Lo que sé de ti
Por Éric Chacour
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De la comunidad levantina de Egipto a los inviernos de Montreal, de la presidencia de Nasser a los albores del siglo XXI, Tarek huye, deambula, recuerda. Pero ¿sabe que, a varios miles de kilómetros, alguien remienda los pedazos de su historia y trata de seguir, capítulo tras capítulo, el curso de su azarosa vida?
Lo que sé de ti, ganadora del premio Femina des Lycéens y del Premio de las Librerías de Francia y candidata al premio Renaudot, dibuja con delicadeza, sensibilidad y emoción el retrato de una familia rota y de una sociedad en plena transformación. Relato de una ausencia y de los secretos que se ocultan tras la misma, la primera novela de Éric Chacour nos revela a un autor con un estilo impecable, una escritura luminosa y una profunda comprensión de la naturaleza humana. Un libro que huele a ajo y a anís, a las fragancias de un pasado que ya no se puede recuperar.
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Lo que sé de ti - Éric Chacour
Tú
1
El Cairo, 1961
—¿Qué coche te gustaría tener de mayor?
Te había hecho una pregunta sencilla, pero entonces no sabías que había que desconfiar de las preguntas sencillas. Tenías doce años; tu hermana, diez. Paseabais con vuestro padre a orillas del Nilo, en el barrio residencial de Zamalek. Transportada por el cortejo sonoro de una circulación caótica, tu mirada se perdía en aquella torre en forma de loto que acababa de surgir de la tierra. La más alta de África, afirmaban con orgullo. ¡Y construida por un melquita!
Nesrine, tu hermana, no esperó a que respondieras para exclamar:
—¡Ese, Baba! ¡El rojo grande de ahí!
—¿Y tú, Tarek?
Nunca se te había ocurrido considerarlo.
—¿Y por qué no… un burro? —Creíste oportuno justificarte—: Hace menos ruido.
Tu padre forzó una risa que significaba que tu respuesta no era admisible. A menos que fuera para convencerse de que bromeabas. Nesrine se había soltado un mechón del cabello negro para enrollárselo alrededor del índice; era un gesto que siempre repetía cuando trataba de tomar la palabra. Persuadida sin duda de que un poco de insistencia le permitiría terminar la tarde al volante del descapotable, redobló su entusiasmo:
—¡Yo quiero el rojo, Baba! ¡El del techo que se abre!
La mirada de tu padre te dio a entender que seguía esperando tu respuesta.
—A mí me gustaría el coche negro de ahí —contestaste al azar para complacerlo—. El que está parado en la esquina.
Él se aclaró la voz; podía proceder a su demostración.
—Tienes razón, es un coche americano muy bonito. Un Cadillac. Es caro, ¿sabes? Necesitarás un buen trabajo para comprártelo. Ingeniero o médico. ¿Qué prefieres?
Te hablaba sin mirarte, atento a la pipa que acababa de ponerse entre los labios. Aspirando el aire del interior con un ligero silbido, inició un ritual a la vez misterioso y habitual para ti. Satisfecho con el flujo, se sacó del bolsillo un paquete de tabaco cuyo olor habrías sido incapaz de decir si te agradaba o no, por resultarte demasiado familiar. Rellenó entonces la cazoleta, golpeándola con el dedo corazón de la mano derecha para que las hojas secas encontraran acomodo, y prensándolas luego con esmero. Cada etapa del meticuloso proceso parecía destinada a darte un margen razonable de reflexión. Cuando volvió a llevarse el utensilio a la boca para comprobar si tiraba bien, te diste cuenta de que no te quedaba mucho tiempo para responder. El chasquido del encendedor resonó como la alarma de un minutero. Con el humo de las primeras bocanadas, aventuraste sin convicción:
—Médico, más bien…
Él se quedó inmóvil un instante, como si sopesara una oferta que acababas de hacerle, y luego decretó con sobriedad:
—Bien, hijo mío, es una buena elección.
Elegías por defecto: ignorabas en qué consistía el trabajo de ingeniero. Eso ya no tenía importancia, su hijo sería médico como él. No necesitaba seguir argumentando. Los dedos que un día te enseñarían tu futura profesión aplastaron con un prensador las primeras cenizas de vuestra conversación.
Mientras tu padre volvía a encender la pipa con una llamarada, tú te imaginaste vistiendo su bata blanca, la que se ponía en el bajo de vuestra casa de Dokki, que había transformado en su consulta. A tu edad, los únicos planes que tenías eran los que los demás trazaban para ti; ¿de verdad era solo cuestión de edad?
