La Manito muerta: Relatos cortos de una larga dictadura
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Cada uno de estos relatos es una historia independiente. Están escritos en lenguaje simple y directo, por momentos crudo, pero que con certera maestría logran transmitirnos la atmósfera que se vivió en Chile en esa época, el horror, la crueldad de los represores y el dolor, interpelándonos con diversas emociones, así como también conmoviéndonos por su humor.
El autor consciente de que la historia de nuestras culturas ha sido generalmente contada por hombres, desde voces y protagonismos masculinos, es que ha querido ampliar el registro hacia otras voces narrativas, como la de niños y mujeres.
El libro fue escrito originalmente en hebreo y luego traducido al inglés y al castellano.
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La Manito muerta - Daniel Silberman Abarzúa
Apago las luces
Llego tarde a casa, casi a medianoche.
He recorrido todo el día
los campos de tortura
buscándote, mi amor.
Me niego a aceptar que te han llevado.
Algunos días me pierdo como un río.
Estaciono en la esquina y apago las luces.
En un instante veo a Claudio pegado a la ventana frontal.
Sus ojos agotados no aguantan más.
A las ocho acostó a sus hermanos menores,
Asegurándoles que mamá llegaría pronto.
Y ahora intenta secar sus lágrimas
antes de que lo vea.
Claudio finalmente se duerme.
Chalito me llama preguntando: «¿Dónde has estado?
Al menos vuelves sin heridas. Teníamos un acuerdo, Mariana:
Cada tres horas debes llamarme para dar señales de vida».
Has volteado cada piedra de la ciudad para encontrar a Duvi.
Con el tiempo terminarán arrancándote las tripas.
Sí, algunos días me desvío…
Capítulo I
Glisenti 1910
Son las 5 a.m. y suena el teléfono. Me despierto asustada pensando que es una llamada equivocada y espero que el teléfono deje de sonar. Es agosto, el invierno ha sido frío y los tiempos son de mucha tensión. La huelga de los camioneros prácticamente ha paralizado el país y, como todos saben –o como todos los que quieren saber–, la CIA la financia. Los camioneros se quedan en sus casas mientras los generosos bolsillos del Tío Sam pagan sus sueldos. Hay una enorme presión sobre la economía local, y el gobierno intenta desesperadamente reemplazar a los choferes en paro antes que la gente pierda la poca paciencia que le queda, luego de horas de hacer filas cada vez más largas en sus almacenes y supermercados buscando alimentos básicos. Por mientras, el teléfono del living sigue sonando. Me levanto rápido, antes que la nana se despierte.
«¿Aló? Buenos días. O buena madrugada, en realidad. ¿Quién es?».
«Qué linda está la madrugada, de hecho. ¿Sabes qué es lo mejor de morirse durmiendo durante la noche? Que al día siguiente no tienes que levantarte. ¡Buenos días, Gabi! Estoy en Santiago porque tengo unas reuniones por acá. Estaré en La Moneda casi todo el día, pero en la tarde tengo un ratito libre y necesito verte antes de volver a Chuqui».
«¿David? ¿Estás bien? ¿Sabes la hora que es?».
«Sí, Gabriela, sí sé. Discúlpame, pero necesito un favor que es urgente. Estoy en el aeropuerto y en unos minutos un auto pasará a buscarme para llevarme a reuniones en las que estaré todo el día ocupado, así que preferí llamarte ahora. Espero no haberte despertado. ¿Cómo están Rubén y los niños?».
«Por supuesto que me despertaste. A Rubén también. ¿Crees que a esta hora tan temprano ya estamos de cabeza haciendo yoga? Los niños están bien, gracias».
«Dime ¿todavía tienes la llave del departamento del tío Shloime?».
«Sí, se lo estoy cuidando hasta que vuelva de Israel».
«Y la llave de su caja fuerte, ¿también la tienes?».
«Tengo todas sus llaves, David. ¿Qué necesitas de la caja fuerte? No puedo llegar y abrirla sin su permiso».
