Raúl Ruiz: Potencias de lo múltiple
Por Iván Pinto
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Ruiz, este libro reúne múltiples perspectivas y metodologías de análisis,
ensanchando así las vías de acceso a su catálogo y propiciando la
indagación crítica de sus zonas más recónditas. Se trata, por una parte, de
dar cuenta de la asombrosa capacidad de Ruiz para navegar entre
lenguajes cinematográficos, formatos, zonas geográficas, idiomas,
disciplinas artísticas y problemas filosóficos («existen tantos Ruiz como
imágenes hizo», tal es la premisa), y, por otra, de constatar la actual
diversificación de las categorías desde las cuales se ha venido analizado
su obra.
Proyecto paradójico, Raúl Ruiz. Potencias de lo múltiple es una vasta
compilación de ensayos breves –a razón de uno por película– que oscilan
entre el rigor académico y el vuelo especulativo, con la reseña como justa
medida. Su apuesta, en definitiva, es volcarse sobre los formatos menores
y más experimentales del cine ruiziano (ejercicios televisivos, talleres,
adaptaciones teatrales, películas de danza, documentales, obras
desveladas), abogando por la pluralidad, entre ambos extremos del amplio
abanico que despliegan el cine de indagación y el cine chamánico. Queda
hecha la invitación a recorrerlos."
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Raúl Ruiz - Iván Pinto
Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2023-A-3980
ISBN: 978-956-6203-29-2
ISBN digital: 978-956-6203-30-8
Imagen de portada: Tristan Jeanne-Valès. Fotografía de rodaje Mammanme
Diseño de portada: Paula Lobiano
Corrección y diagramación: Antonio Leiva
© ediciones / metales pesados
© de los y las autores
E mail: ediciones@metalespesados.cl
www.metalespesados.cl
Madrid 1998 - Santiago Centro
Teléfono: (56-2) 26328926
Santiago de Chile, mayo de 2023
Impreso por Salesianos Impresores S.A.
Diagramación digital: Paula Lobiano
Este libro ha sido financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2020
Índice
Introducción. Presentación de los editores
Ignacio Albornoz & Iván Pinto
I. Films recobrados
El hilo de Ariadna. La telenovela errante (1990, 2018). Sergio Navarro Mayorga
Los fantasmas ruizianos bailan tango. El tango del viudo y el espejo deformante (1967, 2020). Wolfgang Bongers
Paradojas, bucles, síncopas y marañas. Palomita blanca (1973, 1992, 2016). Eduardo Vergara Torres
II. Televisión
Indagación crítica de la televisión y contrahistoria de la formación del poder central. Pequeño manual de historia de Francia (1979). Raquel Schefer
Experimentos en y con la televisión. Images de débats (1979) y Télétests (1980). José Miguel Palacios
Fiel infidelidad: adaptación y traducción. A TV Dante: Cantos IX-XIV (1992). Héctor Oyarzún
Diálogo de fantasmas. Un lugar entre los vivos (2003). Rodolfo García
III. Teatro, danza, taller
Milagro y artificio. La presencia real (1984). Érik Bullot
Cómo filmar el canto de los cuerpos. Mammame (1986). Bárbara Janicas
Visiones de un rodaje. El profesor Taranne (1987). André Colinet
De sombras, apariencias y deformaciones. Ricardo III (1986). Laetitia Coussement-Boillot
Chile es sueño (o del retorno imposible). Memoria de apariencias (1987). Rubén García López
Hágase la luz. Bérénice (1983). Ivana Peric Maluk
De Aníbal y Antenor. Capítulo 66 (1994). Nicolás Lema Habash
Doble o nada. Vértigo de la página en blanco (2002). Alice Comte
Morir viviendo en el mito. Edipo (1989). Anne Milojevic
Entre dos aguas. Detrás del muro (1989). Ignacio Albornoz
IV. Documental
La hipótesis del film rodado. Grandes acontecimientos y gente corriente (1979). Claire Allouche
Un hombre visto de lejos. Historias de hielo (1987). Gala Hernández López
Por ciudades, playas y jardines. La ciudad nueva (1980), Imagen de arena (1981) y Querella de jardines (1982). Ignacio Albornoz
Supervivencia y transmutación. Las divisiones de la naturaleza (1978). Julia Kratje
La ciudad como pasadizo. Espejos de Túnez (1993). Iván Pinto Veas
Donde la ciencia tropieza, el cine prospera. Ballet acuático (2010). Alban Ferreira
Una coda chilena. Sotelo (1976). Marcelo Morales
V. Cine B
Por un cine extranjero. La barca de oro (1990). Francisca García
Canción de amor para un productor kamikaze. Punto de Fuga (1984). Elizabeth Ramírez Soto
Regímenes vocales en un musical rock. Régimen sin pan (1985). Laura Jordán González
VI. Ficciones grandes y pequeñas
Ven a jugar a la guerra. La isla del tesoro (1985). Catalina Olea
Grandes y pequeñas desobediencias. El dominio perdido (2005). Ramiro Sonzini
Rareza y embriaguez (o los resortes de la no-adaptación). La maison Nucingen (2008). José Miccio
Ruiz y las formas del buen humor. El ojo que miente (1992). Galo Alfredo Torres
Una película sobre la supervivencia de las relaciones (neo)coloniales. El techo de la ballena (1981). Andreea Marinescu
Una sonata monstruosa saliendo del hospital. Fado mayor y menor (1994). Miguel Ángel Gutiérrez Troncoso
Avatares de un canibalismo ruiziano. El territorio (1981). Carlos Aguirre Aguirre
