La canción de Pipo
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La canción de Pipo - Ricardo Alcántara
La canción de Pipo
Copyright © 1998, 2021 Ricardo Alcántara and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726648645
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Para Joan Castellà, Anna Alejandro
y Jaume Maruny por todo aquello
que sabemos los cuatro.
I. Gutiérrez
GUTIÉRREZ era un gato pendenciero y desconfiado, de pocos amigos y especialmente dotado en el manejo de las malas artes. Tanto de día como de noche llevaba unas gafas de sol oscuras, así nadie podía verle los ojos ni descubrir el malicioso brillo de su mirada.
Era tan rico y poderoso que hasta usaba guantes y sombrero, y en la mesa utilizaba cubiertos; y a juzgar por el tamaño y la curvatura de su barriga, resultaba evidente que los manejaba con desenvoltura y ligereza.
A quienes le recordaban recién llegado a la Ciudad les costaba creer que fuese posible un cambio tan radical en un gato.
Y no era para menos. Por aquel entonces, y de aquello habían pasado escasamente unos diez años, Gutiérrez sólo poseía lo que llevaba puesto; tal era su delgadez en aquel momento, que la más suave de las brisas lo zarandeaba a su antojo.
Sin embargo, a pesar de su debilidad, se le notaba una fuerza y un brillo en los ojos que sólo quien está dispuesto a todo por salir adelante presenta tan intensos.
Y así era: antes de abandonar el pueblo, se había prometido a sí mismo que no volvería a pasar hambre; que atrás quedaba la época en que no tenía ni un techo donde refugiarse; que dejaría de envidiar a los ricos porque él mismo llegaría a ser tan rico como el que más.
Con esa idea fija llegó a la Ciudad, y ni los coches, ni las luces, ni la multitud de animales que poblaban las calles y las recorrían apresuradamente arriba y abajo lo asustaron. O al menos eso es lo que aparentó él.
Su primer trabajo fue de camarero en un restaurante, así se aseguraba la comida de cada día. Dormía allí mismo, en un cuarto trastero sucio y mal ventilado, por lo que, de su sueldo y de las propinas que recibía, gastaba poco o nada.
Si a esto se le suma que guardaba los restos de comida que sobraban de las mesas y luego los vendía a los pobres del barrio, no es de extrañar que al cabo de unos meses hubiera juntado unos ahorrillos nada despreciables.
Entonces se despidió del restaurante y se puso a trabajar por su cuenta.
Puesto que no tenía escrúpulos y la más vil de las acciones le parecía aceptable si le reportaba algún dinero, sus negocios prosperaron con la misma velocidad que el fuego extendiéndose sobre una alfombra de hojarasca.
Así, de una manera bastante rápida y espectacular, fue cimentando su nombre, fama y poder, hasta llegar a ser una de las personalidades más notorias, influyentes y temidas de la Ciudad. Tanto es así, que los periódicos sólo escribían lo que él autorizaba, y las emisoras de radio sólo transmitían lo que él les indicaba, estando vetadas las demás opiniones, principalmente si eran críticas o contrarias al régimen del fiero Gutiérrez.
Si bien al principio hizo un poco de todo, con el tiempo se fue dedicando de forma casi exclusiva a controlar el juego, el contrabando de tabaco y, especialmente, todo lo relacionado con la vida musical.
Él consideraba que si imponía a los animales determinadas canciones, las repetían incansablemente hasta que les llegaran a gustar y no dudaran en tararearlas o silbarlas por la calle, a la larga conseguiría dominar su mente y su comportamiento de tal manera que acabasen haciendo y pensando lo que a él le apetecía.
Así que no escatimó esfuerzos ni malos tratos hasta estar convencido de que tenía la sartén por el mango. En sus manos estaba que un músico grabara un disco, triunfara y consiguiera fama y dinero, o que jamás dispusiera de una oportunidad para cantar en público.
Claro que lo hacía de una forma tan solapada, que ni los más desconfiados se hubieran atrevido a dudar de la armonía musical que reinaba.
Gutiérrez había impuesto, sin que nadie se atreviera a alzar la voz para contradecirlo, que sólo podrían dedicarse a la canción quienes hubieran conseguido el carnet de cantante.
Como es de imaginar, el codiciado carnet que abría las doradas puertas del éxito sólo lo obtenían los candidatos que le interesaban a él.
Claro que, como este gato ambicioso no tenía ni un pelo de tonto, para que no se notara que era un fraude, había maquinado todo un montaje. Y estaba tan bien orquestado que engañaba a unos y otros delante de sus narices.
Una vez al año organizaba un gran festival, anunciado con bombo y platillo. En él se presentaban los aspirantes a obtener el carnet. Cada uno interpretaba una canción y luego, con el corazón en un puño, aguardaba entre bastidores, ansioso por saber qué le depararía la suerte.
Los asistentes al acto, a través de su aplauso, elegían a los tres mejores de entre todos ellos.
Año tras año, el público acudía en masa para ver el festival en directo y votar a sus preferidos. No sospechaban ellos que todo estaba atado y bien atado de antemano.
El evento se celebraba en primavera, en un impresionante escenario montado en la Plaza del Comercio. Ese día, lloviese o luciera el sol, ya de buena mañana comenzaban a llegar a la Ciudad animales del más variado tamaño y pelaje, procedentes de todos los rincones del país.
Antes del mediodía, la Plaza del Comercio y las calles adyacentes quedaban atestadas y se respiraba un ambiente tan festivo, que hasta al más pesimista se le alegraba el ánimo.
En medio del bullicio, aquí y allá, resonaban las melodiosas voces de aquellos que, con los nervios a flor de piel, aguardaban el momento de subir al escenario e interpretar su canción.
Uno: ¡Cielos! El día tan esperado
por fin se ha presentado;
hoy cantaré como el mejor,
les mostraré que soy el