A partir del fin
Por Hernán Valdés
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A partir del fin se sitúa en los tiempos previos y posteriores al golpe de Estado de 1973, y en el día mismo en que este ocurre. Pero más que del golpe, la novela se ocupa de cómo este quiebre político se refleja en las conciencias de los personajes, una pareja cuya relación va desmoronándose a la par que el intento de crear una nueva sociedad.
Si bien hay numerosas escenas semidocumentales acerca de situaciones y consecuencias del golpe de Estado, ellas sirven más bien como desencadenantes de las reacciones de los personajes. Porque la intención de la escritura es esa: utilizar los hechos para observar los efectos perturbadores en las conciencias, las memorias, los sentimientos de una pareja de amantes. Los choques exteriores repercuten así en las conductas de ambos, las exaltan, las modifican, las agudizan. Y revelan en los protagonistas la posibilidad de enfrentarse a sus demonios, de asumir sus convicciones morales e intelectuales, de reconocer la verdad o falsedad de sus sentimientos. De ponerlos al desnudo el uno frente al otro.
"De existir alguna 'justicia literaria', el libro deberá ser reconocido como la gran novela sobre el golpe militar".
MARÍA TERESA CÁRDENAS.
"La novela nos revela dramáticamente un país donde los mitos han suplantado a la realidad y a la historia, mitos insertos en el propio lenguaje, y en la formación de una imagen autocomplaciente que obstruye todo enjuiciamiento de la actualidad".
JAIME VALDIVIESO.
"A partir del fin es un texto valioso, tanto desde el punto de vista literario, o bien visto bajo una perspectiva ética. Valdés ha concebido una crónica deprimente, pero saludable, en su retrato de unos seres sin salida ni escapatoria".
CAMILO MARKS.
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A partir del fin - Hernán Valdés
I
LA BRIOSA REFUNDACIÓN DEL ESCENARIO, PERTURBADA POR FUERZAS ADVERSAS
Un día de la primavera de 1970, Hache descendió de un taxi en la calle Victoria Subercaseaux y con la ayuda del chofer descargó un pequeño lecho de la baca y un par de maletas del interior. Mientras se esforzaba en todo eso –y ya antes, toda esa mañana y durante el trayecto–, en él seguía reproduciéndose ese mismo estado emocional sentido otras veces, en tantas parecidas circunstancias, en que todo quedaba cortado hacia atrás, inconexo, y el futuro se ofrecía como una completa aventura. El dolor de tantas y repetidas pérdidas se compensaba así con esta recaptura de un estado anímico eufórico, anterior a ellas, el de la pérdida original y la vehemencia original de colmarla. Tras pagar, afirmó sus pertenencias en la acera, contra una acacia, y antes de subir se quedó un instante mirando la puerta de su nueva casa, las perspectivas de la calle. Era esto: se sentía con esa inocencia del alma totalmente disponible para lo contingente, pero lo contingente ahora tenía ese signo positivo y auspiciante de un proceso de cambios en marcha en todo el país. Justo en esa parte, una luz verdosa, espléndida, llegaba hasta él filtrada por los árboles del Santa Lucía, volcados hacia la calle por sobre el muro de piedra que contenía la falda, antiguamente recortada. La calle seguía la dirección sinuosa del cerro, convertido a comienzos del siglo en un parque público, de un estilo que no había sabido resistirse a todos los estilos, comenzando por los muros, almenas y troneras del castrense español, que en sus diferentes terrazas iban segregando grutas y fuentes barrocas y senderos románticos, jardines japoneses y patios andaluces, y entre cuyos elementos se había sabido integrar también la invocación en bronce, casi apolínea y ya inofensiva de algún indomable guerrero indígena.