La cinefilia es un delirio febril. La lechuza ciega (1987). Victor Guimarães
¿A dónde van las sombras? Manuel en la isla de las maravillas (1985). Miguel Savransky
La triste ausencia de los progenitores. Sobre Misterios de Lisboa (2010). Gonzalo Aguilar
VII. Divertimentos
Hilos. El viaje de una mano (1985). Pablo García Canga
Imágenes fuera de juego. El juego de la oca (1980). Luciano Piazza
El gesto del suspenso. Coloquio de perros (1977). Ignacio López-Vicuña
Breves notas sobre un breve experimento fílmico. Sombras chinescas (1982). Udo Jacobsen
La imagen paródica de lo chileno y algunas de sus paradojas. Epistolar (2012). Christian Miranda Collier
El secreto que se repite. El film que vendrá (1997). Juan Esteban Plaza
Biografías de autores y autoras
Agradecimientos
Introducción
Presentación de los editores
Ignacio Albornoz & Iván Pinto
Operario tozudo, Raúl Ruiz realizó más de cien películas durante sus casi cuarenta años de carrera en el cine. Intercalando según la necesidad obras de encargo, proyectos amateurs y –aunque con menos frecuencia– producciones de presupuestos holgados, supo adaptarse como pocos en su generación a las condiciones de trabajo más fragosas y a las más recientes mutaciones de la tecnología de filmación. Su prolificidad desmedida, materia de especulación habitual para los incipientes estudios ruizianos, es ya una marca de fábrica, casi un lugar común. Ruiz, escribía Mouesca en 1988, «se aplica a su tarea con una celeridad vertiginosa»¹. Curiosa combinación de campos semánticos (aplicación y tarea, celeridad y vértigo) en la que asoma ya el riesgo, la inminencia quizás de una desbandada, una apertura incluso al error como posibilidad.
El talento de Ruiz –urge subrayarlo– no es cosa banal. Su singularidad radica, sobre todo, en el aprovechamiento de un equilibrio precario, funambulesco, siempre al borde del abismo: una espontánea síntesis entre integridad intelectual y prodigalidad, o, para emplear los términos ya evocados, entre tarea y vértigo. En otras palabras, consiste en haber sabido declinar su laboriosidad periódica e incluso obsesiva hasta transformarla, por medio de cruces entre la «alta» y la «baja» cultura –categorías a cuya diferencia no otorgaba por lo demás mayor relevancia–, en el punto de partida de una poética de la dispersión que defendió con más celo que certidumbre.
La reciente publicación de su Diario lo demuestra sin equívocos: la de Ruiz es ante todo una poética afirmativa de la proliferación y el desperdigamiento, cimentada en una práctica no menos tangible, sostenida, pensada casi como una forma de vida. Su obra crítica, a este respecto, no admite tampoco dudas: el exceso, según Ruiz, es lisa y llanamente inherente a la naturaleza de la imagen cinematográfica, refugio inadvertido de lo heterogéneo y lo múltiple, «selva de signos involuntarios o no controlados»². Sacar provecho de ese atributo consustancial, para el cineasta, no es sino una «manera de economizar»³, de evitar gastos de energía innecesarios.
Tres ejemplos complementarios, entre tantos otros: la superposición y explosión de sentidos que la citación, recurso gongoriano por excelencia, podía otorgar a cada plano; su doctrina de la incesante autonomización de las imágenes, según la cual habría «tantos films como imágenes hay»⁴; y el potencial de lo inconcluso, que lo empujaba, decía, a preferir aquellas películas que ostentaban «una concentración enorme de ideas […] inacabadas»⁵.
Este libro busca en primer lugar dar cuenta de ese irreductible y perseverante apetito de lo múltiple. Desde luego, fueron varios los títulos que barajamos al concebirlo, componerlo y editarlo. En todos, sin embargo, traslucía la idea de lo disímil, lo simultáneo, lo plural, lo misceláneo, lo heteróclito; la promesa, en definitiva, de una proliferación. Tras reflexionar, nos pareció que sería interesante asociar esos conceptos todavía balbuceantes a la noción de «potencia», a la que dimos además, para marcar acaso con mayor énfasis la elección, una forma plural, a riesgo y ventura, incurriendo deliberadamente en el contrasentido.
El término reviste por supuesto una gran dificultad en la literatura filosófica y estamos lejos aquí de querer o poder agotar sus sentidos. Baste decir que la potencia, desde Spinoza, se aleja definitivamente de la dicotomía aristotélica que la oponía al acto; que no es probabilidad, perspectiva ni eventualidad; que no se sitúa en el ámbito de lo viable o lo posible; que no es tampoco un atributo o propiedad que pudiera poseerse con independencia de su propio ejercicio. La potencia es esencia y, por encima de todo, dice Spinoza, esencia «actuante»⁶: el conato con el que una cosa «se esfuerza en perseverar en su ser»⁷. El campo semántico de la acción acecha nuevamente: acto, conato, esfuerzo, perseverancia. «No basta con decir ¡Viva lo múltiple!», escribían Deleuze y Guattari en mil Mesetas. «Lo múltiple», añadían, «hay que hacerlo, pero […] de la forma más simple, a fuerza de sobriedad, al nivel de las dimensiones de que se dispone»⁸.
