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Pasaje de las sombras
Pasaje de las sombras
Pasaje de las sombras
Libro electrónico359 páginas4 horas

Pasaje de las sombras

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Información de este libro electrónico

Un cóctel fuerte que combina crimen, crueldad, historia, militares y... espiritismo.
Dos asesinatos. Setenta años los separan, pero hay extraños vínculos que unen a las víctimas. Y también a los investigadores de ambos casos. ¿Qué es lo que oculta el pasaje de las Sombras? ¿Qué extrañas relaciones se entretejen a lo largo de las décadas?
CON PASAJE DE LAS SOMBRAS, INDRIDASON OBTUVO EL PREMIO RBA DE NOVELA NEGRA 2013
IdiomaEspañol
EditorialRBA Libros
Fecha de lanzamiento17 oct 2013
ISBN9788490560907
Pasaje de las sombras
Autor

Arnaldur Indridason

ARNALDUR INDRIÐASON won the CWA Gold Dagger Award for Silence of the Grave and is the only author to win the Glass Key Award for Best Nordic Crime Novel two years in a row, for Jar City and Silence of the Grave. Strange Shores was nominated for the 2014 CWA Gold Dagger Award.

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    Pasaje de las sombras - Arnaldur Indridason

    NOTA SOBRE EL USO DE LOS PRONOMBRES DE CORTESÍA Y FAMILIARIDAD

    En esta novela se alternan los pronombres «tú» y «usted» para reflejar su uso en la sociedad islandesa antes y después de la Segunda Guerra Mundial.

    1

    Los agentes decidieron entrar en el apartamento, pero optaron por llamar a un cerrajero en lugar de forzar la puerta tras resolver que podían esperar unos cuantos minutos más.

    Fue la vecina quien dio el aviso. No telefoneó a emergencias, sino a la Jefatura de Policía, y solicitó hablar con un agente. Cuando le pasaron la llamada, la persona que atendió al teléfono fue informada de que la mujer llevaba unos días sin ver a su vecino.

    —A veces se pasa por mi casa cuando va a hacer la compra —explicó—. También lo oigo entrar y salir, o lo veo desde mi ventana cuando va a la tienda; sin embargo, últimamente, no ha dado señales de vida.

    —Pudiera ser que se encuentre fuera de la ciudad.

    —¿Fuera de la ciudad? No, no sale nunca.

    —O que haya ido a casa de unos amigos. O de algún familiar.

    —Me parece que no tiene muchas amistades, y nunca habla de su familia.

    —¿Qué edad tiene?

    —Unos noventa, aunque está en plenas facultades. No necesita ayuda para ir a ningún sitio ni nada parecido.

    —Quizás ha ingresado en un hospital.

    —No, me habría enterado. Vivo en su mismo rellano, en la puerta de enfrente.

    —Tal vez se ha trasladado a una residencia. Por lo que dice, tiene una edad considerable.

    —Yo... Qué cantidad de preguntas, no tengo respuesta para todas. No todo el mundo quiere vivir en una residencia, está muy bien de salud.

    —Gracias por llamar, señora, enviaré a algunos hombres.

    Dos agentes de policía esperaban al cerrajero junto a la puerta de la vivienda del anciano. Les acompañaba la vecina, Birgitta. Uno era rechoncho, con una prominente barriga. El otro era mucho más joven y estaba tan flaco que apenas llenaba el uniforme. Parecían un dúo cómico mientras esperaban allí, en el descansillo, charlando sobre esto y aquello. El más grueso contaba con sobrada experiencia y no era la primera vez que entraba en hogares de personas solitarias con la ayuda de un cerrajero. La policía recibía varios avisos al año para registrar el domicilio de individuos solitarios que vivían al margen de la sociedad. El cerrajero era pariente suyo, se llamaba Ómar y forzaba las puertas en un abrir y cerrar de ojos.

