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El rey de hierro
El rey de hierro
El rey de hierro
Libro electrónico417 páginas9 horas

El rey de hierro

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Información de este libro electrónico

ENTRA EN UN MUNDO FANTÁSTICO DE HADAS PELIGROSAS, PRÍNCIPES MALVADOS Y UNA NIÑA MITAD HUMANA QUE DESCUBRE QUE TODA SU VIDA ES UNA MENTIRA.
En la vida de Meghan siempre había habido algo extraño, desde que su padre desapareció cuando ella tenía seis años. Nunca había encajado en la escuela ni en casa.
Cuando un siniestro desconocido comenzó a observarla desde lejos y su mejor amigo se convirtió en su incansable guardián, Meghan presintió que su vida iba a dar un vuelco.
Pero jamás habría imaginado la verdad: que era la hija de un mítico rey del mundo de los duendes y las hadas y que, inmersa en una guerra implacable en la que era un peón de ambos bandos, tendría que descubrir hasta dónde estaba dispuesta a llegar para salvar a quien amaba, atajar un mal misterioso al que ninguna criatura mágica osaba enfrentarse... y descubrir el amor con un joven príncipe que quizá prefiriera verla muerta a permitir que tocara su corazón helado.
¿Sobrevivirá Meghan en este mundo desconocido donde los amigos se pueden contar con los dedos de una mano?

  ¿Sobrevivirá Meghan en este mundo desconocido donde los amigos se pueden contar con los dedos de una mano?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 oct 2023
ISBN9788410021839
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    El rey de hierro - Julie Kagawa

    Corona

    PRIMERA PARTE

    Ornato

    CAPÍTULO UNO

    El fantasma del ordenador

    Hace diez años, el día de mi sexto cumpleaños, mi padre desapareció.

    No, no se marchó. Marcharse habría conllevado maletas y cajones vacíos, y tarjetas de cumpleaños enviadas a destiempo con un billete de diez dólares dentro. Marcharse habría significado que era infeliz con mamá y conmigo, o que había encontrado un nuevo amor en otra parte. Pero no fue así. Tampoco se murió, porque nos habríamos enterado. No hubo accidente de coche, ni cadáver, ni policías deambulando por la escena de un brutal asesinato. Todo ocurrió muy sigilosamente.

    El día en que yo cumplía seis años, mi padre me llevó al parque, uno de mis sitios preferidos en aquel momento. Era un parquecito solitario en medio de la nada, con una senda para correr y una estanque verde y brumoso rodeado de pinos.

    Estábamos al borde del estanque, dando de comer a los patos, cuando oí la cantinela de un camión de helados en el aparcamiento de lo alto de la colina. Le pedí a mi padre que me comprara un polo y se echó a reír, me dio un par de billetes y me mandó en busca del camión.

    Fue la última vez que lo vi.

    Más tarde, al registrar la zona, la policía descubrió sus zapatos en la orilla, y nada más. Mandaron a sus buzos a rastrear el estanque, pero apenas tenía tres metros de profundidad y no encontraron más que ramas y barro en el fondo. Mi padre había desaparecido sin dejar rastro.

    Después, durante meses, tuve una pesadilla recurrente: yo estaba en lo alto de esa colina, mirando, y veía a mi padre adentrarse en el estanque. A medida que el agua iba cubriendo su cabeza, oía a mi espalda la cancioncilla del camión de helados, una tonada lenta y fantasmagórica cuya letra casi lograba entender. Pero cada vez que intentaba prestarle atención, me despertaba.

    Poco después de la desaparición de mi padre, mi madre nos llevó muy lejos, a un pueblucho minúsculo en medio de los pantanos de Luisiana. Decía que quería «empezar de cero», pero yo siempre supe, en el fondo, que estaba huyendo de algo.

    Tardaría diez años en descubrir de qué.

    Me llamo Meghan Chase.

    Faltaban menos de veinticuatro horas para que cumpliera dieciséis años.

    Los dulces dieciséis. Suena mágico. Se supone que a esa edad, a los dieciséis, las niñas se vuelven princesas, se enamoran, van a fiestas, a bailes de promoción y cosas así. Se han escrito un sinfín de relatos, canciones y poemas sobre esta edad maravillosa en la que encuentras el amor verdadero, las estrellas brillan por ti y el apuesto príncipe te lleva en volandas hacia el atardecer.

