Dos damas muy serias
Por Jane Bowles
3.5/5
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Dos damas muy serias fue saludada por Tennessee Williams como «mi libro favorito» y por Alan Sillitoe como «un hito en la literatura norteamericana del siglo XX», entre otros muchos ejemplos. La novela relata el itinerario de dos mujeres muy diferentes, en busca de su independencia y de su autenticidad. Christina Goering, rica, solterona y proclive al misticismo, busca su salvación luchando contra su naturaleza, es decir: forzándose a aventuras con desconocidos. En tanto, Frieda Copperfield quiere lograr su felicidad terrenal y no vacila en abandonar a su marido para irse a vivir con Pacífica, una joven prostituta panameña.
Un doble itinerario, entre la soledad y la auto-destrucción, sin embargo tratado con un traicionero sentido del humor y una comicidad granguiñolesca. Los personajes son gloriosamente impredecibles, fantásticos, excéntricos, alejados de toda lógica normal de conducta social. El libertinaje es asexuado, se recurre a la carne como símbolo de la libertad, sin parecer gozar ni un momento de ella. Todo ello confiere a la obra de Jane Bowles una extraña fascinación y una luminosa originalidad.
Jane Bowles
Jane Bowles nació en Nueva York en 1917 y empezó a escribir a la edad de quince años. En 1938 se casó con el escritor y compositor Paul Bowles. El matrimonio llevó una existencia nómada viviendo esporádicamente en Europa, Centroamérica, México y Ceilán, antes de instalarse en Tánger en 1947. Publicó Dos damas muy serias, su única novela, cuando solo contaba veintiséis años. Es autora del libro de relatos Placeres sencillos y una obra de teatro, En el cenador. En 1957 sufrió una hemorragia cerebral que le impidió prácticamente volver a leer y escribir; murió en Málaga en 1973.
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Comentarios para Dos damas muy serias
149 clasificaciones4 comentarios
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5A story of two women which is touted as witty and humorous. I found the two characters to be impulsive self-absorbed users of others that I could not empathize with. Essentially all of the characters seemed pathetic.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/577/2021. Two Serious Ladies, by Jane Bowles, 1943, is a batshit novel about terrible people and their alternately batshit and terrible lives. Bowles appears to be trying to render the banal as interesting and the interesting as banal, which didn't work for me. But this doesn't mean I didn't enjoy reading the book.
So 3.5 for fun and 2.5 for style = 3* - Calificación: 2 de 5 estrellas2/5As I started this novel, I was put in mind of Daisy Ashford's "Young Visiters", with its comically unapposite exchanges betwen characters. Continuing to read, I came to be more reminded as an inferior version of Leonora Carrington.
It began as intriguing and entertaining, following the first of our 'serious ladies' - well to do Christina Goering, a strange, unlikeable child with a penchant for extreme and outrageous religious activities. The book follows her into adulthood, living with an entirely incompatible female companion, and with a male acquaintance (and his parents.) And then she moves to an island...
The second lady is merely a fairlty distant acquaintance of Miss Goering; Mrs Copperfield accompanies her husband to Panama, where she embarks on a reltionship with a local lady of dubious repute...
There are odd paragraphs of quite clever writing, but as the implausible and incomprehensible events unroll, page after page, I became SO bored! - Calificación: 1 de 5 estrellas1/5I must confess, I picked this novel up only because I’d recently read that the wife of Paul Bowles (a rather well-regarded twentieth-century itinerant writer and composer) was the author and was, herself, a woman of much talent but limited repute. I believe I actually saw her described as “a writer’s writer.”
If so, I guess I ain’t no writer – or, at the very least, I can’t support that particular view of Jane Bowles’s work.
Two Serious Ladies is, in a nutshell, bizarre – and I don’t mean because of its content. I mean that the writing is bizarre. On the one hand, I kept asking myself whether English was really Ms. Bowles’s native language. On the other hand, the descriptors ‘fey’ and ‘airy-fairy’ occurred to me over and over again. I was consequently not in the least surprised that Tennessee Williams should’ve proclaimed Two Serious Ladies “(m)y favorite book” – and added – “I can’t think of a modern novel that seems more likely to become a classic.”
I’m sorry. I really wanted to like it – and to be able to declare with Claire Messud, who wrote the Introduction, that “I (too) simply could not put it down.” My problem was the opposite: I kept having to poke myself to pick the book back up and read more of Ms. Bowles’s drivel.