Si hay pues en este volumen un propósito, es el de aprehender justamente por todos los flancos posibles esa «potencia actuante», plural y disgregada, del Ruiz ejecutor, aquel que pone en obra por múltiples vías, los dos pies siempre bien hincados en el hacer. Porque Ruiz, al fin y al cabo, nunca escondió, como decía, su fascinación por «el barro del asunto […], [por] todo aquello que había de más bajo en la fabricación de la imagen»⁹, ni tampoco su deseo perfectamente asumido de «ir al cine como quien va a la fábrica o a la oficina, a […] hacer cine omnívoro, de todo tipo»¹⁰.
Bajo la premisa de que existen tantos Ruiz como imágenes hizo, optamos en este libro por la metodología de la multiplicación de los puntos de vista y del análisis simultáneo. Hay por ende en esta empresa algo de necesaria puesta al día. Potencias de lo múltiple, en efecto, procura entre otras cosas la ampliación, el ensanchamiento –por acopio– de un catálogo, la indagación crítica de algunas de sus zonas recónditas, a sabiendas de que en el cine de Ruiz, como bien dijera Waldo Rojas, «todo es materia significativa, sin desechos ni sobrantes»¹¹.
Nos interesaba asimismo dar cuenta de la capacidad de Ruiz para moverse, como quien dice, en «circuitos paralelos» (de idiomas, de registros, de geografías, de sistemas, de géneros, de equipos, de formatos, de lecturas); y, ya en clave más literal, de «desplazarse» derechamente entre ciudades y países al compás de coproducciones leves, medianas o de mayor escala. Y es que Ruiz –su Diario, una vez más, lo evidencia– estaba en constante movimiento. El volumen, creemos, deja traslucir también esa diversidad geográfica, al agenciar películas de horizontes disímiles, en trayectorias dinámicas, de ida y vuelta, entre Chile y Portugal, pasando por Túnez, Francia, Estados Unidos y Rumania. No menos diverso, por cierto, es el abanico de autores que las indagan, al menos en lo tocante a la nacionalidad y a las filiaciones institucionales: cruces y exilios mediante, los textos aquí reunidos provienen en efecto de una surtida lista de países. Visto así, lo que aflora en el libro es un Ruiz osmótico, «absorbente», uno que logra adaptarse, dondequiera que vaya, a las convenciones genéricas de este u otro medio, a las prácticas productivas de tal o cual país.
También se dan cita en el libro algunas características ruizianas ya destacadas en varios abordajes: (i) la idea de un cine de artefactos, de ilusionismo y ardides, un cine de trucos visuales y narrativos, de «rebusque» y escamoteo; (ii) su política devoradora y libresca, complacida en la iteración y deconstrucción de motivos y citaciones, de referencias oscuras e improbables, tránsfuga de la (des)adaptación y la «recreación creativa»¹²; (iii) la noción de un cine de «bricolaje inspirado», de oficio, de un savoir-faire fílmico que construye desde la ruina o la sobra, menoscabado por la creciente uniformización de la industria y que devuelve por ende en un reciclaje deformado sus propios clichés; (iv) un cine del desbordamiento, cultor, diría Cristián Sánchez, de una «imagen desmesurada»¹³; y por último, (v) un cine de alusiones políticas tangenciales, engañosamente evasivo, que se introduce de lleno, pese a todo, en los debates ideológicos de su tiempo –chilenos o no– y que algunos escritos recientes comienzan ya a poner de manifiesto¹⁴.
Para poder plasmar todas esas modalidades nos ha parecido necesario, al fin de cuentas, adoptar una forma expresiva híbrida, más próxima acaso a la crítica cinematográfica, a medio camino entre el artículo expositivo, de rigor académico, y el texto meramente especulativo, de inspiración si se quiere poética. Esa forma, que situamos bajo el signo del «ensayo» (vale decir, del intento y, por qué no, del experimento, de la indagación), quisimos también hacerla proliferar, multiplicarla, razón que nos empujó a optar por una gran diversidad de puntos de vista y metodologías, que confiamos por lo general a plumas de procedencias indistintamente más académicas o cinéfilas, siempre bajo la premisa: «una película, un texto». Esto asume aquí un formato breve, nunca superior a las diez carillas, que se presta bien, creemos, al comentario de obras como las de Ruiz, proclives a lo antojadizo y lo inacabado.
Otro de los propósitos de este libro es desmarcarse, al menos en términos globales, de ciertas etiquetas que han ya probado de sobra su eficacia o su productividad; marcos teóricos que parecen acoplarse bien –o acaso demasiado bien– a ciertos tramos de la heteróclita producción de Ruiz, pero que no logran ceñirla por entero en su multiplicidad. Pensamos, claro está, en rúbricas como la del cine «menor», que se deja aplicar con toda naturalidad a buena parte del corpus ruiziano¹⁵, en especial cuando se considera su filmografía posterior al golpe de Estado; o en la noción de un cine «con acento», propuesta en su modalidad mundialmente conocida por Hamid Naficy¹⁶; sin olvidar por supuesto uno de los flancos de ataque más privilegiado a lo largo de los años, constituido en torno a la noción de un cine «barroco»¹⁷. A estos enfoques habría que añadir todavía la veta de lo que podríamos denominar, por falta de fórmula más feliz, el Ruiz «castizo», nacional, interesado por el color local, o de plano ya por lo agreste y lo folclórico, cuyas manifestaciones, notorias en algunas de sus producciones crepusculares para la televisión y el cine, no hemos querido retener aquí¹⁸.
