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Su madre se marcha un día cualquiera sin dar explicaciones. Su padre, perteneciente a la clase alta, pero de pensamiento rebelde e inmerso en un activismo de resistencia contra la dictadura, es llevado a un centro de detención y liberado un tiempo después debido a su parentesco con la elite del país. Al volver, el padre traerá a Laura como su nueva pareja y la instalará en la casa familiar. Lugar de su esposa ausente.
Laura, periodista connotada, empeñada en mostrar la verdad de la dictadura chilena, impone un mundo distinto en ese enclave conservador: ella proviene del afuera. Ella es la voz de los grupos perseguidos, sin influencias, sin contactos.
Entre ella y la joven protagonista se instalará un vínculo afectivo que se vuelve dramático: la protagonista será considerada una traidora entre su familia y hermanos por estar de parte de la intrusa. Simultáneamente surgirá el intenso amor adolescente entre la protagonista y el hijo de Laura, amor que convive con las amenazas de muerte y anónimos que comienzan a llegar a la casa familiar. El ambiente se llena de tensión y culmina con el apresamiento de Laura. Años después, una noticia impactará a la joven al ser encontrados restos de detenidos desaparecidos.
Esta magnífica novela se adentra en lo que fue tal vez el período más ominoso de la historia de Chile, en un sondeo de profundidad, alianzas, afectos, amores trizados y culpas compartidas que engloban a cualquier lector que haya experimentado los efectos de una represión social.
Ana María del Río.
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Salirse de madre - Andrea Matte
Capítulo 1
Vivíamos en una casa grande, extendida. Corredores largos, ventanas, puertas y más puertas. Yo vagaba desde el alba, husmeando, tratando de detectar el sentido de las cosas que se hablaban, los acontecimientos que sucedían, las causas, los porqués, los cómos.
No era fácil. Nadie daba la menor información en ese tiempo. Había que arreglárselas como uno pudiera. Supongo que los ratones del entretecho tenían que hacer lo mismo que yo, que pertenecía a la raza de los menores, de los invisibles, de los que vivían tras las puertas, de los que nadie tomaba en cuenta para casi nada.
No me gustaba esa radio vieja, siempre prendida, sobre el mesón de la cocina. De ella salía una música sin sonrisas. Solo lágrimas. Y noticias antiguas. O lejanas. También, noticias temibles. Personas a las que les pasaría algo horrible dentro de poco. Nombres. Listados. Una música marcial que me aterraba. Esa década de los ochenta, que no transcurría, pegada al aire, a los calendarios estancados.
Todo tenía olor.
Olor a ropas viejas. A tristeza.
Una música que me hacía mirar por el ventanal.
Como si ahí estuviera la respuesta. ¿A qué? No sabía a qué.
Tangos. Así les decían. Música de tango. Acordes arrastrándose sobre las largas baldosas blancas y negras de la cocina.
Esa mañana había comenzado como las otras. Pero también había sido distinta a todas las otras. Difícil de olvidar. Durante mucho tiempo después, seguiría viviendo la misma mañana, incrustada en mi mente.
Casi no había habido ruidos. No como otras veces. Ni gritos. Ni portazos. Ni discusiones.
Esta vez había sido un sonido suave. Una puerta cerrándose. La de la entrada. ¡Clic!
Solo eso entrando en mi oído alerta. Nada más.
Pero yo conocía el lenguaje de ese ¡clic! Había temido oírlo durante mucho tiempo.
Y ahora, ahí estaba.
Corrí por la galería larga. Las paredes y ventanas pasaban veloces junto a mis ojos.
Abrí la puerta de su pieza. Corrí a su baño.
La peineta había desaparecido. Y el bolso de maquillaje. Y el secador. Y su rouge especial.
Ese con el que yo me pintaba a veces la boca para disfrazarme de ella y volverme linda, grande, elegante, seductora, con todas las respuestas en mi bolsillo.
Abrí el clóset. Los zapatos azules tampoco estaban. Ni su vestido de salir. Ni su abrigo.
La mamá. Se había ido.
El mundo se me tambaleó.
Corrí hacia la cocina. Las sílabas pegadas a mi boca. No podía hablar. El universo dado vuelta.