    Cuando Ómar apareció en el rellano el agente y él se saludaron como buenos familiares y, una vez terminada la operación de descerrajado, abrieron sin dificultad.

    —¿Hola? —voceó el agente rechoncho hacia el interior del apartamento.

    No obtuvo respuesta. Pidió a su pariente y a la vecina que esperaran fuera e hizo una señal a su compañero para que entrara con él.

    —¿Hola? —gritó de nuevo, sin que nadie contestara.

    Los policías penetraron lentamente en el piso, el agente barrigudo olisqueaba el aire. Les llegó un hedor desagradable que les obligó a taparse la nariz. Todas las cortinas estaban cerradas, pero hallaron encendidas las luces del recibidor, la cocina y el salón.

    —¿Hola? —gritó el otro agente con voz estridente—. ¿Hay alguien ahí?

    No obtuvieron respuesta. Fuera, el cerrajero y Birgitta aguardaban expectantes bajo el dintel.

    La cocina era pequeña, pero estaba limpia y ordenada. Vieron dos sillas junto a una mesa y sobre la encimera, al lado del fregadero, una cafetera con la jarra medio llena. Dentro del fregadero distinguieron un plato y dos tazas y, al fondo de la estancia, un pequeño frigorífico y una vieja cocinilla de tres fogones. El mobiliario del salón estaba compuesto por un sofá, un butacón, una mesa de comedor y un escritorio situado junto a una ventana orientada hacia el sur. En las estanterías había libros, pero pocos objetos decorativos. El salón también estaba limpio, como la cocina.

    El suelo de todo el apartamento estaba enmoquetado, excepto el baño y la cocina, y la moqueta se veía desgastada a lo largo de los recorridos principales, del salón a la cocina, del baño al salón, del dormitorio a la cocina y al salón. En algunas partes estaba tan raída que se distinguía el entramado blanco.

    Los policías abrieron la puerta del dormitorio y sobre una cama individual descubrieron a un hombre boca arriba con los ojos medio cerrados y las manos en los costados. Vestía camisa, pantalones y calcetines, y toda la escena daba la sensación de que de pronto hubiera decidido acostarse en mitad de sus quehaceres diarios sin volver a levantarse jamás. Así tumbado no aparentaba tener noventa años. El agente de más edad se acercó hasta la cama y le tomó el pulso en el cuello y en la muñeca. «Difícil imaginarse morir de una forma más educada», fue lo primero que se le pasó por la cabeza.

    —¿Está muerto? —preguntó el policía delgado.

    —Eso parece —respondió su compañero.

    Sin poder contenerse, Birgitta abandonó el rellano disimuladamente y se asomó al dormitorio donde yacía su vecino, envuelto en paz y soledad.

    —¿Está...?

    —Me temo que no cabe pensar otra cosa —le comunicó el agente de más edad.

    —Bendito sea, descanse en paz —suspiró ella en voz baja.

    Ese mismo día trasladaron al fallecido al depósito de cadáveres del Hospital Nacional, donde una forense lo recibió y registró. Tal y como estipulaban las normas, un médico regional acudió al domicilio para dictaminar la defunción. Se consideró que no existían motivos para que la policía la investigara a no ser que se detectara alguna irregularidad en el transcurso de la autopsia. El apartamento se mantendría cerrado y sus puertas precintadas hasta que se conocieran sus resultados.

    La forense, llamada Svanhildur, decidió aplazar el examen del cadáver. El caso no era urgente y estaba bastante ocupada; debía terminar algunos trabajos pendientes antes de iniciar sus tres semanas de vacaciones, que pretendía pasar en un idílico campo de golf en Florida.

    Dos días después, extrajo el cuerpo de un refrigerador y lo dispuso sobre la mesa de operaciones. Un pequeño grupo de estudiantes de medicina presenciaba la autopsia, por lo que fue realizándola paso a paso para ellos. Antes les detalló las circunstancias del deceso: el hombre había sido hallado después de que una vecina alertara a la policía y todo indicaba que el deceso obedecía a causas naturales. Consiguió despertar el interés de los alumnos, incluso uno de ellos tuvo el detalle de retirarse el iPod de la oreja durante la disección.