    Yo no creía que en mi caso fuera a ser así.

    La mañana del día anterior, me desperté, me duché y revolví mi armario en busca de algo que ponerme. Normalmente agarro lo primero limpio que encuentro por el suelo, pero ese día era especial. Era el día en que Scott Waldron se fijaría por fin en mí. Quería estar perfecta. Pero, por desgracia, como es lógico, mi armario no está precisamente atiborrado de ropa a la última moda. Mientras otras chicas se pasan horas delante de los suyos sollozando «¿Qué me pongo?», en mis cajones hay básicamente tres cosas: ropa procedente de la beneficencia, ropa heredada de otros y petos.

    «Ojalá no fuéramos tan pobres. Sé que criar cerdos no es un trabajo con mucho glamour, pero mamá podría permitirse por lo menos comprarme un par de vaqueros bonitos». Miré con asco mi escuálido armario. «En fin, supongo que Scott tendrá que quedar prendado de mi encanto y mi elegancia natural, si es que no hago el ridículo delante de él».

    Por fin me puse unos pantalones con muchos bolsillos, una camiseta verde que ni fu ni fa y mi único y andrajoso par de zapatillas de deporte, y me cepillé el pelo. Lo tengo rubio casi blanco, liso y muy fino, y enseguida se puso a hacer otra vez esa estupidez de flotar como si hubiera metido el dedo en un enchufe. Me hice una coleta y bajé.

    Luke, mi padrastro, estaba sentado a la mesa tomando café y hojeando la gaceta del pueblo, un periódico muy delgadito que, más que una auténtica fuente de información, es como la columna de chismorreos de mi instituto. Una ternera con cinco patas nace en la granja de los Patterson, anunciaba a bombo y platillo la primera página. Os podéis hacer una idea. Ethan, mi hermanastro de cuatro años, se había sentado en el regazo de su padre y estaba comiendo galletas rellenas y poniendo perdido de migas el peto de Luke. Con un brazo agarraba a Floppy, su conejo de peluche preferido, al que de vez en cuando intentaba darle el desayuno. El conejo tenía la cara llena de migas y pringue de frutas.

    Ethan es un buen chico. Tiene el pelo castaño y rizado de su padre, pero ha heredado de mamá sus grandes ojos azules, igual que yo. Es uno de esos niños a los que las señoras mayores se paran a hacerles carantoñas, y a los que los desconocidos les sonríen y les saludan desde el otro lado de la calle. Mamá y Luke lo miman mucho, pero por suerte no parece que lo estén malcriando.

    —¿Dónde está mamá? —pregunté al entrar en la cocina.

    Abrí las puertas de los armarios y estuve mirando las cajas de cereales, por si había de los que me gustan. Dudaba de que mi madre se hubiera acordado de comprarlos. Y no se había acordado, claro. Sólo había cereales con fibra y unos asquerosos de malvavisco que toma Ethan. ¿Tan difícil era acordarse de los Cheerios?

    Luke no me hizo caso y siguió bebiendo su café. Ethan mordisqueó su galleta y estornudó en el brazo de su padre. Yo me di el gustazo de cerrar de golpe el armario.

    —¿Dónde está mamá? —pregunté un poco más fuerte. Luke levantó la cabeza, sobresaltado, y me miró por fin. Sus ojos marrones y apáticos, como los de una vaca, reflejaron una leve sorpresa.

    —Ah, hola, Meg —dijo con calma—. No te he oído entrar. ¿Qué has dicho?

    Suspiré y repetí la pregunta por tercera vez.

    —Tenía una reunión con unas señoras de la parroquia —murmuró Luke, volviendo a su periódico—. No volverá hasta dentro de un par de horas, así que tendrás que ir en autobús.

    Siempre iba en autobús. Sólo quería recordarle a mi madre que ese fin de semana tenía que llevarme a que me sacara el permiso de conductor en prácticas. Decírselo a Luke era inútil: podía decirle catorce veces lo mismo, que se le olvidaba en cuanto salía de la habitación. Y no porque fuera mezquino, ni malintencionado; ni siquiera tonto. Adoraba a Ethan, y mamá parecía muy feliz con él. Pero cada vez que hablaba con él, me miraba con auténtica sorpresa, como si hubiera olvidado que yo también vivía allí.

