Novela negra con argentinos
Por Luisa Valenzuela
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Novela negra con argentinos ensambla los elementos que generan una ficción y los modos diversos −históricos, sexuales, biográficos− que la lectura incorpora mientras los acontecimientos están ocurriendo.
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Novela negra con argentinos - Luisa Valenzuela
A Bolek Greczynski
I
1
El hombre —unos 35 años, barba oscura— sale de un departamento, cierra con toda suavidad la puerta y se asegura de que no pueda ser abierta desde fuera. La puerta es de roble con triple cerradura, el picaporte no cede. Sobre la mirilla de bronce puede leerse 10 H.
La acción transcurre un sábado de madrugada en el Upper West Side, New York, NY.
No hay espectadores a la vista.
El hombre, Agustín Palant, es argentino, escritor, y acaba de matar a una mujer. En la llamada realidad, no en el escurridizo y ambiguo terreno de la ficción.
Dentro del departamento queda una mujer muerta, asesinada por él porque sí, en un gesto impensado que completa quizá el melancólico gesto de esa tarde de otoño cuando entró en una armería para comprar un revólver. Calibre .22, apenas.
Un motivo tenía, sin embargo, para dirigir sus pasos hasta Little Italy y comprar el revólver. Ninguno para acercarlo a la sien de la mujer y disparar.
Estas nociones, percepciones, se le van dibujando mientras baja por las escaleras con sigilo. Sabe que no puede hacer subir el ascensor hasta el piso del delito, sabe o intuye que no debe dejar rastros. Sabe también que existe el peligro de cruzarse con alguien: tendría que darse unos minutos para recomponer la mirada. Una mirada de terror imposible de aplacar. Con nadie se cruza a las tres am de esa noche lluviosa, con nadie por las escaleras de ese edificio de gente formal, formal como la del 10 H o al menos así lo cree un asesino que con infinito sigilo baja por las escaleras.
Esta frase sí se la formula con todas las palabras: un asesino que con infinito sigilo.
No es él, asesino.
No puede ser él. Podría tratarse de un personaje cualquiera de novela barata, o un actor de pacotilla totalmente ajeno a él. Siente un espasmo a punto de resolverse en vómito. Se dobla en dos, ve desplegarse la escalera a sus pies, cree que rodará hasta el corazón mismo de la tierra, hasta el fondo de las más remotas cloacas subterráneas; logra contener el vómito y enderezarse. Llega a los tumbos hasta el piso siguiente. No le queda más remedio que tomar el ascensor a riesgo de ser visto. Peor sería dejar su marca de vómito, más tarde podrían descubrirlo por el contenido de su estómago, las huellas de su bilis, sus jugos gástricos, todas las repugnantes intimidades de su cuerpo señalándolo como dedo acusador. Los dedos. Aquellos que cierta vez aparecieron en el basural a la vuelta del cuartel. En otro país, otro tiempo, otra vida, otra historia; no permitirle el paso a esos recuerdos.
Ya en el ascensor puede alisarse la tupida barba, recomponer su aspecto. Puede ajustarse la corbata, esa defensa del porteño contra el desajuste de una ciudad demasiado desconcertante, esa posibilidad de ahorcarse un poquito cumpliendo a diario la condena.
Al abrirse las puertas automáticas se obliga a poner un pie delante del otro para salir del pequeño ascensor y enfrentar a algún probable cancerbero. Avanza con paso más o menos seguro para no llamar la atención en horas en las que todos deberían estar durmiendo, con un sueño no tan profundo como la del 10 H, no, naturalmente no tanto como ella allá arriba en la despiadada noche, abandonada a su suerte.
Agustín Palant. Al salir del edificio se sintió casi a salvo, pero ni tiempo de respirar a fondo tuvo. Una voz le gritó encima.
—Hey, man! ¿Por qué me atropella? ¿Nada más porque soy negro me atropella?
—Yo no, no señor. Solo quiero respirar el aire frío.
—Yo también tengo derecho a respirar, hijo de puta. Usted me quita el aire. Me atropella.
El borracho siguió por West End Avenue gritando obscenidades, y Agustín Palant sintió que las piernas ya no le respondían. Tuvo que apoyarse contra la pared y pensó que mejor sería entregarse, nomás. Irse entregando poco a poco, miembro a miembro, empezando por las piernas que se negaban a seguir siendo cómplices de ese cuerpo que con tan pasmosa inesperada facilidad había suprimido a otro cuerpo.
