Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Desde $11.99 al mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

EL SACRIFICIO DEL MAGO: LA POSADA SHIMA 2
EL SACRIFICIO DEL MAGO: LA POSADA SHIMA 2
EL SACRIFICIO DEL MAGO: LA POSADA SHIMA 2
Libro electrónico454 páginas6 horas

EL SACRIFICIO DEL MAGO: LA POSADA SHIMA 2

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

Jarreth lleva varios meses aislado, encerrado en su habitación. Se ha perdido en la culpa, hundiéndose en el lodo de la melancolía. La posada está detenida, estancada, al igual que él. La magia ha perdido su objetivo y nada funciona. Lo que creería que sería recuperar poco a poco la normalidad, se convertirá en un continuo tormento. La llegada de antiguos criados abrirá más sus heridas, la deslealtad que ha cosechado al desaparecer se hará patente, los secretos que atesora no podrán mantenerse ocultos por mucho tiempo y esa profunda tristeza de la que no podrá desligarse le hará estar más vulnerable que nunca. Aprovechando ese momento de debilidad, aparecerán fantasmas del pasado que clamarán venganza y la traición se desatará desde los estamentos menos pensados. El mago, además, no contará con que deberá enfrentarse al hambre y a la obstinación de aquel nuevo inquilino que late en su pecho y que le quemará con recuerdos que pree olvidar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 jul 2024
ISBN9788412541526
EL SACRIFICIO DEL MAGO: LA POSADA SHIMA 2

Relacionado con EL SACRIFICIO DEL MAGO

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para jóvenes para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para EL SACRIFICIO DEL MAGO

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    EL SACRIFICIO DEL MAGO - Sonia Lerones

    1

    «Vive, y viviré», eso fue lo último que dijiste, pero ya no sé si fue una forma de atormentarme más, de dejarme caer más hondo en este pozo sin fin. ¿Fuiste cruel? ¿Ese fue tu último deseo? ¿Puedo reprochártelo al menos? Claro que puedo. Ahora lo veo. ¿Cuándo urdiste el plan? El hacerme pagar por toda tu desdicha de la forma más cruel.

    ¿Fui tan terrible? Me has obligado a seguir caminando cuando lo único que quería era descansar. Me has obligado a mirar a los ojos al dolor, a disculparme por tu ausencia, a cargar con una culpa tan pesada que mantiene mi alma aplastada contra el suelo.

    Ania, hay días en los que te odio. Días en los que no encuentro nada que merezca la pena. Existo en una celda sin ventanas, sin brisa, sin que pueda entrar un minúsculo rayo de sol. La madera empieza a estar caliente bajo mis pies desnudos, pero todo me incomoda.

    El corazón me arde con tanta intensidad que tengo que darme baños helados durante tal cantidad de tiempo que temo morir de frío. Si meto la cabeza y aguanto la respiración, siento que hay algo más que tira de mí hacia abajo, como si alguien me pusiera una roca sobre el vientre para hundirme. Me fuerzo a sacar la nariz y la boca, porque no solo me diste una segunda oportunidad de vivir, sino que dejaste germinando una semilla que aborrezco: el miedo. Antes no tenía miedo a morir, ¿entiendes lo que quiero decir? Y esta agonía constante me consume. Me has atado tan fuerte a este mundo terrenal que han volado todas las pasiones. Debo quedarme, debo seguir andando, y es en este deber donde la felicidad no tiene lugar.

    A veces vuelvo atrás, a cuando lo que me ataba a la vida era una maldición. Pensarías que era la peor de las existencias, y no te faltaría razón, pero al menos era útil. Me levantaba todas las mañanas con un propósito, comprobaba si todos estaban donde debían estar: algunos criados preparando los desayunos, otros adecentando habitaciones, yendo a comprar, en las calderas… También debía estar pendiente de las cuentas, del estatus de los huéspedes y de su liquidez, de que la farsa sobre que todo funcionaba mediante magia seguía siendo realista, de que no entraran ladrones o espías… Y también debía satisfacer los requerimientos de la Presidenta Majo. Ella, sin duda, era la más exigente.

    No es que añore esa vida. Mi alma estaba muerta. Los sacrificios me condenaron a arder en el infierno; sé que es algo que no podré evitar de todas formas. Han sido demasiadas muertes, demasiados actos terribles. No existe salvación para mí.