    Agarré un bollo de encima de la nevera y me puse a mordisquearlo de mala gana, sin quitar ojo al reloj. Beau, nuestro pastor alemán, entró tranquilamente y apoyó su cabezota en mi rodilla. Le rasqué detrás de las orejas y ronroneó. Por lo menos el perro me hacía caso.

    Luke se levantó y dejó suavemente a Ethan en su asiento.

    —Bueno, campeón —le dijo, dándole un beso en la coronilla—. Papá tiene que arreglar el lavabo del cuarto de baño, así que quédate aquí y sé bueno. Cuando acabe, iremos a dar de comer a los cerdos, ¿vale?

    —Vale —gorjeó Ethan, balanceando sus piernas rollizas—. Floppy quiere ver si la señora Daisy ya ha tenido a sus bebés.

    Luke puso una sonrisa tan asquerosamente satisfecha que me dieron ganas de vomitar.

    —Oye, Luke —dije cuando se volvió para marcharse—, ¿a que no sabes qué día es mañana?

    —¿Umm? —ni siquiera se volvió—. No sé, Meg. Si tienes planes para mañana, habla con tu madre —chasqueó los dedos y Beau se fue enseguida tras él. Sus pasos se perdieron por la escalera y me quedé sola con mi hermanastro.

    Ethan balanceaba los pies y me miraba muy serio, como siempre mira él.

    —Yo sí lo sé —anunció en voz baja, dejando su galleta encima de la mesa—. Mañana es tu cumpleaños, ¿a que sí? Me lo ha dicho Floppy, y me he acordado.

    —Sí —mascullé y, dándome la vuelta, lancé el bollo al cubo de la basura. Dio en la pared con un golpe sordo y cayó dentro, dejando una mancha grasienta en la pintura. Sonreí y decidí dejarla.

    —Floppy dice que te diga felicidades ya.

    —Dile a Floppy que gracias —le revolví el pelo al salir de la cocina, completamente amargada.

    Lo sabía. Mamá y Luke iban a olvidarse por completo de mi cumpleaños. No me regalarían ni una tarjeta, ni una tarta, ni me felicitarían siquiera. Salvo el memo del conejo de peluche de mi hermanito. Qué patético.

    De vuelta en mi cuarto, recogí mis libros, mis deberes, mi chándal y el iPod que me había comprado después de ahorrar un año entero y a pesar del desdén de Luke por todos esos «chismes inútiles que entontecen el cerebro». Como cualquier paleto de pura cepa, mi padrastro detesta y desconfía de cualquier cosa que pueda hacer la vida más fácil. ¿Teléfonos móviles? Ni hablar, tenemos una línea fija que funciona perfectamente. ¿Videojuegos? Son armas del diablo que convierten a los niños en delincuentes y asesinos en serie. Le había suplicado a mamá una y otra vez que me comprara un ordenador portátil para clase, pero Luke se empeña en que el suyo, un armatoste de sobremesa de hace mil años, sirve para toda la familia. Da igual que la conexión por cable tarde una eternidad. Pero ¿quién usa ya la conexión por cable?

    Miré mi reloj y solté una maldición. Faltaba poco para que llegara el autobús y aún tenía que andar diez minutos hasta la carretera. Al mirar por la ventana vi que el cielo estaba gris y amenazaba lluvia, así que agarré también una chaqueta. Y, como muchas otras veces, deseé que viviéramos más cerca del pueblo.

    «Juro que en cuanto tenga el carné y un coche, no vuelvo por aquí».

    —¿Meggie? —Ethan estaba en la puerta, con su conejo bajo la barbilla. Sus ojos azules me miraban sombríamente—. ¿Hoy puedo ir contigo?

    —¿Qué? —mientras me ponía la chaqueta miré alrededor en busca de mi mochila—. No, Ethan. Me voy al cole. Al cole de mayores, los peques tienen prohibido entrar.

    Intenté irme, pero enseguida sentí que dos bracitos rodeaban mi pierna. Apoyé la mano en la pared para no caerme y miré con enfado a mi hermanastro. Se aferraba a mí obstinadamente, con la cara levantada y los dientes apretados.

    —Por favor —me suplicó—. Seré bueno, te lo prometo. Llévame contigo, sólo hoy.

    Dando un suspiro, me agaché y lo tomé en brazos.

