El Vasco
Por E. Enrique Diez
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El Vasco es la historia de un hombre contrario, y de una amistad profunda y sincera que nace y logra sobrevivir a todo, también al paso del tiempo.
Enrique E. Díez (Donostia-San Sebastián, País Vasco, 1969). En su vida, ha trabajado como cartero, programador informático (al igual que su personaje) y, en los últimos años, como camarero. Las páginas de su autor preferido, Arturo Pérez-Reverte, le inspiraron a escribir una novela que, tras un primero intento, se convirtió en su primera obra, El Vasco. En la actualidad, trabaja en el sector de la hostelería y tiene otros dos proyectos en marcha.
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El Vasco - E. Enrique Diez
Introducción
Ella respiraba agitada. Sus uñas se clavaban en la espalda de él que, lenta pero vigorosamente entraba en lo más profundo de ella. Como las olas rompiendo contra las rocas, ella sentía llegar el placer y se estremecía en cada embestida.
Por la ventana abierta se veía el hermoso cielo nocturno de mi amado Culiacán. Miles de estrellas rodeaban una luna que parecía espiar a la pareja de amantes.
Ella se acercaba a su pecho y le mordisqueaba un pezón mientras él se agarraba con fuerza a sus nalgas y bombeaba con más fuerza si cabe.
Él de repente se detenía y la miraba fijamente.
Ni respires. –Le decía con una sonrisa tranquila en los labios y en sus ojos verdes y la besaba cariñosamente en la boca para, después, volver a acometerla de nuevo más profundo, más despacio.
Llevaban horas así. Disfrutando el uno del otro. Amándose a ratos con cariño, a ratos apasionados como animales.
Él aceleró, sintiendo cerca el final, y ella suspiró profundamente al sentir crecer sus acometidas.
Me estás matando cabrón. –Dijo mi reina. Lejos estaba de saber que mañana a esa misma hora ella estaría muerta.
El comienzo
Era una soleada mañana de principios de primavera. Él salió por la puerta del juzgado tapándose los ojos por el exceso de luz. Había pasado parte de la tarde y toda la noche en los calabozos de la policía de allí, Ertzaintza la llamaban, y sus ojos claros de color verde no se acostumbraban a la radiante luz solar.
Él miró hacia abajo, sus ojos se clavaron en el suelo de piedra y comenzó a caminar.
Las cosas estaban chuecas. El fiscal pedía para él el máximo por delitos de tráfico de estupefacientes. Nueve años de su vida. Él dejó caer un suspiro y puso rumbo a su casa.
Una idea daba vueltas por su cabeza. Algo que un amigo de un amigo decía que otro amigo había hecho.
Volvió a suspirar y aceleró el paso. Los agentes le habían requisado todo su dinero y ni para un autobús tenía...
Llegó a casa y encendió su PC. Era un buen ordenador vestigio de otra época en la que él era un prometedor programador de aplicaciones. Una carrera fulgurante que lo llevó hasta arriba de la cresta de la ola y que una mujer, la vida y la crisis en España habían truncado, dejándolo en lo más profundo del océano como un tiburón acechando presas que comerse a dentelladas para poder seguir adelante.
Abrió el Tor, el navegador para la red profunda o Deep Web. En la Deep puedes encontrar drogas, armas, falsificadores de moneda, documentación falsa y lo que buscaba nuestro amigo… Cárteles o grupos mafiosos que podrían darle una nueva identidad y una vida nueva a cambio de unirse a ellos. Eso es lo que el amigo de un amigo se decía que había hecho en el pasado y el tipo había desaparecido para siempre.
Él comenzó a buscar términos como «contratamos pistoleros», «asesinos», «gatilleros» y al usar este último término apareció una página que llamó su atención. En ella y a modo de anuncio se decía.
«Necesitas comenzar una nueva vida perseguido por la justicia. Nosotros te abrimos las puertas a una nueva vida. Mándanos tu email y contactaremos contigo. No lo dudes. Una nueva vida te espera».
Él no lo dudó ni un segundo. Introdujo su email en la casilla correspondiente y pulsó el botón «Enviar».
«Gracias por tu confianza. En no más de 48 horas tendrás noticias nuestras».
