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La vida en un convento no es fácil, pero Francisca está dispuesta a enfrentar todos los retos y los malos tratos, mientras esto le permita purificar su alma y borrar de ella el pecado original. Jamás se imaginó que el camino religioso involucra juntarse con personas de alma pecaminosa y que muchas veces el más santo esconde un demonio interno.
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Amén - TOT
Capítulo 1
Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino hágase tu voluntad en la tierra, como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, no nos dejes caer en tentación.
- ¡Como nosotros perdonamos a los que nos ofenden! Francisca por favor. No puedo creer que llevas ya años en este convento, te sepas el Ave María al derecho y al revés pero siempre te termina faltando algo de nuestro rezo principal, siempre algo mal. Así nunca vas a llegar a ser novicia ¿Qué novicia o monja conoces que no se sepa el Padre nuestro?. Otra vez, desde el principio y si lo vuelves a decir mal te prometo que te voy a hacer pintar la cima del campanario y limpiar la fuente del patio con un cepillo de dientes. - Gritó la hermana Suplicio mientras reventaba el rosario contras las bancas de la capilla.
Mis rodillas me duelen, siento cómo los pequeños mosaicos del suelo comienzan a formarse en mi piel. Probablemente tendré que pasarme toda la noche con bolsas de hielo y Vitacilina, de nuevo. ¿Cómo es posible que recuerde a la perfección el jingle de Vitacilina pero no pueda rezar correctamente el padre nuestro? Ni hablar, no tengo manera de decirle que no a la madre Suplicio, ella me ha criado a lo largo de estos 17 años de vida, es como mi madre... en realidad todas las hermanas del convento lo son. Desde que mi verdadera madre me abandonó aquella noche lluviosa, todas han estado al tanto de mí, me han cuidado y protegido aunque sepan mi oscuro pasado.
Sí, yo no lo supe por mucho tiempo, los primeros años de mi vida no necesité una explicación y una vez que cobre conciencia al respecto, solía engañarme con que probablemente era hija de alguna de todas las hermanas, de la hermana Suplicio tal vez que era la que siempre me cuidaba, aunque eso fuera imposible. Esto cambió cuando comencé a notar aquella mirada que ellas me concedían, era distinta a la que le dedicaban a los otros niños que nos visitaban. Tenía un aire de ternura con pequeños destellos de temor. Notaba que me hacían rezar más que a los demás y no entendía a qué se debía eso, ¿Por qué yo era diferente? Así que un día, hace ya algunos años, me vi decidida a ir al despacho de la madre superiora, sentarme como una señorita frente a su escritorio (como vi que los adultos que entraban ahí hacían) actuando tan madura como mi edad me lo permitía y de una le dije aclarando mi garganta:
- Buenos días Madre Superiora
- Buenos días Francisca - Respondió ella en un tono burlón pero a la vez intrigado.
- He venido hasta su despacho a preguntarle respecto al misterio de mi origen. - Me mantuve seria, pero la madre no pudo contener la risa y reímos juntas.
Como me hubiera gustado que en ese momento ella me dijera que era mi madre o, simplemente que no importaba el pasado, solo el presente y que nos abrazáramos fuertemente. Eso era lo que en su momento necesitaba. Tal vez eso habría cambiado muchas cosas en mi vida, pero no. Francisca tuvo que ser una pequeña obstinada y decidida a buscar la verdad, cueste lo que cueste. Creo que veía demasiadas películas de policías. En cuanto terminamos de reír la hermana tuvo un momento de duda, lo noté en su rostro, eso y sus grandes ojos de tristeza por tener que decir una verdad tan horrible a una niña de ocho años que en ese momento era yo.
- Ven aquí mi pequeña- Caminé dando toda la vuelta a lo que me parecía en su momento un enorme escritorio y me senté sobre el hábito negro de la madre superiora. Ella me acogió en sus brazos y comenzó a buscar en los papeles de su mesa de trabajo. En medio de sus dos carpetas rojas sacó una servilleta, bastante sucia y vieja.
