La anciana señora Webster
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Como ha dicho un crítico, La anciana señora Webster (1977), es «tan divertida, mordaz y espeluznante que bien podría ser una nouvelle perdida de Evelyn Waugh»; como ha dicho otro, es «una caja de bombones rellenos de anfetamina». Su autora, Caroline Blackwood, fue con ella finalista del premio Booker, y se consagró como maestra de una perturbadora y venenosa renovación del género gótico.
Caroline Blackwood
Nació en Londres en 1931, en el seno de la aristocracia angloirlandesa. Su padre, que murió cuando ella tenía trece años, era Basil Blackwood, cuarto marqués de Dufferin y Ava; íntimo amigo de Evelyn Waugh, formaba parte del círculo descrito en Retorno a Brideshead. Su madre, Maureen Guinness, era una de las cuatro herederas de las célebres cervezas Guinness. Sin embargo, Caroline, bohemia y desafecta, siguió otro destino que el que la familia le tenía asignado: a los veintidós años se casó con el pintor Lucien Freud, con el consiguiente escándalo por la «boda judía». Posteriormente se casaría con el compositor Israel Citkowitz y con el poeta Robert Lowell. El crítico Cyril Connolly, el guionista Ivan Moffat y el fotógrafo Walker Evans se contaron también entre sus relaciones. No fue solo, como la llamó su biógrafa Nancy Schoenberger, una «musa peligrosa», mecenas de artistas, maestra de la anécdota y gran bebedora: ejerció el periodismo y a partir de la década de 1970 se dedicó a la literatura. A su primer libro, For All That I Found Here (1974), que reunía ficción y no ficción, siguieron las novelas de corte autobiográfico La hijastra (1976; Rara Avis núm. 51), que ganó ese año el Premio David Higham a la Mejor Primera Novela, y La anciana señora Webster (1977; Rara Avis núm. 50), que fue un gran éxito y quedó finalista del premio Booker. Posteriormente publicó, entre otras obras, The Fate of Mary Rose (1981), Corrigan (1984) y el reportaje Últimas noticias de la duquesa (1995; Rara Avis núm. 52), que Nicholas Wright adaptó al teatro en 2011. Murió en Nueva York en 1996.
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La anciana señora Webster - Caroline Blackwood
Caroline Blackwood
La anciana
señora Webster
Traducción
Celia Montolío
Introducción
Honor Moore
rara avis
ALBA
Nota al texto
La anciana señora Webster (Great Granny Webster) se publicó por primera vez en 1977 (Duckworth, Londres).
Introducción
En su primer libro, For All That I Found There, Caroline Blackwood publicó una breve autobiografía que anunciaba a la escritora que habría de ser. Durante la guerra la habían enviado a un colegio de chicos por razones de seguridad, y el personaje central de su autobiografía es el bravucón del colegio, con su «pelo color zanahoria, casi albino, y nariz de hocico». «Piggy» gira en torno a la interacción de sexo y poder, algo de lo que Blackwood, una gran belleza, sabía mucho. Para cuando escribió el relato, a los cuarenta y tantos años, era toda una experta en cruzar los campos minados que había sembrado su atractivo para los hombres, después de haber sido musa de Lucian Freud, con quien se casó y quien la retrató, y de Walker Evans, que le hizo fotografías espectaculares. Su paso del periodismo a la prosa literaria había seguido a su matrimonio, en 1972, con el poeta Robert Lowell, y la inspiración de sus «estudios en directo» se aprecia en la obra de Blackwood.
«Estrafalariamente gordo», Piggy McDougal domina a la Caroline prepubescente y a sus compañeros de clase varones mediante el recurso a la violencia y la intimidación. Un día la lleva hasta una arboleda de rododendros y le ordena que se quite la ropa, y ella obedece. La niña se siente «avergonzada y humillada», pero la narradora adulta convierte al niño en cerdo con la sangre fría de Circe:
El parpadeo nervioso de sus blancas pestañas se volvió mucho más intenso que de costumbre. Su boca estaba fláccida y temblorosa. Jugueteaba incesantemente con las manos […].
–¿Te ha venido ya la regla? –la cara porcina de McDougal, por lo general tan rubicunda, estaba lívida […]. Instintivamente supe que no debía decirle que aún no la había tenido nunca […].
Cuando me negué a responder fue como si mi silencio le diera frío, porque me di cuenta de que sus dientes castañeteaban como los de un nadador en invierno.
