Los laberintos del fuego
Por José M. Vernet
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Las vecinas del barrio, a lo largo de varias décadas, ayudaron a tejer los sucesos inexplicables que se produjeron alrededor de una vieja casona; chismes, rumores, historias, fábulas y mitos que permitieron dar sentido a aquellos eventos que eludían la razón. Sin embargo, solo las personas que se atrevieron a cruzar sus puertas experimentaron, de primera mano, el poder que esta albergaba.
Esta atrapante novela cuenta la historia del último individuo que, por esas vueltas de la vida, supo habitar ese emblemático caserón, la historia del Tercer Inquilino.
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Los laberintos del fuego - José M. Vernet
A la casa... a esos seres que supieron habitarla.
Pido a los santos del cielo
que ayuden mi pensamiento,
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia
me refresquen la memoria,
y aclaren mi entendimiento.
Martín Fierro
Diez supieron ser los años del voluntario encierro de Floreal y me atrevo a imaginar que hasta él mismo olvidó las razones de dicho encierro. Alguien, alentado por la curiosidad, podría valerse de infinitas fuentes en su búsqueda por develar tales causas, pero me vería obligado en advertirle que tal empresa es estéril; vanas opiniones, con anécdotas frías o conmovedoras, es lo único que nuestro investigador obtendría y, lo triste, lo trágico a pesar de todo, es que ninguna de ellas hallaría refugio en la verdad.
La rueda de historias y fábulas del barrio encuentra su eje en la antigua casa de Floreal. Ella supo albergar dos residentes; la estadía, sin embargo, quiso que fueran más inquilinos que residentes. El primero, un inmigrante inglés que, obviando todas las deformaciones que el tiempo y los vecinos argumentan, fue quién construyó el caserón a finales del siglo XIX, con un estilo francés que aún perdura en estos tiempos; el otro, fue el ausente Floreal.
El barrio sostiene, de una manera más que rebuscada, que el primero es el responsable de la desaparición del segundo. Lo peculiar de dicho argumento es que el ferroviario Smith se ahorcó en el baño de su casa alrededor de los años 20’ y, recién una década después, nacía Floreal. Pero el barrio puede prescindir de las acartonadas fechas, en conclusión: "...La casa está engualichada Don, no entre...".
El tiempo continuó jugando con la historia, acentuando ciertos rasgos y ocultando otros; cada año, nuevas fábulas surgían en cada esquina redireccionando la trama hacia lugares inesperados. En muchos de esos casos, los menos trascendentes, quien contaba la historia era también el protagonista; en los otros, donde un frío recorría la espalda del escucha, tanto el autor como su intérprete eran anónimos.
Casi siempre, estos relatos presentan a sus personajes de la misma manera: "...era un pibe que vivía a la vuelta del caserón... o
...una señora que pasaba todas las mañanas por la vereda de enfrente..."; es decir, alguien fácil de distinguir pero difícil de reconocer. Cualquier vecino —hombre, mujer o niño— es una potencial víctima de la casona, pero esto es irrelevante ya que, sin importar la historia, el protagonista siempre supo ser el caserón.
Existen dos tipos de fábulas: algunas simples y cortas, con algún detalle inusual; otras complejas, con tramas entretejidas e inconclusas...
"...Dicen que sucedió de noche, en una época donde los caminos eran de tierra y donde las calles tenían un farol por cuadra. La B
, única línea de colectivo que pasaba por ese entonces, era la que utilizaba un vecino de la calle Theobald para volver a su casa después de la jornada de trabajo; una cuadra era lo que se interponía entre la parada y su destino. En esa noche particularmente oscura, el aire flotaba espeso y una burbuja de niebla abrazaba la luz del farol; la lumbre del cigarrillo era su única compañía, el resto era noche.
Sus primeras dos pitadas recorren los primeros quince metros aledaños a un terreno baldío, al dar la tercera, un resplandor aparece sobre su derecha, a la altura del caserón; el vecino, mirando el acontecimiento de reojo, no detiene su andar, pero sí disminuye el paso. Decide dar la cuarta pitada y su sospecha se ve corroborada: el resplandor, en forma de eco, vuelve a aparecer. Sus pisadas lo llevan hasta el portón de la casona, pero nada sucede, la estructura oscura y silenciosa le devuelve la mirada.
El frío de la noche encoge su curiosidad.
Ante la negativa, el vecino decide retomar su marcha cuando un tenue resplandor surge en una ventana de la derecha; intrigado —y sin largar el pucho— apoya su cara entre los barrotes de la reja del portón. La luz comienza a latir y con cada latido su tamaño aumenta, dejando ver una biblioteca y parte de un escritorio; poco a poco, un hombre se corporiza al pie de la ventana. Al principio solo se percibe el contorno de la figura, pero la respiración de la luz va descubriendo los detalles; las primeras pinceladas muestran un sombrero, unos bigotes y un traje victoriano. Ignorando la presencia del vecino, el personaje comienza a desarrollar la trama; de espaldas al escritorio y de frente a la ventana, sus gestos sostienen una conversación.
El inicio de la charla fue sereno, pausado, como si cada palabra hubiese sido cuidadosamente seleccionada. Al transcurrir unos minutos, la conversación se torna álgida, los ampulosos ademanes agitan los brazos; de repente, el inglés se da media vuelta y golpea el escritorio con su puño:
—¡Please!, I beg you Mister P. Mark my words!, this Floreal will be our ruin.