    Svanhildur daba por supuesto que la muerte se debió a un paro cardíaco y no tardó en confirmar que se hallaba en lo cierto. Sin embargo, no logró encontrar las causas que lo produjeron.

    Examinó los ojos del anciano.

    Observó con detenimiento el interior de su garganta.

    —Ajá —murmuró, y todos sus alumnos se inclinaron sobre la mesa de operaciones.

    2

    Apresuraron el paso ante el refugio de sacos de arena situado frente al Teatro Nacional. Ella intentaba evitar que se les viera juntos, y más todavía cuando caminaban por las calles más concurridas de la ciudad. Sus padres se habían enfurecido al enterarse de su relación y le exigieron ponerle fin cuanto antes. Su padre la amenazó con echarla de casa, y ella sabía que cumpliría con su palabra. No llegaba a comprender por qué su reacción era tan violenta y hostil. Y, aunque no quería contrariarles en nada, se resistía con todas sus fuerzas a terminar la relación. Dejó de hablar de él, se comportaba como si todo hubiera acabado, pero continuaba manteniendo encuentros furtivos con él, como el de aquella tarde.

    Contaban con pocos recursos para gozar el uno del otro. Cuando comenzaron a salir, a finales de otoño, iban en ocasiones a Öskjuhlíð si hacía buen tiempo. Pero ahora, en pleno invierno, escaseaban oportunidades propicias para disfrutar de su amor. Ni se les pasaba por la cabeza ir a un hotel, y las barracas del ejército tampoco suponían una alternativa. En una ocasión, al atardecer, hallaron amparo detrás del Teatro Nacional. El imponente edificio, planteado para dar cobijo al arte dramático islandés, se erguía como un peñasco sobre la calle Hverfisgata. La construcción, enmarcada por columnas de basalto, era un proyecto ambicioso, pero solo se llegó a levantar su estructura externa, ya que las obras llevaban paralizadas diez años debido a la crisis. Al estallar la guerra, las tropas de ocupación británicas comenzaron a utilizarlo como centro de aprovisionamiento, y unos años más tarde, cuando los norteamericanos tomaron el relevo de la ocupación, mantuvieron su función. En aquellos días, sin embargo, no era más que un punto de encuentros secretos para amantes en apuros.

    «¡Jamás volverás a ver a ese hombre!», recordó a su padre, que le gritaba fuera de sí. Y después, por primera vez desde que tenía uso de razón, intentó ponerle la mano encima.

    Su madre lo impidió.

    Pero, tan pronto como prometía cambiar, incumplía su promesa. Se llamaba Frank, era de Illinois, siempre pulcro y bien vestido, olía bien, cuando sonreía mostraba unos dientes blancos relucientes y la trataba con especial cortesía y educación. Planeaban trasladarse a Estados Unidos en cuanto terminara la guerra. Ella estaba convencida de que su padre acabaría formándose una buena opinión de él, si el muy carcamal se dignara a conocerlo.

    Aunque tampoco era la única. Al iniciarse la guerra, Reikiavik contaba con cuarenta mil habitantes y, durante los primeros años de la contienda, acudieron decenas de miles de hombres pertenecientes a las tropas de ocupación. Las relaciones con las mujeres islandesas fueron inevitables, primero con la llegada de los ingleses y, después, más frecuentes e intensas incluso tras el relevo de los norteamericanos, más gallardos y con mejor presencia, más ricos y menos patanes. Parecían estrellas de cine. El idioma no suponía ningún obstáculo; el lenguaje de la cama era universal. Se designó una comisión al respecto. Una sola palabra englobaba todo aquel descontrol: la «situación».