La mamá. Su silueta vacía. Todo faltaba. Era como si un hoyo feroz se hubiera abierto en el mundo. De pronto, nada existía.
La mamá no estaría ahí, con nosotras, como todos los días en esa esquina del comedor, sentada mientras yo comía, ayudándome a tragar el larguísimo hilo eterno del queso derretido de las empanadas; no, linda, no te vas a ahogar, no, nadie te va a colgar por la garganta con el hilo de queso, no tengas miedo, mira cómo lo hago yo, ¿ves?
Y levantaba su cuello recibiendo el hilo fino, amarillento, que desaparecía dentro de su hermosa boca de color perfecto.
Yo quería ser ella. Ir convirtiéndome en ella hasta llegar a ser adulta y vivir en el extraño mundo de los adultos de la manera esplendorosa y brillante como lo hacía ella.
Y ahora, ya no estaría más. Se había esfumado. Sorprendente, súbita, como era ella misma. Capaz de tomar una decisión de siglos en un segundo.
Ahora era la cocina. El humo. El frío. El gran mesón. Ante él, la otra ella, la que no se iba nunca. La que siempre se quedaba con nosotros. La nana. Ahí estaba, como todos los días. Con la pupila clavada en mi cara. Tras su delantal, su ceño levemente fruncido. Haciendo siempre algo. Rallando queso, preparando una masa, secando platos.
Sus arrugas gobernando cada uno de mis movimientos.
Había que guardar el miedo, las preguntas. Y, por supuesto, las lágrimas.
Mi mamá se ha ido para siempre. Abrí la boca para decirlo. Pero de mí no salió una sola palabra. La frase era demasiado grande, demasiado fuerte como para que yo ni siquiera pudiera pronunciarla en voz alta.
Mi nana seguía amasando. Sus ojos no parecían contemplarme, pero me observaban.
Me acerqué a mirarla. Mi nariz llegaba al borde del mesón.
Ella y su radio. Los tangos inundando el aire, la masa, el mundo.
—¿El queso se va a poner...? No podía pronunciar la palabra.
—Sí. Se va a poner latigudo. Así se llama. Empanadas de queso latigudo.
—Cuando las fría —aclaró ella.
—Ahora las estoy haciendo y el queso está duro.
—A ver, córrase para allá, deme espacio. Me aparté unos centímetros.
—Oiga… ¿los pedazos de queso se van a…?
Preguntas que quedarían sin formular, sin contestar por los siglos de los siglos. Tenía miedo. Pero ahí estaba ella. Ella y su mirada de águila sobre mi cabeza. Vigilante, dominando cada uno de mis gestos. Sosteniendo el día huérfano, la existencia sin puntos de apoyo. Sosteniendo el clóset vacío, el eco de los zapatos azules alejándose en puntillas por el corredor.
Sus manos grandes dando vueltas la mezcla de harina, huevos, leche, hasta volverla una masa humana. Alguien, algo naciendo ahí, entre sus dedos.
Ella hablando en rezongo, mirándome de reojo.
—De los siete, usted, lejos, la más mañosa para comer, ¿no es cierto, niña? —Algo parecido a una sonrisa esbozándose entre sus labios apretados.
Yo no podía dejar de estar con ella ahí, mis ojos a la altura del mesón, horizonte de melamina amarilla. Mirarla. Observar sus manos, las arrugas de su cara, un mapa aprendido de memoria, en el que yo me movía como en un refugio. No me quedaba ya nada seguro en el mundo fuera de ella. Era mi único punto de referencia. Un pilar alrededor del cual se erguía toda la rutina de esa casa.
No hablaba. Era parca, pero en algún repliegue algo se guardaba. Como una sorpresa. Yo conservaba en la memoria cada uno de sus gestos. El olor de esa cocina. Del aceite en el sartén negro. El paisaje de mi mundo sin muros. Sin seguridades.
La miraba todo el tiempo, mis ojos clavados en su cara.
Sus arrugas, pequeñas hendiduras por las que yo transitaba, confiada. Podía retener ese olor, ese ruido, esos movimientos.