    —¿Qué pasa, pequeñín? —pregunté, apartándole el pelo de los ojos. Mamá tendría que cortárselo pronto; empezaba a parecer el nido de un pájaro—. Estás muy mimoso esta mañana. ¿Qué te pasa?

    —Miedo —masculló, y escondió la cara junto a mi cuello.

    —¿Tienes miedo?

    Sacudió la cabeza.

    —Floppy tiene miedo.

    —¿Y de qué tiene miedo Floppy?

    —Del hombre del armario.

    Sentí que un pequeño escalofrío me recorría la espalda. A veces, Ethan era tan serio y tan callado que costaba recordar que tenía cuatro años. Tenía todavía esos miedos infantiles a los monstruos de debajo de la cama y al coco del armario. En su mundo, los peluches hablaban, hombres invisibles lo saludaban desde los arbustos y espantosas criaturas de largas uñas arañaban la ventana de su cuarto. Rara vez les contaba a mamá o a Luke esas historias de fantasmas y hombres del saco; desde que tenía edad suficiente para andar, siempre me las contaba a mí.

    Suspiré, sabiendo que quería que subiera y echara un vistazo para que lo tranquilizara y le dijera que no había nada en el armario, ni debajo de la cama. Por eso mismo guardaba siempre una linterna en su cómoda.

    Fuera brilló un relámpago y se oyó un trueno a lo lejos. Hice una mueca. El paseo hasta el autobús no iba a ser agradable.

    «Mierda, no tengo tiempo para esto».

    Ethan se apartó y me miró con expresión suplicante. Suspiré otra vez.

    —Está bien —mascullé, dejándolo en el suelo—. Vamos a ver si hay monstruos.

    Me siguió en silencio por la escalera y me miró angustiado cuando agarré la linterna y me puse de rodillas para alumbrar debajo de la cama.

    —Aquí no hay monstruos —dije al levantarme. Me acerqué a la puerta del armario y la abrí de golpe mientras Ethan se asomaba por detrás de mis piernas—. Aquí, tampoco. ¿Ya estás mejor?

    Asintió con la cabeza y me lanzó una leve sonrisa. Había empezado a cerrar el armario cuando me fijé en que había un extraño sombrero gris en el rincón. Era un bombín: esférico por arriba, con el ala circular y una banda roja alrededor.

    «Qué raro. ¿Qué hace eso ahí?».

    Al incorporarme para darme la vuelta, vi de reojo que algo se movía. Vislumbré, detrás de la puerta del cuarto de Ethan, una figura escondida cuyos pálidos ojos me observaban a través de la rendija. Giré la cabeza bruscamente, pero allí no había nada, claro.

    «Jo, ahora soy yo la que ve monstruos imaginarios. Tengo que dejar de ver películas de terror».

    Restalló un trueno justo encima de nosotros y di un brinco. Gruesas gotas de lluvia comenzaron a tamborilear en los cristales. Pasé corriendo junto a Ethan, salí de casa a toda prisa y corrí por el camino.

    Cuando llegué a la parada del autobús, estaba empapada. Estábamos a finales de primavera y la lluvia no era gélida, pero sí lo bastante fría como para resultar incómoda. Crucé los brazos y me acurruqué debajo de un ciprés cargado de musgo, esperando a que llegara el autobús.

    «¿Dónde estará Robbie?», me pregunté mientras miraba por la carretera. «Ya suele estar aquí. A lo mejor no le apetecía empaparse y se ha quedado en casa». Resoplé, haciendo girar los ojos. «Otra vez haciendo novillos, ¿eh? El muy vago. Ojalá pudiera yo».

    Si tuviera coche… Conocía chicos y chicas a los que sus padres les regalaban un coche cuando cumplían dieciséis años. Yo tendría suerte si me regalaban una tarta. La mayoría de la gente de mi clase ya tenía el carné y podía ir en coche a las discotecas y las fiestas, o donde les apeteciera. A mí siempre me dejaban atrás, la palurda a la que nadie quería invitar.

    «Menos Robbie», me corregí encogiéndome un poco de hombros para mis adentros. «Por lo menos Robbie sí se acordará. ¿Qué chorrada se le habrá ocurrido para mañana?». Estaba casi segura de que sería algo absurdo o extraño. El año anterior, me había hecho salir a escondidas de casa a media noche para ir de picnic al bosque. Fue muy raro; me acordaba de la hondonada y del pequeño estanque sobrevolado por las luciérnagas, pero aunque luego lo busqué muchas veces en la arboleda de detrás de mi casa, nunca lo encontré.

