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Mariana
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Libro electrónico397 páginas6 horas

Mariana

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Información de este libro electrónico

Cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, la radio anuncia el hundimiento del buque británico en el que sirve su marido, el tiempo se detiene para Mary. Mientras espera más noticias, y para no desesperarse ante un futuro lleno de incertidumbre, empieza a rememorar sus días felices en la Inglaterra de los años treinta: su infancia en Somerset, la escuela en Kensington, los primeros viajes, trabajos y amores…

Monica Dickens, bisnieta de Charles Dickens, se inspiró en su propia vida para escribir Mariana, una entrañable, divertida y conmovedora novela de formación. La inolvidable historia de Mary nos recuerda que, en los tiempos más oscuros, podemos encontrar luz en el recuerdo de aquellos días del pasado que nos han llevado a ser quienes somos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2022
ISBN9789992076255
Mariana
Autor

Monica Dickens

Monica Dickens, MBE, 10 May 1915 - 25 December 1992, was the great-great-granddaughter of Charles Dickens and author of over 40 books for adults and children. Disillusioned with the world she was brought up in - she was expelled from St Paul's Girls' School in London before she was presented at court as a debutante - she decided to go into service and her experiences as a cook and general servant formed the basis of her first book, One Pair Of Hands in 1939. She married a United States Navy officer and moved to America where she continued to write, most of her books being set in Britain. Monica Dickens had strong humanitarian interests and founded the Cape Cod and the Islands Samaritans in 1977, and it is for this charity that she recorded this audio edition of A Christmas Carol to benefit Samaritan crisis lines, support groups for those who have lost someone to suicide, and community outreach programs. In 1985 she returned to the UK after the death of her husband, and continued to write until her death on Christmas Day 1992.

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    Vista previa del libro

    Mariana - Monica Dickens

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    LA AUTORA

    Monica Dickens, bisnieta de Charles Dickens, nació en 1915 en Londres. Cuando iba a ser presentada como debutante ante la corte, se rebeló tirando su uniforme escolar al Támesis, y fue expulsada de la St. Paul's Girls' School. Aunque pertenecía a la clase privilegiada, decidió trabajar como cocinera y sirvienta ante el asombro de su familia. Más tarde utilizaría esta experiencia en su primera novela, One Pair of Hands (1939), con la que inicia una serie de libros semiautobiográficos, a los que seguiría mariana (1940). Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en una fábrica de aviones y como enfermera en un hospital rural, experiencias que inspirarían su siguiente novela, One Pair of Feet (1942); sus vivencias en un periódico local quedaron reflejadas en My Turn to Make the Tea (1951), donde muestra las dificultades a las que tenían que enfrentarse las mujeres periodistas. En 1951 se casó con Roy Stratton, un oficial del ejército estadounidense, y se mudó con él a Norteamérica, donde adoptaron dos niñas. Monica Dickens fue una novelista muy popular durante toda su vida y se implicó en muchas causas humanitarias, especialmente en defensa de los niños y los animales. Después de la muerte de su marido regresó a su Inglaterra natal, donde falleció el día de Navidad de 1992.

    LA TRADUCTORA

    Concha Cardeñoso Sáenz de Miera nació en León en 1956. Sus primeras traducciones fueron del inglés al castellano, sobre todo de cuentos infantiles y juveniles; antes de entregarlos, leía en voz alta estos primeros trabajos a sus hijas, sus mejores críticas, para asegurarse de que el lenguaje era adecuado, creativo e inspirador en la medida de lo posible. Después llegaron los libros de divulgación y las novelas grandes y pequeñas, difíciles y menos difíciles, para todos los públicos y solo para adultos. Cuenta entre sus traducciones con obras de Shakespeare, Baum, Dickens, Robertson Davies, Maggie O’Farrell, Robert Macfarlane, Daphne du Maurier y muchos más. Para Trotalibros Editorial ha traducido Adiós, señor Chips, de James Hilton (Piteas 4). Desde 2010 traduce también del catalán, a autores como Jaume Cabré, Josep Pla, Irene Solà, Anna Ballbona, Raül Garrigasait y Maria Barbal, entre otros, y continúa con su actividad en el ámbito editorial trabajando con textos de todos los géneros, principalmente el narrativo.