    A ella, sin embargo, le traían sin cuidado la comisión y la «situación» mientras caminaba con Frank de Illinois por la calle Hverfisgata. Estaban a mediados de febrero y hacía frío, el viento rugía y se enroscaba en los filos de aquel enorme bloque de piedra erigido a modo de farallón artificial con la intención de recordar las moradas donde, según los cuentos populares, habitaban los elfos. Su diseño obedecía a la pretensión de crear la sensación en el público de que, al entrar en aquel gran teatro, se adentraba en realidad en los aposentos de los elfos para, una vez en su esplendorosa sala de aventuras, presenciar un espectáculo mágico que nunca parecía llegar a suceder, que traía completamente sin cuidado a los militares que trataban de resguardarse del frío rodeados de sacos terreros y que apenas prestaron atención a la pareja que giró rápidamente por la esquina del edificio, buscando la zona umbría que no alcanzaba a iluminar el alumbrado público. La muchacha llevaba un abrigo recio que le habían regalado en Navidad y él vestía su chaqueta militar y, bajo esta, el uniforme que a ella tanto le gustaba. Era sargento, y tenía facultad de mando a pesar de que ella no sabía exactamente en qué consistía eso ni cuáles eran las funciones de un sargento. Su manejo del inglés se reducía principalmente a yes, no y darling, y él poseía un nivel similar de islandés. Con todo, conseguían entenderse muy bien.

    Cuando se cobijaron del viento ella quiso hablar con él sobre algo que le preocupaba, pero Frank la besó apasionadamente. Sintió su mano buscando a tientas bajo el abrigo y pensó en su padre. ¡Si la viera en ese momento! Frank le susurraba palabras de amor al oído. «Oh, darling». Notó sus manos frías sobre la blusa que se había comprado en Jacobsen a comienzos de año. Acariciaban sus pechos a través de la blusa, la desabrochaban y tocaban su piel. Ella no contaba con gran experiencia en juegos amorosos y se mostraba pasiva. Le gustaba besarlo y sentía que descendía por ella un cálido hormigueo cada vez que él la tocaba, pero, en aquel momento, hacía frío y no estaba de humor, no podía quitarse de la cabeza el enfado de su padre. Lo que debía contarle a Frank tampoco la dejaba en paz.

    —Frank, tengo que decirte algo...

    My darling.

    Él mostraba tanto ímpetu que la hizo perder el equilibrio, trastabillar y pisar algo que estuvo a punto de provocar su caída. Frank la sostuvo con la intención de proseguir, pero ella le pidió que se detuviera. Se refugiaban en el pequeño vano de un portal y en el suelo permanecía el objeto que la había hecho tropezar. Se fijó en él, era parte de una gran caja de cartón y supuso que procedería del centro de aprovisionamiento. No reparó en ella cuando se refugiaron en aquel rincón, pero ahora podía ver que, por debajo de los cartones, asomaban dos escuálidas piernas.

    God! —exclamó Frank.

    —¿Qué es eso? —preguntó ella.

    Las piernas estaban calzadas, unas cintas de los zapatos cruzaban el empeine, bajo ellos, unos calcetines cubrían la piel hasta las pantorrillas y más arriba esta, desnuda, se mostraba pálida, de un blanco azulado. No distinguieron nada más. Frank vaciló un momento antes de agacharse y levantar los cartones.

    —¿Qué haces? —le susurró.

    Una joven de apenas veinte años yacía de costado junto al muro del Teatro Nacional. Ambos comprendieron de inmediato que estaba muerta.

    —¡Virgen santísima! —jadeó ella agarrándose a Frank, que no podía apartar los ojos de aquel cuerpo.

    What the hell? —masculló mientras se arrodillaba sobre la muchacha.