Vuestro paseo proseguía en silencio. Cada cual parecía absorto en sus pensamientos. Cuando el tabaco se consumió, tu padre consultó el reloj de bolsillo, el que llevaba sus iniciales por detrás. Las tuyas, de hecho. Era hora de volver. El reloj siempre marcaba la hora de volver cuando ya no quedaba nada más que fumar. Infalible sincronía entre pipa y reloj de bolsillo.
Esa noche, anunciarías a tu madre que un día serías médico. Sin emoción, como se transmite una información anodina que se acaba de obtener. Ella recibiría la noticia con el mismo entusiasmo que si acabaras de presentarle el título de licenciado con honores. Nasser construía el país más grande del mundo y tu madre había decidido que tú serías su médico más prestigioso. Un poco antes, Nesrine te había hecho prometer que le comprarías un coche rojo descapotable.
Tenías doce años. A partir de entonces desconfiarías de las preguntas sencillas.
2
No sabías cuándo empezaría la vida. De niño eras un alumno brillante. Llevabas buenas notas a casa y te decían que te serían útiles más adelante. Así que la vida empezaría más adelante. De momento, todo era una sucesión de instantes de los que no guardarías prácticamente ningún recuerdo. No recordamos el nombre de quienes se han partido la espalda llevándonos a hombros, como tampoco nos fijamos en las horas que han pasado preparándonos nuestro plato favorito. En cambio, conservamos lo insignificante: cuando te reíste de Nesrine porque no conseguía pronunciar «pirámide» en árabe correctamente, cuando comisteis frescas en una playa y os manchasteis el bañador de melaza, cuando dibujabas con el dedo en las ventanas empañadas por el vaho mientras Fatheya, vuestra criada, cocinaba…
Escudriñabas a los adultos, sus gestos, la entonación, la apariencia. A veces, uno de ellos, como designado por una autoridad natural, tomaba la palabra para contar el último chiste que había oído. Los ojos del público se clavaban en él y aquella atención inusitada lo transfiguraba. Modulaba la voz, adaptaba sus movimientos al relato, y sentías que la tensión se apoderaba de la estancia. Te maravillaba el efecto que producía en el auditorio, una multitud reducida de repente a una única respiración cuyo ritmo se acompasaba a la entonación del orador. Este último por fin podía acelerar la cadencia de sus palabras y revelar el desenlace que todos esperaban. La sala lo recibía con una carcajada liberadora, una carcajada espontánea y, sin embargo, perfectamente sincronizada.
Eran los hombres quienes reían. ¿Por qué reían? No tenías ni idea. Las alusiones indescifrables, las exageraciones evidentes, las palabras que aún no conocías, las miraditas cómplices, las muecas reprobatorias de las madres para recordar que había niños delante, los ademanes relajados de los hombres que parecían responderles que, de todas formas, no están en edad de entender nada. De todas formas, no estabas en edad de entender nada. Aquel lenguaje parecía pertenecer al mundo de los adultos, un continente lejano que aún no habías descubierto. Desconocías si era un lugar en el que encallaba uno un día sin darse cuenta, por haber dejado la infancia demasiado tiempo a la deriva, o si se trataba de unas tierras que había que conquistar a base de sufrimiento. ¿Serían siempre extranjeras para ti? ¿Te reirías algún día como ellos?
Su presencia electrizaba a Nesrine. Interrumpía sus conversaciones para preguntar el significado de una palabra o contestar a la más retórica de sus preguntas. Al igual que tú, no captaba el sentido de sus chistes, pero se unía a los presentes con su risa de niña. Se reía ante la mera idea de reír con los demás. Eso le bastaba. ¿Acaso no era encantadora?
La vida empezaría más adelante. Lo de ahora no era la vida. Era una espera, un respiro quizá, la infancia, una lenta preparación. ¿Para qué te preparabas tú? O, mejor dicho, ¿para qué te preparaban? A la compañía de los niños de tu edad, preferías la de los adultos. Te deslumbraba que nunca dudaran; que pudieran criticar a un presidente, una ley o un equipo de fútbol con igual aplomo; que cada uno de sus gestos pareciera afirmar que estaban en posesión de la verdad; que, en un abrir y cerrar de ojos, arreglaran la cuestión palestina, la de los Hermanos Musulmanes, la de la presa de Asuán o la de las nacionalizaciones. Acabaste pensando que en eso consistía la edad adulta: en la desaparición de cualquier forma de duda.
Un día, sin embargo, verías como una evidencia que existen muy pocos adultos de verdad; que nadie se deshace por completo de sus miedos primigenios, de sus complejos de adolescente, de la necesidad insatisfecha de desquitarse de sus primeras humillaciones. Siempre nos sorprende detectar una reacción pueril en alguno de nuestros semejantes, pero es un gran error: no hay adultos que se comporten como niños, solo niños que han alcanzado la edad en la que dudar resulta vergonzoso. Niños que acaban ajustándose a lo que se espera de ellos: que renuncien al más mínimo cuestionamiento, que afirmen sin que les tiemble la voz, que desdeñen la diferencia. Niños de voz grave, pelo cano y con cierta querencia por la bebida. Muchos años después, acabarías comprendiendo que hay que evitarlos a toda costa. Pero por entonces te fascinaban.