Al finalizar la frase guarda silencio y asiente con la cabeza en forma de respuesta, gira hacia la ventana, se frota los ojos y suspira acongojadamente. Por unos instantes, permanece con la mirada perdida, pensativa, como rememorando algo; luego de esbozar una sonrisa toma una silla, se sube y coloca una soga anudada alrededor de su cuello. Mientras ajusta el nudo, clava la mirada en dirección al portón. El vecino se paraliza, no puede escapar ni dejar de ver; el inglés lo mira directamente a los ojos.
Los pies orillan el borde de la silla que tambalea, el pecho comienza a agitarse, la silla cae y, en el momento en que la cuerda se tensa, la luz se apaga; solo se escucha el latigazo y el vaivén del cuerpo colgado.
Sobre la vereda, la colilla encendida del cigarrillo ve huir al vecino asustado...".
"...El terreno baldío, contiguo al caserón, era el potrero donde los pibes del barrio solían armar los picaditos de fútbol a la hora de la siesta, hasta que pasó lo que pasó. En uno de esos encuentros, un defensor del equipo rojinegro despejó la pelota de tal manera que esta fue a parar al jardín trasero de la casona, y como dice todo manual futbolero: el que tira... busca.
Con la ayuda de dos amigos del equipo contrario logra trepar el alambrado cubierto por una espesa ligustrina; la celosa planta impedía ver lo que sucedía del otro lado. Apenas sus pies tocaron el suelo, sus primeras y últimas palabras fueron:
—No la veo chicos, me parece que...
—¡A la derecha!, fijate a la derecha... —Le gritaban sus amigos desde el terreno baldío.
Ellos seguían el rescate con sus oídos; escuchaban los pasos que daba el Central sobre las hojas secas; pisadas de incertidumbre en todas direcciones. Los amigos percibían el crujir y la búsqueda cada vez más lejana, pero la respiración del rescatista se sentía cada vez más cerca.
—¿Y?... ¿Dónde está?, ¿la encontraste? Dale, apurate... —Pero nadie respondía.
Pasaron unos minutos hasta que alguien decidió ir a ver qué sucedía. Mientras intentaban trepar la ligustrina, los chicos oyen algo grande que se arrastra raudamente sobre las hojas secas; todos quedan desconcertados.
—¡Dale!, ¡dale!, subí de una vez a ver qué pasa... —Discuten entre ellos, pero ninguno toma la iniciativa.
Finalmente, uno de los chicos llega a la parte alta del alambrado y, cuando se disponía a saltar hacia el otro lado, un grito en el patio del fondo lo paraliza. Estira el cuello para ver lo que está ocurriendo, pero un viento se levanta abruptamente amontonando las hojas en forma de remolino.
—¿Estás bien?, ¿’tás bien? —Gritaba, pero ni él mismo se oía—. ¿Estás bi...
No terminó de preguntar cuando la columna de hojas se le vino encima, tirándolo de espaldas sobre sus compañeros.
Los días pasaron, los chicos crecieron, pero del Defensor jamás se supo más nada...".
"...Esto pasó una tarde de verano, con las chicharras y los paraísos de la cuadra como únicos testigos. Una anciana que pasaba por la vereda de enfrente del caserón, volvía, como de costumbre, de hacer las compras en el almacén. Siempre que caminaba por delante de la casona hacía un esfuerzo para que la curiosidad no le torciera la vista, pero ese día, por alguna razón, fue la excepción. Una brisa arrastró, junto al olor de los jazmines, el murmullo que la detuvo; había algo familiar en esa voz que escuchaba, algo que no llegaba a reconocer del todo. Los jazmines cubrían la parte superior del portón y, si bien algo dentro de la anciana le advertía el peligro, ella —de todos modos— necesitaba acercarse para oír mejor.
Tímidamente, sin enfrentar a la casona, la anciana avanza de costado hacia su derecha. Todavía no vislumbra el contenido del mensaje, pero las lágrimas en el rostro reconocen el timbre de voz que le habla. Da un paso más y el olor de los jazmines aumenta, la fragancia es tan fuerte que el aroma se transforma en hedor; la advertencia es insuficiente, ella solo siente el llamado. Parada sobre el cordón y de frente al caserón, escucha a su madre:
—Tere... Teresita, vení chiquita... vení.
—¿Mamá?... ¡Mamaíta!
Suelta el changuito con la mercadería y estira los brazos al vacío esperando el abrazo; con las mejillas empapadas cruza la calle en busca de su madre. La bocina del camión interrumpe el trance y la devuelve a la realidad, el chofer clava los frenos, pero es demasiado tarde, la anciana muere arrollada.
Los vecinos salen de sus casas y entran al final de la escena, tratan de tranquilizar al conductor que, sujetando fuertemente el volante, balbucea: Se... se me vino encima. Se tiró. ¿Pero qué hizo? ¿A quién llamaba? Si no había nadie...".
Cada día —alrededor del caserón—, extraños hechos sumaban nuevos eslabones a esta cadena de eventos inexplicables, pero el arribo de un nuevo acontecimiento paralizaría la existencia de todo el barrio: la llegada del Tercer Inquilino.
A media mañana, dos hombres esperan al pie del portón; un auto dobla la esquina y estaciona. El Tercer Inquilino, mientras cierra la puerta del coche, se presenta pidiendo disculpas por la demora. Uno de los hombres hace un gesto al otro y cruza la calle; el compañero, agitando un manojo de llaves, llama la atención del visitante.
—Hola, ¿cómo le va? Yo soy de la inmobiliaria.