Fue así como me hice del único recuerdo que tengo de ella, de mi madre. La Hermana Esperanza me contó que el día que me dejaron en la puerta del convento, estaba yo envuelta en una cobija morada y dentro de esta se encontraba un pedazo de papel inmundo donde se leía:
"Querido convento Santa María Señora:
Que Dios me perdone por lo que estoy haciendo, pero no puedo cuidar y criar al producto de mi mayor sufrir. Su nombre es Francisca, intenté quererla y mimarla, es hermosa, pero cada vez que la tenía en mis brazos, me hacía recordarlo, a él, obligándome a abrir las piernas y no gritar mientras en mí estaba por crearse esta criatura. Ella merece algo mejor, un amor puro en este mundo de mierda".
En su momento, sabía que no había algo bien conmigo, sabía que todas las hermanas me escondían un secreto. Siempre creí que era mejor saber la verdad que estar condenada a una eterna mentira, pero mierda, realmente nunca me esperé una cosa como esa. Nunca he logrado plantear bien la relación con mi verdadera madre
desde ese momento. Sigo sin definir si fue un acto de bondad o de egoísmo. Amaba vivir en el convento, de verdad que sí, pero a veces no puedo evitar imaginar cómo habría sido mi vida con ella, el tener una vida normal.
Para mí fue muy difícil entender que era producto de doble pecado. el pecado original Adán y Eva, desafiando a su creador, haciendo vida y jugando a ser Dios. Combinado con lo que aquel monstruo le había hecho a mi madre, yo era hija de Satanás, un pecado que no se curaría con un simple bautizo. Fuí entendiendo mientras crecía por que todos me temían, y crecí odiándome. Por supuesto que era culpable de los pecados de mis padres, así como la humanidad es responsable de los pecados de aquellos personajes bíblicos.
En su momento necesité de mucha contención, pasé semanas en cama sobreviviendo a base de té y medialunas que las monjitas me hacían. Había pasado toda mi infancia tratando de ponerle un rostro a aquella figura materna, intenté con todos las caras de las hermanas y de todas las mujeres del barrio pero no, ahora sabía que no era ninguna de ellas, era un fantasma, era inexistente. Así que, como es de traicionera la mente creó uno propio, uno falso. Imaginaba una mujer alta y delgada, una cabellera larga y clara, ojos claros y la sonrisa más brillante del mundo entero, crecí soñando con esa fantasía. Cada noche tenía sueños con ella, horribles pesadillas continuas en la que imaginaba aquel momento repetirse una y otra vez. Los gritos de mi madre, mi padre dándole la orden de callarse. Veía su sufrir en aquellos ojos claros de mi fantasía, veía su desilusión al recibirme en el hospital, sentía la culpa que tenía de odiarme y las veces que peleó con ella misma para evitar dejarme. Otros días soñaba despierta con que pasaría si algún día ella regresara al convento a buscarme, a recuperar a su hija y tenerla en sus brazos. Nunca pasó.
Moría de miedo porque las noches llegaran, temía enfrentarme a ella. Había momentos en los que aquellos sueños no eran tan terribles, nos veía a las dos paseando por el parque, jugando a las muñecas como veía que en la tele lo hacían o simplemente riendo a su lado. Pero por más hermosos que fueran quemaban por dentro y abrían la herida que tenía en mi alma, agrandaban el vacío. Un día, incluso soñé que veía la hora del parto. Yo era un personaje omnipresente. Veía a los doctores y a las enfermeras caminar por toda la habitación, mi madre en aquella mesa con las piernas en alto, gritando y pujando con toda la fuerza que tenía para que, por fin, saliera de su cuerpo. La veía darlo todo, no quería que continuara siendo parte de ella, quería expulsarme aunque se le fuera la vida en ello. Me veía salir de ella, y como yo era un monstruo horrible, el doctor me arropaba en una cobija morada y me colocaba en los brazos de aquella imagen falsa que tenía de mi madre. A las espaldas de la camilla brotaba un ser espeluznante tan alto como el cuarto y con una sonrisa realmente aterradora, quemaba con solo tenerlo cerca, ahí estaba el mismísimo Demonio, mirándome orgulloso y diciendo:
Es perfecta.
Pasaron los días, y poco a poco me fui recuperando, o mejor dicho,