Desde luego, hemos tenido que dejar en el tintero un buen número de cintas que nos hubiera gustado ver analizadas. La tarea, sin embargo, era ardua: el catálogo ruiziano es un territorio colosal y en sus campos hay todavía sendas impracticables¹⁹. El muestrario ofrecido, con todo, es particularmente generoso: en total, se han analizado más de cuarenta obras, cubriendo de un extremo a otro un periodo que supera las cuatro décadas. Dentro de ellas, se han abordado por lo general los casos menos canónicos, con una preferencia por los formatos y ejercicios experimentales, radicalmente menores, así como por las iniciativas abiertamente interdisciplinarias (películas-taller o colaboraciones con amistades, filósofos y otros artistas), dando cuenta en definitiva de una multiplicidad de vínculos que la literatura no ha subrayado todavía suficientemente. En suma, conviven aquí películas asociadas a la danza contemporánea, al teatro, films documentales, adaptaciones literarias, obras de metraje encontrado, películas de serie B y experimentos más acotados o puntuales.
En lo que atañe a la organización, por último, el volumen está dividido en siete secciones, cuyos títulos, ya de por sí bastante explicativos, no requerirán mayor elucidación: «Films recobrados», «Televisión», «Teatro, danza, taller», «Documental», «Cine B», «Ficciones grandes y pequeñas» y «Divertimentos». Cada uno de estos apartados obedece a una modalidad productiva, genérica o patrimonial que nos parecía necesario explorar en su diversidad y riqueza.
Libro «omnívoro» y «desmesurado» a su manera, Potencias de lo múltiple procura precisamente plasmar esa pluralidad. Su objetivo es ensanchar por igual las distintas vías de acceso –troncales o alternas– a la filmografía ruiziana, de suyo ramificada y fractal. Es de esperar que su lectura allane todavía otros múltiples caminos.
Nota aclaratoria sobre los títulos de las películas
Para propiciar una lectura más fluida y evitar redundancias, hemos decidido traducir los títulos de las películas de Ruiz al castellano, dada la similitud con sus equivalentes franceses. Solo conservamos los originales cuando la traducción habría resultado inútil o inaplicable (Mammame, Bérénice, A TV Dante) o en aquellos casos en que, por costumbre, el título ya estaba en cierto modo fijado en el espíritu de la crítica (The Golden Boat o La maison Nucingen, por ejemplo). Lo mismo corre, desde luego, para las películas de otros cineastas. Los títulos originales de cada obra, sin embargo, quedarán consignados cuando corresponda en las bajadas técnicas de cada texto, justo después del título del ensayo.
Notas
¹ Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka: Pour une littérature mineure. París: Éditions de Minuit, 1975.
² Raúl Ruiz, Poéticas del cine, traducción de Alan Pauls, Santiago: UDP, 2013, p. 72. Habría que recordar aquí las referencias del propio Ruiz a Walter Benjamin y a la noción de «inconsciente fotográfico», que da nombre al capítulo IV de sus Poéticas del cine. La noción surge en Ruiz como una posibilidad de otorgar un estatus más estable y sistemático a los accidentes de la imagen fílmica, esos «elementos secundarios que […] se escapan de los signos más llamativos que constituyen el tema de la fotografía […] hasta constituir un nuevo motivo» (ibid., p. 71).
³ Raúl Ruiz, Entretiens, presentación de Jacinto Lageira. París: Hoëbeke, 1999, p. 18.
⁴ Ibid., p. 44.
⁵ Luis Carlos Muñoz Sarmiento, «Entrevista con Raúl Ruiz. La poética de la desconfianza (I)», Milinviernos, mayo 2012, en línea: https://milinviernos.org/2012/05/28/entrevista-con-raul-ruiz-la-poetica-de-la-desconfianza1/
⁶ Baruj Spinoza, Ética demostrada según el órden geométrico, traducción de Atilano Domínguez. Madrid: Trotta, 2000, p. 79.
⁷ Baruj Spinoza, op. cit., p. 133.
⁸ Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, traducción de José Vázquez Pérez y Umbelina Larraceleta. Valencia: Pre-Textos, 2002, p. 12.
⁹ Raúl Ruiz, Off the record, entrevista conducida por Fernando Villagrán, 2001. Ruiz parafrasea aquí al cineasta argentino David José Kohon.
¹⁰ Yenny Cáceres, Los años chilenos de Raúl Ruiz. Santiago: Catalonia, 2019, p. 135.
¹¹ Waldo Rojas, «Raúl Ruiz, imágenes de paso», en Valeria de los Ríos e Iván Pinto (dirs.), El cine de Raúl Ruiz: fantasmas, simulacros y artificios. Santiago: Uqbar, 2010, p. 24.
¹² Ignacio Latorre y Yerko Corovic, Raúl Ruiz: recobrando el tiempo. Santiago: Cuarto Propio, 2016, p. 97.
¹³ Cristián Sánchez, Aventura del cuerpo. El pensamiento cinematográfico de Raúl Ruiz. Santiago: Ocho Libros, 2011, p. 150.
¹⁴ Desde hace algunos años, en efecto, viene desarrollándose por distintos caminos una línea investigativa que resignifica sensiblemente el periodo ruiziano de la postindagación, haciendo resurgir lo político como categoría central de análisis. Véase, por ejemplo, Sergio Navarro, «El cine de Raúl Ruiz y su política de la imagen», y Adolfo Vera, «Magia, técnica y montaje en el proyecto anti-identitario de Raúl Ruiz», ambos en De Ruiz a la utopía contemporánea en el cine chileno y latinoamericano, Mónica Villarroel (ed.). Santiago: Lom, 2017, pp. 187-198, pp. 215-226; José Miguel Palacios, «Las reglas del juego: hacia una política del cine en dos escritos de Raúl Ruiz», en Anales de Literatura Chilena, nº 30, 2018, pp. 151-166; Ignacio López-Vicuña, «Ironía y poscolonialidad en El techo de la ballena de Raúl Ruiz», en A contra corriente, nº 2, 2020, pp. 146-164.