    Buscó su muñeca y no le encontró el pulso, a continuación puso los dedos en su cuello aun sabiendo que no serviría de nada. Sintió un escalofrío, era militar, pero todavía no había entrado en batalla y no estaba acostumbrado a ver cadáveres. No tardó en asimilar que no podían prestarle ninguna ayuda y comenzó a buscar indicios de las posibles causas de su muerte. No encontró ninguno.

    —¿Qué se supone que debemos hacer? —dijo su novia.

    Frank se puso en pie y la abrazó. Le gustaba y entendía muy bien por qué nunca lo invitaba a su casa para presentarle a su familia. Los militares no eran bien recibidos en todas partes.

    Let’s get the hell out of here —propuso mientras escudriñaba los alrededores para comprobar si pasaba alguien.

    —¿No deberíamos acudir a la policía? —sugirió ella—. Get police.

    No vislumbró a nadie en las proximidades. Se asomó a la esquina y constató que los vigilantes del refugio continuaban en su puesto.

    No police, no. Let’s go. Go!

    Yes, police —insistió ella intentando oponer resistencia.

    No le sirvió de nada, él la agarró y la hizo salir de su mano en dirección a la calle Lindargata, desde donde se dirigieron al oeste, hacia Arnarhóll. Frank iba más rápido y tiraba de ella, lo que llamó la atención de una mujer que se disponía a subir hacia Hverfisgata bordeando el Teatro Nacional. Ninguno de los dos se percató de su presencia, pero ella sí distinguió con toda claridad cómo ambos salían corriendo de un rincón oscuro del teatro. «Lo de estas muchachas es inexplicable», se lamentó. Precisamente conocía a aquella en concreto, recordaba haberle dado clases alguna vez. No sabía que también ella se encontraba en la «situación».

    La mujer continuó su camino junto al teatro, miró hacia el lugar de donde vio surgir a la pareja y descubrió los restos de la caja de cartón. Se detuvo y reparó en las piernas. Se acercó un poco más y descubrió el cuerpo de la joven, que a todas luces alguien había pretendido esconder entre los cartones de la basura y otros desperdicios del centro; enseguida le llamó la atención lo poco abrigada que iba para aquella época del año, con tan solo un vestido corto.

    El viento bramaba sobre los muros de piedra.

    La chica era guapa, incluso muerta. Sus ojos vacíos contemplaban fijamente las alturas del siniestro edificio, como si se hubieran adentrado en el acantilado de los elfos labrado en las paredes del Teatro Nacional.

    3

    Marta sudaba de tal manera en el restaurante tailandés que por sus mejillas caían regueros de sudor. Había elegido el plato con carne de cerdo, el número siete, el más picante del menú. Dejó a Konráð que probara un poco, pero este no le encontró ningún sabor, únicamente notó un ardor molesto en la boca y en los labios que le hizo tragar agua con limón con la avidez de un pez de acuario. Él optó por el pollo, que sí se podía saborear y, de hecho, le pareció que estaba bastante bueno.

    El restaurante se hallaba en un barrio industrial de las afueras de Reikiavik y mostraba un aspecto nada atrayente, la fachada se parecía más a la de un taller mecánico que a la de un restaurante. Marta sentía predilección por locales como aquel, eran baratos y el servicio diligente, la comida estaba buena y no corría el riesgo de toparse con ningún grupo de esnobs.

    Telefoneó a Konráð desde la comisaría para preguntarle si le apetecía acompañarla a comer allí y a él le pareció un buen plan; hacía mucho que no sabía nada de Marta y no tenía nada mejor que hacer tras su jubilación. A pesar de la considerable diferencia de edad, se compenetraban bien cuando trabajaban juntos en la Policía Judicial, pero desde la jubilación de Konráð la relación se había enfriado y ahora era diferente. De alguna manera, ya no era lo mismo cuando se veían, como si no formaran parte del mismo equipo. Konráð ya no trabajaba para la policía y Marta continuaba ajetreada con asuntos policiales, más liada que nunca.

    —¿No pica un poco? —aventuró Konráð mientras observaba como descendía el sudor por sus mejillas.