Hache aspiró confiadamente el aire primaveral, que aún combinaba con los gases urbanos una reminiscencia de los eucaliptos del cerro. ¡Ah!, por fin volvía a instalarse en ese barrio donde había transcurrido buena parte de su vida de adulto. Pensando en su afición a este lugar, ya se había dicho antes que probablemente esta pequeña parte de la ciudad expresaba mejor que cualquier otra aquel carácter finisecular de incorporación precipitada y casi carnavalesca de una naciente clase criolla a la economía industrial y la moda europeas. Con esos términos, claro, se reducía una experiencia humana a su pura conceptualización; lo que sin duda contaba para él era imaginar la soledad histórica y territorial de quienes habían levantado esas casas décadas atrás, imitando con una pobreza y buena fe de tinglado parroquial todos los estilos europeos, yuxtaponiéndolos y combinándolos, tratando de mitigar con esas viviendas su marginación cultural. No podían seguir tratando con los nuevos explotadores, ingleses en su mayoría, desde esas casonas de adobes y tejas y corrales donde habían nacido; tenían que identificarse y emularse con el nuevo orden que los hacía emerger a la vida contemporánea aquí, en la nada, como un puro y caprichoso efecto de necesidades externas. Con el tiempo, al modificarse y diversificarse la nueva clase y sus dependencias, los originales fundadores del barrio se habían mudado a las partes altas y modernizadas de la ciudad; y ahora estas fachadas semirruinosas, tras las cuales vivían descendientes discretamente empobrecidos y algunos artistas, quizás a falta de significaciones arquitectónicas en el resto de la ciudad, producían en Hache una cierta sensación de amparo estético, de verosimilitud histórica, como si la imitación de la historia al fin y al cabo hubiera conseguido a su vez hacerse historia. Sin duda, era una sensación válida únicamente en comparación con esas otras desoladoras que producía el resto de la ciudad, por cierto los cubos de cemento céntricos que poco a poco habían remplazado edificios comerciales igualmente imitados de las metrópolis, y luego con ese paisaje ceniciento del valle, cubierto enteramente de viviendas levantadas una y otra vez, cada vez sobre las ruinas o con las ruinas precedentes, con la misma precariedad que hizo caer las anteriores, con una precariedad reiterada, monótona, que muy probablemente manifestaba la agresividad por la incertidumbre de la vida, o la indolencia de toda incertidumbre.
Hache podía interrumpir sus acciones así, en los momentos más inadecuados, para reflexionar; o más bien dicho eran sus propias reflexiones, independientemente de las situaciones en las que él se encontrara, las que le obligaban a interrumpirse; él no podía evitarlo, pero tampoco veía la conveniencia de oponerse a esta necesidad inmediata de definir lo que estaba sintiendo en cada momento: de otro modo no habría podido seguir adelante. A veces esto debilitaba sus acciones o las hacía ambiguas, en circunstancias extremadamente graves, pero se tomaba ese riesgo. Así, los transeúntes ya comenzaban a mirarle con curiosidad y algunos niños iban acercándose para examinar su lecho afirmado en el árbol; no faltaría el alma caritativa y perversa, era de temer, que vendría a preguntarle si se había extraviado o si le habían desalojado; de modo que para concluir sus reflexiones sobre el barrio se preguntó si no había estado disimulando, como suele pasar, las propias debilidades y contradicciones con el examen de las ajenas; si tras su goce de lo estético-pintoresco y lo pseudohistórico del barrio no subyacían aspiraciones al fin y al cabo no tan distanciadas de aquellas de los fundadores, no tan fácilmente ironizables: como esta de sentir una mínima confianza material en el destino dentro de un espacio históricamente demostrable; un aplacamiento, no importaba cuán superficial, de la angustia que él sentía a veces en relación a la vaguedad de su origen como individuo y como ciudadano. El tema merecía ser profundizado, pero Hache convino en que no podía seguir considerando allí en la acera, en esta ocasión, asuntos tan complejos, y se