Me gustaban. Eran seguros. Me daban tranquilidad. Borraban las pesadillas. Afuera, todo era temible. La radio vibraba con las noticias del mediodía. Operativos. Detenciones. Exilios. Listados de nombres. Palabras cayendo como piedras ahí afuera, en la realidad.
Ella siempre ocupaba la misma fuente de loza azul y blanca, cortaba la misma cantidad de queso, de manera perfecta.
Cada cubito, igual al otro. Pedazos contundentes.
—Que no se note pobreza —decía.
El plato con los dibujos azules. Los dados de queso arriba.
Me los imaginé después, dentro de la empanada, retorciéndose, perdiendo su forma, entrando en mi garganta.
Yo, tragando ese hilo. Yo, tragando ese hilo eterno para siempre. Mi garganta cerrándose. Vendrían las arcadas, las carreras al baño, los golpes en la espalda, las manos en la cabeza, el vómito. Las exclamaciones cruzándose sobre mí.
—Por Dios, esta niña es una sola maña...
Cerré los ojos. Intenté memorizar solo los pedazos inertes del queso frío, como soldados inmóviles. Calmos. Impasibles e imposibles de derretir.
Volví a concentrarme en su cara. Sus anteojos opacos, llenos de manchitas blancas. Sus manos en lucha con la masa, dominándola.
—No me gusta cocinar con moscas mirándome —decía en medio de su cocina, limpia como laboratorio.
¿Cuántos años me demoré en entender que yo era la mosca? Una mosca de ocho años, de ojos inmensos, atenta a cada uno de sus ademanes, de la forma desengañada de sus labios, de su expresión que parecía venir de vuelta de todas las peripecias de este mundo, de esa voz de lejanía saliendo de la radio, por una cabeeeza... de un noble potriiiillo...
Y así seguía, manipulando la masa, haciéndola bajar de nivel. La montaña informe de harina, manteca y leche que iba domando poco a poco hasta convertirse en una lámina dúctil, color carne, extendida sobre el mesón.
Amasando, aplanando la superficie, dejando la masa al nivel de mis ojos.
Sus manos, sus hombros moviéndose con rigurosidad, firmeza junto al polvo blanco que iba cayendo sobre el mesón, sobre el suelo, sobre mis zapatos de charol, dejándolos nevados.
Mojé mi dedo índice en saliva, pegué el polvo en mis dedos y me lo pasé por la lengua. Era lo único que se podía comer. Su horario, sus normas eran estrictas.
—No hay comida entre horas —alegaba—. Esa no alimenta. Es la única manera de que coman lo que deben y no ratoneen. Además, nada sobra aquí.
Era una norma sagrada y nadie podía contravenirla.
Sentí el gusto del polvillo en mi boca. Otra decepción. No era el polvillo dulce, exquisito, que esparcía después sobre las empanadas. Este era indiferente, amargo.
—Oiga, pero esto no es…
—Azúcar flor, se llama, niña, no entiendo cómo puede confundirlo con la harina, son completamente distintos —exclamaba, moviendo la cabeza.
A cada segundo humedecía sus dedos en un agua turbia de un plato, que yo miraba con recelo, porque, mientras más lo hacía, más turbia se ponía el agua. Como una sopa pantanosa, opaca, tristísima.
Daba infinitos y perfectos golpecitos a las orillas de miles de círculos de masa, mientras tarareaba sus tangos.
Esas melodías arrastradas, lentas, que yo aborrecía, pero que resultaban indispensables en la cocina, porque mientras pasan los días y la miras hacer las cosas, verás que todo es mentira, que al mundo nada le importa, yira… yira…, por una cabeza, todas las locuras, su boca que besa borra la tristeza, calma la amargura.
De tanto oírlas terminé por aprenderme todas las letras. La memoria era lo único que me salvaba de la desaparición del mundo.
Mantenía el uslero siempre a su derecha, pasándolo sobre la masa con ademanes secos, de intensidad variable. Más de una vez lo había utilizado como arma de corrección. Mis hermanos le tenían un respeto reverencial. Todo con una cadencia seca, severa. Lo dejaba, lo volvía a tomar, lo dejaba de nuevo. Su ritmo, el ritmo del mundo. La masa bajo él aplacándose, dominada por completo, sometiéndose a sus deseos, a su estricta expresión. Sus manos severas. Intransables. Las manos que daban sentido a mi mundo.