«Gabi, te explicaré todo en la tarde. ¿Vas a estar en tu casa a las 4? Pasaré por un rato muy corto, porque luego necesito llegar a Pudahuel para volar de vuelta al norte».
Cuando éramos chicos queríamos mucho al tío Shloime. Siendo uno de los menores de siete hermanos, la carga de ganarse la vida no cayó sobre él tan pesadamente como sí lo hizo sobre sus hermanos mayores. Mi papá y el papá de mi primo David empezaron muy jóvenes a trabajar vendiendo de puerta a puerta ropa y cualquier otra cosa que pudieran. Habían llegado cuando niños a Chile arrancando de los pogromos de Rusia, y como diría mi padre «llegamos el martes, y el miércoles ya estábamos vendiendo cigarrillos y otras chucherías, sin saber una sola palabra de español». Crecimos juntos, sintiéndonos más como hermanos y hermanas que como primos. Nuestros padres trabajaban duro. Mi padre, Gregorio, tenía un garaje, y el padre de David, Isacar, un negocio de chatarra. Más suerte tuvo el tío Shloime, quien siendo joven tuvo la oportunidad de ir a la universidad y estudiar medicina, convirtiéndose en doctor y en un orgullo para todos sus hermanos. Luego, al estallar la guerra por la independencia de Israel en 1948, el tío Shloime, en un arrebato de sionismo o quizás por aburrimiento, una pizca de coraje y un deseo de aventura, se ofreció como voluntario para «ayudar en el nacimiento de la nación». Tal como lo dijo: «¿No es para eso, entonces, que sirve ser obstetra?». La verdad es que para nosotros y para toda la familia era mucho más que un simple obstetra; se convirtió en el médico de cabecera de todos, aconsejándonos, consiguiéndonos remedios y siendo nuestra autoridad médica sobre cualquier tema. Durante la guerra participó en un convoy para liberar Eilat, «el punto más meridional del nuevo país», o «Um rash rash» como lo llamaban los árabes (este exótico nombre siempre me fascinó cuando niña). Mi papá me contó que el tío Shloime sirvió como el médico del batallón, haciéndose cargo de los heridos y cerrando las bolsas de cadáveres con los soldados muertos. En mi infancia me sentaba en el regazo del tío Shloime para escuchar sus historias de héroes, milagros y maravillas del país recién nacido; los dolores de la guerra, el magnífico desierto, el «nuevo guerrero judío» y, por supuesto, las batallas en las que había participado. Como testigo de sus palabras, el tío Shloime trajo de la guerra un revólver Glisenti modelo 1910, toda una reliquia italiana. Sin embargo mi padre no le daba mucho crédito a estas historias de guerra. «Si alguien intenta disparar ese juguete, no estoy seguro por qué lado saldría la bala. No es que importe tanto tampoco, porque las balas de esa chatarra vieja ya no matarían ni una mosca. Y sobre el honorable doctor… cómo decirlo, ¡no estoy muy seguro de que sepa usarla! Menos mal que no tuviste que dispararle a nadie, Shloime. ¡Todo un héroe! ¡Nosotros, que nos quedamos y nos ganamos la vida por nuestras familias, somos los héroes de verdad!», diría gritando desde el otro lado de la casa, guiñándole un ojo cariñoso a su hermano menor. La antigua Glisenti 1910 era como una medalla de héroe para el tío Shloime. Tenía una empuñadura suave de madera que había reemplazado a la original, que, probablemente, se había perdido en alguna guerra lejana en otro continente. El tío Shloime la adoraba tanto que la inscribió en el registro de armas de las autoridades chilenas, consiguiendo así una licencia que le permitió llevarla y mostrarla con orgullo en casi todas las reuniones familiares mientras contaba sus historias de guerra, lo que provocaba las entendibles protestas de las mujeres y la envidia de los hombres. Era tanta la atracción que generaba la Glisenti que acariciar su culata nos parecía casi como sentir que tocábamos una antigua y misteriosa joya preciosa.
