La sombra del Mamut
Por Fabio Morábito
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La sombra del Mamut - Fabio Morábito
EL CLAVO EN LA PARED
Era domingo. Mónica quería colgar un cuadro en la pared, una pequeña reproducción de Walter Lazzaro, y yo no quería. La pared no era en realidad una pared, sino una de las cuatro columnas cuadradas que delimitan el perímetro de la sala. Es una columna estrecha, pero de anchura suficiente para colgar en ella un pequeño cuadro. En un principio yo había estado de acuerdo, fui por el martillo y hundí un clavo en el punto donde los dos consideramos que debía colgarse. El cuadro de Lazzaro nos gustaba mucho: una lancha de pescadores abandonada en la arena de la playa, donde no se veía otra cosa que la lancha y la extensión turquesa del mar. En eso, tocaron a la puerta. Mónica fue a abrir. Era una vecina del edificio y ella y Mónica empezaron a hablar acerca de un problema que había con las cuotas de mantenimiento. Yo me acordé de un programa que no quería perderme, encendí la tele y me senté a verlo. Mónica tuvo que bajar con la vecina para hablar con el encargado de cobrar las cuotas, y el cuadro de Lazzaro quedó momentáneamente olvidado sobre una de las sillas del comedor. Desde mi lugar tenía la columna enfrente de mí, justo atrás de la tele, y me fijé en el clavo. Me llamó la atención porque estaba justo donde tenía que estar, en medio de la columna. Sin recurrir a la cinta de medir, a puro golpe de ojo, habíamos dado con su centro, no solamente en relación con lo ancho, sino también con la altura. Bueno, esto no es del todo exacto. El clavo se encontraba en la parte superior de la columna, en esa franja más próxima al techo en donde se suelen colgar los cuadros. Sin embargo, en relación con toda la columna, era como si fuera su verdadero centro, mejor dicho su corazón, y eso tenía algo de mágico. Era, por decirlo así, el punto ideal para un cuadro, tan ideal que ya no hacía falta colgar nada. El clavo sustituía con creces cualquier cuadro.
Cuando Mónica regresó, al ver el cuadro de Lazzaro sobre la silla me preguntó por qué no lo había colgado y yo le pedí que se sentara junto a mí. Agarré su mano. Mónica siempre tiene las manos frías, parece que es algo hereditario, y cuando estuvo sentada le dije que mirara el clavo.
—¿Qué tiene? —preguntó.
—¿No lo ves? Es perfecto —le dije.
—¿De qué hablas?
—Del clavo.
Se rio.
—Qué estúpido eres —dijo levantándose.
—No es broma —le dije—. Nunca habíamos puesto un clavo tan bien y el cuadro lo va a echar a perder.
Comprendió que hablaba en serio.
—¿Qué tonterías estás diciendo?
—Es que no lo miraste bien. Dimos con el mejor punto de la columna. No hace falta poner nada más. Se ve hermoso.
No me hizo caso y agarró el cuadro de Lazzaro para colgarlo.
—¡No! —grité, arrancándoselo de las manos.
Mónica me miró como si le hubiera dado una cachetada.
—¿Qué te pasa? ¿Estás loco?
Pensé que, si lo colgaba, todo se iría al carajo. Una vez que lo tapara un cuadro el clavo perdería su poder, por así decirlo. Eso traté de explicarle, pero ella me miró de esa manera que me revuelve las vísceras:
—¡Si no quieres colgar el cuadro, entonces me vas a quitar este pinche clavo de la pared! —y se fue a encerrar en la cocina. Yo, que me había levantado, volví a sentarme, dejando el cuadro donde estaba.
Era domingo, como dije. El peor día para pelearse. Más tarde hice un intento de reconciliación cuando le pregunté si quería un tequila. Los sábados y domingos Mónica y yo nos tomamos un tequila antes de la comida. Me contestó que no. Me serví el mío y volví a plantarme frente a la tele, dejando el cuadrito de Lazzaro sobre la silla.
Miraba a cada rato el clavo y cada vez que lo miraba, sentía con toda claridad que no debíamos colgar nada; que el clavo era el cuadro. No molestaba a nadie, era sólo un punto negro sobre la columna y producía una sensación de equidad, de trascendencia y de orden. Algo parecido a un altar. Un altar laico, sin crucifijos ni estampas devotas. Una conexión con el cosmos. Toda casa debe tener eso, una conexión con el cosmos, alguna salida de sus muros, los muros que te protegen, sí, pero también te asfixian.
Fue un domingo difícil. Cuando fui a acostarme estaba agotado por el esfuerzo de cruzarme lo menos posible con Mónica en el reducido espacio de nuestro departamento.