Un bello cuerpo de mujer, el otro. Una joven actriz actuando ahora su papel de muerta, tirada sobre la alfombra de su propio dormitorio, con un agujero en la sien, quizá ya desangrada. Seguro. Él no había podido bajar los ojos para mirarla. Solo oyó el estampido tan inesperado de ese tiro que todavía le retumbaba en la cabeza. A él. Una explosión más en la ciudad explosiva, un tiro casi a quemarropa porque no se le puede pedir a un .22 que mate de lejos. ¿Pedirle que mate? ¿Y por qué? Sobre todo a esa mujer que no le había hecho nada malo, más bien parecía dispuesta a hacerle todo el bien del mundo
Había matado a una desconocida porque sí, sin el menor motivo. Algo inconcebible. Si hasta daban unas ganas locas de reírse, y estuvo a punto de hacerlo y sin querer se rió nomás. La risa le fue manando sin control, una carcajada interminable, finita en un principio, creciendo en llamaradas como un fuego que se expande por el bosque y devora los árboles de un chasquido y lo va calcinando todo. Carcajadas de carbón que lo tiznaban también a él, debilitándolo, las piernas convertidas en trapos, cediendo bajo el peso del cuerpo, y el frío de la noche lacerándole los pulmones al aspirar una nueva bocanada de aire que le permitía seguir riendo como loco.
La desesperación le hizo soltar las lágrimas. La desesperación y la risa y el dolor que sentía por esa pobre mujer a quien acababa de matar, y sentía también por sí mismo, pues con esa muerte gratuita moría a su vez un poco. O moriría del todo. En la silla eléctrica.
Acuclillado estaba contra una pared, entregado. De golpe avistó en la vereda de enfrente a un policía que lo mirabasin benevolencia. Acabarían llevándolo preso por vagancia, qué infame manera de desencadenar el desastre. Decidió que así no. Decidió que en lo posible se protegería, aunque fuera ya demasiado tarde. Las piernas, que le respondan, carajo. Obligarlas a tensarse, a ponerlo de pie. Empezar entonces a dar unos pasos, penosos, tambaleantes, como si fueran los primeros. Resistir sobre todo la tentación de treparse a un taxi; alejarse de allí sin aspavientos, sin dejar huellas ni testigos, en lo posible.
Necesitaría desaparecer en el anonimato de las multitudes, limitadas a esas horas a dos o tres trasnochadores y a ese agente que mantenía fija en él la mirada. Caminar entonces hasta la estación del subte sin darse vuelta, sintiendo en la nuca la punzante mirada policial, como en las peores novelas del género, sintiéndose metido en una de esas novelas que bien le hubiera gustado escribir pero no de esa manera, no con el cuerpo, como diría Roberta. Obligarse a llegar a la entrada del subte un poco rígido, prometiéndose un taxi más allá, cuando no hubiera necesidad de despistar y cuando se sintiera más seguro, porque estaba ingresando en la línea 1 que no era su línea, indescifrable enigma de la red de subterráneos neoyorquinos en la cual no quería verse atrapado.
Puta madre, se dijo Agustín Palant, venir a refugiarse en esta ciudad para finalmente serle tan fiel a las locales lecturas baratas y tan pero tan infiel a lo único que podía importarle: la escritura.
No iba a poder volver a escribir nunca más, al menos no hasta que entendiera por qué había apretado el gatillo contra una cabeza. Contra una cierta cabeza. Ella era o fue o había sido actriz y se llamó Edwina. El nombre lo recordaba bien, lo había repetido muchas veces en horas anteriores: en el teatro, durante el viaje a casa de ella, hasta en el departamento y quizá en el instante mismo de sacar el revólver. Edwina, pronunciado así, suavemente arrastrado, como lo habían pronunciado todos aquellos que como él se acercaron a felicitarla después de la función. A felicitarla y a tomar la sopa que ella había estado preparando a lo largo de la obra, pero esa es otra historia aunque en realidad la sopa fue la culpable de lo que ocurrió después porque marcó la pausa dándole a ellos dos tiempo suficiente para conversar. Él a ella debió haberle parecido interesante con su negra tupida barba y su aire un poco envarado, inteligente. Se habían puesto de acuerdo en tomar unos tragos una de estas noches. Y Agustín al dejar el galpón transformado en teatro, sin detenerse a pensar en Roberta, que estaría esperando su llamado y también su persona, había elegido esta noche, esta misma nefasta, aciaga noche.