    Pero te lo tendría que haber explicado. ¿Cómo ibas a saberlo si no? No tengo ambiciones ni sueños. Le has regalado el oro del tiempo a alguien vacío. Mis manos no son capaces de retener los granos de este reloj de arena. Se me van escurriendo entre los dedos, malgastados. Tú habrías sabido aprovecharlo. Tenías tanta vida recorriendo cada recodo de tu ser…

    Levantó la pluma y se secó las lágrimas con delicadeza pero a conciencia, que no se notara que habían caído. ¿Cuántas veces había hecho lo mismo? Muchas durante demasiado tiempo. Chiaki había temblado en su pecho para avisarlo de una visita. A ella le daba igual qué estuviera haciendo, irrumpía con ojos grandes y las cejas muy juntas. Primero lo localizaba a él, y luego iba trazando círculos a su alrededor, barriendo la escena, como si analizara en qué había invertido las horas. La larga trenza de pelo sin pigmentación se balanceaba conforme movía la cabeza, rozándole los tobillos. Ese día llevaba una de las túnicas sin mangas como si fuera un vestido. Alrededor de la cintura lucía un cinto ancho con ribetes dorados.

    —Te necesito.

    —¿Y quién no?

    —Los fuegos de la caldera —ignoró su comentario cruzándose de brazos.

    —¿Has subido doce pisos hasta mis aposentos solo para decirme lo que ya sé?

    El ascensor había dejado de funcionar y el mago no había tenido la paciencia necesaria para buscar el hechizo en los libros de Tana. Así era como la Presidenta arreglaba las cosas, y la causa principal de que se hubiese necesitado hacer tantos sacrificios.

    —Tus criados necesitan trabajar. No sé si sabes que ya está llegando a ser algo insostenible. Soy consciente de que no quieres enfrentarte a ello, pero los contratos… —Shinoa suspiró al reparar en la mirada perdida de su amado. Se acercó con paso firme al escritorio—. La posada no puede moverse porque estamos demasiado cerca de la playa. Llevan semanas quejándose y yo no sé darles respuestas. Esta no es mi posada… A mí me ven como una mera intermediaria, así que solo comparto sus comentarios: todo lo que había plantado en el huerto se ha marchitado. No hay ingredientes para avivar el motor de la posada. No funciona nada. ¿Pretendes seguir mucho más con esto?

    Jarreth la observó un instante. Solo había descorrido un poco la cortina, lo suficiente como para poder ver para escribir, y encendido una pequeña vela. El resto de dormitorio se ocultaba en sombras, pero una mirada acostumbrada podría ver que la cama estaba deshecha, que el armario donde guardaba sus escritos permanecía revuelto con las puertas abiertas y que, si te fiabas del olfato, aquel cuarto no se había ventilado en días.

    —Tienes que usar tus poderes.

    Jarreth bajó la vista, deteniéndose un instante en la abultada barriga de Shinoa, y volvió a su carta. Se echó un mechón tras la oreja y el pendiente dorado con una gema verde osciló sin vida. Todos los conjuros que se hicieron bajo el nombre de Sycires se habían roto. Ya no tenía una joya que le hablara con impaciencia. Casi lo extrañaba.

    Ella deslizó los dedos sobre la mesa y apresó el papel, dispuesta a leerlo. La caligrafía del mago era elegante, pero no dejaba apenas espacio entre los kanji, lo que dificultaba un poco su lectura. Shinoa entrecerró los ojos fijándose mejor. Jarreth levantó un dedo y arrastró la llama de la única vela que había sobre la mesa haciendo que devorara el escrito en un suspiro. Los dedos de la chica se quedaron suspendidos, sujetando el vacío.

    —¿Para esto sí que tienes fuerzas? —le recriminó—. Levántate y baja ahora mismo.

    —Estaba ocupado, ¿no lo ves?

    —No, ya no.

    Shinoa alargó la mano hacia el cuello de su túnica con intención de tirar de él y arrastrarlo por toda la posada, escalón a escalón, hasta llegar a las tripas del edificio. Tenía la suficiente fuerza en los brazos como para poder hacerlo, y Jarreth lo sabía. Sin embargo, no llegó a rozarle. Antes, un pie se adelantó para hacerle la zancadilla y unas manos la atraparon mientras trastabillaba. La acogió entre sus brazos, tumbándola en su regazo.

    —No —le amenazó—. Ni se te ocurra.

    —Estás preciosa esta mañana, ¿lo sabías?

    —¿Ahora te das cuenta? Llevas meses sin mirarme a la cara.

