Dios fulmine a la que escriba sobre mí
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Aura García-Junco
Aura García-Junco nació en Ciudad de México en 1988. Escribe narrativa y ensayo, y es traductora. Ha colaborado en revistas y en proyectos de investigación sobre literatura clásica y medieval. Fue becaria del Fonca y la Fundación para las Letras Mexicanas. Es autora de Anticitera, artefacto dentado (2019). En 2021 fue seleccionada por la prestigiosa revista Granta como una de las 25 mejores narradoras jóvenes en español.
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Dios fulmine a la que escriba sobre mí - Aura García-Junco
PRIMERO: EL SORDO ENTIENDE LOS SECRETOS DE LA LUNA
Entre una desidia sospechosa que se disfraza de ocupaciones laborales, me digo que si ya saqué el libro del estante, más valdría leerlo. Si Calvino acompañó mis noches de niña, mi adolescencia alocada y luego las pocas horas libres de la universidad mientras Letras Clásicas tendía su centro gravitacional ciceroniano, tomaré como presagio haber escogido un libro duplicado. De noche en esta cama triste abro las páginas de mi ejemplar. Afuera, la avenida se incendia de ambulancias.
*
Como para asumir que va en serio, hago libromancia y registro el inicio de esta exploración bibliográfica en una ficha:
*
A pesar del empuje inicial, no estoy disfrutando Las cosmicómicas. No estoy siquiera leyéndolas. Pensé que sería fácil, que me sentaría y encontraría la misma conexión que alguna vez sentí con el libro. Sin embargo, me ha expulsado una y otra vez. No sé si es porque me siento tan obligada a leerlo y gozarlo que no he logrado pasar del primer párrafo. Mientras tanto he leído libros que me han jalado hacia su interior sin dejarme ni un respiro de por medio. «Robert Walser sabía que escribir que no se puede escribir, también es escribir», reporta Vila-Matas en El mal de Montano, y me pregunto si hay un equivalente para la no lectura mientras se lee.
Como no he podido involucrarme con el aspecto espiritual del libro y me he conformado con manosear su superficie hasta dejarla grasosa, inicio por lo material:
Dos libros, el mío y el suyo: uno despliega sus páginas amarillentas y el olor extraño del tabaco. El suyo cumplió treinta y seis, es la edición de 1985. El otro, la juventud de 1999, veintidós añotes.
1999. Lo compré en una librería de viejo en Donceles, cuando estaba en la preparatoria. Costó, dice la letra a lápiz en la primera hoja, ciento cincuenta pesos. Una fortuna para mí en aquel entonces. Era el sucesor de otra copia que presté3 a alguien. Mi libro talismán tenía que volver a habitar el piso que por ese entonces me servía de buró, al lado del colchón que era mi cama. Es mi historia tanto como es mi libro.
1985. En la cuarta página, abajo del título, tiene la letra cursiva, alargada y angulosa con la que mi papá acuchillaba los libros: Juan Manuel García-Junco Machado 1985. Exlibris a mano. Esto quiere decir que este ejemplar sobrevivió todas las purgas de libros que pusieron en marcha las mudanzas y los problemas económicos.
1999. Pasta azul grisáceo.
1985. Azul Oxford.
1999. Hojas blancas, buen estado.
1985. Hojas amarillentas, una mancha cafesosa al borde, como de grasa antigua.
Ambos: tipografías feas en la portada, la ilustración lineal de un dinosaurio. El veinteañero hunde la imagen del animal gris entre las aguas del azul. El que está en sus treinta, lo deja ver claramente entre líneas que simulan el cosmos. Punto para 1985: la imagen es mucho más bonita que el dinosaurio ahogado.
En 1985, Ediciones Minotauro recomendaba en la solapa leer a Ballard, Calvino, Carter, K. Dick, Le Guin, Schmidt y Tolkien. Es la sección más acertada de recomendaciones.
Para 1999, Ediciones Minotauro ya no hacía recomendaciones.
Si mi papá murió en el 2019 y la firma es de 1985, este libro cohabitó con él treinta y cuatro años. Yo, por mi parte, viví con él sólo catorce y lo conocí treinta. Punto para el libro.