    Algo se escabulló entre los matorrales, detrás de mí. Una comadreja o un ciervo, o incluso un zorro intentando resguardarse de la lluvia. Allí, la fauna era absurdamente osada y tenía poco miedo de los humanos. Si no fuera por Beau, el huerto de mamá sería un bufé para conejos y ciervos, y la familia de mapaches que vivía por allí se serviría a sus anchas de todo lo que había en nuestros armarios.

    Una rama chasqueó entre los árboles, más cerca esta vez. Me removí, incómoda, decidida a no darme la vuelta por una ardilla o un mapache de nada. No soy como Angie la inflatetas, Miss Perfecta Animadora, que daba un brinco si veía un ratón en una jaula o una mota de polvo en sus vaqueros Hollister. Yo había rastrillado heno, matado ratas y pastoreado a cerdos con el barro hasta las rodillas. Los animales salvajes no me dan miedo.

    Aun así, miré carretera abajo con la esperanza de ver doblar la curva al autobús. Tal vez fuera por la lluvia, o por mi imaginación perversa, pero el bosque me recordaba al escenario de La bruja de Blair.

    «Aquí no hay lobos, ni asesinos en serie», me decía. «No te pongas paranoica».

    El bosque quedó en silencio de repente. Me apoyé en el árbol, tiritando, y deseé con todas mis fuerzas que llegara el autobús. Un escalofrío me subió por la espalda. No estaba sola. Estiré el cuello con cautela y miré por entre las hojas. Encaramado a una rama había un pajarraco negro inmóvil como una estatua, con las plumas de punta para protegerse de la lluvia. Mientras lo miraba, volvió la cabeza y me miró fijamente, con unos ojos tan verdes como el vidrio coloreado.

    Y entonces un brazo rodeó el árbol y me agarró.

    Chillé y me aparté de un salto, con el corazón atronándome los oídos. Me di la vuelta, lista para echar a correr. Ya veía violadores y asesinos, y a Cara de cuero, el de La matanza de Texas.

    Pero detrás de mí oí una carcajada.

    Robbie Goodfell, mi vecino (vivía a casi tres kilómetros de mí), estaba recostado contra el tronco del árbol, partiéndose de risa. Alto y delgaducho, con los vaqueros raídos y una camiseta vieja, se detuvo para mirar mi cara pálida y volvió a desternillarse. El pelo rojo y puntiagudo se le pegaba a la frente y la ropa, que se le ceñía a la piel, realzaba su cuerpo flaco huesudo y larguirucho, cuyos miembros no parecían encajar del todo. Estaba empapado y cubierto de ramitas, hojas y barro, pero eso no parecía molestarlo. Había muy pocas cosas que molestaran a Robbie.

    —¡Jobar, Robbie! —grité, dando un zapatazo, y le lancé una patada. La esquivó y salió a la carretera tambaleándose, rojo de risa—. No tiene gracia, idiota. Casi me da un infarto.

    —Pe-perdona, princesa —jadeó, y se llevó la mano al corazón mientras intentaba recuperar el aliento—. Es que era perfecto —soltó una última carcajada y se incorporó, agarrándose el costado—. Madre mía, ha sido impresionante. Has dado un salto de dos metros, por lo menos. ¿Quién creías que era, Cara de cuero o qué?

    —Claro que no, bobo —me volví dando un soplido para que no viera que me ardía la cara—. ¡Y te he dicho que no me llames así! Ya no tengo diez años.

    —Claro, princesa.

    Hice girar los ojos.

    —¿Te han dicho alguna vez que tienes la madurez de un niño de cuatro años?

    Se rió alegremente.

    —Mira quién fue a hablar. Yo no me pasé toda la noche con la luz encendida después de ver La matanza de Texas. Intenté avisarte —hizo una mueca grotesca y avanzó hacia mí bamboleándose con los brazos estirados—. Uuuuuh, cuidado, que soy Cara de cuero.

    Fruncí el ceño y lo salpiqué dando una patada a un charco. Él hizo lo mismo, riendo. Cuando unos minutos después apareció por fin el autobús, estábamos los dos cubiertos de barro y hechos una sopa, y el conductor nos dijo que nos sentáramos atrás.

