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Garoé
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Libro electrónico271 páginas4 horas

Garoé

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El general Gonzalo Baeza recibe de manos de monseñor Alejandro Cazorla el cargo de gobernador de la isla de El Hierro para acabar con la esclavitud y restablecer la justicia en las islas Canarias. Inexplicablemente rechaza un ofrecimiento que anhelaba, porque regresar a la isla significaría retornar a un lugar y a un pasado que lleva años intentando olvidar. Siendo un joven teniente perdió a varios de sus hombres durante una oscura misión de exploración en la isla, en la que también encontraría el amor y un secreto largamente guardado por los isleños: una sustancia increíblemente valiosa por la que muchos hombres perderán la cabeza.
IdiomaEspañol
EditorialKolima Books
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9788419495051
Autor

Alberto Vázquez-Figueroa

Alberto Vázquez-Figueroa nació en 1936, el año en que empezó la guerra civil española. El principio de su vida está marcado por esa circunstancia histórica, pues su padre, sus tíos y su abuelo fueron encarcelados o deportados. A esta tragedia se une otra personal: en 1949 fallece su madre, y él, con trece años, es enviado con sus tíos al Sáhara, donde pasará el resto de su infancia y adolescencia.  La vida en el desierto, sus habitantes y su dureza le marcan en todos los sentidos. En 1954 vuelve a Santa Cruz de Tenerife, donde completa el bachillerato y decide estudiar periodismo en Madrid. Paralelamente a sus estudios logra una plaza como profesor de submarinismo en el buque-escuela Cruz del Sur, lo que le ocupará durante dos temporadas: 1957-1958. En enero de 1958 dirige el equipo de buceadores que rescata los cadáveres del fondo del lago de Sanabria, adonde han sido arrastrados por la rotura de una presa.  Al acabar la carrera viaja a África Central, de donde vuelve con grandes reportajes que publica en el prestigioso semanario Destino. Tras varios años como corresponsal viajero de la citada revista, empieza a trabajar como enviado especial para La Vanguardia y para Televisión Española, cubriendo los conflictos bélicos más importantes de la época. Poco a poco consigue compaginar sus grandes pasiones y hacer de ellas su modo de vida: la literatura, la aventura, los viajes... Al principio publica libros sobre los lugares lejanos y en cierto modo exóticos que conoce como periodista (África encadenada, La ruta de Orellana, Galápagos...), pero pasando los años empezará a publicar también novelas (Manaos, Tierra virgen, Quién mató al embajador...).  El éxito le llega con Ébano y, sobre todo, con Tuareg. Muchas de sus novelas son adaptadas al cine, industria con la que empieza una larga relación, ya que ha sido director, guionista y productor.  Entre sus obras más destacadas también pueden citarse, Sicario, El perro, El señor de las tinieblas, Coltán y las sagas Océano y Cienfuegos.  En 2010 se alzó con el prestigioso Premio Alfonso X el Sabio con su novela Garoé, de enorme éxito. Con Ediciones Martínez Roca ha publicado, también, El mar en llamas y La bella bestia.

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    Garoé - Alberto Vázquez-Figueroa

    1

    El general Gonzalo Baeza, nacido casi por casualidad en Antequera, aún conservaba gran parte de la prestancia de su no lejana juventud, y pese a que sus ojos acusaban una lógica fatiga, los esforzaba a diario leyendo durante largas horas a la sombra de un delicado cenador blanco y verde, en un punto de su bien cuidado jardín desde el que distinguía a su derecha el océano y al fondo la inmensa mole del Teide.

    Ptolomeo fue el último rey de «Mauritania», que durante los primeros años de la era cristiana era el nombre con que se denominaba a Marruecos y el oeste de Argelia. Su población estaba constituida por pastores seminómadas de etnia bereber, conocidos por los romanos como mauris, palabra de la que proviene el término «moro».

    Ptolomeo tenía ascendencia bereber, griega y romana, puesto que era hijo del rey Juba II y de la reina Cleopatra Selene. A su vez, Juba II era hijo de Juba I, el rey bereber que luchó del lado de Pompeyo contra Julio César en la Guerra Civil.