Todavía estuvo más rato buscando, pero ninguna otra página le ofreció eso que él buscaba.
A última hora de la tarde y cansado después de una noche en la que poco había dormido en el calabozo, apagó el PC y se dispuso a cenar algo rápido y marcharse a la cama. No le preocupaba lo que le pudieran pedir hacer a cambio de su nueva vida. Nunca había matado, pero su padre, que era militar, le había enseñado a manejar todo tipo de armas y las vidas ajenas, para él, no valían un centavo. Si traficando, robando o matando le proporcionaban una nueva identidad y una nueva vida bienvenidas. Se trafica, se roba y se mata. Lo importante es el comienzo.
El Contacto
A la mañana siguiente, al encender su PC y abrir el correo, encontró entre varios mensajes de Amazon, Infojobs y similares un mensaje cuyo autor decía llamarse «Tu futuro».
Él lo abrió y leyó detalladamente las instrucciones que allí aparecían. Le solicitaban una copia de su documento de identidad y, si la tenía, una copia de la orden judicial o del orden de detención que había contra él para poder ellos confirmar que no era un policía fisgoneando y seguir adelante con el proceso.
Él se sorprendió de que solo con eso aquella gente pudiera comprobar su identidad. Lejos estaba de imaginar hasta dónde llega el poder de los grandes cárteles de la droga.
Escaneó la orden judicial y su documento nacional de identidad y los mandó por correo a la dirección que le indicaban en el email.
Pasó todo el día…
A la noche mientras cenaba un sándwich de pollo con mahonesa revisó su correo y encontró un nuevo mensaje de «Tu futuro».
En él se le explicaba que les confirmara la dirección postal que ellos habían conseguido en el paseo de tal, número cual y él volvió a sorprenderse.
¿Cómo coño sabían donde vivía?
También le explicaban que una vez ellos tuvieran una dirección confirmada, le harían llegar por correo certificado un billete de avión con instrucciones que debería seguir para llegar hasta su destino.
Él dio una manotada a la mesa con satisfacción. Ratificó por email que la dirección era correcta y cerró el navegador mientras encendió un Rothmans y expulsó el humo lentamente. Parecía que un nuevo camino se estaba apareciendo ante él y respiro aliviado. Adiós a nueve años pudriéndose en un chabolo de la cárcel de Martutene en San Sebastián.
Para no aburrir al lector resumiré lo que ocurrió después.
A los tres días, el cartero tocó su timbre y le entregó un sobre certificado. El miró el matasellos y leyó Sinaloa – Culiacán, México. Abrió el sobre y encontró un billete de Air France y una carta que brevemente le explicaba que cogiera sin falta ese vuelo que salía de Madrid rumbo a Ciudad de México al día siguiente. Que no haría falta más equipaje que sus pertenencias más personales que quisiera llevarse a su nueva vida y que buscase en el aeropuerto de Ciudad de México a una persona con un cártel con su nombre.
Esa misma noche viajó en autobús nocturno desde su San Sebastián hasta el aeropuerto de Madrid, pasó toda la mañana paseando por el aeropuerto y, finalmente, cogió el vuelo correspondiente. Era un viaje de 17 horas con escala en Ámsterdam de 2 horas y media. Al menos podría fumar entre vuelo y vuelo. Sonrió. Fue un largo viaje que aprovechó para dormir algo. En el viaje nocturno en autobús había dormido poco y mal.
A su llegada a Ciudad de México rápidamente localizó a un hombre grande y ancho de amplio bigote con un cártel con su nombre. Él se acercó y se identificó y el otro cogió su pequeño equipaje.
Sígueme, güey. –Dijo el hombretón y se dirigió hacia un bonito Cadillac verde aparcado cerca de la salida del aeropuerto.
¿Dónde vamos? –Preguntó por simple curiosidad o por romper el hielo.
Preguntas mucho. –Respondió el hombretón– ¡Este hielo ni con un barco rompehielos lo rompes chaval!
Ya estaba en Culiacán, Sinaloa, México. Ya estaba hecho. Había conseguido el contacto.