    —¿Qué haces hoy después de clase? —preguntó Robbie cuando nos acurrucamos en los asientos del fondo. A nuestro alrededor, los estudiantes hablaban, reían y gastaban bromas sin prestarnos atención—. ¿Quieres que vayamos a tomar un café? O podríamos colarnos en el cine y ver una peli.

    —Hoy no, Rob —contesté, intentando escurrir mi camiseta. Ahora que había acabado, me arrepentía de todo corazón de nuestra batallita de barro. Iba a parecer la criatura de la Laguna Negra delante de Scott—. Esta vez tendrás que colarte sin mí. Esta tarde tengo que dar una tutoría.

    Robbie entornó sus ojos verdes.

    —¿Una tutoría? ¿A quién?

    Noté un cosquilleo en el estómago y procuré no sonreír.

    —A Scott Waldron.

    —¿Qué? —Robbie tensó los labios en una mueca de asco—. ¿A ese cachas? ¿Qué pasa, es que necesita que le enseñes a leer?

    Lo miré con enfado.

    —No tienes que portarte como un capullo porque sea capitán del equipo de fútbol. ¿O es que estás celoso?

    —Uh, claro, será eso —contestó con desdén—. Siempre he querido tener el coeficiente intelectual de una piedra —soltó un bufido—. No puedo creer que estés por ese cachas. Tú te mereces algo mucho mejor, princesa.

    —No me llames así —me giré para que no viera que me había puesto colorada—. Y sólo es una clase particular. No va a pedirme que vaya con él al baile de fin de curso, jopé.

    —Ya —parecía poco convencido—. No, pero a ti te gustaría que te lo pidiera. Reconócelo. Babeas con él como cualquiera de esas animadoras con la cabeza hueca.

    —¿Y qué si es así? —repliqué, volviéndome bruscamente—. No es asunto tuyo, Rob. ¿Qué más te da a ti?

    Se quedó muy callado y después masculló algo ininteligible en voz baja. Le di la espalda y me puse a mirar por la ventanilla. No me importaba lo que dijera Rob. Esa tarde, durante una grandiosa hora, Scott Waldron sería sólo mío, y eso nadie podía quitármelo de la cabeza.

    Las clases se me hicieron eternas. Los profes sólo decían bobadas y los relojes parecían moverse hacia atrás. La tarde pasó despacio y borrosamente. Pero sonó la campana y por fin conseguí escapar de la eterna tortura de las ecuaciones.

    «Hoy es el día», me decía mientras me abría paso por los pasillos atestados, bordeando el hervidero de gente. Las zapatillas mojadas rechinaban en las baldosas y una peste a sudor, humo y olor corporal espesaba el aire. Sentía un hormigueo nervioso. «Puedes hacerlo. No lo pienses. Entra y hazlo de una vez».

    Esquivando alumnos, avancé en zigzag por el pasillo y me asomé a la sala de ordenadores.

    Y allí estaba él, sentado a una de las mesas, con los pies encima de otra silla. Scott Waldron, el capitán del equipo de fútbol. Scott el tío bueno. Scott, el rey del instituto. Llevaba una beisbolera roja y blanca que realzaba su ancho pecho, y el pelo abundante y rubio oscuro le rozaba la parte de arriba del cuello.

    Se me aceleró el corazón. Una hora entera en la misma habitación que Scott Waldron, y sin nadie por el medio. Normalmente ni siquiera podía acercarme a él: o estaba rodeado por Angie y su grupito de animadoras, o por sus compañeros del equipo. Había más alumnos en la sala de ordenadores, pero eran friquis y empollones, de ésos en los que Scott Waldron jamás se fijaba. Los jugadores y las animadoras no se pasaban por allí ni muertos, si podían evitarlo. Respiré hondo y entré en el aula.

    No me miró cuando pasé a su lado. Estaba recostado en la silla, con los pies para arriba y la cabeza hacia atrás, lanzando un balón invisible al otro lado de la habitación. Carraspeé. Nada. Carraspeé más fuerte. Y nada.

    Armándome de valor, me puse delante de él y lo saludé con la mano. Sus ojos marrón café me miraron por fin. Pareció sobresaltarse un momento. Luego levantó con indolencia una ceja, como si le extrañara que quisiera hablar con él.