Ahora, sorprendentemente casi treinta años después, el tío Shloime viajó de nuevo a Israel. Se fue bajo la excusa de «querer ver cómo ha evolucionado el joven Estado», aunque sospecho que fue a tantear secretamente la posibilidad de irse lejos del país socialista en que se había convertido Chile. Y como Rubén y yo vivíamos en el mismo departamento en el que crecí, en el mismo edificio justo debajo del tío Shloime, este me pasó sus llaves, encargándome que le abriera a la señora del aseo y mantuviera todo en orden hasta que volviera de Israel.
Exactamente a las 4 de la tarde el conserje llama avisándome que alguien me busca. Como había prometido, mi primo David llegó puntual. Él siempre fue el más alto entre todos los primos, diferencia que incluso aumentó a medida que crecíamos. Su contextura delgada y sus hombros caídos debido a un problema en su pulmón derecho aparentemente le sumaron unos cuantos centímetros más; «١٩٣ centímetros de sensibilidad», decía con orgullo su mamá, la tía Acala. Ahora él aparecía en mi puerta luciendo más delgado, preocupado y cansado. Tenía 34 años, estaba casado y tenía tres niños chicos. Cuando Allende asumió como Presidente, David era considerado uno de los profesionales más destacados en el Partido Comunista, por lo que fue nombrado subsecretario de Minería del Gobierno. Sin embargo, a los pocos meses se desilusionó de la política y su conservadurismo, su desesperante lentitud, sus maquinaciones y eternas negociaciones. Habló con el Presidente pidiéndole un cargo más apropiado a su profesión de ingeniero civil; el Presidente estuvo de acuerdo y David fue enviado a la lejana Chuquicamata, a más de 1200 kilómetros al norte de Santiago, a donde llegó como gerente general de Cobre Chuqui, la empresa a cargo de explotar las minas chilenas de cobre. Mientras algunos de sus colegas y parte de su familia (los que lo querían, al menos) pensaban que este cargo lo mantendría lejos del partido, David estaba tremendamente entusiasmado con la idea de dirigir la mayor industria de exportación del país siendo tan joven. El trabajo a cargo de las minas –las más grandes a cielo abierto del mundo– era una gran responsabilidad y un enorme desafío profesional que le daba la oportunidad de concretar sus profundas y vanguardistas convicciones sociales.
Y ahora él está aquí, en la puerta de la casa de mi infancia, mirándome con la misma sonrisa de siempre, esperando pacientemente a que terminara de examinarlo con mis ojos y lo invitara a entrar. Él sabía que aunque fuera una visita corta, luego yo daría un completo detalle de ella a sus papás, a los míos y a todos los tíos, tías y primos, contándoles cómo estaba él, su esposa Mariana y sus hijos.
«¿Cómo estás, Gabriela? Te ves muy bien, pero ya sabes que cuando joven te veías incluso más linda». Esa era su manera de expresar amor. «¿Cómo está Rubén, te está tratando bien o debería llevarlo a tomar algo para hablar con él?» .
«Todos sabemos cómo terminó esa última vez que fueron a tomarse algo juntos después del funeral de la tía Paulina… Los vecinos todavía se quejan de tus cantos debajo de sus ventanas a las 3 de la mañana. Sí, todo está bien entre nosotros, ya te contaré, pero primero entra».
«No, no, Gabi, primero subamos al departamento del tío Shloime. Te pido que abramos la caja fuerte y veamos el asunto que necesito resolver; luego vemos cuánto tiempo nos queda para otras cosas. Nos podemos tomar un café mientras te cuento cómo está todo. Vamos, no tenemos mucho tiempo porque el chofer me espera abajo».
«Primero entremos, David. No puedo hablar contigo sobre esto aquí en el pasillo... ¿Qué necesitas de la caja fuerte? Tienes que entender que no puedo abrírtela sin autorización del tío Shloime».
