñando con mi propia experiencia de estar en la memoria de la espada. El sueño de un sueño.

    En la tormenta, Raffe vuela hacia abajo y roza las manos de algunos de los recién Caídos mientras se dirige hacia la tierra. Veo sus rostros cuando Raffe les toca las manos. Este grupo de Caídos debe ser el de sus Vigilantes —el grupo de guerreros angelicales de élite que cayeron por amar a las Hijas del Hombre.

    Estaban bajo el mando de Raffe, eran sus leales soldados. Incluso ahora, parecen albergar la esperanza de que Raffe pueda salvarlos, a pesar de que decidieron romper la ley angelical al casarse con las Hijas del Hombre.

    Un rostro me llama la atención. Su figura encadenada me resulta familiar.

    Me esfuerzo por verlo mejor, y eventualmente logro reconocerlo.

    Es Beliel.

    Se ve más fresco que de costumbre, y ese gesto de desprecio habitual en su rostro no existe. Hay rabia en él, pero detrás de ella descubro dolor genuino en sus ojos. Se aferra a la mano de Raffe durante un momento más que el resto de los Caídos, casi como despidiéndose de él.

    Raffe asiente y continúa bajando hacia la tierra.

    Un relámpago rueda por el cielo con su estruendo y la lluvia cae en gruesas gotas que resbalan por el rostro de Beliel.


    Al despertar, el sol ha viajado a través de la mitad del cielo.

    No escucho nada raro, así que supongo que Paige sigue durmiendo. Me levanto y camino hacia la ventana abierta. Afuera sigue soleado, y la brisa sopla entre las hojas de los árboles. Los pájaros cantan y escucho el zumbido de muchas abejas, como si el mundo no hubiera cambiado por completo.

    A pesar del calor, siento un escalofrío cuando miro hacia afuera.

    Beliel todavía yace encadenado a la cerca del jardín, arrugado y torturado. Pero sus ojos están abiertos, y me mira fija­mente. Supongo que ahora podría estar por completo descongelado de su parálisis. No me extraña que tuviera una pesadilla sobre él.

    Pero en realidad no fue una pesadilla, ¿o sí? Fue más como un recuerdo de lo que la espada me mostró antes. Niego con la cabeza lentamente mientras trato de encontrarle un sentido.

    ¿Acaso es posible que Beliel haya sido uno de los Vigilantes de Raffe?

    4

    La habitación está caliente por el sol.

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