Me campechaneo entre ambos ejemplares mientras se me estruja el alma4 de pensar cuántos libros con esa misma firma, «Juan Manuel García-Junco Machado», se fueron entre los cientos de los que nos deshicimos. Ahora no puedo librarme de ninguno de los que tengo, ni aunque me desborden, ni aunque no los lea. Estoy condenada a los libros duplicados, a la chatarra ilustrada. Cuando alguna se vea obligada a pasar por la misma horrorosa misión de depurar mis pertenencias, o más bien, las pertenencias de un cadáver, quizás esté en esa misma disyuntiva, sólo que esta vez por triplicado: con sus propias cosmicómicas y las mías y las de mi papá, cuyo nombre será ya sólo un eco del pasado. Espero que mis gatas del futuro sean grandes lectoras porque, como van las cosas, serán mis herederas universales. Espero, también, que mis gatas del futuro sean solventes y tengan todos los papeles en regla para poder rentar un departamento lo suficientemente grande para albergar una vida propia y una herencia, o sea una vida ajena.
Me doy cuenta de que divago para no leer y no leo por miedo a entender.
*
Dos fotos entre los libros:
1) Un hombre en sus treintas, guapo. Pelo castaño y abundante. Cejas duras sobre ojos pequeños. Lentes de pasta, siempre. Un saco de lana gris con parches en los codos. Pantalones de mezclilla. ¿La presentación de una de sus novelas en una editorial «respetable»?5 Sonrisa de dientes blancos, un poco burlona.
2) Un hombre hinchado, con la cara roja, el mullet despeinado, el pelo algo grasoso, pero la barba perfecta. Una camiseta desgastada pero limpia. Un pantalón negro, lavado, con manchas blanquecinas, quizás de talco. La dentadura ausente. Crocs, calzado horrendo pero necesario para los pies que se desbordan de agua. Sonrisa triste. Foto borrosa.
El cliché de comparar fotos me golpea en la nariz, a la vez que la realidad de su contenido se esfuerza por probarme que en ocasiones lo ya dicho tantas veces sigue siendo capaz de transmitir una verdad profunda.
Si la foto 1 fuera una película, el hombre que la protagoniza regresaría a su casa acompañado de su esposa, donde una niña y un niño lo estarían esperando cada cual en su cama. Diez años una, seis años el otro. Sus brazos fuertes podrían cargarlos a la vez, sus piernas gruesas, correr por kilómetros hasta llegar a su lado; su brío podría leer y leer y escribir y escribir, sin pausa. Insistir para publicar, y lograrlo. Organizar festivales improbables, con presupuestos por la mala. Llamar a escritores míticos y escritoras promesa, y hablar inglés sin saber hablar en inglés con tal de atraerles a México.
Si la foto 2 fuera una película, el hombre regresaría a su edificio luego de dar taller y subiría con muchos trabajos las largas escaleras. Su rodilla emitiría descargas agudas de dolor, mientras el cuerpo entero exigiría ir con urgencia a orinar. Entre sus paredes amarillentas y el polvo de los libros, recibiría una llamada de su hijo y otra de su mamá, y se quejaría con ella de que no tiene trabajo desde hace tiempo. Las pláticas serían tiernas, amorosas, les sacarían una sonrisa. Luego, le pediría a su hijo dinero prestado para la renta, y después de colgar, empezaría un interminable recuento de sus redes sociales, ese loop del infierno. Trataría de escribir y no lo lograría, trataría de leer y una intranquilidad poco específica lo botaría de sus intentos. Llamaría a su hija, que ahora tiene treinta años, quien vería la llamada y elegiría no contestarla. Mandaría enlaces a muchas personas, publicaría hasta la madrugada en su muro. Tomaría somníferos para comenzar el cruel camino de sus insomnios de cada noche.
Entre las escenas borradas de ambas fotos, alegrías diversas, flamitas efímeras. Incendios cegadores de luz. Los años.
*
La pregunta, desquiciante, ouroboros de mis días, es ¿por qué? El que tuvo un proyecto cultural que llegó a miles. Al que algunos llamaron sensei, entre la ironía y la más pura realidad. El que escribió novelas y publicó una en España en una editorial mítica de literatura de género cuando nadie lo hacía. ¿Qué hay en medio de las dos fotos?