    Hizo ademán de levantarse, pero entonces Jarreth la abrazó con ternura. Rodeó sus costados y dejó la mejilla apoyada en su hombro. Hacía tiempo que no tenían un instante de cercanía como aquel. Él se había encerrado en su habitación, como si fuera su fortaleza, su torre de las lamentaciones. Pero ella sabía que era un castigo autoimpuesto, estaba haciendo penitencia. Había levantado unos muros para no poder salir, pero también para que nadie pudiera entrar e intentar hacerle cambiar de opinión. Aquel corazón extraño que latía en su pecho era una carga demasiado pesada y un recuerdo constante de lo que había perdido.

    —Dame unos días —le dijo—. Quédate aquí conmigo. Quedémonos así.

    No podía acceder a esa petición, si no, nunca abandonaría aquel cuarto.

    —Otra vez le escribías a ella —murmuró adaptando los brazos alrededor del cuerpo de su amado.

    Sintió su aliento en la piel. El pendiente dorado en su oreja resbalaba por el hombro de ella, al igual que la melena oscura, haciéndole cosquillas. Shinoa acarició aquellos mechones, que habían ganado en longitud después de más de tres meses. Jarreth dejó un beso sobre su clavícula cuando se separó un poco.

    —Bajemos —murmuró con dramatismo.

    Jarreth se había cambiado de ropa a una túnica azul larga, algo pomposa, quizá para dar a entender que el mago volvía a estar al mando, para dar por finalizada su clausura, su duelo. Shinoa iba delante marcando un ritmo rápido y enérgico. La trenza blanca daba bandazos como si tuviera vida propia. Parecía la cola de un caballo espantando moscas, golpeando la barandilla y a su propia dueña, pero estaba más que acostumbrada.

    Los últimos tramos de escalera estaban a la sombra, pero eso no evitó que Jarreth se quejara durante todo el trayecto del calor y del sudor que le resbalaba por la espalda y la frente.

    Shinoa abrió de un empujón la puerta secreta que daba al hall de la posada y agradecieron la baja temperatura que emanaba del gran espacio. El mostrador estaba desatendido y las puertas con relieves de dragones apenas se sostenían en pie. Los criados habían intentado arreglar el destrozo causado por aquella invasión de las sirvientas de la posada de Nozomu, pero los daños habían sido demasiados y no contaban con material para poder restaurar la madera ni el boquete causado al tirar de los goznes para derribar los portones. En un extremo habían apilado algunas tablas que les debían de haber sobrado al desmontar los estantes que usaban para guardar los zapatos de los huéspedes.

    Sin embargo, Jarreth no se detuvo en la entrada. Su mirada fue al centro del hall, donde el suelo de mármol verde presentaba grandes arañazos. En el techo, justo encima, se abría el agujero que hizo Tana al atravesar la posada para llegar antes hasta los intrusos. En concreto, para llegar hasta Jackar. Los criados habían puesto tablones cruzados para que nadie pudiera caerse, pero no parecía muy seguro.

    —Todo esto no importa ahora —indicó Shinoa y deslizó las puertas correderas que daban a un estrecho pasillo oculto—. Tenemos que alejarnos de la costa.

    Jarreth la siguió por los mismos pasadizos que había recorrido tantas veces. ¿Por qué ella se los conocía tan bien?

    —¿Qué día es hoy? —preguntó bajando las escaleras que daban a los dormitorios de los criados.

    —Dieciséis de abril.

    Dejaron a sus espaldas la cocina, desde donde se oía a las pocas criadas que se habían quedado jugando a algo que sonaba bastante divertido. Pasaron por delante del baño, giraron a la derecha y llegaron a otro tramo de escaleras. Cuando Jarreth desvió la mirada hacia el cuarto que había pertenecido a Ania, su hermana, Shinoa le cogió la mano, instándolo a seguir descendiendo. Las puertas estaban cerradas, haciendo aquel descansillo aún más angosto y oscuro.

    —Es mejor no revivir el pasado —murmuró mientras le apretaba la mano.

    Jarreth cabeceó de forma muda, bajó la mirada y se dejó guiar. Era la primera vez que hacía aquel recorrido completo y despertaba en su memoria muchos diálogos susurrados. ¿Ya era solo eso, un recuerdo?

    —Kanta no se va a creer que eres tú de verdad cuando te vea —dijo Shinoa cambiando el tono para intentar animar el trayecto.

    —¿Llevas aquí desde entonces? —preguntó Jarreth deteniéndola antes de que pusiera una mano en la puerta de las calderas.

    Ella se quedó de espaldas, intentaba controlar su expresión.