3
El Cairo, 1974
Los padres están destinados a desaparecer; el tuyo murió durante la noche. En su cama, como Nasser, justo cuando todos se hacían a la idea de que era inmortal. Tu madre no se dio cuenta hasta por la mañana. Era raro que se despertara antes que él. Creyéndolo dormido a su lado, no se atrevió a molestarlo. Tu padre ofrecía a la muerte la misma e inflexible ausencia de expresión con la que se había enfrentado a la vida, y nada indicaba que acabara de abandonar la segunda por la primera. Ella miró el reloj por inercia. Eran más de las seis. Le sorprendió que no se hubiera levantado a las cinco y veinte, como tenía por costumbre. Al principio temió que la regañara si lo despertaba. Tal vez solo necesitaba descansar un poco más. Después de todo, ¿quién era ella para saber mejor que un médico lo que es bueno para él? Esperó. Viendo que seguía sin levantarse, le preocupó que la acusara, por el contrario, de haberlo dejado dormir demasiado. Empezó discretamente, haciendo algo de ruido, pero no surtió efecto. Segura entonces de que, hiciera lo que hiciese, le reprocharía alguna cosa, se decidió a zarandearlo. Contra todo pronóstico, no le reprochó nada.
La noticia no te llegó enseguida. Acababas de tomar la carretera en dirección a Mokattam. Por iniciativa tuya, se estaba construyendo un dispensario en aquella colina situada en el límite oriental de El Cairo, y te habías tomado el día libre para supervisar la buena marcha de las obras. Apenas habías bajado del coche cuando un muchacho se te acercó corriendo.
—¡Doctor Tarek! ¡Doctor Tarek! ¡Su padre, el doctor Thomas, acaba de morir, tiene que volver a casa!
Si no hubiera dicho tu nombre y el de tu padre, habrías creído que se trataba de una broma pesada. Intentaste interrogarle, pero encogiéndose de hombros te dio a entender que no sabía nada más aparte del mensaje que le habían dado para ti. Sacaste unas piastras del bolsillo para darle las gracias antes de volver a ponerte en camino. La ancha sonrisa que se le dibujó en los labios a la vista de las monedas acabó con la solemnidad que se había esforzado en mostrar al anunciarte lo ocurrido. Retomaste la carretera más conmocionado que triste, sin ser del todo consciente de la noticia que acababan de darte. Te urgía encontrarte con los tuyos.
Entraste en la clínica donde tu padre ya no volvería a ejercer sin tratar de comprender lo que implicaba aquella nueva realidad y subiste las escaleras de cuatro en cuatro para reunirte con tu madre. La encontraste sentada en el salón con tu tía Lola. La primera parecía practicar su nuevo papel de viuda delante de la segunda, que, visiblemente exaltada ante la idea de asistir en primera fila a aquella entronización, expresaba el agradecimiento de rigor con algunos sollozos convincentes. Te dio casi la impresión de que molestabas. Notando que no te atrevías a traspasar el umbral de la puerta, tu madre te invitó a entrar haciendo un gesto con la mano. Sus pulseras se entrechocaron con un tintineo impaciente. Cuanto estuviste a su altura, se levantó, te tomó en sus brazos y respondió con un convencional «no ha sufrido nada» a la pregunta que no le habías hecho. Tenía las facciones y el cabello respetablemente estirados. Como le sacabas un buen palmo, debías encorvarte para abrazarla, en una postura que te resultaba incómoda. Te quedaste inmóvil varios segundos, sin saber muy bien cuál de los dos consolaba al otro; luego ella se liberó de tu abrazo y te mandó a ver a tu hermana.
Cuando entraste en la cocina, Nesrine se echó a llorar sin contención, para disgusto de la criada. Fatheya llevaba varias horas improvisando bebidas calientes, caricias enérgicas e imploraciones divinas para evitar que se derrumbara, y tu llegada fue una corriente de aire sobre su castillo de naipes laboriosamente erigido. Te fulminó con la mirada, pero enseguida se ablandó, como si le hubieran hecho falta unos segundos para comprender que aquel duelo también era tuyo. Se acercó a ti, murmuró «cariño mío» mirándote. De las mil maneras que tenía de llamarte «cariño mío» había elegido la que significaba «sé fuerte». Haciendo un movimiento de la cabeza te indicó que tenía mucho que hacer y os dejó solos.