    En el año 2018 recibió el Premio de Traducción Esther Benítez en su decimotercera edición, por la novela Mi prima Rachel, de Daphne du Maurier, editada por Alba Editorial en 2017.

    MARIANA

    Primera edición: junio de 2022

    Título original: Mariana

    © The Estate of Monica Dickens, 1940

    © de la traducción: Concha Cardeñoso Sáenz de Miera

    © de la nota del editor: Jan Arimany

    © de esta edición:

    Trotalibros Editorial

    C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

    AD500 Andorra la Vella, Andorra

    hola@trotalibros.com

    www.trotalibros.com

    Editado con la colaboración del Govern d'Andorra.

    ISBN: 978-99920-76-25-5

    Depósito legal: AND.85-2022

    Maquetación y diseño interior: Klapp

    Corrección: Raúl Alonso Alemany y Marisa Muñoz

    Diseño de la colección y cubierta: Klapp

    Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

    MONICA DICKENS

    MARIANA

    TRADUCCIÓN DE

    CONCHA CARDEÑOSO

    PITEAS · 12

    CAPÍTULO UNO

    Mary oía a menudo la expresión: «No soporto estar sola», y nunca llegó a entenderla. Toda su vida había necesitado refugiarse en la soledad de vez en cuando, y ahora más que nunca. Si no podía estar con el hombre al que amaba, prefería no estar con nadie.

    Creía que en la pequeña casa de Marguerite Street podría disfrutar de esa soledad, pero, al parecer, todavía había mucha gente en Londres que consideraba un deber llamarla o dejarse caer a cualquier hora para animarla. Se imaginaba a las mujeres diciéndole a su marido:

    —Querido, hay que hacer algo por la pobre Mary. Los criados han estado muy ocupados últimamente, y habrá que gastar la mantequilla que tenía reservada, pero no queda otro remedio.

    Luego cogerían el teléfono y dirían:

    —Te aseguro que me dolería mucho que no tuvieras en cuenta que puedes acercarte a nuestra casa cuando te apetezca. ¿Qué día de la próxima semana vienes a cenar? ¿El martes, el miércoles, el jueves…?

    Por eso se había ido con Bingo a Little Creek End para pasar un largo fin de semana en soledad, sin nadie, solo ella, el perro y mil recuerdos de los fines de semana en los que eran dos y un perro en la aislada cabaña de las marismas de Essex.

    —Es una locura que huyas a un sitio tan desolado —le dijo su madre—. Si tan deprimida estás, ¿por qué no vienes con Gerald y conmigo? Lo único que conseguirás allí, tú sola, es ponerte aún más triste.

    Tuvieron una gran discusión por tal motivo. Su madre no entendía que buscara la tristeza, que no quisiera distraerse. Pero ella prefería llenar el tiempo de espera pensando en él, aislarse, ponerse entre paréntesis hasta que volviera.

    La gente era cariñosa, cordial y simpática, pero creía que hacer compañía era sinónimo de dar conversación, y algunas voces le taladraban la cabeza. En cambio, los perros… Lo entendían todo sin decir nada y siempre era un placer mirarlos, dormidos o despiertos, como a Bingo. En ese momento roncaba suavemente, dormido en su cesta junto al fuego, con sus patitas rechonchas y una ceja peluda estremeciéndose al ritmo irregular de sus sueños. En el otro extremo, Mary descansaba tranquilamente hundida en un sillón, con una taza de café en uno de los brazos y la bata de seda abierta a los lados de las piernas cruzadas, balanceando una zapatilla en el dedo del pie. Aparte del resplandor inconstante del fuego y el haz de luz de la lámpara de petróleo que tenía al lado, la habitación estaba sumida en sombras; pero no esas sombras que obligan a mirar atrás con temor todo el tiempo, sino las que proporcionan una calidez silenciosa e íntima, como si los objetos invisibles estuvieran aguardando a que se los necesitara de nuevo. Fuera de la estancia, la noche se desataba en viento y lluvia con una furia impotente. Mary pensó en lo curioso que era que solo unos pocos centímetros de muro separaran la plácida intimidad de la salita del aullido chorreante de la oscuridad. Las casas tenían una actitud muy retadora.