    Cleopatra Selene era la única hija de Cleopatra –la última reina de la dinastía grecomacedonia que había ocupado el trono de Egipto tras la muerte de Alejandro Magno– y del general romano Marco Antonio.

    A través de Marco Antonio, Ptolomeo era, por lo tanto, pariente lejano de Julio César.

    También era primo del emperador Claudio y primo segundo de los emperadores Nerón y Calígula.

    Recibió educación romana, y en el año 19 su padre le asoció al trono, quedando como único soberano cuando este murió. Ayudó al gobernador de la provincia romana poniendo fin a una larga guerra con las tribus locales dirigidas por los númidas que asolaba África en contra de Roma.

    Reconociendo su leal conducta, el senado le otorgó un cetro de marfil y una túnica triunfal mientras en una imponente ceremonia le saludaban como rey, aliado y amigo. Ya por aquel entonces había tomado por esposa a Julia Urania, perteneciente a la familia real de Siria.

    En el año 40 Calígula invitó a Ptolomeo a Roma y, según Suetonio, cuando este acudió al anfiteatro a presenciar un espectáculo de gladiadores, vestía una capa de seda natural de color púrpura tan deslumbrante que atrajo la admiración del público y provocó la envidia del emperador.

    Era cosa sabida que una prenda de tal magnificencia tan solo podía conseguirse a base de sumergir durante largo tiempo la mejor seda del lejano oriente en un costosísimo tinte que únicamente se encontraba en las «islas Purpúreas», un remoto archipiélago del océano Atlántico al que muy pocos navegantes habían conseguido arribar a lo largo de la historia.

    Suetonio asegura que el hecho de que Ptolomeo luciese algo tan excepcionalmente valioso venía a significar que su poder llegaba más allá que el de Roma, es decir, a los dos extremos del universo conocido, por lo que el tiránico y egocéntrico Calígula ordenó su asesinato, se apoderó de la valiosísima capa y se anexionó Mauritania.

    Con ello se puso fin a la estirpe de los Ptolomeos, pues fue el último monarca en gobernar con dicho nombre y el último rey de su linaje.

    El general Baeza continuó inmerso en las páginas del grueso volumen encuadernado en piel negra que descansaba sobre sus rodillas hasta el momento en que advirtió que alguien se aproximaba desde la puerta posterior de la casa, y al alzar el rostro su expresión no pudo por menos que demostrar sorpresa al advertir que quien interrumpía sus estudios sobre la antigua Roma no era otro que monseñor Alejandro Cazorla, quien avanzaba a grandes zancadas sonriendo al tiempo que alargaba los brazos con innegable afecto.

    –¡Mi querido Alejandro! –no pudo por menos que exclamar poniéndose en pie de un salto–. ¡Qué grata sorpresa!

    –¡Mi querido Gonzalo! –le contestó el otro en idéntico tono–. ¡Qué alegría encontrarte donde siempre y con tan magnífico aspecto! –fue la inmediata respuesta–. ¿Cuánto hace que no nos veíamos?

    –Casi cuatro años, si mal no recuerdo –reconoció el dueño de tan acogedor jardín–. ¿Qué le trae a esta lejana isla al aragonés más testarudo e influyente del reino?

    El otro alzó el dedo índice en lo que pretendía ser una necesaria aclaración:

    –En todo caso sería el segundo aragonés más testarudo e influyente del reino: el primer lugar está ocupado y espero que sea por mucho tiempo.

    –En ello confiamos, pero insisto, ¿qué te trae por la isla?

    –Negocios de estado; y buenas noticias, que personalmente me alegra transmitir de cuando en cuando en tan difíciles tiempos. ¿Puedo?

    Lo había dicho señalando la butaca que se encontraba al otro lado de la mesita en la que Gonzalo depositara el libro, por lo que este asintió de inmediato.

    –¡Naturalmente! ¿Te apetece tomar algo?