Las Pruebas
Mi nombre real es Hernán Buenahora aunque en el Cártel todos me llaman Fuego. No porque sea un gran pistolero, que lo soy, sino porque cuando era muy chico quise sorprender al patrón preparándole unas tortitas para desayunar, me dejé una sartén en el fuego, incendié el techo de la cocina y de ahí me viene el apodo. Pinches cabrones.
Sabía que hoy llegaba un grupo nuevo de futuros gatilleros y el patrón que confiaba en mí después de más de cuarenta años sirviéndole para lo que él necesitara, me pidió que me encargara de separar la paja del trigo para ver cuál de aquellos novatos era digno de entrar a servir al Cártel. Era una parte del trabajo que no me estimulaba mucho la verdad. Hacer que se sacudieran, sacudirles, ver que disparaban como viejas… No. No era el mejor plan para un soleado domingo de primavera. Ir a DF, cargarnos a algún corrupto y después unas Pacíficos y unos Herraduras Reposados acompañados de unas hermosas filas de doña blanca¹ para celebrar una buena caza si era un buen plan para un domingo pero bueno. El chaca² es el chaca y lo que pide es ley.
Bajé al patio de la gran casa donde residía el patrón después de tomarme un café en la cocina y allí estaba el grupo de nuevos reclutas. Eran cuatro. Dos de ellos tenían aspecto de sudamericanos, colombianos o peruanos diría yo, dos tipos pequeños, anchos de espalda, de tez morena y mirada asesina. Otro era un gigantón de piel blanca y pelo rubio. Tenía aspecto de ruso o de algún país de la Europa del este. El cuarto era un muchacho alto, de cabello castaño y aspecto güerito a pesar de lucir un bonito bronceado.
Me acerqué a los dos sudamericanos.
¿Sus nombres? –Pregunté mirándolos fijamente.
Respondieron.
Cuchillo y Nopal serán sus nombres si finalmente superan las pruebas y se quedan.
¿Pruebas? –Pregunté el gigante rubio.
Sí, güey. Respondí. –Tienen que superar varias pruebas para comprobar que son dignos de pertenecer al Cártel. Si las superan se quedan y, si no, les daremos otro billete de avión de regreso y adiós muy buenas. Esto es así. Esto es México. Sinaloa. No hay sitio para los débiles. ¿Tu nombre? –Añadí.
Respondió y con una sonrisa pícara ya que no había entendido un carajo del nombre que me había dado y le dije:
Tú serás Dimitri, grandullón. –Él sonrió con cara de bonachón.
Me dirigí al güero mirándolo directamente a los ojos. Su mirada era tranquila y no pestañeaba.
¿Tu nombre? –Pregunté.
Respondió dándome un apellido impronunciable.
Curioso apellido. ¿De dónde eres, güey? –Inquirí.
Soy vasco, de España.
Me respondió siguiendo, sin pestañear. –Ok. Pues el Vasco será tu nombre si superas las pruebas. –Dije y una leve sonrisa se dibujó en su rostro.
¿Por qué sonríes, Vasco? –Dije mientras le miraba de cerca y fijamente a los ojos desafiándolo. Él seguía sin pestañear ni ponerse nervioso.
Me gusta el nombre. Es un orgullo que me llaméis el Vasco. –Me dijo mirándome fijamente. Tenía temple el bato. Ya veríamos cuánto.
Ok, chicos. Pues fíjense nomás que la primera prueba es sencilla de explicar y sencilla para ustedes. Quiero que se sacudan. Quiero que se peguen unos contra otros hasta que solo quede uno de ustedes en pie. ¿Lo entendieron?
¿Entre nosotros? –Preguntó sorprendido Nopal.
Si, güey. Entre ustedes. No querrán que les sacuda yo. ¿Verdad? –Sonreí como una serpiente–. Pues ándele que llevó prisa.
