Argentina y sus grandezas
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Vicente Blasco Ibáñez
Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) was a Spanish novelist, journalist, and political activist. Born in Valencia, he studied law at university, graduating in 1888. As a young man, he founded the newspaper El Pueblo and gained a reputation as a militant Republican. After a series of court cases over his controversial publication, he was arrested in 1896 and spent several months in prison. A staunch opponent of the Spanish monarchy, he worked as a proofreader for Filipino nationalist José Rizal’s groundbreaking novel Noli Me Tangere (1887). Blasco Ibáñez’s first novel, The Black Spider (1892), was a pointed critique of the Jesuit order and its influence on Spanish life, but his first major work, Airs and Graces (1894), came two years later. For the next decade, his novels showed the influence of Émile Zola and other leading naturalist writers, whose attention to environment and social conditions produced work that explored the struggles of working-class individuals. His late career, characterized by romance and adventure, proved more successful by far. Blood and Sand (1908), The Four Horsemen of the Apocalypse (1916), and Mare Nostrum (1918) were all adapted into successful feature length films by such directors as Fred Niblo and Rex Ingram.
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Argentina y sus grandezas - Vicente Blasco Ibáñez
Argentina y sus grandezas
Copyright © 1910, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726509762
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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NOTA BIOGRÁFICA
DEL AUTOR
Valencia vió nacer, en enero de a uno delos más grandes novelistas españoles contemporáneos: Vicente Blasco Ibáñez. La vida de este hombre es fogosa, fuerte y desorbitada como su obra misma. Sigue la carrera de Derecho en la Universidad de Valencia. Estudiante aún, cultiva el periodismo y traza algunos esbozos novelísticos. Milita en las filas republicanas lo que equivalía entonces a vivir en perpetua lucha y persecución. Más de treinta veces, según declara el propio Blasco, visitó las cárceles, y no pocas siguió el camino del destierro, en sus años de agitador político. En 1891, funda su famoso diario El Pueblo
. Campañas a banderas desplegadas contra la Monarquía y sus hombres. Ruidosas intervenciones en el Parlamento como diputado. Mitines, desafíos, grescas en las calles . . . En medio de este atropellado vivir, surge el novelista hecho y derecho (Arroz y tartana, 1894), tocando en la veta regional,a laque deberá Blasco sus mejores triunfos. A esta primera época y ambiente pertenecen Flor de mayo, 1895; La barraca, 1898; Entre naranjos, 1900; Cañas y barro, 1902. Sigue a este ciclo de novelas valencianas, las que el propio autor califica de tesis o de tendencia: La catedral, 1903; El intruso, 1904; La bodega, 1905; La horda, 1906. Otras novelas de este tiempo: La maja desnuda, Sangre y arena, Los muertos mandan.
Hemos llegado a un momento trascendental en la vida de Blasco Ibáñez: 1909. En este año, rompe con todos sus compromisos políticos, renuncia solemnemente su acta de diputado y se traslada a América, a la Argentina, donde, después de recorrer el país de punta a cabo, emprendió enRíoNegro ciertas empresas de tipoagrícola que no tuvieron el éxito apetecido. (Por estos días, justamente, escribe y da a la estampa la argentina y sus grandezas , que, en sus fragmentos más significativos, nutre las páginas de este volumen).
De regreso a España (1914), reanuda su labor literaria con mayores bríos. Son los años de la Gran Guerra. Su posición al lado de las naciones aliadas le hace concebir y trazar Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Mare nostrum. Conocido es el espectacular episodio del éxito de la primera de estas novelas en Norteamérica. Inopinadamente, el nombre de Blasco Ibáñez escala, en los países de la Unión, las cúspides de la fama. El autor casi ignorado allí, hasta aquel momento, para el gran público, cobra de repente una gloria y una popularidad inauditas. Es la fortuna llegándole sin tasa a un escritor que vivió siempre de su trabajo, sin miseria, pero sin lujos. Blasco se traslada a Nueva York, llamado por sus editores, y el pueblo yanqui lo hace su ídolo con un clamor admirativo, realmente sin parejo. Cuando vuelve a España (1921), aquella apoteosis se repite en la Península. Valencia lo recibe como a un semidiós, y a él se rinde con todos sus fervores. Esta gloria expansiva y crepitante de Blasco Ibáñez, jamás se había conocido en España, envolviendo el nombre de un escritor. Apagados los ecos del homenaje, el novelista se da a nuevas tareas. Surgen las evocaciones históricas con La reina Calafia, El papa del mar, A los pies de Venus y En busca del gran Khan. Por estos años, nuestro autor emprendió su viaje alrededor del mundo, que dió origen a su conocido libro La vuelta al mundo de un novelista. Pocos años después de este periplo, hallándose en su villa de Menton (Francia), falleció Vicente Blasco Ibáñez, el 28 de enero de 1928.