Al otro día, cuando salió rumbo a la oficina, nos despedimos con un saludo tibio, una señal menos de reconciliación que de cansancio por habernos eludido sistemáticamente durante el día anterior.
Paulina llegó a la hora de costumbre. Empezó a sacar el polvo con el trapo y le dije que quería enseñarle algo, le mostré el clavo y le dije que por ninguna razón fuera a quitarlo. Paulina es una mujer brusca y a veces le da por tirar cosas que considera inservibles.
—Claro que no, señor. ¿Va a colgar un cuadro?
—No, voy a dejar el puro clavo, por eso te pedí que lo vieras, para que no se te ocurra quitarlo.
—¿Quiere que le pase el trapo? —Y levantó la mano para limpiarlo.
—No, no, déjalo como está.
Me arrepentí de habérselo mostrado. Ahora el clavo se había convertido para ella en algo importante, algo que debía tratar con suma cautela, como mis libros, y yo lo que menos quería era rodear ese rincón de la casa de un halo especial.
Esa noche y las siguientes, cuando me sentaba con Mónica a ver la tele, no podía dejar de mirar el clavo de reojo, procurando que ella no se diera cuenta, porque de seguro se enfadaría. En efecto, se dio cuenta.
—¿Tienes que mirarlo todo el tiempo? —me dijo.
—¿Qué cosa?
—Ya sabes qué.
—¿Te molesta?
—Sí. Al menos cuando estás conmigo, podrías dejar de verlo.
—Si tuviera colgado el cuadro de Lazzaro no te molestaría que lo mirara.
—Porque un cuadro es un cuadro y está hecho para que lo miren, pero ¿a quién se le ocurre mirar un clavo?
—A mí me gusta.
—¡Pues a mí me disgusta! —exclamó—. ¿Crees que es divertido estar sentada frente a la tele mientras tú miras un clavo en la pared?
—Si lo mirara todo el tiempo estoy de acuerdo, pero sólo lo miro de vez en cuando. ¿Ahora vas a controlar mis miradas?
Tiró al suelo el tejido que tenía en las manos y me miró con rabia.
—Está bien, ya que te gustan los clavos, te voy a dar gusto—. Se paró, caminó hasta la pared del fondo y empezó a quitar los cuadros uno por uno.
—¿Qué haces?
—Lo estás viendo, quito los cuadros para que te des un festín de clavos.
—Mónica —dije, tratando de no levantar la voz—, no hagas estupideces.
No me contestó. Fue descolgando los cuadros de la pared, hizo lo mismo con la pared de junto y terminó de descolgar todos los cuadros de la sala.
—Ahí está —dijo—, ahora puedes agasajarte a gusto.
Mónica y yo dormimos en cuartos separados porque no soporta mis ronquidos. Apagué la tele, me levanté del sillón y fui a mi cuarto. Me puse a leer, pero estaba pendiente de sus movimientos. Un rato después escuché que prendía de nuevo la tele. Continué leyendo hasta que me quedé dormido.
Al otro día, después de despertar, fui a la cocina a prepararme un café. Los cuadros estaban en el suelo de la sala, apoyados contra una de las paredes, y en los muros se veía la marca de cada uno.
Con el malabarismo propio de las parejas que llevan años peleándose, logramos evitar el menor contacto hasta que ella salió rumbo a su trabajo. Mis horarios son más flexibles que los suyos, así que me toca a mí aguardar la llegada de Paulina. Mónica había dejado en la cocina un recado para ella en el cual le pedía que dedicara toda la mañana a quitar de las paredes de la sala las marcas dejadas por los cuadros.
Paulina se aplicó a la tarea en seguida. Estaba preparándome para salir cuando me llamó para preguntarme si también tenía que limpiar donde estaba el clavo de la columna.
—No, Paulina, ahí no hemos colgado nada —le dije.
—Es lo que veo, está bien limpio.
—Sí, déjalo como está.
Era la segunda vez que le decía que lo dejara como estaba. Me pregunté qué idea se había hecho Paulina de aquel clavo inútil. Tal vez, con la fatalidad propia de los de su clase, había concluido sin mayores dramas que a pesar de todos mis libros, o mejor dicho a causa de ellos, yo estaba un poco mal de la cabeza, lo cual debía de causarle cierta alegría, porque reducía la distancia que nos separaba.
Mientras bajaba por el elevador me pregunté si Paulina no tenía razón. Yo estaba un poco mal de la cabeza, pues ¿a quién se le ocurre poner un clavo en la pared para colgar un cuadro y, después de mirar el clavo, decidir que se ve mejor sin nada? ¿En qué condiciones estarían el Museo del Louvre o el Del Prado si aplicaran el mismo principio? Disculpe usted, no encuentro la Gioconda, ¿puede decirme dónde está? Lo siento, señor, después de poner el clavo vimos que quedaba mejor sin nada, así que hemos guardado la Gioconda en el sótano.