Se separaron y el Vasco fue directamente a por el gigante ruso. Dimitri levantó los puños cuando, como un relámpago, el Vasco le propinó un derechazo en el rostro y un izquierdazo en el estómago que hizo doblarse al gigantón. Al doblarse un rodillazo del Vasco en el rostro del ruso lo tiró hacia atrás cayendo Dimitri en el suelo. El Vasco se sentó sobre su pecho y le sacudió otros tres puñetazos sonoros, duros y directos en la cara. El ruso estaba K.O. El Vasco se levantó y miró a Cuchillo y a Nopal que se golpeaban alternativamente en la cara y en las costillas. El Vasco pareció quedarse un momento esperando, pero creo que lo de esperar no iba mucho con él así que se acercó por el lado, entre ellos, les cogió con rapidez del cabello a los dos e hizo que sus cabezas chocaran con violencia. Los dos cayeron secos al suelo de tierra. El Vasco se giró hacia mí y sonrió levemente.
¿Algo más, patrón? –Preguntó no sin cierta sorna.
Eso ha estado de lujo, compadre. –Respondí–. Realmente de lujo, güey. Como las patatas del McDonald’s.
No me gusta McDonald’s, amigo. –Dijo escupiendo hacia un lado.
A mí tampoco compadre, pero me gusta como sacudes a tus enemigos. Ya tienes tu primer punto.
Pedí a los muchachos que estaban cerca viendo las peleas que despertaran con cubos de agua fría a los tres K.O.S. y así lo hicieron. Nopal, Cuchillo y Dimitri estaban medio groguis así que les dejé unos minutos para regresar a la realidad.
La siguiente prueba era de disparar. Evidentemente. Si no saben disparar es mal negocio para el Cártel. Puedes enseñarle a disparar a alguien que no sabe pero eso cuesta tiempo y en Sinaloa el tiempo es dinero. Mejor si sabe. Yo, después de la exhibición a puños, tenía claro que el Vasco se quedaría con nosotros. Un peleón siempre viene bien. Lo que no imaginaba era el resto de sorpresas que aquel bato tenía reservadas para mí.
Los guié hasta la explanada donde teníamos instalada la zona de tiro. Era una campa grande, rodeada de árboles frondosos. A un lado, había unos barracones donde se guardaban las armas y, a unas 65 yardas, había unos postes de madera en los que se colocaban las siluetas de papel en las que se veía un hombre armado con una diana grande en el pecho y otra más pequeña en la cabeza. Los muchachos ya habían colocado las primeras siluetas y estaban allí sentados dispuestos a ver y, porque no, reírse si los novatos disparaban como viejas. Les entregué una Beretta 92 (la pistola que utilizan en el ejército de los Estados Unidos) a cada uno y les expliqué como se cargaba y como se ponía y quitaba el seguro insistiéndoles mucho en que tuvieran siempre el seguro puesto si no estaban disparando. Los coloqué frente a una diana a cada uno y empezando por Dimitri le pedí que hiciera fuego.
No lo hizo mal el gigantón. Una a una disparó las 9 balas de su Beretta y siete de ellas alcanzaron el pecho de su diana abriendo siete bonitos agujeros. Tres de ellos bastante aceptables casi en el centro exacto de la diana del pecho.
Bien hecho chico. –Sonreí–. Visto lo visto te quedas dentro.
Dimitri sonrió y pude ver que le faltaba una de las paletas. El Vasco le había dado duro al gigante ruso. Miré al Vasco y lo vi mirando fijamente a su diana. Era de nuevo esa mirada suya firme, tranquila y sin pestañeos. Me acerqué a Nopal para pedirle que disparara y me sobresaltaron nueve disparos secos, ruidosos y muy acompasados.
Bum, Bum, Bum, –miré hacia el Vasco que ya sacaba el cargador vacío. –¿Qué onda güey? ¿Tenías prisa por disparar?
Me aburría esperando patrón. –Me dijo con esa mirada suya fija en mis ojos. Carlitos, uno de los muchachos corría hacia la diana gritando.
¡Órale! ¡Mirad esto! ¡ Mirad esto! –Miré hacia Carlitos y lo vi coger la diana y mostrárnosla sorprendido. En el lugar en el que se suponía que la cabeza se encontraba, había como un círculo perfecto de agujeros alrededor del centro. Nueve agujeros que parecían hechos con un compás de dibujo.
Tráeme esa diana, Carlitos. –Grité.
Carlitos vino corriendo y me entregó la diana. De cerca, con la diana en mis manos, no pude menos que sorprenderme. Este tío disparaba como Dios.