Un escritor que dejó de escribir porque «ya no podía». Estancado y enfermo, amargo en muchos puntos; amoroso en otros.
¿En qué momento la vitalidad comenzó a gotear de sus venas hasta corroer todo a su alrededor?
¿Por qué?
Pesadilla de mis noches cuando aún estaba vivo, enigma al que aún ahora no logro poner la etiqueta de banal. Resulta que la muerte no me está dando la perspectiva que esperaba y que me remuerden por igual sus secretos y los míos.
Emprendo un recorrido a lo largo de los cuatro metros de libreros, dejo que las yemas de mis dedos toquen con suavidad los lomos de los libros, repito, regreso, toco, cierro los ojos, enloquezco, y, en todo este tiempo, sólo atino a repetir «¿por qué?».
*
Arrastro un sillón blanco, una mesita de centro. Una carrera de gatos deja espacio para que los muebles pasen. Los muebles, a su vez, dejan espacio para que los libreros pasen. Cuando me tengo que mudar, lo primero que tomo en consideración es dónde carajos entrarán las cajas y cajas de libros.
Hace unos meses, mientras pensaba en mi realidad de Flamante Nueva Propietaria de una Biblioteca Intocable, se me ocurrió que algo debería decir al respecto. Quería escribir una exquisita disquisición sobre la hondura espiritual de las bibliotecas, esos lugares que consignan entre pastas encueradas toda la grandeza del Hombre. Sobre cómo ni los pulgares oponibles ni el caminar erguidos ni la cognición nos hacen humanas, sino cierta manera de ver el mundo a través del prisma de la palabra, del cual la literatura es el máximo exponente. De cómo los libros quizás no nos mejoren, pero nos invitan a la polisemia. Pero, contrario a lo que mi elección profesional podría insinuar, soy un alma práctica y pronto me di cuenta de que, en estos tiempos de desposesiones, una biblioteca personal es, primero que nada, una monserga.
Cada vez que compro un libro imagino la fatalidad de una mudanza. Su figura tridimensional, encarnada en unos inocentes 880 gramos en promedio, se vuelve un oprobio de grandes proporciones cuando se une a un ejército de sus iguales. Esto claro, dado el caso de que tu departamento nunca sea tuyo y tengas que mudarte una y otra vez.
En parte por ese miedo que se vuelve pertinaz cerca de la fecha de renovación de contrato y en parte por los libros que misteriosamente se aparecían cada vez más en un amplio rango de superficies inapropiadas (no se me va a olvidar la pequeña pila que empezó a comerse mi cama), hace unos años quise ya no comprar más libros. En un afán minimalista, quizás derivado de la súbita fama de Marie Kondo, saqué libros que nunca leería o que ya había leído y me propuse venderlos. Los enlisté en un Excel, muy adulta y todo, y elegí precios mediante un método de tanteo y corazonadas. Pero soy una mujer recta, de bien, así que primero lo primero: mandé el listado a mi papá para ver cuáles de los que me habían llegado a través de él quería de vuelta. Muchos habían sido préstamos o regalos o una frontera imprecisa entre ambas cosas. Algunos tenían conmigo más de una década, pero, aun así, eran suyos. Él quería todos de vuelta, hasta los que seguramente no recordaba, hasta los que no tenía dónde guardar en su guarida ya repleta. Los puse en una caja aparte.
Oh, desidia: con todo y el Excel, no vendí nada y la caja de libros prestados de mi papá se quedó ahí mismo, al lado de un sillón. Luego ya no hubo a quién regresarlos. Cuando los dos libreros enormes de mi papá llegaron a mi departamento junto con sus libros, terminó el periplo de Los Prestados, que regresaron a su Ítaca luego de naufragar en todas mis casas de la última década. Los libros son mi sombra. Incluso cuando intento deshacerme de alguno, regresa por caminos rebuscados. Me voy a morir ahogada en ellos, como él.