¹⁵ Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka: Pour une littérature mineure. París: Éditions de Minuit, 1975.
¹⁶ Hamid Naficy, An Accented Cinema: Exilic and Diasporic Filmmaking. Nueva Jersey: Princeton University Press, 2001.
¹⁷ Véase, entre otros, Richard Begin, Baroque cinématographique: essai sur le cinéma de Raoul Ruiz. París: PUV, 2009; Christine Buci-Glucksmann y Fabricre Revault d’Allones, Raoul Ruiz, París: Dis Voir, 1987; Décadrages: cinema, à travers champs, Dossier Raoul Ruiz, nº 15, 2009; y Paul Beaucage, «La démesure baroque de Raoul Ruiz», Séquences. La revue de cinéma, nº 188, 1997, pp. 33-37.
¹⁸ Pensamos, específicamente, en Días de campo (2004), La recta provincia (2007), Litoral (2008) o incluso Cofralandes (2002).
¹⁹ En lo que nos concierne, deploramos la ausencia de algunos documentales como L’or gris (1980), Miotte vu par Ruiz (2002) y Médée: chronique d’une mise en scène (2003), que circulan ya desde hace algún tiempo por internet. En el ámbito de los talleres o ejercicios prácticos de cine, en cambio, lamentamos, pese a nuestros esfuerzos, no haber podido contar oportunamente con copias de Il viaggio clandestino (1994) o Tous les nuages sont des horloges (1988).
El hilo de Ariadna
¹
Sergio Navarro Mayorga
La telenovela errante | Chile | 1990, 2018 | 80’ | 16 mm
La película gira en torno al folletín de televisión. Se estructura en base a la presunción: la realidad chilena no existe, más bien es un conjunto de teleseries. Son cuatro provincias audiovisuales y se respira la guerra entre los bandos. Los problemas políticos y económicos están disueltos en una jalea ficcional dividida en capítulos vespertinos. Toda la realidad chilena está tratada desde el punto de vista de la telenovela y cumple la función de filtro revelador de esta misma realidad
Raúl Ruiz
Es un lugar común decir que este film habla de la chilenidad: el reconocimiento resulta apabullante. Se necesita por lo tanto un nuevo enfoque, capaz de tomar en cuenta exploraciones anteriores, en las que puedan evidenciarse ya aspectos de una identidad buscada.
Ruiz debuta con Tres tristes tigres (1968), donde sondea el alma nacional a partir de los medios que entrega el aparato cinematográfico, según un programa crítico frente a la imagen que tenemos de nosotros mismos: el cine de indagación. Este implicaba inventar una nueva concepción de la identidad social, no basada ya en estereotipos oficiales, sino en el reconocimiento de los gestos, costumbres, lenguaje y humor que constituyen una forma característica de ser chileno. Era preciso hacer patentes las actitudes y actos inconscientes que dan forma a una resistencia cultural, en oposición a la cultura dominante que imponen los medios. Afirmar la cultura popular para combatir los estereotipos: tal era el objetivo de películas como Nadie dijo nada (1971), La expropiación (1972), El realismo socialista (1973), Palomita blanca (1973) y Diálogo de exiliados (1976), que muestran experiencias populares plagadas de estereotipos por remover.
Filmada tras la vuelta de la democracia y después de muchos años fuera del país, La telenovela errante (1990, 2018) extrae en cambio los estereotipos de sus entornos de funcionamiento habitual, los desnuda y los pone en un crisol, según un programa de indagación chilena que Ascanio Cavallo juzga dirigido principalmente «por el humor»². Con ella, Ruiz plantea una nueva estrategia para conjurar los estereotipos: terminar con la fatal inocencia del espectador que produce Hollywood. Este nuevo camino, al que da el nombre de cine chamánico³, aspira a ir más allá de la tradicional división realismo-ilusionismo, y se basa, fundamentalmente, en el entrelazamiento de dos tipos de relatos que responden a dos paradigmas disímiles: el recursivo, en el que el lenguaje mantiene su libertad respecto del desarrollo reglado (y donde la coherencia está garantizada por el retorno a esas reglas), y el estratégico, que juega en cambio con reglas determinadas de antemano, como en un partido de fútbol.
Este procedimiento de «paradigmas intercambiados» permite contar una sola historia en dos formas diferentes, o en más de dos, una siempre más coherente que la otra. Se obtienen con ello secuencias bifásicas, compuestas de una parte aparentemente real y de otra más bien libre, alegórica, por lo común desplazada con respecto a las reglas del juego (en este caso, el género televisivo). Cada segmento, cada cuadro, representa así un tono distinto al interior de un gran caleidoscopio de situaciones. El cine chamánico se presenta de este modo como un artefacto de efecto retardado, que provoca una reacción en cadena en la secuencia fílmica. Gracias a él, creemos poder recordar acontecimientos que nunca hemos vivido, o traer a la memoria recuerdos que pensábamos haber olvidado para siempre. Es ese, precisamente, su efecto: salir desarmado de la sala de cine, sin poder contar lo que se creía entender de la película.