    Había cenado en una bandeja delante del fuego, leyendo al mismo tiempo, y ahora tenía el libro abierto en el regazo, pero su mirada se dirigía constantemente a las llamas que saltaban desde las ascuas de la base hacia arriba lamiendo los contornos del negro carbón aún sin quemar. «Mañana —pensó— secaré unos cuantos troncos del cobertizo y haré un buen fuego de leña». Distraída, enroscó el dedo en un mechón de pelo y lo separó de la media melena oscura que le caía casi hasta los hombros. Hacía siglos que no iba a la peluquería a arreglarse el pelo. No parecía que en esos momentos tuviera mucho sentido hacer algo más que, sencillamente, no estar hecha un desastre.

    Era pequeña y delgada, de piel muy blanca, con los ojos grandes y hundidos, tenía un rictus un poco triste en la boca cuando estaba en reposo, pero era capaz de sonreír de oreja a oreja como un niño.

    Miró el reloj de pared, que imitaba a un plato de porcelana azul y blanco. A esa hora, en Londres estaría a punto de ir a toda prisa al recibidor, en cuanto oyera el chasquido del buzón, para ver si había un sobre blanco cuadrado con el matasellos de «recibido de los barcos de su majestad» en una esquina. ¿Y si llegara uno esa misma noche? Tendría que esperar hasta el martes para verlo. No se lo remitiría nadie, porque le había dado el fin de semana libre a Doris para que fuera a ver a su familia en Dalton East.

    Se imaginó la carta claramente, muy blanca, caída de cualquier manera en el felpudo negro de la puerta principal. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que estaba allí. Esperar era una tortura; tenía que haberlo pensado antes. ¿Y si era algo importante?

    Irguió la espalda, cerró el libro y lo dejó en la mesa. «Llamo a Angela —pensó— y le digo que pase mañana por casa, a ver si hay algo. Sabe que la llave de la puerta de atrás está escondida debajo de la maceta. Será una tontería, pero es que no puedo esperar esa carta. A lo mejor me pregunta algo y quiere que le responda inmediatamente».

    Le costó un poco levantarse del sillón. Estaba entumecida después del largo y húmedo paseo que había dado con Bingo por la tarde, antes de que la tormenta estallara en un temporal. Bingo abrió un ojo y movió la cola al verla coger la lámpara e ir hasta la otra parte de la salita, debajo de la estructura de vigas en la que antes había una pared. Hacía frío lejos del fuego. El teléfono estaba en la mesa de al lado de la ventana; mientras lo descolgaba, oyó las rachas de la lluvia contra el cristal y el gemido del viento, que había cruzado desde las marismas y rugía alrededor de su casa.

    El teléfono estaba mudo.

    —Hola… Hola…

    Colgó y descolgó varias veces, pero ninguna voz femenina y malhumorada dejó de tejer para decir en tono acusador: «Weatherby. ¿Qué número desea?». Ni un zumbido. Solo silencio. Seguro que el temporal había derribado las líneas. «Maldita sea». Pensativa, volvió sobre sus pasos arrastrando las holgadas zapatillas por el suelo de madera. Pasó por encima de Bingo, se sentó de nuevo mordisqueándose el dedo, se retiró el pelo hacia atrás y luego se recostó con las piernas estiradas, la barbilla contra el pecho y el ceño fruncido. En realidad, daba igual, no parecía probable que fuera a llegarle otra carta tan pronto, después de la última, pero era irritante. A la mañana siguiente bajaría al cruce, cogería el autobús al pueblo y llamaría desde allí. Era lo mejor, porque, en cualquier caso, nadie podría remitirle nada esa noche. Se relajó con un suspiro y volvió a coger el libro. Eso es lo que haría mañana. «Espero que haga bueno», pensó.

    Cuando el plato azul y blanco dio las nueve con su nota delicada alargó automáticamente el brazo y encendió la radio. «¡Estas interferencias! A ver si la llevo a arreglar. Pero es tan…», pensó al oír las primeras palabras sin prestar atención:

    El Ministerio de Marina lamenta comunicar que el destructor británico Phantom ha chocado con una mina a primera hora de la mañana y se ha hundido. Algunos supervivientes han sido rescatados por dos barcos mercantes que respondieron a su

    sos

    , pero se teme que tres de los siete oficiales y veinte miembros de la tripulación hayan perdido la vida. Los familiares más cercanos de los desaparecidos han sido informados. El Phantom se botó en 1927 y era un destructor de mil trescientas toneladas de clase

    x

    Apagó la radio; cuando cesaron las palabras, fue como si nunca las hubieran pronunciado. Se quedó sentada bajo la luz amarilla de la lámpara de la mesa, con la taza de café medio vacía en equilibrio en el brazo del sillón. El fuego todavía lamía los bordes del carbón con pequeñas lenguas anaranjadas y amarillas; Bingo seguía tumbado con las patas en posición de galope, la cabeza vuelta hacia un lado y una oreja levantada; el reloj blanco y azul seguía haciendo tictac. Nada había cambiado, pero nada era lo mismo. Una tregua de la tormenta produjo un silencio en el aire, fue como si la habitación guardara un compás de espera conteniendo la respiración hasta ver cómo se lo tomaba Mary. Se quedó en el sillón y, con un escalofrío, empezó a comprender. Aunque cada vez con menos convencimiento siguió diciéndose: «No es verdad, no es verdad».

    «Los familiares más cercanos han sido informados». Entonces, podía haber algo en el felpudo de la puerta principal; pero no un sobre blanco, sino amarillo, y tenía que esperar hasta el día siguiente para saberlo. El pensamiento le vino a la cabeza injustamente y sin razón: «Bueno, ahora mamá podrá decir: Te lo advertí. Había sido una locura ir allí».

    Curiosamente, no tenía ganas de llorar. Estaba muy tranquila, aunque el corazón le latía con tanta fuerza que lo veía por debajo de la fina bata de seda.

    —Bingo —dijo—, Bingo, ha pasado algo horrible.

    El perrito saltó de la cesta, se sacudió, bostezó, se desperezó y echó a andar detrás de ella hasta la puerta. Al abrirla y asomarse a la furiosa oscuridad, un remolino de viento y lluvia la golpeó en la cara. Volvió a cerrar con resignación, tiritando. Había tenido el impulso de ir andando hasta el pueblo y llamar a la puerta de alguien que tuviera teléfono…, hablar con Angela, con el ministerio, con quien fuera. Pero con esa tormenta no llegaría; había más de ocho kilómetros. Además, no encontraría el camino y, aunque lo encontrara, tendría que entrar en una casa desconocida; tendría que dar explicaciones; y a lo mejor había alguien en la habitación mientras ella telefoneaba.

    Su desesperación aumentó al oír el impacto de una teja que cayó al patio desde el tejado de la cocina. Era una tormenta salvaje. Tenía que esperar. Esperar… y procurar no pensar. Volvió al otro lado de la habitación. Quizás si se sentaba otra vez y cogía el libro todo volvería a ser como antes. El tiempo retrocedería y sería como si no hubiera pasado nada.

    Esto no podía pasarle a ella…, a ella no. Las tragedias les pasan a los demás, no a uno mismo. Se habían salvado cuatro oficiales y, por supuesto, él era uno de ellos. «Tengo suerte, siempre la he tenido». ¿No había dicho eso él en el casino de Cannes aquella noche maravillosa cuando…? ¿No había sido hacía nada, en mayo? Parecía que hubiera sucedido en otra vida.

    «Oh, amor, ya nunca iremos los dos a los países cálidos del otro lado del mar».¹

    Lo único que podía hacer era no pensar. Se puso en movimiento: se llevó el café a la pequeña cocina de suelo de piedra, encendió otra lámpara, cogió el hervidor de agua, que estaba al lado del fuego, y fregó los cacharros de la cena. Fuera hacía frío, así que cogió el abrigo para ponérselo encima de la bata. En el armario en el que colgaba el abrigo de pelo de camello había un par de botas grandes de goma, un viejo y estropeado gorro de marinero y unos pantalones grises de franela deformados y con manchas de grasa. Cerró la puerta con un movimiento rápido y temeroso, y volvió al fregadero procurando distraerse con detalles como a qué hora tendría que ponerse en marcha por la mañana para coger el primer autobús y a quién llamaría por teléfono.

    Cuando terminó, no quiso volver junto al fuego. Subiría a la habitación del suelo irregular y las cortinas amarillas de cretona, y se acostaría en la cama, que estaría caliente y blanda, y a oscuras, a esperar a que llegara la mañana.

    —Vamos, Bingo. —Inclinó la cesta hasta que salió el pequeño cairn terrier, adormilado y resentido—. Hala, que esta noche puedes dormir en mi cama.