puso a la obra para recomenzar su propia historia. Con las llaves que tenía en su poder desde el día anterior abrió primero el candado de la verja de hierro, y tras esta la pequeña puerta de aspecto castelar, con sus gruesos clavos, mirilla, argolla y cerradura de hierro forjado, y tomando aliento inició la ascensión de sus bienes, comenzando por las maletas. La escalera era sombría, estrecha y empinada, y conducía exclusivamente hasta el cuarto piso a través de dos planos perpendiculares, en cuyo vértice había un rellano donde se invertía la dirección, con un pequeño tragaluz en el muro del fondo. El segundo plano se curvaba como un signo de interrogación inclinado y conducía finalmente a un pequeño descanso de baldosas valencianas y a una nueva puertecilla, también de imitación medieval, empotrada en el vano toscamente cintrado del muro blanco. Y entonces el piso que tanto le había fascinado, que se había obstinado en alquilar, y cuya existencia, por lo demás, era imposible imaginar desde la calle. Hache tuvo que hacer al menos cuatro viajes para subir sus escasos bultos, y cuando por fin cerró la puerta tras de sí se dejó invadir completamente por el placer de la posesión de ese espacio, sus misterios, sus potenciales usos, y aún excitado y sudoroso como estaba por el esfuerzo físico, caminó una y otra vez por sus diversos compartimentos, lleno de sensaciones de impaciencia y codicia. Esta situación de instalarse allí desde ese instante le imponía la certidumbre de que a partir de ese instante y de ese espacio inmensamente vacío su vida recomenzaba a correr, como las cifras o agujas de un marcador recién vuelto a cero. Todavía sin poder recobrar su respiración normal, le pareció que desde entonces, mediante el simple hecho de haber cerrado la puerta tras de sí, comenzaba a organizarse irresistiblemente en torno a él, el protagonista, una construcción dramática cuyo ansiado desarrollo desconocía totalmente. Tenía prisa por exponerse a esas contingencias, por conocer los pasos de esa nueva cuenta en el tiempo y en el espacio, y a la vez le atraía una posible voluptuosidad en demorarlo. Pero ¿cómo apurar lo desconocido, cómo contenerlo? De pronto, al mirarlos desde una cierta perspectiva, sus bultos le parecieron insignificantes, inútiles para amueblar esa inmensidad y para conseguir que el espacio pudiera articularse con un uso eficaz dentro del tiempo. Todo podía depender de cosas así, de detalles: el buen comienzo era tan importante. Perdido como estaba en esas divagaciones, un pensamiento lo sobrecogió, con esa fuerza de las evidencias irrefutables: había una ley de gravitaciones psíquicas, ineludible, y por el solo hecho de ponerse él en este escenario, aun así, sin muebles y polvoriento como se hallaba, con su solo peso sobre esas viejas tablas, estaba trastocando el equilibrio y la composición humanas de otros espacios insospechados de la ciudad y pudiera ser que del planeta, determinando remotamente desde aquí el desalojo de alguno de esos espacios por alguno de sus ocupantes, rompiendo vínculos, succionando elementos de combinaciones humanas hasta ese momento sólidas hacia este vacío, reordenando el equilibrio universal. Eso podía ser: que él estuviera succionando desde allí con una ciega e invisible trompa, atrayendo no sabía qué presencias hacia este espacio secreto. Sintió una especie de vértigo por todo ese movimiento en marcha hacia sí mismo, y abrumado por sus posibles consecuencias se dejó caer, con los brazos abiertos, sobre un viejo diván despanzurrado que habían dejado los anteriores inquilinos. Inaprehensibles imágenes que aludían a la materialización de aquellos movimientos dentro de esos muros se formaban y desvanecían en su espacio visual, llevándole de unas sensaciones de goce a otras de temor. Sacudió fuertemente la cabeza y suspiró, considerando entre preocupado y divertido sus ocurrencias. Pero no, no, se dijo, hasta cuándo iba a seguir imaginando el mundo como un adolescente. Era una etapa nueva, las cosas habían dejado de tener esa autonomía fantasmal del pasado. El mundo externo estaba dejando de serlo; y ya no se trataba de