El conjunto de La telenovela errante es heterogéneo. Designa una sociedad compuesta de retazos, algo así como cuadros de una exposición. Lo que deja al descubierto este despliegue narrativo es la falta de un relato social capaz de constituir una sociedad. Ni siquiera los actores conservan una caracterización única, sino que interpretan roles distintos de un segmento a otro. Ruiz ya había recurrido en otras ocasiones a la idea de un mundo primigenio hecho de trozos o jirones, un mundo no organizado, desprendido de un pacto social, en que los personajes vagan sueltos, sin representación. Aquí, sin embargo, opta por alegorizar el contenido para salvar al conjunto de la ruina. Los cuadros tienen que ser leídos aleatoriamente, por separado, renunciando a buscar una hipótesis que permita comprender el hilo de una historia secreta. Se trata de una criptoescritura: para seguir el film se requiere un espectador cómplice, que esté al corriente de los datos entregados, disponible para acertar con el humor implícito.
Cada acto de La telenovela errante parece elegir su propia área de acción. En El inglés en las zonas sensibles, es el juego «estaba la rana cantando debajo del agua»; en La gente nos mira, la sensiblería burguesa; en Chile fértil provincia, el puro ejercicio retórico. El juego lingüístico, por su parte, se hace más transparente en Los con H; el melodrama surge mediante las acusaciones cruzadas en Alma C. De Ríos; la falsa nostalgia aflora en Más allá de las montañas; y el epílogo, Si te portas mal en esta vida, en la próxima te convertirás en chileno, pasa a ser una suerte de cabo suelto. Ruiz, amante de la multiplicidad, no se guarda recurso alguno, mezcla todo cuanto encuentra: un melodrama televisivo, un thriller parodiado, una sonora declamación poética, una voz en off intertextual y, por supuesto, múltiples efectos visuales.
La fusión pretende decantar la delirante realidad nacional y acaba por desembocar en «una serie de escenas con las estructuras lingüísticas y el acento de los chilenos»⁴, que recurre al juego lingüístico como única forma de dar sustento a la carencia territorial. Pero el mecanismo activo más importante es ciertamente la fragmentación del discurso, la contraposición de una puesta en escena aparentemente real y una más alucinada, que chocan y se potencian. Por medio de la yuxtaposición de dos relatos, Ruiz establece una realidad inédita, una secuencia indiscernible que se rehúsa a constituir una sola realidad y queda como dando vueltas, rebotando. «La consumación del juego tiene lugar fuera de la película, en un espacio ficcional exterior»⁵, afirma.
La gente nos mira hace recaer nuestra primera mirada sobre un rasgo chileno bien definido: el habla oblicua que nunca expresa lo que siente, que impide decir las cosas de forma directa. Este comportamiento ambiguo –camuflaje de intenciones que llama mucho la atención de los extranjeros– aparecía ya en Tres tristes tigres. Allí, Alicia, la dueña del departamento, no revelaba su interés por Rudi, mientras Tito sentía pudor atraído por Chonchi. ¿Recato, intereses ocultos e inconfesados o forma ladina de engañar al interlocutor? De entrada, Ruiz nos pone frente al melodrama, el juego vacío de la seducción de una mujer comprometida con el hermano de su esposo, con frases bien dichas que dejan flotar una especie de parodia del deseo. «¿Tú eres socialista?», «Sí, lo soy. ¿Ahora puedo tocarte?». La literalidad emerge a través de la mujer que anhela casarse con un hombre musculoso. «La carne es puro músculo», dice el hombre, mostrando –colmo de la literalidad– un trozo de carne. Luego tiene que llegar el esposo y sorprender a la pareja. «Estamos arruinados», le dice este a su hermano, «¿qué podemos hacer?». Entre traiciones conyugales y negocios fracasados, el género domina el segmento. Acabamos de empezar y estamos ya de cuerpo entero en la jocosa «jalea ficcional» que se nos promete.
En el segundo segmento hay una escena genial: un monólogo de Luis Alarcón en su oficina, de estilo muy televisivo (o sea, en plano medio). Ruiz elige a un único actor que corrige gramaticalmente un dictado de la estrofa de Ercilla, y extrae toda la picardía que solo Alarcón sabe brindar. Chile fértil provincia representa el decálogo de las imágenes estereotípicas de las cuales nos alimentamos. Para desmontar el discurso habrá bastado el recitado. Transitamos luego a un nuevo relato: el personaje hablaba con su mujer, y ahora vuelve a la rutina de la oficina. Dos actores (Érica Ramos y Mario Lorca) recitan un diálogo amoroso que pone el acento en la sonoridad del verso. Esto es suficiente para que ambas partes de la secuencia se confronten. La lengua ha protagonizado el segmento: la sonoridad del castellano, su correcta dicción, su mecánica.
Ruiz ha dicho que trabajar en español le permite realizar juegos de palabras y usar modismos que en Europa no le son viables. Sagaz observador de la degradación del trabajo político, no pierde ocasión para revelar el discurso vacío de la militancia partidista. En El inglés en las zonas sensibles, dos gánsteres enviados a una misión de limpieza parodian un thriller doblado al español. Son dos agentes gringos en automóvil, de noche, como en una escena de Pulp Fiction (1994). Entrenados en West Point, forman un equipo de limpieza que elimina a enemigos políticos. La performance de los dos actores (Roberto Poblete y Alberto Castillo) sostiene la escena; la parodia es exacta, económica, efectiva. En Tres tristes tigres, Ruiz empezaba con tres personajes dentro de un automóvil mientras se escuchaba la tradicional canción «Estaba la rana sentada cantando debajo del agua», refrán popular muy propio de los parroquianos de los bares de antaño. El juego, aquí, reaparece.