    Después de llenar una bolsa de agua caliente, cepillarse los dientes y el pelo —igual que cualquier noche—, apagó la luz y se metió entre las sábanas, que olían a limpio, con la sensación de ser muy pequeña. Se tumbó boca arriba, mirando al bajo techo, con el cálido peso del perro en los pies y los ojos muy abiertos en la oscuridad, luchando contra la idea que se empeñaba en rechazar desde que la voz afligida de la radio hizo añicos su seguridad. La idea de que quizás, nunca más, nunca más…

    No podía permitirse pensar en eso ni en el futuro. El pasado, se tenía que aferrar al pasado, que era incuestionable. Era más seguro mirar hacia atrás que hacia delante. Mientras esperaba acostada, mirando la forma borrosa de la cortina, que se movía a merced de la ventana entreabierta, y oyendo el viento, la lluvia y el ladrido de un perro insensato en las marismas, pensó en las cosas que se habían ido, en los años que la habían conducido a esa noche…, la crisis de su vida. Todo lo trivial, lo trascendental, lo emocionante que había vivido día a día para llegar a la mujer tumbada en la oscuridad con olor a sábanas limpias que esperaba a que le dijeran si su marido estaba vivo o muerto.

    CAPÍTULO DOS

    El olor a sábanas limpias le recordó a lo que de niña llamaba el «olor a Charbury». Era lo primero que se percibía al entrar por la puerta principal, una mezcla indefinible de todas las cosas aromáticas de la casa: rosas, humo de leña, suelos encerados, pan y lavanda guardada entre la antigua ropa de cama. Solo se notaba al principio, al llegar de Londres. Unos días después se convertía en parte del propio yo campestre, como las prendas viejas de vestir, los rasguños en las rodillas y despertarse los sábados por el ruido que hacían los jardineros al barrer el camino de grava con escobas de retama.

    A veces, en el colegio en Londres o en el piso cerca de Olympia, donde vivía con su madre y el tío Geoffrey, percibía algo que le recordaba al olor de Charbury, y todo su pequeño ser se conmovía de nostalgia y se le llenaban los ojos de lágrimas anhelando las vacaciones, la baja casa gris de estilo isabelino de Somerset, que tenía el tamaño justo: suficientemente grande para todo menos para la ostentación.

    A su modo de ver, todo era perfecto en Charbury, sin la menor duda. Incluso los primos más antipáticos le parecían aceptables solo porque estaban allí. No analizaba el encanto del lugar, pero era muy consciente de la magia que irradiaba; años más tarde, se compadeció de los adultos al descubrir inesperadamente que habían desaprovechado el paraíso del que los niños disfrutaban con toda naturalidad.

    —¡Ah, era terrible! —le contó su madre—. ¡Qué peleas teníamos entre nosotros! Siempre se ofendía alguien, el ambiente se enrarecía y luego todo el mundo pedía perdón a los demás alegando que no había sido culpa suya.

    —Pero ¡qué pérdida de tiempo! —dijo Mary, incrédula—. Yo no me daba cuenta de esas cosas. Pero no sería siempre así, ¿verdad?

    —No, no, claro que no. Lo cierto es que pasamos muy buenos ratos. Era un lugar paradisiaco, ¿no crees? Pero ya sabes cómo son las cosas: uno proponía un plan para el día a la hora del desayuno, otro quería improvisar sobre la marcha y pretendía que los demás se unieran; cuando por fin nos poníamos todos de acuerdo, ya era la hora de comer y no podíamos hacerlo. Teníais suerte vosotros, los niños. No os enterabais de que los criados se despedían continuamente porque no tenían adónde ir en su medio día libre; ni de que la tía Mavis descubría de pronto que los desagües estaban en malas condiciones y nos alarmaba a todos con la posibilidad de contraer fiebres tifoideas; ni de las quejas continuas del tío Lionel porque la caza escaseaba, y encima acusaba a tu abuelo de que su guardabosques era un cazador furtivo. Imagínate, ¡hasta le oí dar gracias cuando el abuelo se deshizo de la casa!

    Aunque se enteró de estas cosas mucho después de que se vendiera Charbury, nada estropeó el recuerdo perfecto que conservó toda la vida, glorificado casi hasta la leyenda, porque esos tiempos nunca volverían.