¡Cojones güey! –Dije abriendo mucho los ojos–. ¿Dónde aprendiste a disparar así?
Mi padre era militar. –Respondió El Vasco–. Él me enseñó a disparar siendo yo muy chico.
Pues te enseño bien, muchacho. Conozco a pocos capaces de hacer esto.
El Vasco sonrió. Era una sonrisa amplia y sincera. Quizás hasta agradecida.
Gracias, patrón. –Añadió–. Mi padre disparaba muy bien. Él me enseñó todo.
Te quedas con nosotros Vasco. Pegando como pegas y disparando de esta manera vas a ser muy feliz en esta hacienda. Y, una cosa… Hazme un favor y no me llames patrón. Me llaman fuego, Hernán si prefieres. Aquí patrón solo hay uno y no soy yo.
Como quieras Hernán. –Seguía sonriendo.
Perfecto, Vasco. –Sonreí yo también.
Nopal y cuchillo también dispararon. No lo hicieron mal del todo. Nopal acertó ocho disparos y cuchillo seis. Recogí todas las dianas para más tarde mostrárselas al patrón y comunicarle que los cuatro nuevos se quedaban. Acompañé a los cuatro a las barracas de empleados donde trabajadores y gatilleros comparten techo. Es una gran casona separada en habitaciones para una persona. Cada gatillero o trabajador tiene la suya. Hay un gran salón en el centro con equipo de música, cartas, televisión y muchos sofás para el descanso de los guerreros. A los lados de la casa hay dos grandes baños, uno a cada lado. Allí tienen urinarios, duchas, etc.
Le pedí a uno de los muchachos que los instalara y me volví a la explanada de tiro. Cogí una de las Berettas, la cargué, coloqué una diana nueva en un poste, regresé al punto de disparo y disparé mis nueve balas. Me acerqué a mi diana y comprobé que mi círculo de balazos en la cabeza era correcto pero en mi caso no estaba hecho con compás. Algunas balas estaban más abiertas y otras más al centro.
Maldito bastardo. –Susurré con una sonrisa algo criminal en mi rostro–. ¡Qué cabrón el Vasco!
Rompí la diana, le prendí fuego, me encendí un Farito³ con ella y me dirigí a la gran casa para comunicarle el resultado del día al patrón.
Al día siguiente comenzamos los trabajos con los nuevos gatilleros. Asigné a Dimitri con Sousa un viejo gatillero cascarrabias que, contrario a las normas no escritas, había llegado a viejo. Lo de Sousa era porque en una película española que le hacía mucha gracia el malo, jefe de un camión lleno de prostitutas, se llamaba así y le había hecho mucha gracia. Normalmente los gatilleros nunca llegan a viejos. Vivimos a toda madre unos años hasta que nos dan chicharrón y a dormir el sueño de los justos.
Nopal y cuchillo se los asigné a Sierra. No es que le gustara cortar troncos al bueno de Sierra. Es que tenía siempre con él un gigantesco cuchillo corta cañas de casi medio metro de filo al que había hecho preparar dientes de sierra en la parte superior de la hoja. No nos complicamos mucho la vida con los motes en el Cártel.
El Vasco me lo reservé para mí. Yo no era tan anciano como Sousa pero ya tenía mis cincuenta años, el respeto del patrón por casi cuarenta años de servicio ya que comencé muy chavito y, quieras que no, yo junto a otros tres batos de mi quinta éramos la cúpula de mandos dentro de los gatilleros del Cártel. Los cuatro éramos los únicos gatilleros junto a Gutiérrez, que era el cerebro de logística, que residíamos en la gran casa junto al patrón y eso marcaba las diferencias.
Así superó el Vasco las pruebas.
Nació la leyenda
Amaneció un nuevo día en la hacienda. Podría haber sido un día más como cualquier otro, pero nadie sabíamos que ese día iba a nacer el mito, la leyenda.
El patrón me hizo llamar a la hora de su desayuno, todos los días puntualmente a las nueve y media. Café, dos tostadas de pan de centeno, miel y una pieza de fruta.
Subí a su alcoba y el patrón estaba recostado en su cama con una bandeja de esas con patitas