Mientras desalojábamos en cámara rápida el departamento de mi papá, lo físico se hizo presente con toda su furia: un metro cúbico más en mi departamento hubiera significado ¿cincuenta? libros que no se habrían ido al camión del ropavejero. Un espacio realmente mío, con títulos de propiedad y certezas de pertenencia, sin el fardo de las mudanzas futuras a cuestas, habría sido el destino necesario para traer conmigo todas las partes de él que tiramos a la basura entre páginas amarillentas.
Por ahora eso da un poco igual porque no logro leer ni los que sí logré mudar a casa. Me conformo con ver como hipnotizada hacia los libreros, con la mirada vacía y seca. Y en ese acto de meditación involuntaria, recuerdo cosas.
*
Recuerdo. Cada una de las esporádicas visitas a su casa iba acompañada del olor de los alimentos más heterodoxos: cerveza en platillos que no la llevaban, vegetales que nunca debieron estar juntos (pero que sorprendentemente sabían bien), sopas que eran guisados medievales y con propiedades solventes para el estómago. Mezclas emanadas de la imaginación, como si fueran ellas mismas un cuento improvisado en una noche de insomnio. Siempre había mucho más alimento del que podíamos comer y, además de libros, mis bolsas de tela verde, de las «ecológicas» (otro regalo), cargaban al final un itacate de hasta un kilo de fresas, un tóper de guiso, varios sobres de atún y sabrá qué otra ocurrencia. Llegar a mi casa y sacar cada uno de los ejemplares, rascarme la cabeza pensando dónde poner un libro más, entre la constante amenaza de desborde.
*
Recuerdo. Una vez, hace muchos años, H. Pascal intentó traer a Ray Bradbury a México para un festival de ciencia ficción. Mis testigos afirman que escucharon cómo hablaba por teléfono con él desde un cuarto en el fondo de la casa de mi tía, que por ese entonces era su cuartel general. Bradbury era viejo, estaba ya en silla de ruedas. La negociación era con su esposa.
Me cuesta trabajo pensar en mi papá haciendo esa llamada en su inglés roto. No me cuesta trabajo ver a Pascal haciéndolo. No es la única vez que lo vi realizar actos de osadía que rebasaban el decoro. Otro: cuando era niña, Pascal fue invitado a la Semana Negra de Gijón. Como toda la vida, no tenía dinero para nada, así que emprendió una misión destinada a fallar. Llamó a Aeroméxico y les ofreció intercambiar un boleto por publicidad en su publicación.
Entiéndase por publicación:
Goliardos, su proyecto de vida, que de tan duradero y esforzado, devino en identidad. Una editorial de géneros «periféricos», terror, ciencia ficción, policíaco. En su mayoría fanzines engrapados, con diseños que él mismo hacía y desafiaban todos los criterios estéticos con sus mezclas en collage de vampiras encueradas y asteroides. Ciberpunk victoriano-masculino en blanco y negro. Tirajes, obviamente, pequeños. Eso sí, por esas épocas se vendían mucho y se reimprimían constantemente. Eso no, parte del proyecto consistía en que fueran muy baratos, para que quien fuera los comprara. Ergo, mucha venta y poco dinero. (Hasta que ya no fue tan poco, pero eso vendrá después).
Mientras escuchaba a escondidas la conversación con la señorita de Aeroméxico, me preguntaba cómo podía él pensar que una corporación enorme le daría un boleto por anunciarse en esa editorial kitsch, que corría de mano en mano entre personas jóvenes que generalmente no tenían un quinto. Sentí mucha vergüenza, como otras tantas veces que lo escuché tratar de obtener fondos para continuar Goliardos contra viento y marea, y, especialmente, deudas.
Seguro que fue así, con una deuda, que finalmente logró comprar el boleto.
Bradbury estuvo cerca de venir al festival. Sólo su mala salud lo impidió. Aun así, cuando me contaron la anécdota, me costó trabajo no pensarla como un fracaso.
*
Sentada en el suelo con los pies cada vez más fríos. Miro los libreros y sus libros, me parecen hermosos. Les tomo fotos, toco lomos viejos, nuevos, el plástico que aún cubre algunos. Unos pocos me obligan a abrirlos para reconocer su contenido: mi papá tenía la costumbre de forrar los que usaría más.6
Es como si un