    –Con tu permiso le he pedido a Fayna que nos traiga una limonada fresca… –le hizo notar el recién llegado al tiempo que le alargaba el documento lacrado que traía en la mano–. Estas son mis buenas noticias.

    Aquel a quien, según constaba escrito con delicada caligrafía, iba destinado rompió el sello real, leyó el pomposo y rimbombante texto de nombramiento oficial con un notorio arqueamiento de cejas, y de inmediato su rostro reflejó sorpresa y un visible ademán de instintivo rechazo.

    Su acompañante le observó en cierto modo desconcertado ante tan evidente reacción, y más aún se desconcertó en el momento en que el otro le devolvió el documento suplicando:

    –Te ruego que transmitas a su majestad mi más profundo agradecimiento por el honor que me otorga, pero no puedo aceptarlo.

    –¿Y eso?

    –Significaría retornar a un lugar y a un pasado que llevo toda una vida intentando olvidar con muy escaso éxito. –Gonzalo Baeza agitó de un lado a otro la cabeza con indiscutible firmeza al insistir–: ¡No! ¡Por nada del mundo volvería allí…! Vencida la primera sorpresa, monseñor Alejandro Cazorla se tomó un corto espacio de tiempo tratando de asimilar lo que acababa de escuchar, y por último, alargando la mano con el fin de colocarla con innegable afecto sobre la rodilla de su interlocutor, musitó como si temiera que alguien más pudiera oírle:

    –Te suplico que recapacites, querido amigo; si rechazas ese nombramiento, caerás en desgracia ante su majestad, lo que aprovecharían quienes te aborrecen, que te consta que abundan en exceso.

    –Nunca me han asustado mis enemigos, y no creo que haya llegado el momento de empezar a acobardarme –fue la firme y seca respuesta.

    –Una cosa es que no te asusten, y otra muy diferente, que los refuerces… –le hizo notar con muy acertado razonamiento el religioso–. Si la Corona ve con buenos ojos tus esfuerzos a favor de los derechos de los nativos y te premia ofreciéndote un puesto desde el que puedes evitar la esclavitud encubierta, renunciar a él significa tanto como renunciar a todo aquello en lo que crees y por lo que luchas.

    Se interrumpió al advertir que había hecho su aparición la servicial y dicharachera Fayna, que portaba una bandeja con frutos secos, dos vasos y una gran jarra de limonada que dejó sobre la mesa.

    –Almendras, nueces, higos y limones de nuestro propio huerto, monseñor. Y el hielo me lo han traído directamente del Teide. ¿Os apetece un caldito de pescado con gofio y cabrito asado para almorzar?

    –¡Naturalmente! –fue la espontánea y entusiasta aceptación del demandado–. Si todas las tentaciones fueran como las tuyas, el infierno rebosaría. –Observó a Gonzalo como si le costara aceptar lo que veía–. No se cómo te las arreglas para no haberte puesto hecho un cerdo con semejante cocinera.

    –Recibiendo pocas visitas que le den la oportunidad de cebarme. –El dueño de la casa dedicó una afectuosa sonrisa a su ama de llaves al pedirle–: Airea la habitación de invitados; monseñor se quedará a dormir.

    –Ya estoy en ello…Y para cenar estoy preparando un conejo en salmorejo de los que se mea la burra.

    Se alejó sin esperar respuesta y haciendo un despectivo gesto con la mano en el momento en que su patrón le reñía con inusual severidad:

    –¡Ese lenguaje!

    –¡Quién fue a hablar!

    –Lenguaje aparte, se ve que te quiere y te cuida como a un hijo –comentó monseñor–. ¿Es cierto lo que cuentan de que la rescataste cuando iba a ser vendida?

    –No me gusta hablar de esas cosas.

    –Son muchas las cosas de las que no te gusta hablar, pero te advierto que no he hecho un viaje tan largo ni me he mareado como una cabra con el fin de obtener únicamente silencios por respuesta –remarcó ahora en un tono mucho más severo el religioso–. La Corona tiene intención de acabar con los abusos restableciendo la justicia en el archipiélago, y si aquellos que pueden conseguirlo se niegan a hacerlo, continuará habiendo siervos, esclavos y niños a los que arrancan de los brazos de sus madres en cuanto dejan de amamantarlos.