    Charbury House pertenecía a los abuelos de Mary, cuyo segundo hijo, George Shannon, era su padre. No tenía recuerdos de él porque había muerto en la batalla cuerpo a cuerpo de Thiepval, en 1916, cuando ella tenía un año. La fotografía que su madre le había dado para que la colgara en la pared de su habitación era la de un hombre muy joven vestido de uniforme, con la cara redonda, el pelo claro y rizado, y una sonrisa en la boca que se reflejaba en los ojos. A Mary le pareció una cara hecha para sonreír y se lo dijo a su madre esa misma noche, cuando fue a arroparla; la señora Shannon apagó la luz y salió muy deprisa de la habitación, como si se hubiera irritado por algo. Nunca le habló de su padre, pero Mary estudiaba la fotografía a fondo, de rodillas en la almohada para verla más de cerca, porque era muy interesante tener un padre muerto. Nunca le dio tristeza pensar en él hasta que fue a la refinada escuela privada de Cromwell Road. La señorita Carson, la directora, le preguntó por su padre, y cuando Mary le dijo con orgullo: «Murió en la guerra», la profesora rechinó los dientes y la llevó al despacho, que estaba tan lleno de helechos, palmas y muebles de bambú que apenas se podía respirar. Allí la señorita Carson, que olía a pan con mantequilla, sentó a Mary en el regazo y, acariciándole el pelo, le dijo que era muy muy triste quedarse sin padre, pero que tenía el deber de ser una chica valiente y no llorar por él, puesto que había hecho el sacrificio supremo; entonces Mary estalló en lágrimas y sollozó de todo corazón sobre la recatada pechera de la señorita Carson. Después, apenas soportaba mirar la foto de su padre, porque se había convertido en una más de las muchas cosas que la hacían llorar. Aunque no tenía idea de lo que significaban las palabras «sacrificio supremo», le parecían las más tristes del mundo. Cuando lloraba, nunca le decía a su madre que era por él, fingía que era por cualquier otro motivo, como la ilustración de Peter Pan en la que se ve a Wendy en el suelo con la flecha en el pecho, o porque no la dejaban ver afeitarse al tío Geoffrey.

    Geoffrey Payne era el hermano mayor de la señora Shannon. Cuando volvió del ejército de ocupación para retomar los frágiles hilos de su carrera teatral, se instaló en el piso de su hermana y, por una u otra razón, allí se quedó. Se especializó en papeles de tonto, que estaban en auge en los primeros años veinte, y tuvo cierto éxito principalmente por su aspecto. Tenía la cara como un huevo, con la frente y la barbilla retraídas, una nariz insignificante y unos dientes delanteros que sobresalían por encima de la mandíbula inferior. Siempre se dejaba un bigote rubio y siempre se lo afeitaba sin darle la oportunidad de ser algo más que un indicio. En el escenario, y a menudo fuera de él, llevaba un monóculo en cualquiera de los dos ojos, cuellos altos, pajaritas y trajes que llamaban la atención por el estampado, más que por el corte. Era amable, pero de una forma pasiva, y bastante sincero cuando, a menudo, expresaba su deseo de ganar más para que su hermana no tuviera que trabajar.

    —No dejaría de trabajar aunque ganaras quinientas libras a la semana —decía la señora Shannon—. Me gusta. ¿Qué demonios iba a hacer todo el día, si no? —Y se reía y chasqueaba los dedos para que le lanzara un cigarrillo.

    Cuando murió el padre de Mary, la señora Shannon rechazó con agradecimiento la asignación que le ofrecieron sus suegros, que eran los propietarios del famoso restaurante Shannon de Trafalgar Square. Sus padres no podían ayudarla, pero decía que quería ser independiente y ganarse el pan para ella y para su hija. Cuando Mary tenía ocho años, su madre trabajaba en una próspera y anquilosada tienda de ropa, de la que se marchó exasperada un día para probar suerte en el oficio de enseñar confección en un gran colegio de economía doméstica en South Kensington. Mary se enteró de todo esto más adelante. En aquel momento aceptó que su madre «fuera a trabajar» igual que iba ella al colegio, y le sorprendió muchísimo descubrir que no todas las madres se iban de casa por la mañana y volvían por la noche. La señora Shannon estaba libre casi todas las vacaciones escolares, coincidiendo con su hija, y siempre las pasaban juntas en Charbury House en compañía de casi toda la familia Shannon.