    «Oh, oh. Di algo, Meg. Algo inteligente».

    —Eh… —tartamudeé—. Hola, soy Meghan. Me siento detrás de ti. En clase de informática —seguía mirándome con cara de pasmo, y noté que me ardían las mejillas—. Eh… No me gustan mucho los deportes, pero me pareces un defensa alucinante, aunque no he visto muchos, claro… Bueno, sólo a ti, la verdad. Pero parece que sabes lo que haces, eso está claro. Voy a todos tus partidos, ¿sabes? Suelo sentarme muy atrás, así que seguramente no me habrás visto —«ay, Dios. Cállate, Meg. Cállate ya». Cerré la boca con fuerza para dejar de parlotear. De pronto tenía ganas de meterme en un agujero y morir. ¿Cómo se me había ocurrido aceptar aquello? Era mejor ser invisible que quedar como una perfecta imbécil delante de Scott.

    Parpadeó indolente, levantó una mano y se sacó los auriculares de los oídos.

    —Perdona, nena —dijo tranquilamente, con esa voz suya, tan grave y maravillosa—. No te he oído —me miró de arriba abajo y sonrió—. ¿Tú eres la tutora?

    —Eh, sí —me erguí y alisé los pocos guiñapos que quedaban de mi dignidad—. Soy Meghan. El señor Sanders me pidió que te ayudara con el proyecto de programación.

    Siguió mirándome con una sonrisilla.

    —¿No eres esa palurda que vive en los pantanos? ¿Sabes lo que es un ordenador?

    Me puse como un pimiento y el estómago se me contrajo en una pelota. Sí, de acuerdo, no tenía un ordenador estupendo en casa. Por eso me pasaba casi todas las tardes allí, en la sala, haciendo los deberes o simplemente navegando por Internet. De hecho, esperaba entrar en la facultad de Informática dentro de un par de años. Se me daba bien programar y diseñar páginas web. Sabía manejar un ordenador, maldita sea.

    Pero delante de Scott sólo conseguí tartamudear:

    —S-sí. O sea, sé un montón —me miró con escepticismo y sentí el aguijonazo del orgullo herido. Tenía que demostrarle que no era la palurda que creía que era—. Espera, te lo demostraré —dije, y me acerqué al teclado que había sobre la mesa.

    Pero entonces ocurrió algo extraño.

    No había tocado las teclas cuando se iluminó la pantalla del ordenador. Me quedé parada, con los dedos suspendidos sobre el teclado, y sobre el fondo azul del monitor comenzaron a aparecer palabras.

    Meghan Chase. Te vemos. Vamos a por ti.

    Me quedé paralizada. Las palabras, esas tres frases, seguían apareciendo, una y otra vez.

    Meghan Chase. Te vemos. Vamos a por ti. Meghan Chase te vemos vamos a por ti. Meghan Chase tevemos vamos a por ti… Una y otra vez, hasta llenar por completo la pantalla.

    Scott se recostó en su silla, me miró con mala cara y volvió a mirar el monitor.

    —¿Qué es eso? —preguntó con el ceño fruncido—. Tú, friqui, ¿qué coño estás haciendo?

    Lo aparté de un empujón, moví el ratón, pulsé la tecla de salida y apreté Ctrl+Alt+Supr para acabar con aquella hilera interminable. No pasó nada.

    De pronto, sin previo aviso, las palabras dejaron de aparecer y la pantalla quedó en blanco un momento. Luego, en letras gigantes, apareció otro mensaje.

    SCOTT WALDRON MIRA A LOS CHICOS EN LAS DUCHAS, JA, JA, JA.

    Ahogué un grito de horror. El mensaje empezó a salir en todas las pantallas, dando la vuelta por toda la sala, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. La gente de las otras mesas se paró, extrañada, y luego comenzó a señalarnos y a reírse.

    Sentí la mirada de Scott clavada en mi espalda como un puñal. Cuando me volví, asustada, lo vi mirándome con odio. Respiraba agitadamente y tenía la cara amoratada, seguramente de rabia o de vergüenza. Me señaló con un dedo.

    —Te crees muy graciosa, ¿eh, palurda? ¿Eh? Pues espera y verás. Ya te enseñaré yo lo que es divertido. Te has cavado tu propia tumba, zorra.