    —Me necesitabas aquí, aunque no quisieras ver a nadie —contestó sin mirarlo—. Así que sí, me quedé.

    Empujó la puerta sin darle opción a replicar. El calor huyó de aquella sala, saludándoles. Los cuatro fuegos que dirigían la posada estaban a medio apagarse. Jarreth suspiró con hastío cruzándose de brazos. Shinoa observó su reacción con cierto alivio, con la certeza de que sus fantasmas se habían despegado de él, dejándole ser consciente del presente.

    —Si aún tuviera a Sycires, podría hacer algo —le confesó—. Él era un demonio místico, pero este —se palmeó el pecho— es de aire. Si quieres que avive las llamas, puedo hacerlo, pero…

    —¡Amo Ryu! —le cortó la voz del capitán.

    Unas largas piernas bajaron los escalones de un pequeño pódium que había al fondo, desde donde se concretaban las rutas y se estudiaban las mareas. Había tres cabezas más ocultas entre los estantes de los ingredientes que se usaban para controlar las llamas. Probablemente estaban descansando, sentados sin hacer nada. Al escuchar a Kanta nombrar a su amo, los tres salieron de su escondrijo haciendo una gran reverencia.

    Jarreth avanzó y se quedó en el centro de la sala mientras Kanta se aproximaba. Llevaba una camisa holgada y los pantalones del uniforme, negros con un refuerzo verde oscuro en las rodillas.

    —Tenemos que elevar la isla porque estamos atrapados en la arena de la playa.

    —¿Por qué no habéis usado…?

    —No podemos usar nada, amo Ryu. Los fuegos son… solo fuegos. Si quiere, puede utilizarlos para asar unas brochetas de cerdo, pero no para mover la posada.

    Jarreth asintió. Los hechizos habían perdido su efectividad, ya no había ni un solo ápice de magia allí. ¿Cómo había dejado tan descuidado aquel proyecto del que se sentía tan orgulloso? Había sido el sueño de la Presidenta Majo, pero él había colaborado, había lanzado conjuros, había buscado cómo cumplir cada mínimo capricho que ella tuviera. Debía de haber previsto que, sin Sycires, el demonio fundador, todo lo que su poder hubiera tocado moriría también.

    —El sol del huerto… —murmuró Hayao señalando hacia la puerta por la que habían entrado— se apagó. Y tampoco llueve. Todo se ha marchitado y no se puede ni entrar del olor…

    Un sentimiento extraño fue haciéndose con el control del cuerpo de Jarreth, malestar, impaciencia e incomprensión. Se giró hacia Shinoa con los brazos cruzados.

    —¿Qué hago aquí? —preguntó para que solo lo escuchara ella—. Ya no tengo esa clase de magia.

    —Nozomu era un mentiroso —replicó en un susurro amenazador—, y Chiaki también. No sé si es tan poderoso como lo era tu anterior demonio, pero puede hacer más de lo que te ha dicho. Yo vi a mi señor lanzar conjuros muy diferentes, no solo de viento.

    Jarreth se humedeció los labios. No estaba acostumbrado a que le explicaran cosas, a que alguien supiera más que él.

    —Es posible doblegar a un demonio y estrujarle todo su poder —murmuró llevándose una mano al pendiente de la oreja—, pero es muy difícil. —Suspiró y dio una palmada para zanjar el motivo por el que lo habían arrastrado hasta allí—: Yo no puedo ayudaros por ahora.

    Dio media vuelta para encarar el pasillo y volver a su dormitorio, pero Shinoa se puso en medio.

    —¿No puedes o no quieres? —le espetó—. Usa el poder del viento para mover la isla y llevarla mar adentro.

    Los ojos claros del mago recorrieron el rostro de la chica un instante, sopesando algo en silencio. Deshizo el nudo que formaban sus brazos.

    —Detuviste una ola gigante que iba a impactar contra la posada —dijo él—. El demonio del que tú extraes tus poderes sigue aquí —señaló su pecho—, ¿por qué me lo pides a mí? Tú eres igualmente capaz.

    Un silencio cargado de significado cayó a plomo en las calderas. Shinoa frunció el ceño, dio un paso hacia delante y se puso de puntillas para estar a su altura.

    —No es mi posada, Jarreth. No sé ni cómo te atreves a sugerir eso. Sé responsable. Toma las riendas de una maldita vez.