    El general pareció aceptar los sensatos razonamientos de un hombre al que siempre había admirado y en el que confiaba ciegamente; permaneció un largo rato observando la nevada cima del gigantesco volcán que refulgía ahora como un espejo, y tras lanzar un sonoro suspiro puntualizó:

    –Lucharé y con todas mis fuerzas en defensa de los nativos desde cualquier puesto que se me ordene, pero, por favor, no desde El Hierro.

    –Tendrás que darme razones muy convincentes si pretendes que medie en tu favor –fue la seca respuesta que recibió en esta ocasión–. Me esforcé mucho a la hora de conseguirte ese nombramiento, por lo que quedaría en ridículo y perdería una autoridad y una credibilidad que me ha costado años asentar si me veo obligado a reconocer que me lancé a semejante empresa sin tu previo consentimiento.

    El antequerano Gonzalo Baeza no pudo por menos que aceptar el hecho evidente de que había colocado a su mentor y amigo en una difícil situación, estuvo a punto de negar una vez más, pero tras beber de su vaso de limonada y dejarlo a un lado señaló:

    –Te contaré lo ocurrido a condición de que lo consideres secreto de confesión y no hagas uso más que de aquello que yo considere oportuno.

    –Suena a chantaje, pero como te conozco y me consta que eres más cabezota que si también fueras aragonés, no me queda otro remedio que aceptar –masculló su malhumorado visitante–. ¿Qué ocurrió en El Hierro?

    –Hechos terribles.

    –Vivimos en una agitada época en la que «los hechos terribles» constituyen el pan nuestro de cada día, o sea, que «muy terribles» tienen que ser para que consigan impresionarme.

    –Sin duda lo son. Doy fe de ello.

    –Mal pinta entonces la cosa, ya que soy consciente de que has participado en crueles guerras y sangrientas batallas –susurró casi para sus adentros el religioso–. ¿De qué se trata?

    –¿Tengo tu promesa de no divulgarlos?

    –La tienes. ¡Y suéltalo ya, sea lo que sea, que me tienes en ascuas!

    Resultaba evidente que lo que iba a decir le costaba un enorme esfuerzo, pero, tras un breve silencio, el tan urgentemente apremiado señaló:

    –Ocurrió que, siendo un joven teniente lleno de entusiasmo, me nombraron segundo en el mando de un destacamento cuyo objetivo era instalar un enclave que garantizase la soberanía española sobre la isla, evitando de ese modo las reclamaciones de la Corona portuguesa y las continuas incursiones de los cazadores de esclavos. Nuestras órdenes eran convencer a los nativos de que no teníamos intención de esclavizarlos, así como contribuir a la tarea de evangelizarlos. Como sabes, El Hierro es una pequeña isla volcánica y agreste, sin refugios para las naves y de difícil acceso cuando el océano se agita, lo cual ocurre demasiado a menudo…

    * * *

    Las olas batían con violencia contra una playa de cayados y arenas negras en lo que constituía un grandioso espectáculo visual, puesto que muy a lo lejos se distinguían la isla de La Gomera y mas allá la de Tenerife, coronada por la mole del Teide visto desde el suroeste.

    Una pequeña carabela bailoteaba a media legua de la costa mientras dos inestables faluchos cargados con una docena de hombres cada uno avanzaban a golpe de remo y con manifiesta dificultad en su lucha contra el mar, el viento y las corrientes.

    En la proa de la primera y dirigiendo la peligrosa maniobra de desembarco se distinguía a un joven Gonzalo Baeza, y en la de la segunda al capitán Diego Castaños, un hombretón de gesto adusto, pobladas cejas y barba cerrada ya entrecana.

    Destacaban entre el resto de quienes se aproximaban el ascético y casi esquelético dominico fray Bernardino de Ansuaga, así como un joven de aspecto alocado que respondía al curioso nombre de Hacomar.