Con la cara descompuesta por el dolor, tu hermana te pareció más joven de los veintitrés años que tenía. Te recordaba a la adolescente que te llevabas a Zamalek a comer fetir dulce cuando te contaba sus penas. No le conocías ninguna que no se diluyera en miel. Tal vez fuera eso lo que más la reconfortase en aquel momento. No le dirías adónde la llevabas y ella no trataría de adivinarlo; lo importante era alejaros de aquellas paredes que exudaban tristeza. Ella esbozaría una sonrisa cuando reconociese la fachada del café y vuestros pensamientos confluirían. No haría falta decir nada; ella se limitaría a observar cómo el cocinero estiraba la masa, haciéndola girar por encima del mostrador de mármol, los movimientos de la mano experta amplificados por los espejos a su espalda. Solo sería un paréntesis en medio de vuestro duelo.
Enseguida te quitaste aquella idea de la cabeza. No te veías anunciándole a tu madre que os marchabais a dar un paseo por la ciudad en tales circunstancias. Uno no es más que lo que la sociedad espera que seas, y, en ese preciso instante, la sociedad esperaba de vosotros un rostro que inspirara afecto y compasión. No migas de pasteles barridas de la comisura de los labios con el apresuramiento de un niño goloso, estaba claro.
Lastrado por el peso de tus veinticinco años, te sentaste junto a tu hermana. La silla conservaba aún el calor de Fatheya.
—¿Cómo estás?
Ella respondió señalándose los chorretones de kohl de las mejillas. ¿Cómo iba a estar? Sonrió. Era lo único que importaba.
Aprovechaste aquella calma antes de la tempestad que se anunciaba. La noticia del deceso no tardaría en arrastrar a las masas al igual que el jamsin arrastra la arena en primavera. Tú no habías conocido la comunidad levantina de El Cairo en su apogeo, pero seguía siendo una ciudad dentro de la ciudad. Sabiéndola una piña tanto en la alegría como en la adversidad, imaginaste que el fallecimiento de uno de sus médicos eminentes provocaría una cierta emoción. En efecto, aquellos chawams constituían el grueso de la clientela de tu padre y de vuestra vida social. Eran cristianos originarios del Líbano, Siria, Jordania o Palestina pertenecientes a diversos ritos orientales. A pesar de que llevaban varias generaciones establecidos en las orillas del Nilo, muchos de ellos dominaban mejor el francés que el árabe y hablaban este último solo por necesidad. De hecho, se los consideraba extranjeros, «egipcianizados» en el mejor de los casos, sin que ellos trataran de negarlo en realidad.
Tú te movías en aquel mundo burgués y occidentalizado, una especie de burbuja alógena cada vez más anacrónica. Era la herencia de un Egipto cosmopolita que miraba hacia el futuro, en el que las distintas poblaciones de ascendencias lejanas se relacionaban unas con otras. Los levantinos se identificaban con la educación europea de los griegos, los italianos o los franceses; al igual que los armenios, conocían el sabor ferruginoso de la sangre que anticipa un exilio. Ese tipo de cosas une. La familia de tu padre era una de las que habían huido de las masacres de Damasco en 1860. Solo conservaba el nombre de pila, homenaje al barrio cristiano de la puerta de Santo Tomás donde habían vivido sus ancestros, y algunas joyas rescatadas de la joyería que regentaban allí, como el reloj de bolsillo del que nunca se separaba. Sin duda con la esperanza de que vosotros se las transmitierais un día a vuestros hijos, os contaba a tu hermana y a ti historias de otros tiempos. Trataban de los hombres y mujeres que os habían precedido, llegados a Egipto en oleadas sucesivas, de cómo estos habían contribuido al renacimiento intelectual del país de acogida, pero también a la dominación británica —a la que se adaptaron bien—, y de los prestigiosos puestos que ocupaban en la administración, el comercio, la industria o la cultura. Sus palabras traslucían una mezcla de orgullo y de gratitud hacia el pueblo que les había abierto los brazos. Pero al tono que empleaba cada vez le costaba más contener sus notas melancólicas. Era consciente de que había llovido mucho desde entonces sobre el puente de Qasr al-Nil y de que otro Egipto había nacido. Un Egipto a la reconquista de su identidad árabe y musulmana, enardecido por el patriotismo nasserista y sus sueños de grandeza recuperada. Un Egipto decidido a no dejarse desposeer de su élite. Suez, las nacionalizaciones, las confiscaciones y los exilios supusieron un brutal despertar para aquellos chawams, que habían soñado con servir de enlace entre Oriente y Occidente. Te acordabas de la época en la que no pasaba un solo día sin que un amigo te anunciara que se marchaba a Francia, el Líbano, Estados Unidos,