Después de For All That I Found There, que combina ficción y no ficción, Blackwood escribe una novela corta en la que aborda el que habrá de ser uno de sus temas centrales: los lazos turbulentos, involuntarios, entre mujeres. En The Stepdaughter, una mujer colérica y ensimismada tiene que cargar con la hija huraña y adicta a los pasteles del marido mujeriego que la ha abandonado. En La anciana señora Webster, Blackwood trata un asunto afín; de nuevo, con el lenguaje cauterizador con el que caracterizó a «Piggy». Aquí se zambulle como escritora en el material con el que como contadora de anécdotas, whisky en mano, tenía fama de cautivar a sus amigos.
Blackwood, al igual que Robert Lowell, pertenecía a una tradición de atribulados aristócratas artistas por cuyas venas corría sangre de virreyes imperiales, rectores de Harvard, obispos anglicanos, estetas encubiertos e hijas vengativas excluidas por la primogenitura. Material inflamable de rancio abolengo, privilegiado con casas enormes y oscuras, herencias sin trabas y tierras sin límites, estos descendientes, antes de extinguirse con un disonante canto de liberación, pueden marcar el lento paso de la historia: el arte supera el despliegue de sus adicciones y locuras. Blackwood contaba entre sus antepasados con el dramaturgo de la Restauración Richard Brinsley Sheridan, al que la bebida y las deudas despojaron de su riqueza pero no de su lugar en el firmamento de los autores dramáticos ingleses.
La bebida aún estaba muy lejos cuando Blackwood, que ya había tenido cuatro hijas, había sido una hermosa joven en Hollywood, Nueva York y Londres y tenía una breve carrera como periodista en varias revistas, empezó a convertirse en una escritora digna de mención. A una mujer como ella le habría sido muy difícil lograr cierta seriedad de no haber sido por la prematura pérdida de su padre y por una madre como Maureen, marquesa de Dufferin y Ava, en su juventud una de las herederas de la «dorada fortuna» Guinness. A la marquesa, que desatendía a sus hijos y los miraba con ojos críticos, no le habían gustado los matrimonios de su hija con Freud y con el compositor Israel Citkowitz, pero cuando Caroline se casó con Lowell hurgó en la genealogía de los Guinness y encontró el apellido Lowell: «Pregúntale por favor, Cal –escribió a su hija–, si ya éramos parientes de antes».
Blackwood y Lowell llevaban años viéndose en los círculos literarios de Nueva York, pero el coup de foudre entre el poeta norteamericano, casado y en la cima de su fama, y la aristócrata angloirlandesa, también casada, tuvo lugar en Londres, donde se casaron, al cabo de dieciocho meses en los que no faltaron un agitado cortejo, el nacimiento de su hijo y divorcios tristes y apresurados. Si Lowell, limitado por su enfermedad maniacodepresiva, se sintió renacer como poeta al enamorarse de Blackwood, a ella la alianza la transformó de escritora esporádica en escritora entregada. Es dulce imaginarlos instalados en su casa de la campiña inglesa, Lowell componiendo The Dolphin con Caroline como musa, y Caroline escribiendo en el otro extremo de la habitación mientras, de cuando en cuando, su embelesado marido echa un vistazo disimuladamente a sus escritos. Más adelante Lowell habría de describir la escena:
Todo el invierno
y durante el verano de Kent, fugaz y fresco,
frunciendo el ceño obstinadamente
para fijar tus ojos hipnóticos, hipermétropes,
sobre el cuaderno de examen azul claro de un niño,
dos docenas […] alfombrando un acre de suelo,
mientras un solo párrafo escrito con tu letra grande,
curva, legible, agotaba un cuaderno entero…
[De «Runaway», en Day by Day]
La obra que estaba agotando cuadernos azules era La anciana señora Webster, una novela gótica compacta y caracterizada por su virtuosismo cuya joven narradora intenta desentrañar la maldición de su herencia femenina como medio para encontrar a su padre, muerto en combate en la campaña de Birmania cuando ella tenía nueve años. La bisabuela escocesa del título, como la propia bisabuela paterna de la autora, es madre de una hija con graves trastornos mentales (basada en la abuela de la autora), que en un brote psicótico intenta asesinar a su nieto, el hermano de la narradora, el día de su bautizo. La anciana señora Webster tiene poco más de ciento veinte páginas, pero el mundo literario londinense la recibió como si una voz importante hubiera alcanzado la mayoría de edad. Finalista del premio Booker, perdió frente a Staying On, de Paul Scott; el voto decisivo lo pronunció Philip Larkin, quien, se dice, insistió en que un relato tan autobiográfico no podía presentarse como ficción.