producir individualmente fisuras o deslizamientos en la realidad para intercalar la propia vida, sino que de apropiársela colectivamente. Costaba modificar las relaciones de uno con el mundo, eso era todo; el espacio exterior debía ser cada vez menos ajeno; estaba aquí justamente para encontrarse armónicamente con el exterior, en esta etapa de transición, para abolir por último todas las diferencias. Por lo demás había tantas cosas prácticas que considerar, tanto trabajo por delante antes de que ese espacio pudiera estar en condiciones de servir a las posibilidades de su nueva existencia. Y antes de siquiera pensar en las tareas de limpieza y de reparación que necesitaba aquello, tenía que salir, por ejemplo, en un momento más, y comprar los utensilios más elementales: una olla, una sartén, un par de platos, de vasos y de tazas, al menos una pareja de cubiertos. Sábanas. Quizás se le olvidaba algo, pero ni siquiera necesitaba hacer una lista, todo era así de simple, como en el primer día. No pudo aguantarse más y se puso de pie, caminó impaciente hacia el amplio dormitorio, abrió las puertas vidriadas plegables y salió a la terraza. El sol refulgía sobre los techos de dispareja altura del barrio, entre los que sobresalía el campanario descubierto de la parroquia de la calle Lastarria, y aquí, en la terraza, calcinaba unas plantas secas. Al fondo, casi encima, estaba la cordillera, desnuda de toda vegetación tras siglos de rapiña forestal. A la derecha, ocupando todo el frontis de la Universidad Católica, un lienzo con letras rojas anunciaba esto: Un hombre nuevo está naciendo
. El mensaje tenía algo de esotérico para la mirada que de inmediato se desplazaba, inquisitoria, por la ciudad: de un lado los barrios ricos, trepando cada vez más alto con sus piscinas y sus pabellones por la cordillera, y del otro lado las barriadas que descendían sin fin hacia el sur, del color de la tierra, apenas tierra y materiales de fortuna levantados sobre ella. Hache pensó que tiempo atrás estos grandes signos le habrían divertido bastante, que habría sido fácil atribuirlos a esa manía poetizante y verbalizante del país, a esa necesidad de anticipar con las palabras la realidad, como había sido el caso cada vez que la deseada realidad no existía, comenzando por la del propio país, pero ahora tuvo dudas de cómo reaccionar, como si temiera poner en peligro su propia fe. Quizás podían referirse a un hecho social latente hasta entonces y por fin revelado, especialmente para él, que había vivido tanto tiempo afuera. Había tantos hechos nuevos en el país, tantas posibilidades hacía poco inverosímiles. Esa terraza podría transformarse en un pequeño paraíso, imaginó Hache enseguida. Solitaria, coronando caprichosamente las superficies desniveladas y en desorden de los demás techos, frente al oriente, la cordillera y sus montes que avanzaban casi dentro de la ciudad, Hache la vio convertida prontamente en un jardín colgante que lo contendría con su futura dicha. Se figuró las plantas exuberantes que podrían crecer allí, el sol que podría tomar largamente y esos extensos atardeceres del verano, cuando su vida sería ya otra. Había tanto que arreglar, limpiar, pintar las barandas, transportar tierra, quizás poner un toldo. Pero mucho más urgente era buscar el modo de cubrir los vidrios de esas puertas plegables, del ancho de todo el dormitorio: era como estar en plena intemperie y la luz del amanecer no le dejaría dormir. Entró; no sabía por dónde comenzar. Ya en la gran sala, contempló de nuevo las posibilidades del espacio: esa enorme chimenea, una gran puerta barroca de dos batientes, empotrada en el muro divisorio del departamento vecino como puro objeto decorativo, y sin darse cuenta volvió a dejarse llevar por las ensoñaciones sobre el uso y destino de ese lugar, tan complejamente distribuido en tantos planos y niveles: el vano abovedado del muro de la puerta de entrada, que subía curvándose a su vez en una profunda arcada en cuya parte superior se había construido esa especie de coro eclesial o palco de taberna, con su cancela de oscuros listones festoneados; la íntima, penumbrosa