    Salió hecho una furia de la sala, seguido por una estela de risas. Algunos alumnos me sonrieron, me aplaudieron y levantaron los pulgares. Uno hasta me guiñó un ojo.

    A mí me temblaban las piernas. Me dejé caer en la silla y miré la pantalla sin verla. De pronto se apagó, llevándose consigo aquel mensaje insultante. Pero el daño ya estaba hecho. Sentí náuseas y una especie de escozor detrás de los ojos.

    Escondí la cara entre las manos. «Estoy muerta. Estoy muerta y requetemuerta. Se acabó, Meghan. ¿Dejará mi madre que me vaya a un internado en Canadá?».

    Una risilla interrumpió mis sombríos pensamientos y levanté la cabeza.

    Agazapada sobre el monitor, recortada en negro sobre la ventana abierta, había una cosa minúscula y deforme. Larguirucha y escuálida, tenía los brazos largos y finos y enormes orejas de murciélago. Sus ojos verdes, parecidos a hendiduras, me miraban desde el otro lado de la mesa con un brillo de inteligencia. Antes de desvanecerse como una imagen en la pantalla del ordenador, sonrió enseñando una boca llena de dientes afilados que refulgían con una luz azul neón.

    Me quedé allí sentada un momento, mirando el lugar donde había aparecido aquella criatura mientras mi mente se disparaba en diez direcciones a la vez. «Vale, genial. No es sólo que Scott me odie, es que estoy empezando a alucinar. Meghan Chase, víctima de una crisis nerviosa la víspera de su decimosexto cumpleaños. Que me manden al manicomio, porque seguro que no sobrevivo ni un día más en el instituto».

    Me levanté con esfuerzo y salí al pasillo arrastrando los pies como un zombi.

    Robbie estaba esperándome junto a las taquillas, con un refresco en cada mano.

    —Hola, princesa —dijo cuando pasé a su lado—. Sales temprano. ¿Qué tal ha ido la tutoría?

    —No me llames así —mascullé antes de apoyar la frente en mi taquilla—. Y la tutoría ha ido de miedo. Me quiero morir.

    —Conque sí, ¿eh? —me pasó un refresco, que agarré a duras penas, y abrió el tapón de su zarzaparrilla con un siseo de espuma. Oí una sonrisa en su voz—. Bueno, supongo que podría decir que te lo dije…

    Le lancé una mirada asesina, desafiándolo a continuar.

    Su sonrisa se desvaneció.

    —Pero no lo haré —frunció los labios, intentando no sonreír—. Porque… eso estaría muy mal.

    —¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté—. Los autobuses se han ido ya. ¿Estabas espiando la sala de ordenadores como un obseso?

    Rob tosió con fuerza y bebió un largo trago de zarzaparrilla.

    —Oye —continuó alegremente—, iba a preguntarte qué vas a hacer mañana, por tu cumpleaños.

    «Esconderme en mi habitación y taparme con la manta hasta la cabeza», pensé, pero me encogí de hombros y abrí de un tirón la taquilla oxidada.

    —No lo sé. Lo que sea. No tengo nada planeado —recogí mis libros, los guardé en mi bolsa y cerré de golpe—. ¿Por qué?

    Robbie me lanzó esa sonrisa que siempre me pone nerviosa, una sonrisa que le estira toda la cara y le achica los ojos hasta convertirlos en dos ranuras verdes.

    —Tengo una botella de champán que birlé del armario del vino —dijo en voz baja, subiendo y bajando las cejas—. ¿Y si me paso por tu casa mañana? Podemos celebrar tu cumpleaños a lo grande.

    Yo nunca había tomado champán. Una vez probé un sorbo de la cerveza de Luke y me dieron ganas de vomitar. Mi madre traía a veces una caja de vino, y no estaba mal, pero a mí no me gustaba mucho beber alcohol.

    Ladeó la cabeza, mirándome.

    —¿Estás bien, princesa?

    ¿Qué podía decirle? ¿Que el capitán del equipo de fútbol, por el que estaba colada desde hacía dos años, me la tenía jurada? ¿Que veía monstruos a cada paso y que los ordenadores del instituto estaban zombificados o poseídos? Sí, claro. El mayor bromista del instituto no iba a compadecerse de mí. Conociendo a Robbie, seguro que le parecería una broma brillante y me felicitaría. Si no lo conociera tan bien, hasta habría pensado que era cosa suya.

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