    Desde la cima del cerro más cercano un grupo de naturales de la isla observaba con gesto de preocupación cómo las embarcaciones luchaban contra el oleaje y cómo en determinados momentos parecían a punto de zozobrar hasta que al fin conseguían varar en la playa con la seguridad suficiente como para que sus ocupantes saltaran a tierra con el fin de desembarcar a toda prisa armas y abastecimientos a la vista de que el mar se agitaba cada vez más a ojos vistas.

    Apenas lo habían hecho las falúas, partieron de regreso a la nave, cuyos tripulantes se aplicaban a la tarea de hacer descender por medio de cabos y poleas un enorme caballo negro con el fin de depositarlo con sumo cuidado sobre el agua.

    Sin perder de vista la difícil labor que se estaba desarrollando mar afuera, el aún empapado capitán Castaños se apresuró a ordenar con un vozarrón que parecía salirle de las entrañas y no admitía réplica:

    –Molina, protege con cinco hombres el flanco norte, y tú, Navarro, con otros tantos el flanco sur; el resto, que vayan colocando la intendencia tras aquellas rocas, y el curita, que suelte ese fardo, que se puede desriñonar. ¡Y ojo con los salvajes de allá arriba!

    –No son salvajes, son nativos… –protestó el sacerdote al tiempo que dejaba el pesado fardo sobre la arena.

    –Para mí todo el que haya nacido al sur de Cádiz es un salvaje, padre –fue la agria respuesta–. No es hora de ponerse a discutir bobadas; quitaos de en medio.

    El dominico obedeció sin rechistar admitiendo que no era lugar ni momento de distraer a quien parecía tener ojos para cuanto ocurría a su alrededor, y que avanzando hasta la misma orilla del agua gritaba a voz en cuello:

    –¡Atentos a Atila! Como se haga daño, más de uno recibirá veinte latigazos…

    Lo decía porque nadando sujeto entre las dos barcas se aproximaba el enorme animal que luchaba bravamente contra las olas mientras varios hombres se habían introducido en el océano con el fin de tomarlo por las bridas, tranquilizarlo y conducirlo a tierra, donde de inmediato comenzó a sacudirse y a correr playa arriba y playa abajo con las crines al viento.

    –¡Nuestra mejor arma! –no pudo por menos que exclamar su orgulloso propietario dirigiéndose en esta ocasión a su segundo en el mando–. A esos salvajes les impresiona más que un regimiento de infantería porque por donde pasaba el caballo de Atila no volvía a crecer la hierba.

    –Pero si es el caballo el que se llama Atila, para que no volviera a crecer la hierba, quien tendría que pasar es el caballo de ese caballo… –le hizo notar con incuestionable lógica Gonzalo Baeza.

    Diego Castaños le observó desconcertado y podría asegurarse casi perplejo; movió en el aire los dedos como si intentara ordenar sus ideas y por último estalló furibundo:

    –No me vengas con bobadas, Baezita, y ocúpate de montar el campamento. No estoy para juegos de palabras. Y ese jodido intérprete, que deje de hacerse el loco y suba a decirles a esos salvajes que quiero hablar con su jefe.

    –¿Sin escolta? –inquirió inquieto el llamado Hacomar, que era a quien evidentemente se refería.

    –¡Lógico! Si son pacíficos, no tienes por qué preocuparte –fue la brutal respuesta–. Y si resultan hostiles, igual se cargarían a uno que a cuatro, o sea, que cuantas menos bajas, mejor.

    –¡Lindo consuelo! –se lamentó el otro con un marcado acento andaluz.

    –Aquí no has venido a recibir consuelo, hijo, sino a servir a la Corona. Y supongo que deberías sentirte feliz por reunirte con tus amigos después de tantos años.

    –¿Mis amigos? –se escandalizó el otro–. Me sacaron de la isla a los nueve años para venderme en Sevilla, o sea, que mis amigos se encuentran ahora jugando a las cartas en Triana. Pero qué se le va a hacer. ¡Vamos allá y que la Macarena me acompañe!

    –Voy contigo… –se ofreció de inmediato fray Bernardino de Ansuaga.