    Y ahí estaban madre e hija, en la estación de Paddington, un Jueves Santo, abriéndose paso entre la desesperante multitud ociosa, con solo tres minutos para coger el tren de las diez y media a Taunton. A primera vista, podría decirse que se parecían, porque ambas eran menudas y de piel blanca, pero en realidad no se parecían en nada. A los once años, Mary era una niña enclenque y sin color natural, por eso la gente afirmaba rotundamente que era delicada. Parecía un gnomo cuando sonreía, con la barbilla estrecha y unas orejitas puntiagudas que el pelo no le tapaba. Llevaba una coleta sujeta en la nuca con un prendedor, que caía sobre la ordenada melena hasta la mitad de la espalda. Tenía el pelo de un color castaño desvaído, mientras que el de su madre era casi negro azulado, y los ojos de la señora Shannon eran mucho más oscuros que los de ella, y pequeños y redondos como botones llenos de energía. La cabeza y la cara resultaban pequeñas en proporción, un poco más grandes que las de la niña, pero la delicada línea de la mandíbula era cuadrada, y el labio de abajo, recto, siguiendo la línea de la barbilla, mientras que la de Mary era puntiaguda, con una boca tan grande que no casaba con ninguno de los rasgos de la cara. «A ver cuándo creces en consonancia con el tamaño de tu boca», le decía siempre el abuelo.

    Llegaron por fin al andén y corrieron a lo largo del tren, donde los mozos de estación ya estaban cerrando las puertas y la gente asomaba la cabeza por las ventanillas para despedirse.

    «Aquí, aquí», insistía Mary tirando de su madre mientras pasaban los compartimentos semillenos de tercera clase, pensando a cada minuto que el tren iba a arrancar; vio al jefe de estación junto al vagón de equipajes, ahora ya con el silbato en los labios. La señora Shannon siempre estaba segura de que iba a encontrar mejores asientos más adelante; cuando iban de merienda al campo, siempre veía «el sitio perfecto» justo más allá de donde todos se habían instalado. Al final, para alivio de Mary, se encontraron con el jefe de estación, que les dijo: «Señora, si quiere irse, más vale que suba ya», y levantó el brazo que sujetaba la bandera, por lo que tuvieron que meterse como pudieron en el compartimento más cercano, que estaba lleno de gente que las miraba. No era un tren con pasillos, así que tuvieron que quedarse allí y los ocupantes se vieron obligados a hacerles sitio.

    La señora Shannon consiguió que dejaran sentarse a Mary en un rincón insistiendo en que, si no iba al lado de la ventanilla, se marearía; cuando ella se acomodó en el centro del lado opuesto, le hizo a su hija un guiño de triunfo. Mary le devolvió una sonrisa, pero con reservas, porque, aunque no mirar por la ventanilla habría sido una tortura, no le parecía bien esa táctica de su madre de dar la lata a los demás hasta que se salía con la suya. Como era tímida, lo relacionaba todo consigo misma, y lo que le preocupaba no era lo que la gente pudiera pensar de su madre, sino lo que pensarían de ella por ser su hija.

    Había otras cinco personas en el compartimento; tres mujeres poco interesantes que no parecían conocerse; un hombre feo, más bien joven, que evidentemente tenía algo que ver con una de ellas, porque solo gruñía cuando ella le decía algo y, en el rincón de enfrente de Mary, un orondo anciano con un bigotazo blanco que seguramente se disfrazaba de Papá Noel para sus nietos. Estaban ya inmersos en la apatía que adoptan algunas personas cuando viajan, pero la señora Shannon podía animar el ambiente más aburrido sin proponérselo. Incluso cuando se quedaba quieta, que no era lo normal, irradiaba una sensación de alerta que la acompañaba adonde quiera que fuese, como si viviera siempre al límite. Antes de llegar a Ealing, se quedó mirando la ventanilla, que empezaba a llenarse de vaho, y casi se le veía el movimiento de los pensamientos en el cerebro.

    —¿Me permite? —Se levantó y pasó por encima de los pies del anciano caballero hasta la ventanilla—. Solo unos centímetros… Hace un calor tremendo aquí dentro, ¿verdad?