Ese día me armé de valor.
—Yo no quiero con... ques... —comencé a decir.
Sus ojos clavados en mí. Inmovilizándome como una mosca de insectario.
—Las empanadas de queso son con queso, que yo sepa.
—Sí, pero ¿podría...?, ¿podría hacerme una...?
—¿Una qué? No deje las frases sin terminar, niña.
—¿Que si no podría hacerme una… sin… queso…?
—¿Una empanada de queso sin queso? ¡Dónde se ha visto! Su voz retumbante llenó la cocina.
—A ver, quite, que la voy a llenar de harina.
Pero algo había en sus ojos. Ahí, en el fondo de sus pupilas, una lucecita, un guiño pequeñísimo, tal vez inexistente… Mis ojos ansiosos lo detectaron. Como un barco perdido buscando un faro.
El rito continuaba. Los pedazos de queso eran grandes, que no se notara pobreza, decía. Las empanadas casi no cerraban. A pesar del agua tibia, puesta con los pulgares en el borde. Algunas se rompían y asomaba, flemático, el trozo de queso, aún enhiesto.
Miré el esfuerzo de sus dedos por cerrar las masas. Las parchaba. Metía los dedos en el agua, la pasaba por la harina. El agua se iba volviendo turbia, cada vez más turbia.
Sus dedos. No podía dejar de mirarlos. Firmes, gruesos, agrietados, exactos. Y ese anillo grande, brillante, coronando su anular. De un valor incalculable, pensaba yo. Por supuesto, mucho más que el de mi abuela, que casi no brillaba. Un día me atrevería a preguntarle quién se lo había regalado. Y ella me miraría con su ojo profundo, sin responderme, como siempre. O me diría que había sido el recuerdo de un zángano, como le gustaba llamar a los hombres.
Entretanto, los dedos seguían su danza incansable: de la masa al agua, del agua a la masa. La perfección de las empanadas surgiendo, como un milagro. El agua turbia era tirada al lavaplatos.
Cuando los pedazos de queso habían desaparecido, como en un puzle aprendido de memoria, yo sabía perfectamente qué momento venía ahora. Y ella también sabía. Y ninguna de las dos decía nada.
***
Con un viejo rodillo, una rueda dentada que yo consideraba un tesoro valiosísimo, ella comenzaba a cortar las empanadas. El borde ondeado aparecía en cada una, dándoles una perfección de empanada de tienda. No podía despegar los ojos de su mano segura, rápida, casi impaciente, cortando, redondeando sin vacilar una, dos, diez, doce, 16 empanadas. Dos por cabeza y una extra para el que no pelee.
¿Cuánto tiempo demoraba? ¿Minutos? Su otra mano recogiendo las sobras apelotonadas sobre el otro lado del mesón amarillo.
Una vez cerradas las empanadas, puestas en orden, ella prendía el fuego y ponía el sartén lleno de aceite que comenzaba a calentarse más, más, más en silencio.
El aceite hirviendo era un líquido de peligro mortal. Ni siquiera había que olerlo.
—Se te puede meter por las narices y te las quema para siempre —decían mis hermanos, sonriendo ante mi terror.
—Hágase para allá, más, más allá, cuidado —resonó su voz seca.
Esperaba el sonido del aceite caliente que vendría en un rato más. Ese sonido entrando en contacto con la masa rellena. El chisporroteo, las burbujas hirviendo, quemando todo a su paso, el queso licuándose, la lava chorreando, las quemaduras elevando la piel de la masa, dolor, miedo, expectación.
Pronto vendría la tortura. El calor deshaciendo al queso, haciéndolo tomar formas inverosímiles, retorciéndolo como si estuviera vivo y le doliera. La forma que tomaba el queso dentro de la masa, monstruos sin cabeza, moviéndose desesperados dentro del aceite hirviendo… Todo eso vendría en unos momentos más.
Mientras el sartén con su contenido