    Él estiró la espalda, intentando recuperar aquella postura altanera de sus días de príncipe. Porque eso era lo que él conocía. Cuando había recorrido la posada en otras circunstancias, los criados le habían hecho profundas reverencias y le habían hablado con temor y respeto. Esos días habían pasado y, aunque seguía conservando su estatus, parecía que ya no había ningún protocolo para dirigirse a él.

    Quiso decirle a Shinoa que tenía razón, que no quería. Enfrentarse al demonio que mantenía su corazón latiendo era algo que él quería evitar a toda costa. Si lo intentaba, empezaba a dolerle la cabeza. Chiaki no atendía a su razonamiento, por eso había tratado de pasar esos meses en un silencio obligado. Era su manera de protegerse del mundo, ignorándolo, lo que le costaba un gran esfuerzo.

    —Lo estudiaré —murmuró entre dientes.

    —Antes… —interrumpió Kanta—, ¿no deberíamos tener alguna forma de controlar el rumbo de la isla? Si la dejamos a la deriva a lo mejor nos pueden asaltar piratas o no encontrar tierra en meses.

    —Ordenaré que se salga al mercado para abastecer la despensa por lo que pueda pasar y, en el caso de que entraran ladrones, ya me encargaría yo de ellos.

    —Señor… Amo…—lo llamó una voz joven a sus espaldas.

    —¿Qué haces? —oyó un murmullo enfadado.

    Hayao observaba a su hermano pequeño, que se había encogido en el sitio, sin entender por qué le habían regañado por hablar. Jarreth lo observó. Aún era más bajito, pero, sin duda, había vivido con comodidad, bien alimentado. Hayao tenía en el rostro y en el cuerpo la tensión y madurez de alguien que había experimentado mucho en poco tiempo. No pudo evitar mirarlo un instante más del necesario, trató de retener su aspecto actual en la memoria sabiendo quién había sido para su hermana. Había desaparecido de su cuello el cordel con las cuatro cuentas de Ania.

    —Antes ha dicho que ella puede extraer poder de un demonio. —Al ir a levantar un dedo para señalar a Shinoa, su hermano mayor le bajó el brazo de inmediato, corrigiendo sus modales. Toya se quejó pero continuó—: ¿No es posible que Kanta pueda usar también ese poder para controlar el rumbo de la isla y así desocuparlo un poco de todo lo que usted ya tiene que hacer?

    —¿Que extraiga magia de mi demonio? No es una mala idea —coincidió—, estudiaré si es viable.

    Dio media vuelta y salió de las calderas como una exhalación. Subió los peldaños de las escaleras de dos en dos y llegó a la cocina antes que su amada. Habían deslizado todas las puertas que delimitaban la cocina hacia un extremo, dejando el pasillo y la estancia diáfana. Ya no había nadie jugando. Yumiko estaba limpiando la gran mesa donde comían todos y Makoto y Ran estaban lavando unas verduras. Parecía el mismo lugar que hacía unos meses.

    Yumiko vio a su señor y le hizo una reverencia tiesa como una escoba. Las otras dos criadas se giraron con cierta extrañeza. Las cicatrices del rostro de Makoto a veces no dejaban diferenciar muy bien qué era lo que sentía, pero cuando se sorprendía era cristalina.

    —Acercaos al pueblo y abasteced la posada. Vamos a estar navegando durante un periodo largo.

    —Amo Ryu, qué honor verle, dejadme enseñaros el huerto que hemos hecho aquí arriba —anunció Makoto mostrándole con una mano dónde estaba ubicado. Parecía que había sido la única persona que había tenido algo de iniciativa durante sus meses de encierro.

    Al salir, se percató del desastre que era su querido jardín de cerezos. Había varios árboles arrancados o combados en posiciones sumamente extrañas. La tierra se presentaba con numerosos bultos, como si hubiese tenido una invasión de topos. Cuando se percató de lo que Makoto le señalaba como el huerto, se derrumbó aún más. Esperaba algún fruto, pero solo era una extensión marrón con mal olor que dañaba a la vista. No era equilibrado.

    Apretó los puños. En otra época le habrían bastado solo unos segundos para hacer florecer el jardín y el huerto a la vez, arreglar los desperfectos y colocar en su sitio los portones de la entrada. Tensó la mandíbula y forzó una sonrisa. Makoto ni siquiera lo miraba, así que dio media vuelta y volvió a entrar en la cocina. ¿Por qué hacía tanto calor en abril? Se secó el sudor de la frente con el extremo de la manga.

    —Otra cosa —lo detuvo Shinoa.

    —No sé si voy a poder soportar una más.