La secuencia es interrumpida por un ajuste de cuentas: dos militantes de izquierda (Fernando Bordeau, Francisco Morales), que atentan y eliminan a los agentes americanos, redactan una proclama que termina con «Venceremos». Se suceden los atentados. Un hombre y una mujer, a su vez, los eliminan. Así se suprimen estos opositores políticos. Cada grupúsculo político no elimina solamente a sus adversarios, sino que pretende modificar el discurso, reformar el dogma. La seguidilla se prolonga. Aparecen Franklin y su compañero, que eliminan a la pareja, y antes de que canten victoria son a su vez eliminados por otros dos militantes (Lucho Alarcón y Javier Maldonado). «Somos ocho», exclaman antes de morir. Se da paso a una disrupción: Luis Alarcón, parodiando una entrevista televisiva, habla sobre la reforma constitucional. Típico chileno: cada vez que Alarcón llega a sostener algo, una voz off pregunta: «¿Y por qué?». Ya no interesa la reforma constitucional: estamos de lleno en una performance lingüística.
El cuarto día aparecen las acusaciones cruzadas de infidelidades y de golpes recibidos, retazos de una dictadura. Entramos sin rodeos en el melodrama, compuesto claramente de dos partes que funcionan como un mismo proceso mental en la conciencia de sus personajes. En la primera, una pareja de televidentes se dedica a chismorrear sobre lo que ven en la pantalla, a hablar sobre los otros: puro «conventilleo». Una mujer los observa en sobreimpresión. Alma C. De Ríos (Érica Ramos) conversa con un agente (Mauricio Pesutic) que busca justificar la tortura. Cinco mujeres se acusan mutuamente por relaciones de sus maridos con algunas de ellas. Dos son compañeras de colegio. Vemos pasar en cortejo a sus esposos muertos. Suspiran: nunca más se volverán a casar. Son las viudas de la calle Dardignac.
El quinto segmento juega con las incoherencias lingüísticas: Homero (Luis Alarcón) y Hermes (Francisco Reyes) son dos amigos cuyos nombres empiezan con «h». Enseguida, una calle, una batalla, una ciudad, todas llamadas Concepción, como la mujer de Hermes, cuya hermosura preocupa mucho a Homero. Los amigos empujan el auto de Hermes y terminan riéndose en un bar. Una mujer (Patricia Rivadeneira) busca trabajar en una teleserie que precisamente se llama La Concepción. Los «amigos con H» deciden finalmente ir a comer a un topless.
En el segmento que viene el grupo existe todavía. Mauricio Pesutic recita a Carlos Pezoa Marín, que canta el paraíso perdido. Los amigos con H se han reunido en el topless donde baila Pati Rivadeneira y ven una teleserie (mujeres abandonadas por sus maridos retornados para casarse con muchachitas). Surge el juego de hablar a medias, de forma inconclusa: «antes de la intervención no había que haber hecho lo que se hizo», «porque cuando se hace, se hace o no se hace», «todavía hacen y deshacen». Otro se queja de que su hija siga bailando en el topless. La realidad chilena se ha transformado en una telenovela, en la que los personajes destilan sus problemas. Este segmento es de seguro la mirada más clara sobre el exilio. La extrañeza domina La telenovela errante y encuentra aquí su expresión más directa. «Mi actitud es la de un exote: intento mostrar hasta qué punto Chile se ha convertido para mí en un país extraño»⁶, dice Ruiz. Será por eso que ya no sorprende encontrarse con una telenovela turca que invade el espectro. Mustafa (Mauricio Pesutic) se queja de que su hija pone en jaque el honor de la familia. Francisco Reyes observa a Mustafa y grita: «¡Pirata!». El grupo ya no existe.
Ante la inexistencia del país, Ruiz se ve obligado a ficcionalizarlo, a fabricarlo a retazos. En el último segmento, Si te portas mal en esta vida en la otra te conviertes en chileno, se atisba una posible salida ante esa disolución. Al igual que en Tres tristes tigres, suena el golpecito en el rostro que un juerguista le da a otro: «aquí somos todos chilenos». Dos antiguos compañeros de colegio se encuentran «por casualidad» en una calle de Santiago. Manzano viene llegando de Francia, está de paso por Chile. Martones, en cambio, nunca ha salido del país. Manzano intenta escabullirse pero Martones lo obliga a tomar una cerveza. Recuerdan viejos tiempos, en especial una casa de juventud –pensión, cabaret o peluquería–. «Vamos a verla», dice Martones, típico amigote. La segunda parte del segmento da paso a una casa oscura donde se practica el espiritismo. «Hay que rehuir la fantasmagoría», piensa Ruiz: llegaremos solo hasta el espiritismo, más sano. Ambos amigos se embriagan junto a otro recién llegado, Murillo, cada cual con un fetiche –un chanchito, un gato o un conejo– que daría para un largo análisis simbólico. Una mujer los conmina a quedarse. Se sientan a una mesa de tres patas. Una voz radiofónica narra la llegada de un barco a Valparaíso donde vienen los padres de un niño. Este niño –¿Raúl?– no quiso estudiar una profesión pues prefería contar cuentos a otros niños; quería seguir siendo niño, pero no pudo, porque vino la adultez. El epitafio llega como una voz de ultratumba: «cuando escuchen mi voz yo ya estaré abajo».