atmósfera bajo las vigas que sostenían el palco, las estanterías y aquel mesón de maderas ennegrecidas y gruesos pasadores de hierro, manteniendo esa ambigüedad constante entre el mobiliario religioso y el tabernario, y la minúscula puerta, en un extremo, bajo el palco, con falsos vitrales coloreados que simplemente ocultaba los fusibles y unas repisas, y que ya la primera vez que visitó el piso había pensado iluminar interiormente para crear una sensación de distancia y de invitante más allá. Luego, la cara exterior de la arcada subía verticalmente, para formar con los otros muros laterales una gran caja rectangular, con un cielo de maderas y vigas de color negro caoba, alto, que pasado el centro de la habitación volvía a recortarse, subiendo una parte perpendicularmente y formando el espacio de la claraboya. Una parte del muro lateral, allí donde estaba él, se cortaba al bajar y descansando en una gruesa viga abría el cielo más bajo del recinto donde se hallaba la chimenea y las entradas, por un lado al dormitorio, de techo más bajo, y por otro a la cocina. Un extenso ventanal alto hasta el cielo llenaba el fondo de la habitación, en la parte opuesta al palco, y su luz, así como la que entraba por la claraboya, tamizada por los vidrios sucios, se diluía sin efectos, refractada por los muros polvorientos y sus altos zócalos de madera oscura. Mezcla de taller flamenco, de refectorio frailesco y de tasca madrileña; y luego el dormitorio de proporciones, ligereza y luminosidad de uno de aquellos hoteles mediterráneos del novecientos, toda esa invención arquitectónica le parecía a Hache fundamentalmente un escenario, y no cabía ninguna duda de que había sido construido con ese afán lúdico y a la vez anhelante de implantar una realidad significativa frente a lo que debió haber sido originalmente ese paisaje: arenales y cañaverales del cercano río, haciendas, campos de maíz y casas de adobes y tejones, de una planta, frente a la soledad casi inmaculada de la cordillera, el muro inconducente. Cabía preguntarse por qué aquel escenario, válido para representar y seguramente vivir –que originalmente debió haber sido lo mismo– una determinada práctica cultural en tales condiciones de soledad, seguía siendo apropiado y sobre todo significativo para él en circunstancias tan distintas. Hache pensaba que el problema de la fundación del país no estaba todavía resuelto, pero, al mismo tiempo, que el hecho de la fundación y sus aberraciones era irreversible. Los fundadores habían ido tan lejos con su enmascaramiento de la soledad de la naturaleza, con su necesidad de distanciarla mediante escenarios parecidos a este, que ahora no cabía sino refundarlo todo, lo que era impensable, o usar lo ya hecho para darle una nueva orientación. Pero lo ya hecho eran también los hombres, él mismo, la sociedad donde vivía, y a pesar del disgusto por sus defectos, no quedaba otra que actuar a partir de sus consecuencias. La única posibilidad de reencontrar algo de la soledad primitiva, es decir la libertad y la armonía naturales, era a partir de su disfraz, único intermediario histórico. Lo mismo que, en términos políticos, para cambiar la sociedad, otros no veían más alternativa que usar las viejas instituciones, así Hache, para cambiar su vida dentro del país que iba a cambiar, sentía la necesidad de habitar las viejas formas estéticas, de hacerlo usando los elementos de mixtificación de la libertad que buscaba. Era una trampa de la cual en el país no escapaba nadie, ni los más puros revolucionarios: la de formar parte entrañable y sentir incluso simpatía hacia aquello en cuya destrucción se estaba empeñado. Por eso creía que en la medida del reacondicionamiento del viejo escenario, al final de los trabajos de limpieza, pintura y alhajamiento, no faltaría más que encender las luces para que, convocados por el marco de lo caduco y lo artificial, los nuevos personajes de la nueva vida fueran entrando uno a uno, y la trama se pusiera en acción, inaugurando entonces, solo entonces, el tiempo nuevo, la libertad de acabar con todo eso. Pero había que darse prisa. Hache intuía algún peligro, por