    —Solo escucha. Algunos criados dicen que han visto en diferentes días cómo objetos pequeños se colaban por las ventanas de los aposentos de la bru… antigua Presidenta.

    Jarreth pestañeó.

    —Puede que sea correspondencia —adivinó el mago.

    —Intenta ponerte al día con ello entonces. Majo podría tener entre manos asuntos que podrían perjudicar a tu negocio.

    —No sé cómo podría verse mi negocio aún más perjudicado. Es una ballena varada en la playa. Ni siquiera agoniza, solo está ahí, inmóvil.

    Recibió un puntapié de la chica.

    —Pues muévela.

    —Hacerlo me exige un precio que no quiero pagar —replicó acariciándose la espinilla donde le había golpeado.

    —A lo mejor deberías. —Le sostuvo la mirada con seriedad—. Tu demonio está hambriento. Tú estás débil.

    —Todavía soy capaz…

    —Ese es el problema, Jarreth. Crees que lo tienes todo bajo control, pero lo cierto es que es una mentira que te repites de forma constante para no asumir tu parte de responsabilidad. Miras a otro lado, finges que todo se arreglará. Pero veo claramente la herida abierta que cargas a todos lados y que eres incapaz siquiera de fijar tus ojos en ella. Asume que forma parte de ti y avanza.

    Shinoa, airada, volvió a salir al jardín. Su trenza chocó con el marco de la puerta al pisar la engawa, la plataforma exterior que rodeaba la posada.

    Jarreth volvió al hall. Esta vez estaba solo. Por algo se había mantenido encerrado en su planta. Sabía que salir de ella significaba trabajo, tomar decisiones, intentar darle solución a tareas que antes suplía la magia y que en la situación actual debían reinventarse porque todos esos hechizos se habían roto. Se llevó una mano a la frente, haciendo un barrido por los desperfectos y planteándose la ruina económica que supondría restaurar tan solo la entrada.

    —Chiaki —lo llamó con calma bajando la mano al pecho.

    «No», respondió el demonio.

    —No sabes lo que te voy a pedir.

    «Tú sí sabes lo que te voy a pedir yo a cambio», contestó divertido.

    Claro que lo sabía. Pero no iba a caer en su juego. ¿Desde cuándo se permitía dudar ante su propio poder? No tendría que ser tan complicado doblegar a un demonio. Tana lo hizo. La cuestión era: ¿cómo lo consiguió? Sycires era un demonio mucho más poderoso que Chiaki, no debió de ser una tarea sencilla. Pero Tana tenía esa determinación sanguinaria. Su mente era un pozo de fuerza inamovible. Quizá él tenía que convertirse en alguien igual de brutal y ceder ante las exigencias de un sacrificio.

    2

    Volvió a subir los escalones en dirección a la planta doce, maldiciendo el momento en el que le dio por jugar a las princesas en su torre de cristal. Cuando decidió situarse un piso por debajo de la Presidenta, pensaba que, cuanto más alto, más estatus y más poder tendría. Pero las apariencias ya no servían.

    Tropezó al llegar al rellano de la tercera planta y se sujetó al pasamanos para no caer.

    «Podrías usarme», susurró su demonio con aquella voz profunda.

    —Por supuesto —respondió Jarreth poniendo uno de los brazos en jarras y asomándose hacia el borde de la escalera—, estoy esperando a que hagas algo.

    «Pero ya sabes qué querría después».

    La mirada del mago se ensombreció y se agarró con algo más de fuerza a la barandilla de madera.

    «Te cogería y te llevaría hasta lo alto de la posada en un suspiro», siguió tentándole el demonio.

    El mago inspiró con fuerza y soltó el aire. Giró la cara cuando notó algo en el dorso de la mano. Una mariquita recorría su piel allí donde acababa su camisa. Lenta, ajena al mundo que se desmoronaba. Por un momento se le ocurrió que podía aplastarla. ¿Le serviría al demonio? ¿Sería algo demasiado pequeño? Dobló la espalda, se sintió vencido por un instante. Aquellos pensamientos no tenían cabida si quería dejar su vida anterior atrás.

    —No voy a ofrecerte ningún sacrificio —dijo procurando mantener la calma.

    Siguió subiendo tras dejar a la mariquita en aquella barandilla. Quién era él para decidir sobre la vida de un ser vivo tan pacífico.

    El sol caía sobre su piel quemándola y le dificultaba la visión. Se puso la mano sobre los ojos y contó los pisos que llevaba. Debía solucionar lo del ascensor. ¿Cómo lo habrían estado haciendo las criadas?