Cuando regresé al mediodía, Paulina ya no estaba. Las marcas de los cuadros de la sala habían desaparecido. Sin ellas, los clavos, sin conexión entre sí, parecían insectos aplastados. Había un mensaje de Paulina para mí sobre el mueble de la sala en donde me decía que había llamado mi mujer para pedirme que colgara los cuadros en su sitio. Estaba hambriento y fui a calentarme la comida. Mientras comía, no quité los ojos de las paredes desnudas. Sin los cuadros, la sala tenía el aire desprolijo de las mudanzas. Recordé lo que le había sucedido a un amigo al mudarse. Estaba tan absorbido por la tarea de guardar los muebles, los tapetes, los libros y demás enseres de la casa, que olvidó llevarse los cuadros. Me contó que cuando salió del departamento y echó un último vistazo para ver si no se dejaba nada, los cuadros estaban ahí, colgados frente a sus ojos, pero los pasó por alto, y lo atribuyó al hecho de que, de tanto verlos, se habían vuelto todo uno con los muros, como los plafones y las molduras del piso, que son cosas que nadie se lleva al mudarse.
Terminé de comer y empecé a colgarlos. Poco a poco las paredes volvieron a la vida. Pero empezaron las dudas. Acerca de los más grandes no había posibilidad de equivocarse, pero de algunos medianos y pequeños no estaba del todo seguro cuál era su lugar. Siempre había presumido de mi memoria fotográfica y me di cuenta de que no era tan buena. Empecé a probar varias combinaciones para que mi mente recordara la correcta. Pensé que colgar los cuadros me llevaría diez o quince minutos, y una hora después seguía ahí, estancado en la primera pared. Estuve a punto de tirar la toalla y esperar el regreso de Mónica. Ella los había descolgado, que ahora los devolviera a su sitio. Pero pensé que, si me daba por vencido, le daría la razón en relación con nuestro pleito, porque sería la demostración de que la relación de ella con los cuadros era más íntima que la mía y que mi empecinamiento en dejar a la vista el clavo de la columna era sólo un capricho de mi parte. Así que no me rendí y seguí con la tarea. A las dos horas, más por cansancio que por convicción, terminé de colgarlos. Y entonces, mirando la columna desnuda, con su clavo a la vista, cesó de repente su mágica atracción, como si colgar todos los cuadros hubiera acabado con la razón de ser de ese único espacio hueco. Parado frente a él, sólo vi un clavo sediento de un cuadro, como todos los demás. Me resistí en un principio, pero finalmente fui por la pequeña reproducción de Lazzaro. Cuando la colgué sentí un temblor en las vísceras. Se veía espectacular. Parecía pintada para ese sitio. Me embargó una gran tristeza y tuve la premonición de que algo se había ido para siempre. Algo, no sé qué. Esa noche, sentados frente a la tele, no dejé de mirar de reojo la lancha solitaria con el mar turquesa al fondo, y Mónica, por supuesto, se dio cuenta. Es hermoso, ¿verdad?, me dijo, y me apretó la mano con su mano fría.
EL GRAN CAMINO VOLADO
No hay nada que no puedan hacer los chinos cuando lo manda un rey. Ahí tienen la Gran Muralla, pero esa no fue la única obra ciclópica que se levantó en la antigua China. Otra fue el Gran Camino Volado, casi desconocido hasta hace poco porque se encuentra en una región de difícil acceso, entre cerros muy altos y profundos desfiladeros. El rey de ese país montañoso, cansado de ver tanta pobreza a su alrededor, pidió a los maestros constructores de la corte que crearan un camino en el que pudiera contemplar el hermoso paisaje sin tener que toparse con ningún aldeano. Un rey necesita de vez en cuando olvidarse de su pueblo, les dijo. Los maestros constructores estudiaron largamente el mapa de la comarca y llegaron a la conclusión de que el único camino alejado de todo contacto con las personas sólo podía ser uno que jamás pisara el suelo. Debía ser, además, lo bastante largo como para ofrecer al rey la oportunidad de una excursión prolongada y lo bastante variado como para reconfortarle el ánimo. Después de inspeccionar durante meses cada palmo de la región, trazaron sobre el mapa una ruta que, serpenteando entre los cerros, cruzando puentes e introduciéndose en largos túneles, no rozaría un solo momento los llanos en donde vivía la gente. Sería, en suma, un camino volado, formado por quince túneles y más de cuarenta puentes a través de los cuales el rey pasaría de unos a otros contemplando su comarca desde la altura.