David miró para todos lados para ver si algún vecino nos escuchaba, dándose cuenta de que no era el lugar apropiado para conversar. Viendo que no había nadie, como de mala gana entró después de mí. Tan pronto como pasó la puerta, la cerró y se aseguró de que la empleada no estuviera escuchándonos desde la cocina. David empezó a darme un contexto de la situación: «Gabi, tú sabes que todo está muy tenso. Este mes hubo un intento de golpe que falló a último minuto solo gracias a que un grupo de oficiales del Ejército está comprometido con nosotros y nos apoya. Pero no sé cuánto tiempo aguantemos con los malditos gringos haciendo todos los esfuerzos posibles en derrocarnos. Me enteré de que en el Ministerio de Relaciones Exteriores hay una desconexión total con Washington, quienes ni siquiera esconden sus intenciones. Si hay otro intento de golpe y, Dios no lo quiera, tiene éxito, puede pasar cualquier cosa. Todo el mundo estará en riesgo, ¿entiendes? No solo quienes estamos involucrados en política. ¿Rubén? Él puede olvidarse de su trabajo como productor de televisión. ¿Juan Antonio? ¿El hermano de Mariana, que trabaja como periodista en una oficina estatal? Su pelo largo sería una excusa suficiente para que lo tomen detenido. Incluso todos nuestros parientes que no están metidos en política, solo por conocerme, pueden estar identificados y correr peligro. ¿Por qué crees que apenas vengo a visitarlos? Es cierto que he estado ocupado, pero también quiero mantener distancia y no ponerlos en riesgo».
«David, no entiendo nada a dónde va todo esto. Leí los rumores que aparecieron en los diarios, pero no creo que sean fundados. Hay suficientes oficiales del Ejército que están comprometidos con el gobierno de Allende. Estamos en Chile y aquí siempre hemos tenido democracia, y eso no va a cambiar. ¿Qué necesitas de la caja fuerte del tío? Hasta donde sé, ahí no hay nada importante ni de valor».
«Gabi, necesito la pistola italiana antigua en caso de que necesite defenderme. No sé qué va a pasar y la quiero solo por precaver. El gobierno decidió que no le daría armas a nadie para no generar pánico ni arriesgar accidentes a mano de cualquier idiota. Necesito la pistola del tío Shloime».
«¿Cualquier idiota? ¿Y tú, al menos sabes cómo usar un arma? ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una pistola en tus manos? El tío Shloime confió en que yo cuidaría sus cosas; tienes que entender que no puedo llegar y abrir la caja fuerte para ti, así que olvídate, porque no puedo ayudarte con lo que me pides».
«Gabi, te olvidas de que soy un poco mayor que tú. Eras una niñita cuando el tío Shloime nos dejaba a Mario y a mí tomar la pistola. Incluso una vez fuimos juntos cerca de Farellones y disparamos tres cartuchos enteros de balas sobre la nieve».
«¡Ah! Así que dispararon una vez, hace mil años, cuando chicos. ¡Eso cambia todo! David, escúchame: no te daría la pistola ni aunque fueras un tirador olímpico. No sin su permiso».
«Gabriela, no te lo estoy pidiendo. Necesito esa arma, no entien…».
«¿Entiendes tú lo que estás diciendo, David?» Ni Dios quiera haya un golpe, ¿pero imaginas lo que pasaría? Habría soldados en todos lados; ¿tú crees que esa pistola vieja te serviría para algo? Solo te pondría en riesgo. ¿Tengo que recordarte que tienes una esposa y tres niños? ¡Si te encuentran van a arrestarte! Dios mío, no puedo creer siquiera que esté imaginándome esa posibilidad... En todo caso si eso pasara estoy segura de que ellos entenderán que eres un profesional que solo trabaja y en pocos días te soltarían».
«Gabi, no tengo tiempo. Te lo pido: necesito esa pistola. El chófer me está esperando abajo. La situación es mucho más delicada de lo que crees. Han pasado un montón de cosas que no puedo contarte ahora. ¿Qué crees que haría el tío Shloime en esta situación? Él ya me la habría pasado. Él no se va a enojar contigo, él entendería».
***
Pasaron cuarenta años. El hijo menor de David pronto cumplirá 50 años y está sentado en mi sala de estar en Tel Aviv mientras le