    Trastabilló de nuevo con los escalones y, hastiado, se detuvo. Aquellos zapatos le quedaban grandes; eran ideales para pasearse por la posada haciendo gestiones, pero nunca había tenido que subir tantos tramos de escaleras.

    «La niña no se quejaba. Y eso que ella iba cargada».

    —Cállate de una maldita vez.

    «Ella hacía este camino todos los días, varias veces».

    Jarreth apretó los dientes y encauzó toda su energía en no parar de mover las piernas hasta llegar al último peldaño. Intentaba ignorar el calor aplastante al tiempo que se ahuecaba la camisa y maldecía tener un pelo tan oscuro. Le pasó por la mente el fugaz pensamiento de que se podría cocer un huevo en su coronilla de lo caliente que la tenía.

    Con un largo suspiro, se agarró a la barandilla para subir los tres últimos escalones, aunque no por ello había llegado a lo alto de la posada. A la planta de la bruja no se podía acceder por las escaleras exteriores. Solo por el ascensor.

    Observó durante un instante las ventanas que daban hacia ese lado, casi todas rotas, al igual que la cúpula de cristal del dormitorio. No había ni un solo ángulo bueno desde el que poder intuir algo del interior de aquel piso, daba igual lo mucho que estirara el cuello.

    «¿Y ahora qué?», se mofó Chiaki al ver que no había forma de llegar al destino escogido por el mago.

    Jarreth tensó la espalda, cansado de aquella prepotencia. Él tenía sus trucos también. Hubo un tiempo en el que no tuvo magia, y cuando la adquirió supo que nada le garantizaba conservarla de forma indefinida. Por cualquier cosa que pudiera pasar, decidió cubrirse las espaldas.

    Entró en su planta sintiendo cómo la penumbra del pasillo le refrescaba la piel. Su sombra se estiró a lo largo de la alfombra verde oscuro del suelo. Se desvió hacia el almacén, un cuartito forrado por unas estanterías donde se disponían multitud de frascos y demás utensilios que usaba en alguno de sus hechizos. Cogió la escalera enclenque y la apoyó en el marco de la puerta. Ascendió por ella con cuidado. ¿Dónde estaba? Hacía muchísimos años que no usaba esa trampilla. El ascensor había sido el único medio que había utilizado durante ese tiempo. O volando.

    Toqueteó con las yemas varias ranuras hasta dar con la diminuta cuerda de la que tirar.

    «Te esfuerzas demasiado solo por no ceder ante algo tan fácil como…», protestó el demonio.

    La trampilla se abrió hacia abajo y Chiaki enmudeció. Una nubecilla de polvo cayó sobre las manos del mago, que se sacudió de inmediato. Alzó la mirada y tuvo que pestañear, intentando luchar contra la rigidez del resto del cuerpo. No pensaba que le fuera a suponer tanto cuando, de pronto, reconoció el pasillo iluminado. ¿Estaba preparado para eso? ¿Quería rememorar aquel momento?

    Dejó las muñecas muertas sobre el borde del hueco y bajó la cabeza tanto que la barbilla casi podía rozarle el pecho. Se instaló en su estómago una pesadez inusitada que le causó náuseas. Sintió el pendiente en su lóbulo balancearse. En otras ocasiones eso le habría dado cierta sensación de compañía, pues era la manera en la que Sycires, su anterior demonio, había decidido ponerse en contacto con él. Los demonios y sus manías de tener un cuerpo propio o algo externo que poder poseer para parecerlo. Pero en esta ocasión la sensación fue de vacío.

    Se agarró con fuerza y terminó por alzarse para acabar en aquel pasillo que siempre había estado en penumbras. No había apenas ventanas. Todo el empeño de Tana Majo se había concentrado en la cúpula de cristal de su dormitorio. Pero la habían destrozado y los rayos del mediodía atravesaban casi toda la superficie de la planta.

    Giró a la izquierda dejando a su cuerpo moverse solo. No se sentía con demasiado ánimo para volver a enfrentarse a aquel horror. Se detuvo a observar las gotas resecas en el suelo. Aquellos fueron los últimos pasos que dio la bruja antes de su muerte. Aunque esa sangre en concreto no era de ella, sino del mago.

    Jarreth inspiró con fuerza. Lo único positivo de todo aquello era que la estancia estaba ventilada y no daba tanta angustia aventurarse ante el caos. La figurita explosiva no había abierto un boquete en la pared, pero sí que había deshecho el escritorio y las estanterías cercanas. Sobre el suelo se mezclaba un confeti de cristales, madera, piedras preciosas y huesos. La Presidenta tenía como pasatiempo pintar calaveras a mano y decorarlas con gemas, luego las exhibía en su dormitorio.