ejemplo, que otras acciones, ajenas a su proyecto, extraviadas por ahí y al mismo tiempo atraídas por este aspecto caótico y desolado del escenario actual, pudieran tomarlo por asalto, imponiéndole sus propios fines. Había una especie de tiempo vulnerable por delante. Hache siguió explorando el lugar, momentáneamente angustiado, incapaz de precisar alguna tarea inmediata y radical, tendiente a disminuir el peligro. Ya en la cocina, olvidándose de lo anterior, cedió en seguida al impulso de levantar esa trampa que estaba perfectamente disimulada en el piso. Antiguamente –le había contado la propietaria– ocultaba una escalerilla que conducía hasta alguna puerta también secreta de la planta baja. Más precisamente, situada en lo que había sido el escritorio de su abuelo, le había dicho la segunda vez: un hombre que se había desdoblado en vidas entonces incompatibles, la de los negocios y su hogar y la del arte. Cuando por las tardes se encerraba en su escritorio con el pretexto de estudiar, los de la casa –su mujer, las criadas o los niños– espiaban por las ventanas a las modelos y la media docena de artistas bohemios de la ciudad, que con sus vistosos sombreros y capas, entraban por la puertecilla contigua de la calle, a la vez que oían las pisadas crujientes del padre, que iba a reunírseles por la escalera secreta. Hache descendió unos peldaños y se encontró, agachado, dentro de un estrecho cuarto lleno de polvo y trastos, todo lo que quedaba del secreto, luego de que el acceso inferior hubiera sido clausurado. Se preguntó para qué podría servirle ese escondite. ¿Lo haría formar o no parte del escenario? Eso podría llegar a ser una decisión importante en el momento dado y tendría que pensarlo con calma. Por ahora se había puesto a examinar el contenido de un viejo baúl. A veces, vagos ruidos, retazos de llamadas y conversaciones llegaban desde los pisos bajos. La luz mezquina, el encierro, esas viejas hojas de periódicos que iba desenvolviendo para descubrir el contenido de los paquetes del baúl, le habían ido induciendo a un completo olvido de lo que se proponía hacer. Por eso, el estridente ruido del timbre que le llegó por la apertura de la trampa le hizo saltar. Pasada esa primera reacción, pensó en seguida en un error acústico –podía haber sido el timbre del piso inferior–, y luego de salir y de cerrar la trampa con todo sigilo se quedó en el umbral de la cocina, confuso, expectante. Pero ahora el timbre, además de sonar, se remeció físicamente encima de su cabeza, donde estaba colocado. Seguro de una equivocación o de una visita de la propietaria para advertirle de algún detalle superfluo, fue y abrió la puerta decididamente. En la penumbra del descanso, sofocada por la subida y a pesar de ello sonriendo como dichosa de encontrarle, había lo que a Hache le pareció una mujer de gran tamaño.
—Ah –dijo ella–, tenía miedo de que usted no hubiera llegado todavía.
Hache se quedó allí, afirmando la puerta, dispuesto a cerrarla lo más pronto posible, ante lo que le parecía una rotunda equivocación. Notando de reojo que tenía la ropa llena de polvo y que una larga telaraña colgaba de su brazo, el que apoyaba en el marco, preguntó, imperturbable:
—¿Viene usted de parte de la propietaria?
En efecto, nadie más conocía su dirección. Tras largo tiempo de ausencia de la ciudad era a él a quien correspondía reanudar los contactos.
Negando con la cabeza, la mujer rio y Hache vio en esa risa como el intento de excusarle por su ignorancia. Pero reírse y avanzar resueltamente hacia el interior había sido casi un solo movimiento del cuerpo de la mujer y él se había visto obligado a retirarse de la puerta.
—Frío, frío –decía, volviéndose hacia él, ya desde dentro, como jugando a las adivinanzas. Con las manos entrelazadas tras su nuca, agitaba su largo pelo, echándose aire. Y como verdaderamente sorprendida–: ¿Pero es que no le digo nada, hijo?
Hache la examinó perplejo, esas ropas incoloras, como de otra persona, ese rostro maduro, pero sin edad, temeroso de ceder a ese sentido de culpabilidad anticipada por lo que bien podría haber sido alguna falla de su memoria.