La vasta y popularísima obra de este escritor arrancó a la crítica juicios muy dispares. Mientras algunos historiadores de nuestras letras lo colocan a envidiable altura, otros le regatean méritos, sobre todo, en lo que atañe al estilo y a la disposición y desarrollo de sus fábulas. De cualquier modo, su puesto prominente en la literatura española, nadie se lo niega. En la pintura de sus tierras valencianas, del levantino mar, de la huerta con sus luchas, grandezas y trabajos, Blasco Ibáñez raya en lo inimitable. Al igual que su conterráneo Sorolla, gusta de llegar a las bravas zonas del pueblo, y en un marco de abierta y espléndida naturaleza, hace vivir a sus personajes, que se mueven siempre en grandes masas calientes, con arrebato emocional y pasiones puras, esto es: sanas y directas, sin asomo de artificio ni decadencia. Blasco ha contado su modo de escribir: con celeridad extraordinaria y sin respiro. Es natural que el desaliño y la improvisación asomen, afeándola, en prosa así realizada. Mas también cuaja la imagen rutilante y sabrosa, ese párrafo fresco y redondo que difícilmente se da en plumas mesuradas y lentas. Archiespañol y archivalenciano, desigual y extenso — ha escrito Valbuena y Prat — Blasco Ibáñez llena una época y una forma
. Ya es bastante para la gloria de un escritor.
GRANDEZA ARGENTINA
Si un poeta pretendiera expresar por medio de una imagen corpórea la grandeza de la república del Plata, tal vez la comparase con un gigante cuyos pies estuvieran hundidos en los hielos antárticos y la cabeza reclinada en los verdes almohadones de la selva tropical. Este coloso imponente, este Micromegas americano, tiene enormes barbas que descienden ondulantes por su busto, como las antiguas y simbólicas de los ríos; y estas barbas de plata son el Uruguay y el Paraná con toda su red de vías acuáticas, con toda su maraña de líquidas hebras, que van a fundirse en aquellas dos corrientes, magníficas y caudalosas como pedazos de mar.
Su brazo izquierdo, doblado en ángulo cual si buscase apoyar en él la frente, es la península feraz llamada la mesopotamia argentina. Su brazo derecho tiene la dureza musculosa y saliente de un bíceps hercúleo y lo forman los Andes, tendidos a lo largo de su cuerpo. La cabeza, que busca los calores del sol tropical, presenta tostadas calvicies en las mesetas semibolivianas, pero las oculta en parte bajo la hojarasca de una corona de selvas y de cañaverales de azúcar. Su pecho generoso y amplio, son las pampas, cubiertas por la vellosidad dorada de inagotables mieses. Las piernas buscan al extenderse el último extremo del mundo, y están calzadas con botas de blanco cristal, que le fabrican todos los años los hielos antárticos.
— Nuestro país es grande — dicen con entusiasmo los ciudadanos argentinos.
Sí, muy grande; enorme. Los mismos que lo afirman con satisfacción y crgullo, no se dan cuenta exacta de las proporciones de su país.
El argentino conoce poco su tierra. Como los ricos de Buenos Aires se hallan próximos al mar, en contacto con todas las facilidades que ofrece la navegación moderna, y sienten de continuo en su vida cómoda las atracciones del viejo mundo, siempre que experimentan la comezón de un viaje, se embarcan para Europa con rumbo a Inglaterra o Francia: especialmente Francia. Los habitantes de las provincias ven en Buenos Aires el centro de la vida patria, y todos sus viajes son de la ciudad en que viven a la capital federal. Muy pocos argentinos, por negocios o por placer, han corrido completamente las provincias y territorios de su enorme país.
Yo he visitado casi toda la Argentina y puedo darme cuenta de lo que significa la palabra «grande».
Sí; la Argentina es grande, con una grandeza disforme, exagerada; «grandeza americana», que altera todas las nociones de proporción y medida de los europeos.
La distancia de París a Madrid o de París a Roma, nos parece considerable en la vida de Europa. Salvarla en un rápido expreso es todo un viaje para nosotros. Y bien: esa misma distancia la recorren habitualmente los argentinos, sin ningún esfuerzo, entre Buenos Aires y ciudades de provincias que se consideran cercanas a la capital.
Yo hice en cierta ocasión el viaje de Constantinopla a Madrid, todo de una vez, atravesando Europa entera, de oriente a occidente, sin más detenciones que las indispensables para los cambios de tren, y me imaginaba que jamás había de repetir esta marcha fatigosa, ensordecedora y monótona. Sin embargo, en Argentina he hecho viajes iguales o de mayor duración cuando, por mis tareas de conferencista literario o por curiosidades de escritor viajero, he tenido que atravesar la república de un extremo a otro. Y no hablemos de los viajes a caballo, por tierras alejadas todavía de la onda civilizadora que parte de Buenos Aires.
Sí; la Argentina es grande. Tan favorecida y mejorada se ha visto al recibir la herencia de la naturaleza, que posee todos los climas, todas las vegetaciones y hasta todas las razas, pues la emigración vuelca en ella una muestra de cuantos pueblos existen en el planeta.