2
En su rincón del Village como quien está preparándose en el otro rincón del ring, de pie sobre la lona, Roberta baila sus pensamientos con una copa de slivowitz en la mano. El combate parecería ser contra todas las costras interiores que suelen oponerse al noble fluir del material secreto, si no fuera que esporádicos ramalazos de Agustín —el nombre de Agustín, la espera de un abrazo, de una palabra— se le interponen en la lucha y la detienen por instantes que son relámpagos apenas, más bien una forma del extrañar que viene de muchísimo más lejos y puede por el momento convertirse en sombra. En esa noche su sensación primordial es que galopa, y que galopa energía. Lo que más le gusta. Escribiría la palabra energía con mayúscula si estuviera escribiendo, pero está bailando aunque en realidad está escribiendo en una forma mucho más física: con el cuerpo. Es una escritura sin marca para un solo lector(a), ella misma. Así es como más se quiere. Ni muy astuta ni muy sutil o siquiera elegante —y son estas instancias que a veces la visitan—. Solo puede quererse de verdad cuando cabalga su propia energía como si fuera un potro. O mejor una escoba. La muy bruja, se dice.
La preocupación por el bendito Agustín le vuelve de a ratos pero es una preocupación exorcizable, hoy. Con gusto lo agarraría de sus abundantes pelos y le reclamaría Quereme, carajo. Con gusto esperaría de él alguna reacción violenta, un estrujante abrazo o un rechazo, algo que la ubicara a ella con respecto a él, y no ese ambiguo escurrirse de Agustín, como un no querer queriendo o a la inversa.
Esta noche necesita alejarse de Agustín, del recuerdo de él, de las ganas de él o mejor dicho de las ganas de que él sea distinto y responda plenamente a las de ella. Esta noche Roberta está decidida a reanudar la escritura de su nueva novela. Porque fue conocerlo a Agustín unos meses atrás y perder el hilo de la historia, y ahora que por fin va logrando retomarlo los personajes ya no lucen la docilidad de antes. Se le han sublevado y no quieren saber nada con el plan establecido; hacen de las suyas, se le salen de cauce. Mejor así. Roberta autora está penosamente volviendo a ser ella. En esa novela se había propuesto ser otra, metódica y estructurada, y no por influencia de Agustín Palant, como podría suponerse, sino como premonición de Agustín, que habría de meterse en su vida para desbaratarle el argumento.
Se conocieron en uno de esos congresos de escritores a los que New York es adicta. Escritores latinoamericanos, para colmo. Agustín Palant acababa de llegar con una beca importante y a Roberta le gustó su pinta. Mirada va, mirada viene, se reconocieron a distancia. Colegas, compatriotas, esas afinidades del alma sumadas a algunas otras atracciones menos confesables. Durante la celebración de clausura del congreso él se le acercó, copa en mano.
—Roberta Aguilar, ¿es un seudónimo? Leí algunas cosas tuyas.
—Yo también. No digo cosas mías, cosas tuyas. Alguna de esas llamadas novelas. Me interesaron mucho. Tenés una verdadera devoción por el detalle, pero una devoción algo siniestra, más inquietante que proustiana. Disculpame. Comentarios así no se hacen en un ágape gringo.
—De todos modos ahora tengo intención de escribir algo distinto. Quiero meter más barro, más sangre, qué sé yo. Suena grandilocuente o cursi. Disculpame vos, ahora.
—En el fondo de nuestra almita siempre seremos unos porteños timoratos, pidiendo perdón por la poca sinceridad a la que nos animamos.
—Y cómo. Frente al terror de estos rascacielos llenos de ojos que nos miran y en la noche de neones, porteños somos, pero no por eso dejaré de decirte que leí tus cuentos con placer aunque por momentos me parecieron demasiado impulsivos, un salto al vacío.
—Usted en cambio nos ha salido bien racional cuando empluma la puña. Cuando empuña la pluma, quiero decir.
—No. Quisiste decir lo otro y lo dijiste, nomás. Valiente. Te conozco por tu literatura y me gusta, siento que somos complementarios.
—No me asustés, parece de manual, ¿no? La chica impulsiva y el muchacho razonador, ponderado.
—No tanto. En lo poco que leí tuyo creí detectar un extraño razonamiento que sostiene el impulso. Por mi parte, ando buscando la ilógica en la lógica.
—Se hace lo que se puede.
—Y algunas otras cositas, de yapa.
—Si usté lo dice.
Del dicho al lecho había habido relativamente poco trecho. Roberta llevaba cinco años viviendo en New York cuando se conocieron. Agustín pensaba pasar el año de su beca merodeando por allí y alrededores, dispuesto a escribir una novela y gastar sus denarios. Y la novela no le salía, según le confesó a Roberta cuando los encuentros se habían hecho más íntimos. La novela no le salía y en ciertas oportunidades, como aquella, tampoco le salía demasiado bien la intimidad. Quizá ambas iban vagamente de la mano, pensó entonces Roberta sin animarse a decirlo.