    Jarreth se quedó en la puerta. Las manchas que quedaban por el suelo describían una historia demasiado dolorosa como para no sucumbir a los recuerdos. La luz del día no dejaba lugar a dudas, allí había habido sufrimiento y muerte. Y, quizá, si no tuviera mezclados sus recuerdos con los de Ania o, mejor dicho, con los del demonio, aún tendría alguna duda de a quién correspondía cada huella, cada charco carmesí. Chiaki sentía una predilección por traerle las imágenes en las que Ania se arrastraba por el suelo intentando llegar al cuerpo de su hermano. Sus últimos segundos de vida. Podía distinguir aquel reguero en la moqueta, ese pequeño espacio que había tenido que recorrer sola mientras agonizaba. Casi podía sentir el corte en su propio cuello, las lágrimas calientes en su rostro, el aliento que se obligaba a tomar porque había decidido salvar a Jarreth.

    El mago tanteó con la mano hasta apoyarse en el marco, notaba debilidad en las piernas.

    «¿Cómo lo soportas?», preguntó el demonio. Aunque no sabía si aquello lo decía para regodearse en su culpa o si era la demostración de que Chiaki tenía cierta humanidad.

    Jarreth despegó la mirada del suelo y la alzó buscando algo nuevo, algo que no debiera estar ahí, que no encajara con un lugar en ruinas y maldito. Cualquier cosa. Era la razón por la que había subido, y no para sentir esa angustia tan terrible. Reparó entonces en las cartas.

    Inspiró profundamente y recuperó cierta entereza para atravesar el dormitorio, pero se detuvo antes de llegar al escritorio destrozado.

    «Alguien ha estado aquí —anunció el demonio con desconfianza—, alguien más ha pisado este suelo».

    Jarreth también lo sentía. Su pecho vibraba caliente con esa certeza. Sus ojos barrieron la estancia con rapidez, de pronto fue consciente de que sabía que, a pesar del caos, todo estaba en su lugar. Quien fuera que hubiera estado ahí se había molestado en no tocar nada. ¿A quién conocía Tana que pudiera tener algún interés en corroborar su muerte? ¿Había sido eso? ¿Un enemigo? ¿O ella tendría algo de alguien y este lo quería de vuelta? ¿Alguna deuda?

    Con curiosidad, se movió por la habitación dando grandes zancadas para sortear los cristales del suelo y el mobiliario tirado. No tocaba nada, pero su magia hacía de radar temporal. ¿Qué asuntos podrían haber empujado a un desconocido a pasearse por ahí hacía unos días?

    Un trozo de madera se deslizó al pisarlo y un cristal escondido atravesó el zapato del mago con facilidad. Se le puso la piel de gallina al ver el pico sobresalir por entre los dedos de los pies. No le había llegado a rozar, pero había estado muy cerca. Se sacó el fragmento y se quedó observándolo un instante. Lo dejó despacio a un lado, junto al resto de cristales.

    Recogió los sobres intactos y decidió que era un buen momento para irse. No quería ni podía hacer más allí. Si aún tuviera a su anterior demonio, haría un maleficio para que nadie pudiera entrar en la posada, y menos en aquel cuarto. Pero Chiaki no le permitía hacer magia si antes no lo alimentaba. Y, definitivamente, eso no estaba dentro de sus planes a corto plazo.

    Echó un último vistazo a la estancia.

    «Sabes que podría quemar todo esto; deshacerme de ello en un abrir y cerrar de ojos. Reconstruirlo y que fuera tuyo. Incluso hacer que ascendieran unas escaleras hasta aquí».

    —No. Necesito esta planta tal y como está ahora.

    Bajó la mirada a las cartas y encaró el pasillo, a sus espaldas quedó el antiguo dormitorio y despacho de Tana Majo. Leyó los remitentes, por si había alguna importante, pero la que más llamó su atención fue la que sentenciaba: «A la atención de Jarreth, de la Presidenta de la Posada Shima». Iba dirigida a él, tenía su nombre. Apretó los dedos sin querer y bajó el brazo. Necesitaba sentarse para leerla.

    Descendió de nuevo por la trampilla secreta de su pequeño almacén y se esforzó en dejarla bien cerrada para que no se pudiera intuir. Echó el cerrojo una vez abandonó el cuarto y se fue a su

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1