Su suelo se extiende desde donde nace el cocotero hasta donde el liquen tapiza el peñasco glacial; abarca el bosque de naranjos con sus cápsulas de oro que transforman el sol en miel, y los helechos húmedos que dormitan en una noche polar de varios meses; lo mismo el algodón y el tabaco, de cosecha exuberante, que los raquíticos arbustos torcidos por los vientos helados que ramonean las ovejas en el suelo frío de la extrema Patagonia y la Tierra del Fuego.
Dentro de una misma nacionalidad, el tigre, cada vez más escaso y acobardado por la persecución del hombre, se agacha entre el ramaje del Chaco o marca la huella de sus zarpas en el barro de los ríos de Misiones, y el lobo marino se arrastra torpemente sobre la masa cristalina y luminosa de los glaciares: el caimán se adormece bajo la caricia del sol, inmóvil como un tronco, en los esteros y bañados de las provincias del norte, y la foca de pellejo viscoso y temblante asoma su cabeza de perro por las grietas de los canales helados: vuela el loro charlatán, o el papagayo multicolor por entre el dédalo espinoso y verde de la selva tropical, y los torpes pingüinos de cortas alas forman cornisas inmóviles, negras y blancas, en las aristas de los peñascos que se amontonan al final del continente.
La diversidad del clima es tan grande como la variedad de la vegetación y de los organismos animales. El hombre, al amoldar su indumentaria al medio, va desde el traje blanco del plantador de caña de azúcar en las provincias del extremo norte, hasta la capa de pieles de guanaco que cubre la desnudez grasienta de los onas en la Tierra de Fuego.
En las inmensas llanuras del centro de la república, los campesinos guardan, en su mayoría, el traje tradicional, a pesar de los avances del cosmopolitismo, que transforma las costumbres. La necesidad de cabalgar largas horas o de caminar por lagunas o entre hierbales, hacen indispensables las botas altas. El chiripá, manta arrollada que cubre los muslos como un faldellín, es útil en extremo para los jinetes de la llanura, que permanecen días enteros a caballo, aguantando el viento frío de la pampa. El poncho es una prenda inapreciable. De día es capa para el caminante; y al llegar la noche, sirve de cálida cubierta para los que acampan a la intemperie.
Hay que hacer constar que la República Argentina, heredera mimada de la naturaleza, es uno de los países más aprovechables del planeta. Puede decirse de su suelo que, a pesar de ser tan grande, no tiene desperdicios. Dejando aparte algunas salinas en el corazón de su territorio, y ciertos peñascales situados al norte y al oeste en la falda de los Andes, todo el suelo es útil al hombre. ¡Y qué fecundidad! . . . La tierra parece estar llamando al trabajo con apasionados requerimientos de hembra en celo, y apenas recibe la caricia inteligente de la mano humana, devuelve sin usuras el mil por uno.
A la grandeza geográfica del territorio argentino, hay que añadir la condición de ser todo él aprovechable, lo que le hace aún más enorme.
Comparada la Argentina sobre el mapa con otras naciones, aparece menor que éstas. Pero la grandeza de un país no se debe apreciar con arreglo a la carta geográfica, pues hay que tener en cuenta, principalmente, lo que ese país guarda a disposición del hombre para su mantenimiento y comodidad.
Argentina es utilizable desde norte a sur. El hombre encuentra sitio propicio desde el Plata a los Andes, y puede detenerse para siempre y fundar una ciudad allí donde establezca su vivac de una noche. La naturaleza no repele al que llega: es una buena amiga de brazos amorosos. Ni fríos mortales, ni calores que extenúan, ni enfermedades epidémicas.
Tal vez otros países de América sean más hermosos que la Argentina, pintorescamente. Las llanuras infinitas de trigo, las inmensas praderas moteadas de reses, aparecen monótonas y acaban por hacer sentir, con su incesante repetición, un malestar semejante al del mareo. Pero los hombres que recorren el mundo ganosos de crearse una nueva vida, los que conocen especialmente el continente americano y están curados de entusiasmos ante los maravillosos espectáculos de la naturaleza, saben a qué atenerse. La experiencia de su vida, familiarizándoles con lo hermoso, les hace preferir lo útil. Una cosa es admirar de paso la selva virgen y otra verse condenado a vivir en ella para siempre, teniendo que batirse a todas horas con las indomadas fuerzas naturales.
Un andaluz que hace años vive en América y ha recorrido casi todas sus naciones a impulsos del hereditario espíritu aventurero, cada vez que le hablan de un país de hermosas selvas, ríos majestuosos y casi inexplorados, llanuras cubiertas de intrincada vegetación, con redes de lianas cortinas de hojarasca, exóticas flores y palmeras y cocoteros que emergen de la penumbra verdosa, para mecer en lo alto sus surtidores de plumas, contesta con graciosa sorna:
— Sí; conozco ese país: he estado en él . . . Muy bonito para tarjetas postales.
Su geografía especialísima, que tiene por base la experiencia del egoísmo, divide los países en dos clases: los que ofrecen vida tranquila, abundante y cómoda, y los que sirven «para