    Miró a los demás pasajeros como pidiendo permiso, pero les daba igual una cosa que otra. Solo querían que les dejaran leer el periódico en paz. Mary retiró las piernas para hacer sitio a su madre y siguió mirando por la ventanilla con la barbilla apoyada en la mano.

    —¡Ay, por favor! ¿Me ayuda usted? Creo que se ha atascado.

    El anciano iba a irritarse, pero ella le dedicó una sonrisa tan deslumbrante que el hombre rejuveneció de pronto veinte años y, de paso, se puso muy caballeroso. Empezó a tirar de la ventanilla, resopló y jadeó hasta que por fin consiguió bajarla del todo con mucho estrépito. Ambos volvieron a sentarse, muy complacidos el uno con el otro, y empezaron a conversar. Una de las mujeres anónimas se estremeció ostentosamente y su marido hizo el gesto de subirse el cuello de la camisa sin levantar los ojos del periódico. A Mary se le posó un trozo grande de carbonilla en la nariz, y allí se le quedó. Lo veía por el rabillo del ojo, enorme, y siguió bizqueando mientras miraba por la ventanilla, aunque todo pasaba tan deprisa que tenía que bizquear de todas formas.

    —Quizás es un poco excesivo —dijo la señora Shannon levantándose de nuevo.

    Forcejeó con la correa frágilmente, en vano, hasta que el caballero se puso en pie otra vez, y cuando consiguieron dejarla a su gusto, el tren rugía ya por Slough Station con la orgullosa indiferencia de un expreso. La mujer del gorro de ganchillo, que iba al lado de la señora Shannon, le ofreció astutamente unas revistas y durante un rato reinó la paz.

    Mary solo se daba cuenta a medias de lo que sucedía en el compartimento. Estaba acostumbrada a la actividad constante de su madre y seguía enfrascada mirando el paisaje, emocionada porque ahora ya nada, a excepción de un accidente de tren —tocó madera en la puerta rápidamente— podía impedirle ir a Charbury. Casi se puso a llorar pensando en lo mal que lo había pasado las vacaciones anteriores, cuando cogió el sarampión una semana antes del final del trimestre. Había resistido como una campeona con treinta y nueve de fiebre, los ojos llorosos y la cabeza a punto de estallar, hasta que al final se desmayó en clase de Geografía; sin embargo, ni el gran esplendor que le procuró todo esto ante sus compañeras ni que se la llevaran a casa en un taxi, envuelta en mantas, compensó en absoluto ni un solo minuto del tiempo que no pudo pasar en Charbury.

    En otra ocasión le echaron a perder las vacaciones de Semana Santa sus abuelos maternos, que vivían en Dulwich derrotados por la humedad en una casa prácticamente cerrada. Al abuelo se le antojó sufrir un derrame cerebral justo la víspera de partir hacia Somerset. Las maletas estaban hechas y habían comprado el suministro de alpiste de los periquitos para quince días, porque no se podía confiar en que el tío Geoffrey gastara dinero en ellos, pero se tuvieron que quedar en Londres. El abuelo tardó una semana en morir, había que hacer incontables trámites y la señora Shannon tuvo que quedarse en Clarice Hill, en Dulwich, para convencer a su madre de que abandonara aquella melancólica casa, aunque fue inútil. No había nadie que pudiera llevar a Mary a Charbury, porque todos los primos y tías ya se habían ido. Se enfadó muchísimo y lloró hasta que se le agotaron las lágrimas, dio patadas a los muebles y, resentida, le dijo un montón de atrocidades a la señora Duckett, la asistenta, que, aunque estaba sorda, le proporcionó la satisfacción de explayarse delante de alguien, cosa que no habría conseguido por más que rabiara a solas.

    Mary solía tomarse las desilusiones como una afrenta personal, como si dijera: «¿Por qué me tiene que pasar esto precisamente a mí?», actitud a la que respondía el tío Goffrey con un exasperante: «¿Y por qué no?».

    Todo esto había ocurrido en el pasado, la muerte del abuelo ya era historia y en esos momentos no quedaba nada de ellos. Sin hacer caso de la revista infantil que llevaba en el regazo, vio las casas diminutas de las afueras y, a continuación, el verde, el emocionante verde de la auténtica campiña, con las formas cambiantes de las praderas y con las

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