Hoy parece extraño que la cuestión de la verosimilitud pudiese impedir que un libro ganase un premio, pero las fuerzas de la innovación literaria avanzan despacio. Blackwood, tal vez con actitud defensiva, observó en cierta ocasión que La anciana señora Webster «probablemente era demasiado verídica», pero veinticinco años después su veracidad se puede comparar con la precisión del verdadero norte. El libro es la depurada obra de una imaginación literaria que no anticipa tanto la autobiografía norteamericana contemporánea, donde a menudo lo que capta el interés del lector es simplemente el striptease de las disfunciones, como las novelas cortas e intensas de nuestra época que a partir de personas y lugares reales crean narraciones tan verdaderas para quienes las cuentan que a los demás solo les pueden parecer obras de ficción.
Al igual que las jóvenes narradoras de Marguerite Duras y Jamaica Kincaid, la narradora de La anciana señora Webster se manifiesta en la sensualidad con que recrea su poderosa sensibilidad para los escenarios y en su negativa a sacrificar la máxima precisión a la compasión por los personajes. Mientras que Duras y Kincaid evocan los trópicos colonizados, Blackwood remite al ámbito del colonizador. Su narradora es una Jane Eyre de nuestro tiempo que no teme manejar los excesos góticos de su material: un linaje de mujeres, cuyas locuras encajan dentro de la locura de sus respectivas predecesoras como un juego de muñecas.
Es como si la escritora Caroline Blackwood hubiese ideado para su narradora no identificada, que suponemos es una versión de sí misma, un camino que la conduce, acosada por gorgonas y furias, hasta el interior de un laberinto. ¿Acabará paralizada por un mezquino estoicismo como el de su bisabuela, una mujer siempre vestida de negro que (literalmente) pasó sus días sentada en una silla de respaldo muy recto mirando «silenciosamente al frente con los ojos llenos de bolsas, desolados y amarillentos», aventurándose únicamente a salir para dar un paseo por la orilla del mar en un Rolls-Royce de alquiler conducido por un chófer, con una criada tuerta y osteoporósica por toda compañía? ¿O la seducirán las sensuales zalamerías de la hermana de su padre, su tía Lavinia, que planea un suicidio tan estridente y vistoso como monocromática es la vejez de la bisabuela? Y, lo que es más alarmante, ¿heredará la locura cinética de su encantadora y siniestra abuela, que se refugia en delirios que oscilan entre lo fantástico y lo criminal, perdida en un laberinto de terror y rabia?
El laberinto se vuelve físico en Dunmartin Hall, residencia familiar del padre de la narradora, cuyo modelo fue Clandeboye, donde vivió Caroline de niña. Intensa observación en primer plano, insistencia en informar sin halagar y una capacidad prodigiosa para transmitir una sensación de auténtico frío forman parte de la descripción que hace Blackwood de la casa en la que, como recuerda un personaje, «siempre parecía haber un murciélago atrapado en su dormitorio», y donde hacía tanto frío que «muchas veces le había resultado más fácil dormir completamente vestido encima de las tablas del suelo y debajo de un par de alfombras polvorientas que en su cama sin ventilar». En estas descripciones, Blackwood es como una producción Merchant Ivory de pesadilla, arremetiendo contra lo que en una de estas películas tendría música de gavota: una inmensa casa solariega de piedra, con las alas derruidas y reconstruidas al paso de los altibajos seculares de la fortuna; las goteras que obligan al séquito de criados resentidos a calzar botas de lluvia para servir la mesa; los faisanes recalentados a diario en manteca rancia; la mugre, las sábanas empapadas, la loca que grita en el campanario, el señor en bancarrota que no piensa más que en su pobre y querida esposa. Dunmartin Hall, correlato objetivo de los terrores personales heredados que se agitan bajo las bonitas superficies de la riqueza hereditaria, la cultura terrateniente y el imperio, continúa siendo una amenaza mucho después de que termine uno de leer.
Mientras Blackwood escribía La anciana señora Webster, su relación con Lowell se vino abajo. La vertiginosa miseria que atribuye a Dunmartin Hall debió de inspirarse en la impotencia que sintió durante el caos de los últimos meses, y su retrato de la locura de la abuela sugiere una fuente más próxima que los infiernos del mito familiar. Blackwood bebía sin cesar, y Lowell bebía con ella; las alucinaciones maniacas de Lowell exacerbaban la ansiedad y el temor