    —Para mí no; está bueno, aunque he probado platos más picantes.

    —Sí, seguro —comentó él absteniéndose de hacer ningún comentario impertinente.

    Marta lo ponía a veces demasiado fácil. Jamás se rendía, no daba su brazo a torcer hasta que no era del todo inevitable y se jactaba de saberlo todo mejor que los demás.

    —¿Cómo estás? —preguntó ella.

    —Tirando, ¿y tú?

    —Sobrevivo.

    Marta terminó de comer y se secó el sudor de la cara. Estaba entrada en carnes, sus dedos eran rechonchos, su papada voluminosa y sus pesados párpados tendían a caer sobre los ojos, sobre todo después de una comilona. Solía llevar el pelo alborotado, blusas anchas y pantalones. Le daba pereza arreglarse; no sabía para quién debía hacerlo. Con el humor sarcástico que caracteriza a los policías había sido bautizada, mucho tiempo atrás, como Marta «la eleganta». Una vez vivió con una mujer de las islas Vestmann pero esta, tras abandonarla, regresó a las islas. Desde entonces seguía sola.

    —¿Sabes algo de Svanhildur? —le preguntó Marta, y luego comenzó a escarbarse los dientes en busca de restos de comida.

    Se trataba de una mala costumbre que sacaba de quicio a Konráð, sobre todo cuando aspiraba aire entre los dientes emitiendo chasquidos y resoplidos.

    —No —contestó él, que hacía tiempo que no veía a su vieja amiga, la forense del Hospital Nacional.

    —Ya tenemos su informe sobre el hombre que encontraron muerto, un anciano del que nadie se acordaba que falleció en su apartamento mientras dormía. Se llamaba Stefán Þórðarson. ¿Has oído hablar del caso?

    Konráð asintió. Recordaba vagamente la noticia, aparecida días atrás en los periódicos.

    —¿Qué ocurre con él? —preguntó.

    —¿Es que Svanhildur no te informa cuando sucede algo emocionante?

    —Habrás oído mal.

    —Ha descubierto algo interesante que le pasó inadvertido al médico que enviamos a la vivienda.

    —No se le escapa una.

    —Cree que murió asfixiado, probablemente con su propia almohada.

    —¿Ah, sí? —dijo Konráð.

    —Cree que lo asesinaron.

    —¿Por qué demonios? ¿No era muy mayor?

    —¿Por qué demonios lo han asesinado o por qué demonios piensa Svanhildur que lo han asesinado? —repitió Marta.

    Miró a Konráð con satisfacción y sorbió aire entre los dientes. Él sonrió y se arrepintió de no haber aprovechado para burlarse de ella cuando tuvo la oportunidad de hacerlo.

    —Está bien —aceptó—. Empecemos por la primera pregunta: ¿por qué tendrían que haberlo asesinado?

    —No lo sabemos.

    —¿Y por qué sostiene Svanhildur que lo han asesinado?

    —Por la presencia de fibras en la garganta y en las vías respiratorias —respondió Marta—. También pequeñas venas rotas en los ojos. Todo ese rollo.

    —¿Qué tipo de fibras? ¿De su almohada?

    —Sí. Según Svanhildur, alguien le puso la almohada sobre la cara hasta que dio el último suspiro. Literalmente. Apenas opuso resistencia. Tenía más de noventa años. No debió de costar ni un segundo y, aun así, ella ha encontrado esos indicios.

    —¿Tan mayor era?

    —Sí, asfixiarlo no debió de suponer mucho esfuerzo. Los policías no sospecharon nada cuando lo encontraron. Hallaron dos almohadas, una estaba bajo su cabeza y la otra junto al cabezal de la cama. Era como si hubiera muerto mientras dormía.

    —Así que alguien ha querido hacer que lo pareciera. Que murió de viejo.

    —Eso es.