—Ah, pero déjeme usted tomar aliento –prosiguió, con otro tono, y sin más, con esos movimientos suyos, que ponían en acción todo el espacio, se dirigió derechamente hacia el desastroso diván, tumbándose en él cuán larga era–. Es como si estuviéramos ya en pleno verano, qué me dice.
Hache fue y se plantó delante de ella, esperando una explicación. Toda esa conducta de familiaridad que ella mostraba con el lugar, el diván, donde estaba echada como si hubiera sido su lugar favorito, y sobre todo con él mismo, le había inhibido para manifestarse firme y expeditivo, como correspondía. Pero comenzaba a impacientarse y a demostrarlo, con una elemental discreción. Tenía tantas cosas que hacer. Por lo demás, lo que le irritaba particularmente era que alguien hubiera interrumpido su preciosa soledad inaugural en el departamento, su secreto, las fantasías que ese espacio le estaba proponiendo para su vida futura.
—Me perdonará, pero no la recuerdo en absoluto. ¿Puede decirme quién es usted y qué quiere?
Oyó su propia voz como sonando a despropósito y de inmediato sus propias preguntas le parecieron desacertadas.
—Son cosas que pasan –dijo la mujer–. Tenemos que darle tiempo al tiempo.
—Mire –insistió Hache, mientras la mujer se iba enderezando y le miraba dulcemente–, usted se ha confundido. Yo acabo de mudarme aquí –recalcó las palabras y mostró sus bultos– y ahora, una vez que descanse, le ruego marcharse.
La mujer paseaba la vista pensativa por todo el espacio vacío, por la puerta abierta hacia el dormitorio y la terraza.
—¡Pero qué solito va a estar aquí! –exclamó, conmovida. Una oleada de calor vergonzoso y por lo mismo de indignación abrasó la cara de Hache.
—¿Pero cómo se atreve usted?… Yo no la conozco… no la he visto en mi vida… ¿Quién le dio mi dirección?
La mujer aprovechó uno de esos movimientos interrogativos y rechazantes que él configuraba delante de ella con los brazos para alargar la mano y sacudirle el polvo y quitarle la telaraña de la manga.
—Usted, siempre tan descuidado con su ropita –dijo. Hache contuvo esa reacción que subía por su sangre, porque se dio cuenta de que no sabría resolver a tiempo el modo de manifestar esa mezcla explosiva de ira y angustia que le causaba el comportamiento de la mujer; todo lo que podría haber hecho o dicho le pareció, en el último instante, de una violencia desproporcionada para la situación. Frustrado, con el brazo recién recogido, con la boca abierta a punto de gritar, sin saber dar con el justo término medio, señaló la puerta.
—Hágame el favor de irse inmediatamente –dijo con una calma cortés, que le recordó vagamente las maneras de porteros de hotel, de guardias palaciegos.
Así, firme, se quedó esperando a que la mujer se levantara y, de reojo, pudo ver su propio brazo estirado señalando la puerta, como un objeto ligeramente extraño. En vez de moverse, la mujer se quedó mirándole con una rendida ternura que le hizo sentir que no solamente ella, sino también él, estaban fuera de lugar.
El brazo comenzaba a pesarle.
—Pero no se me enoje, mi querubín –dijo al fin–, mire que tenemos tanto que hacer. Venga, venga a sentarse aquí conmigo. Quiero decirle algo en la orejita.
Instintivamente, Hache retrocedió un poco más. La mujer estaba ahí haciéndole mimos y golpeándose los muslos con las palmas, como animándole con eso a aproximarse.
—Por favor –dijo–, ya he tenido bastante paciencia con usted. Le repito que acabo de mudarme a esta casa y que soy yo el que tiene muchísimo que hacer. Lo que usted tenga que hacer vaya a hacerlo a otra parte.