En vista de la magnitud de la obra hubo que emplear a miles de trabajadores que se turnaban de día y de noche en jornadas extenuantes. Muchos de ellos murieron a causa de los derrumbes que ocurrieron en los túneles y en los puentes. La obra acabó por absorber a todos los hombres de la comarca, en cuyos llanos sólo quedaron mujeres, viejos y niños. La agricultura fue abandonada y sólo sobrevivió el pastoreo. En el llano la gente se moría de hambre, en las laderas de las montañas muchos trabajadores morían en la construcción, bien fuera por caerse de los andamios o por simple agotamiento, y el rey, que había iniciado aquella empresa siendo joven, la vio terminada cuando ya era un hombre en plena madurez. La mañana de verano en que fue inaugurado, recorrió el Gran Camino Volado en su carruaje, acompañado de la reina y del primer y segundo ministro. Atrás, en otro carruaje, iba el resto de su séquito. Puentes y túneles habían sido construidos del tamaño del carruaje real, ni un centímetro más anchos, lo que hubiera significado un incremento de material y de trabajo. De esta forma, el camino sólo podía recorrerse en un sentido y, una vez iniciado el viaje, era imposible cambiar de idea y regresar, porque no había espacio suficiente para darse la vuelta. Sólo en un puente situado a mitad del camino los maestros constructores habían previsto un ensanchamiento que permitía a los carruajes y caballos girar sobre sí mismos; pasado ese punto, al viajero no le quedaba más remedio que proseguir hasta llegar de vuelta al castillo, atravesando otros cerros y barrancos.
Los trabajadores fueron despedidos y regresaron al llano, la población empezó a crecer de nuevo, los cultivos reaparecieron y la pobreza de antaño volvió a sentar sus reales en la comarca. Ahora, sin embargo, el rey podía verla de lejos, mientras recorría el Gran Camino Volado acompañado por la reina o por alguna de sus amantes. Las aldeas eran unas manchas en la lejanía y los pobladores no pasaban de ser unos puntos casi imperceptibles. El rey adoraba los puentes pero más los túneles, dentro de los cuales desnudaba a su acompañante en turno mientras el carruaje avanzaba en la oscuridad. Saliendo de ellos, pasaba extasiado de la contemplación de las cumbres más altas a las gargantas más profundas. Nunca un hombre se había acercado tanto a la experiencia del vuelo de las aves. Como era un hombre sensible, a menudo, ante la visión de aquellas cimas asombrosas y aquellos precipicios inescrutables, rompía a llorar, no sabía si de miedo o de gozo. De haber sido una persona instruida habría plasmado sus sentimientos en poemas y canciones, pero no sabía leer y no había escuchado otra música que la de los cencerros de las cabras. En cierto modo, el Gran Camino Volado era su único libro, que él repasaba una y otra vez, sin cansarse de estudiarlo en todos sus detalles y que, como todo gran libro, le proporcionaba una sólida instrucción.
Una noche tuvo un sueño angustioso: se subía a su carruaje para dar su acostumbrado recorrido por el Gran Camino Volado, pero los caballos se negaban a moverse. De nada servía que los sirvientes los azotaran hasta hacerlos sangrar: las bestias se iban desplomando una a una antes que obedecer la orden del cochero. Traían un nuevo tiro de caballos, que se comportaba del mismo modo. El rey despertó asustado y no pudo volver a pegar el ojo.
Temprano en la mañana el séquito se puso en marcha para la acostumbrada excursión real. Esta vez la propia reina acompañaba a su esposo. Era una espléndida mañana primaveral y el séquito del rey estaba de un humor inmejorable. El rey le preguntó al caballerango si los caballos habían comido bien y si estaban a gusto, y el hombre, sorprendido por la pregunta, contestó que no hubieran podido estar más contentos. Se pusieron en camino. El rey le hizo el amor a la reina en tres túneles distintos; las cascadas se precipitaban desde los acantilados en la plenitud de su caudal; las águilas volaban en redondo sin mover las alas, mecidas por las corrientes de aire tibio que subían desde los barrancos más profundos, y los brotes primaverales no dejaban libre ni un solo palmo de vegetación. Pocas veces el rey se había sentido tan colmado de dicha. Y de pronto, a mitad de un puente, los caballos se detuvieron en seco. Nunca había ocurrido eso. Fue una frenada tan brusca que, de no ser porque el rey logró sujetarla a tiempo, la reina habría salido disparada del carruaje y precipitado en el vacío. Todo el séquito prorrumpió en una exclamación de pánico, el rey preguntó al cochero qué pasaba y éste le señaló a una persona que obstruía el camino. Era un pastor que caminaba sobre el puente, atrás de un carnero, al que azotaba con una vara. El primer ministro, que iba sentado atrás del rey, le preguntó al ministro segundo cómo era posible que ese hombre se encontrara allí. El ministro segundo contestó que probablemente el carnero se había perdido y su dueño lo