«La realidad chilena no existe», sentencia Ruiz. Ha sido reemplazada por la de un país extraño. La que Ruiz conoció se ha pulverizado, convertida ahora en una delgada imagen de teleserie. Sus moradores son seres de ficción que actúan sobre un territorio imaginario. Todo lo que suceda en este país será ficticio: los días serán cualquier día; los roles, intercambiables; el habla, incoherente; la memoria, al fin, difusa. En este simulacro, todo acontecimiento se volverá aleatorio y estará sujeto a combinación. La memoria no será sino fragmentaria, pues el relato que daba vida al país ha dejado de existir. «El cine es esencialmente representación, […] ligada al recuerdo fragmentario»⁷, afirma Ruiz. Desde este punto de vista, en definitiva, la aproximación de Ruiz al género de la telenovela no es un simple ejercicio retórico, sino que expresa su preocupación indagatoria: buscaba un filtro revelador de la realidad chilena y le pareció que el carácter melodramático del formato de la teleserie era el que mejor podría dar cuenta de la nueva realidad que encontraba⁸.
Había en la televisión nacional un programa que se llamaba Así somos los chilenos. Se le podría haber encargado tal vez a Ruiz, pero nada hubiera garantizado que los chilenos se reconocieran en él y se rieran. Tal vez no sea posible, después de todo. No está en su carácter.
Notas
¹ Este artículo fue realizado en el marco de la investigación «El cine de regreso de Raúl Ruiz», financiado por el Fondo audiovisual del Ministerio de las Artes y la Cultura, folio 490633.
² Ascanio Cavallo, «La Telenovela errante», El Mercurio, 8 de septiembre de 2018, disponible en:
³ Raúl Ruiz, Poéticas del cine, traducción de Alan Pauls. Santiago: UDP, 2013, p. 90.
⁴ Raúl Ruiz, Ruiz. Entrevistas escogidas – filmografía comentada. Dirigido por Bruno Cuneo. Santiago: UDP, 2013, p. 250.
⁵ Raúl Ruiz, Poéticas del cine, op. cit., p. 106.
⁶ Raúl Ruiz, Ruiz. Entrevistas escogidas – filmografia comentada, op. cit., p. 250.
⁷ Francesc Llinas, «Entrevista a Raúl Ruiz», en José García Vásquez y Fernando Calvo (dirs.), Raúl Ruiz. Alcalá de Henares: Festival de cine de Alcalá de Henraes y Filmoteca Española, 1983, p. 18.
⁸ Como se sabe, Ruiz siempre había demostrado gran interés por el melodrama y ya durante su temprana estadía en México había trabajado en la guionización de diversas telenovelas.
Los fantasmas ruizianos bailan tango
Wolfgang Bongers
El tango del viudo y el espejo deformante | Chile | 1967, 2020 | 70’ | 16 mm
El tango del viudo es el primer largometraje de Raúl Ruiz. Está basado libremente en un poema de Pablo Neruda de la etapa de Residencia en la tierra I (1933) y, según el propio cineasta, se inspira en «El manzano», relato de la escritora británica Daphne du Maurier¹, fuente frecuente para el cine de Hitchcock. El tango fue filmado en 1967, cuatro años después del corto La maleta –que adapta una obra de teatro del mismo nombre, también de Ruiz– y uno antes de Tres tristes tigres. Para Sergio Navarro, cineasta, crítico y amigo de Ruiz, el film «se diferencia de La maleta por cambiar el eje de sus preocupaciones estéticas: de lo teatral a lo cinematográfico»², allanando el camino del «cine de indagación», patente ya en el segundo largometraje de 1968. Como explica una nota publicada en The Clinic, en la que se incluye además una entrevista a Valeria Sarmiento, habría sido «debido a la falta de fondos para la construcción del audio [que] el realizador abandonó el trabajo». El mismo documento sostiene que el director vaticinaba ya por entonces la suerte de la obra: «El futuro», decía, «será responsable de dar sonido a esta película, que hoy se guarda en silencio»³.
Efectivamente, el estreno mundial se realizó 53 años después, en la Berlinale 2020, como apertura de la sección Forum. Valeria Sarmiento recuperó el material de El tango durante 2017, mientras estaba editando La telenovela errante (1990/2017) en Santiago, otra obra póstuma de Ruiz que se encargó de reconstruir y estrenar. La directora cuenta en la entrevista con The Clinic que el material «estaba guardado en el entretecho del cine Normandie en calle Tarapacá», pero que de las siete bobinas faltaba una. Con el apoyo del Fondo de Patrimonio Audiovisual del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, Sarmiento y su equipo pudieron realizar el proyecto y construir el diseño sonoro. Completaron el vacío con el material filmado por Ruiz, pero montado de manera diferente y sirviéndose de un nuevo guion. A diferencia de La telenovela, para el que existía un guion del propio Ruiz, «en este caso fue [necesario] tomar piezas rotas y armar una especie de mosaico»⁴, señala Sarmiento. Para identificar y reconstruir los diálogos que quedaron sin sonido, la directora trabajó con asesoras sordas que leyeron los labios, las señas y la expresión corporal de los actores (Rubén Sotoconil, Claudia Paz, Luis Alarcón, Shenda Román y Delfina Guzmán), tras lo cual pudo dedicarse a montar las nuevas voces de este divertimento ruiziano.
Digo divertimento, ya que la película es esencialmente un juego en blanco y negro con las temporalidades y figuraciones espectrales del cine. Asistimos a una pieza en clave surrealista –por sus cortes irracionales, inconexiones y lagunas narrativas, sus momentos de fetichismo buñuelesco–, con tintes expresionistas –por sus primeros planos exagerados, sus encuadres deformantes–, acerca de la muerte y la persistencia fantasmal de María, esposa del señor Iriarte. En la primera