    —¿Y caísteis en la trampa? —Konráð no pudo resistir la tentación—. ¿Acudiste tú al domicilio?

    Marta sorbió aire entre los dientes.

    —El doctor al que llamaron para que examinara el cadáver no vio nada llamativo, y nosotros no somos médicos. Los agentes no le abrieron la boca para examinarle la garganta con un microscopio.

    —¿Y por qué lo hizo Svanhildur?

    —¿Por qué no hablas con ella y se lo preguntas?

    —Quizá lo haga. ¿Quién era el hombre? ¿Lo conocíais?

    —¿Te refieres a si se trataba de un habitual de la comisaría? No. Simplemente era solitario, como te acabo de decir. No hay ningún dato sobre él en la policía o, al menos, no en las últimas décadas. Tampoco hemos dado con nadie que lo conociera, salvo la vecina que dio el aviso.

    —¿Ningún amigo o pariente?

    —No sabemos de nadie. Todavía. Pero tal vez tengamos novedades a partir de ahora: la noticia se colgará en Internet esta noche y mañana saldrá en los periódicos. Ya veremos qué pasa.

    —Quizá fue un robo. ¿Forzaron la vivienda?

    —No hay indicios para pensarlo. Hemos registrado el piso a fondo. El equipo pericial se ha pasado allí todo el día.

    —Entonces conocía al asesino, le abrió la puerta, lo invitó a pasar.

    —¿No decías que ya no eras policía? —preguntó Marta.

    —Sí —contestó Konráð—. Menos mal.

    4

    Cuando Konráð regresó a su casa por la tarde puso un disco de grandes éxitos islandeses de los años sesenta, abrió una botella de The Dead Arm, un vino tinto que era de su agrado, y se sentó junto a la mesa de la cocina. La estancia estaba orientada hacia el oeste y por la ventana se filtraba el arrebol de la tarde. Solía escuchar con frecuencia viejos éxitos, se los sabía de memoria, asaltaban su pensamiento inesperadamente y los asociaba con recuerdos que le complacía evocar a través de la música, como cada vez que escuchaba a Ingimar Eydal y su banda tocar el inicio de La primavera en Vaglaskógur y su memoria se remontaba al verano de 1966, cuando se escuchó por primera vez esa canción. El teléfono del salón interrumpió sus recuerdos y salió de la cocina para contestar. Acababan de dar las doce y pensó que solo podía tratarse de Marta, era capaz de llamar a cualquier hora del día por la cuestión más insignificante, a menudo únicamente para hablar. Se sentía sola desde la marcha de la mujer de las islas Vestmann.

    —¿Estabas en la cama? —preguntó ella, en efecto, sin que se detectara en su voz la más mínima preocupación por si así hubiera sido.

    —No.

    —¿Qué haces?

    —Nada. ¿Alguna noticia sobre el caso del anciano?

    —Hemos terminado de registrar su apartamento. No hemos encontrado nada. Vivía solo y aún no hemos averiguado si tiene algún pariente vivo. No hay ni fotos de familia en las paredes ni ningún álbum. Solo guardaba la foto de un joven en un cajón, junto a la cama. Tenía algunos libros pero, aparte de eso, no atesoraba muchos objetos personales. Lo único relevante que hemos encontrado son unos recortes de periódico que debe de haber guardado durante bastante tiempo.

    —¿Y eso?

    —No dicen mucho y, de hecho, no recuerdo haber oído hablar del caso.

    —¿Qué caso?

    —El que citan los recortes. Son tres, probablemente del mismo periódico, pero están sin fechar. No hay manera de saber si el caso se resolvió o si pasó a manos del ejército norteamericano. La última noticia hace referencia a los progresos de la investigación y a que la policía no lograba avanzar gran cosa.

    —¿De qué estás hablando? ¿El ejército norteamericano?

    —Los artículos dan cuenta de la investigación de un homicidio —aclaró Marta—. Durante la

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