    –No, gracias, padre –le espetó el isleño sin el menor reparo–. Prefiero a la Macarena.

    Depositó sobre una roca sus armas e inició la dificultosa ascensión agitando los brazos en un intento de demostrar a los isleños que se aproximaba en son de paz, siempre bajo la inquieta mirada del religioso, que no pudo por menos que comentar:

    –Espero que aún hable su idioma.

    –Me han asegurado que algunos indígenas recuerdan algo de francés desde la época en que estuvieron por estas islas los normandos de Gadifer de La Salle –intervino Gonzalo Baeza.

    –A mí, como si recuerdan el chino –intervino en el abrupto tono de siempre su superior en el mando–. ¿Acaso hablas gabacho?

    –Un poco; mi abuela materna era francesa.

    –En ese caso, ocúpate de ensillarme el caballo.

    –¿Qué tiene que ver hablar francés con el caballo? –quiso saber un casi ofendido Gonzalo Baeza.

    –Que su abuela materna era francesa; una yegua preciosa, por cierto. –El barbudo militar dejó escapar una sonora risotada y le guiñó un ojo al añadir–: ¡Es broma, Baezita! Y ahora voy a ponerme de gala para recibir a esos salvajes porque las armaduras les impresionan, ya que en las islas no existen metales… –Se volvió al soldado más cercano de cuantos continuaban atareados en las labores de desembarco con el fin de ordenar secamente–: ¡Pamparahoy, ocúpate de que ensillen a Atila y me traigan la coraza!

    –¿Queréis decir que estas pobres gentes continúan en la Edad de Piedra? –inquirió un asombrado fray Bernardino.

    –¡Y tan de piedra…! –replicó el hombretón–. ¡Las lanzan como puños y te descalabran a más de cincuenta pasos!

    ¡Menuda puntería tienen! –Se inclinó para que pudiera observar con detalle una ancha cicatriz que lucía en la frente–. ¿Veis esto? Recuerdo de un lanzaroteño.

    –¡Dios bendito! –no pudo por menos que exclamar el horrorizado dominico–. Y si no tienen espadas, ¿con qué luchan?

    –Con lanzas de madera, agilidad, valor y mucha astucia, padre. ¡Mucha astucia! Como podéis ver, esta isla es puñeteramente agreste y la conocen palmo a palmo, o sea, que por más espadas, ballestas y armas de fuego que tengamos, siempre estaremos en desventaja…

    –Confío en que nunca tengamos que combatirlos –intervino su teniente en un tono de indiscutible sinceridad.

    –De ellos depende; únicamente de ellos. Si el papa ha determinado que el archipiélago pertenece a España, su obligación es someterse a nuestras leyes porque si permitiéramos que cada cual fuese por ahí haciendo lo que le viene en gana, el mundo sería un caos. ¡Veamos en qué actitud vienen!

    Mientras hablaba se había ido ajustando una refulgente armadura, calándose el empenachado casco y ciñéndose la espada.

    Concluida la compleja tarea, trepó al caballo y, acompañado por su segundo en el mando, el fraile y media docena de soldados que portaban lanzas, ballestas y coloridos estandartes, avanzaron con paso mayestático hacia el punto por el que descendía Hacomar seguido por tres hombres y una mujer.

    Se detuvieron en mitad de la playa, con el bravío mar a sus espaldas y el sol reflejándose en las corazas en lo que constituía un imponente espectáculo que sin duda impresionó a los nativos.

    Tanto fue así que cuando se encontraban a menos de doscientos metros de distancia y tan solo les faltaba recorrer un último repecho, los isleños se detuvieron, intercambiaron unas palabras con el intérprete y a continuación los hombres dieron media vuelta con el fin de trepar a toda prisa por el estrecho y empinado sendero por el que habían descendido. El desolado Hacomar abrió las manos en señal de impotencia, se encogió de hombros con gesto fatalista y continuó su camino seguido únicamente por una joven semidesnuda, desgreñada, desdentada y en verdad muy poco favorecida por la madre naturaleza.

    –¿Qué ha

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