—No te preocupés —lo aplacó en cambio—. No te preocupés por la novela, escribí con el cuerpo. Es lo único que puede tener cierto viso de verdad.
—No sé qué me querés decir con eso.
—Bueno. Yo tampoco sé pero lo siento; escribí con el cuerpo, te digo. El secreto es res, non verba. Es decir restaurar, restablecer, revolcarse. Ya ves, las palabritas la llevan a una de la nariz. Te arrastran, casi. Arrastrada, me diría algún bienpensante de esos que sobran en nuestra patria. Y sí. Somos todos putas del lenguaje: trabajamos para él, le damos de comer, nos humillamos por su culpa y nos vanagloriamos de él y después de todo ¿qué? Nos pide más. Siempre nos va a pedir más, y más hondo. Como en nuestros memorables transportes urbanos, un pasito más atrás
, lo que quiere decir un pasito más adentro, más adentro en esa profundidad insondable desde donde cada vez nos cuesta más salir a flote y volver a sumergirnos. Ca-ra-jo. Por eso te digo con el cuerpo, porque ese meterse hasta el fondo sin fondo no lo puede hacer la cabecita sola. Con perdón de toda analogía, metáfora o asociación o alegoría que tu mente calenturienta esté pergeñando en este instante. O sin perdón alguno, que de eso se trata, al fin y al cabo.
Siempre muy sabia, Roberta, sí, para movilizar al otro. Muy sabia de la boca para afuera, y después sumida en esa ansiedad que solo se disipa a ritmo de galope, solo entonces sintiéndose dueña de sí, en brazos del otro o de lo que ella llama la energía, que en sus mejores momentos la arrastra a la escritura y en los peores —ahora— la lleva a preguntarse dónde estará Agustín y por qué no aparece.
3
Con sobrecogedor esfuerzo Agustín Palant había logrado por fin su propósito: meterse bajo tierra. Es decir bajar las escaleras hacia el tren subterráneo, comprar la ficha, franquear el molinete, mantenerse de pie, erguido, y tratar de respirar con regularidad casi humana, ya no como animal acosado. Solo faltaba lo otro, la llegada del tren que lo sacaría de esa zona de horror como si además fuera posible sacarlo de sí mismo.
A tan avanzada hora de la noche la espera podía hacerse interminable. Lo sabía. Sabía del espaciamiento de los trenes por la noche, del delirio y el vacío de la noche tan llena de amenazas a las que ahora se sumaba otra mucho más angustiante, la pérdida del propio reconocimiento, atrapado para siempre en la trampa de una muerte. Una muerta. Edwina. Edwina ¿qué?, como hubiera preguntado su madre en tiempos tan remotos. No des nombres sin su correspondiente apellido, doble en lo posible, no des solo el nombre, es guarango, grosero; nombres, alias, apellidos, apodos, ¿a quién corresponde el apodo, el alias? ¿Cómo se llamaba, cómo se llamaba? Chilló o pudo haber chillado o chillará el interrogador si alguna vez Agustín Palant fue o será interrogado.
Edwina ¿qué? Un apellido común, cualquiera, Brown, Jones, Smith. Automáticamente Agustín metió la mano en el bolsillo del impermeable, sacó la página fotocopiada que era el programa del teatro y leyó Edwina Irving. Sí. Al instante se dio cuenta de lo que tenía en la mano e hizo un bollo con el papel y lo tiró a lo lejos, como quien se sacude de encima una alimaña. El corazón le dio un tumbo. Miró aterrado en derredor y notó que nadie le prestaba atención, nadie sospechaba. Había solo tres personas en el andén, cada cual concentrado en lo suyo. Un borracho semidormido sobre su propio meo y una pareja besándose. Dos tipos de idéntico bigotazo besándose como si fuera lo último que les quedaba por hacer en este mundo. Agustín caminó entonces con las caderas trabadas hasta el arrugado papel que había sido el programa, lo recogió con la intención de prenderle fuego; a tiempo se contuvo comprendiendo que no debía llamar la atención por más ensimismados que estuvieran los otros; estrujó bien el papel que había sido el programa y después abrió el puño y con la otra mano lo fue desmigajando minuciosamente, como una forma distraída de pasar ese tiempo sin tiempo de la espera que le abría un espacio para llegarse muy lentamente hasta el enorme contenedor de basura y esparcir los confeti entre latas abolladas y papeles engrasados y diarios roídos y vasos de cartón y vómitos y demás ascos del desperdicio humano en la ciudad absolutamente visceral,