Dio unos pasos hacia la puerta, invitándola a seguirle y a dar por terminada esa historia. Pero percibió un vacío en esos gestos suyos que querían tener un efecto perentorio. Se volvió, solo para comprobar que la mujer, además de continuar en el mismo sitio, solo seguía sus movimientos con la mirada, sacudiendo la cabeza, como resignada a su arbitrariedad. Hache se preguntó, furioso consigo mismo, qué podía hacer. ¿Era acaso el gran tamaño de la mujer lo que le desanimaba a intentar una acción más radical, quizás a cogerla de un brazo y arrastrarla hasta la salida? ¿O había otra cosa, quizás una especie de contradicción invisible en sus intentos para echarla, que hacía que no surtieran efecto?
Está bien ya –dijo ella, como queriendo cortar por lo sano–. ¿Para qué seguimos perdiendo el tiempo? Podríamos empezar por abrir sus maletas y poner todo en orden. Hache no se esperaba eso y otra vez no supo cómo reaccionar. Incapaz de definir sus reacciones en el momento justo, sospechando que aquello le exasperaba más de lo debido, se quedó unos segundos mudo, y ahora tuvo la clara noción de que cada lapso en su conducta jugaba a favor de la conducta de la mujer. Dio unos pasos amenazantes hacia ella.
—¿Qué quiere decir?
—Pero, hijo, tenemos que ordenar su ropita, su…
—Pero ¿por qué?… ¿Cómo…?
—¡Uy, tantas preguntas! Si parece un juez… ¿Pero no se da cuenta, después de tantas penas, de lo solito que está en esta casa tan grande, con tantas cosas por hacer? ¡Dios mío! ¿Cómo no? No, no se me enoje…
—Pero usted… ¿qué sabe? ¿Quién le dio mi dirección? Hache había ido avanzando agresivamente hacia ella, que mientras hablaba le sonreía con una turbia y maternal compasión.
—¿Quién le dio mi dirección? –insistió, vehemente, casi encima de su cara, sintiendo una especie de repugnancia hacia esa inmutable ternura que emanaba de la mujer y al mismo tiempo hacia una oscura nostalgia de esa ternura que registró en alguna parte de sí mismo.
Exasperado por el mutismo de la mujer y además por esa expresión que tenía, de desconcierto y congoja, repitió su pregunta una y otra vez, hasta que se dio cuenta de que la estaba remeciendo de los hombros, casi montado encima de ella, lastimándola. Con la cara ahora oculta por las manos, la mujer sollozaba. Hache se apartó, confundido.
—Perdone –dijo, con un tono de asco e irritación, y se quedó un instante absorto, mirándola en silencio.
Pero en seguida, sintiéndose vagamente culpable, ya con un tono más conciliador, volvió a la carga:
—¿Por qué no se va usted? Ya se ha dado cuenta de que tengo muchísimas cosas que hacer; entienda que ahora me está quitando el tiempo.
Comenzó a pasearse delante de ella; iba y venía, haciendo gestos de indignación y conmiseración para sí mismo. Esa enorme mujer haciendo pucheros en el diván despanzurrado, sus maletas todavía sin abrir, nada suyo, ni siquiera su cepillo de dientes, instalado en la casa. Sus proyectos comenzaron a parecerle inaccesibles. Debe ser una loca, pensó; debe ir así, de casa en casa, produciendo estas situaciones. Pensó también en la solución que habría buscado cualquier otra persona en tal caso: recurrir a la policía, que estaba a unos pasos, en la misma calle, pero esto a él le repelía definitivamente, por principio. Le pareció que la mujer le espiaba detrás de sus apagados sollozos, sus pelos sobre las manos que cubrían la cara. Se le ocurrió incluso que detrás de toda aquella apariencia penosa, a través de sus pelos y sus dedos, podía adivinar una sonrisa ávida y concupiscente. Pero podían ser fantasías suyas, y lo mejor, por ahora, era terminar con cualquier clase de fantasía. Recién ahora que tenía el rostro cubierto, pensó en la apariencia de la mujer. Recordó que, como desaprovechando el espacio de la cara, muy amplio, tenía los ojos pequeñísimos, muy juntos y altos, casi pegados al puente de la nariz. Lo que en la parte inferior venía a ser justamente lo contrario, pues