Yet I plunged on, wanting to find out why: “John Ashbury called Jane Bowles ‘one of the finest modern writers of fiction in any language’; Alan Sillitoe anointed the novel ‘a landmark in twentieth-century American literature’; Truman Capote deemed her ‘one of the really original pure stylists’; James Purdy said she was ‘an unmatchable talent’; and Tennessee Williams (once again) announced that she was ‘the most important writer of prose fiction in modern American letters’” – all on p. vi of Claire Messud’s Introduction.
I had to wonder whether Ms. Bowles had been trading sexual favors for flattering reviews – or, more likely (given their separate but equal sexual proclivities), maybe this was payback time to Paul Bowles for a bit of past authorial kink.
To take just a random example (this one on p. 72): “‘All right,’ said Mr. Copperfield. He looked sad and lonely. He enjoyed so much showing other people the things he liked best. He started to walk away towards the edge of the water and stared out across the river at the opposite shore. He was very slight and his head was beautifully shaped.”
Why would a man who’d been married to the same woman for decades suddenly look “sad and lonely” because she opted not to accompany him on a little stroll through the Panamanian jungle? Disappointed, yes. Annoyed, yes. Possibly nonplused if he’s like most men whose wives change their minds at the last minute. But “sad and lonely?” Really? And would that same woman then suddenly observe that that same husband of ten thousand and one nights between the sheets now appeared to her to be “very slight(,) and his head was beautifully shaped?” If he’d been reaching up for a banana in that same instant (not out of place, given the setting of the incident), she might well have observed that he was ‘a simian delight to behold, my exuberant little tropical punch,’ but God knows not that “(h)e was slight(,) and his head was beautifully shaped.”
(Please forgive: I first learned the word ‘simian’ forty years ago chez Theodore Dreiser –who in fact used it three times in the same novel – and I’ve been dying to use it ever since!)
Or maybe this is the answer (on p. 76), ostensibly from the mouth (or thoughts – it’s always a little difficult to tell with Ms. Bowles’s idiosyncratic punctuation) of Mrs. Copperfield, although I think we can safely assume that that same Mrs. Copperfield serves as something of a mouthpiece for Ms. Bowles here and elsewhere: “‘Now,’ she said, jumping off the bed, ‘now for a little spot of gin to chase my troubles away. There just isn’t any other way that’s as good. At a certain point(,) gin takes everything off your hands(,) and you flop around like a little baby. Tonight(,) I want to be a little baby.’”
I like a snifterful (or “hookerful,” as she calls it in the sentence immediately following) as much as the next guy or chick, but I’m also ever-mindful of Hemingway’s dictum: “Write drunk; edit sober.” I have to wonder whether Ms. Bowles ever bothered to pull herself up from under the table long enough to heed the second part of Hemingway’s dictum.
I will give Ms. Bowles credit for one rather trenchant observation early on in the novel – viz., “(t)ourists, generally speaking,” Mrs. Copperfield had written in her journal, “are human beings so impressed with the importance and immutability of their own manner of living that they are capable of traveling through the most fantastic places without experiencing anything more than a visual reaction. The hardier tourists find that one place resembles another.”
As she and her husband were particularly well-traveled, I have to concede to her a well-earned authority in this quasi-aphorism. I just don’t understand how it could’ve been penned by the same hand that wrote so much tripe. Maybe – just maybe – she was actually sober when she wrote it.
But the long and short of it is that this book, in my opinion, is an amateur piece of work – AMATEUR writ large and bold. There is one anecdote or action after another that leads nowhere and hardly advances the plot of the book – if advancing the plot was ever even a thought in Jane Bowles’s head. Categorize it however you like – modern; post-modern; post-post-modern; irony; parody; buffoonery; critical social commentary – it just didn’t work, at least for this particular reader.
But as I never fail to add, de gustibus non est disputandum. If my fellow reviewers found the work enchanting, I’m certainly in no position to question their judgment or their choice of enchantment.
RRB
11/30/14
Brooklyn, NY
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Dos damas muy serias - Lali Gubern
Índice
PORTADA
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
DOS DAMAS MUY SERIAS
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
TERCERA PARTE
EPÍLOGO: EL PRIMER LIBRO AMARILLO
NOTAS
CRÉDITOS
PRÓLOGO*
Debe de hacer siete u ocho años desde que vi por última vez a esa leyenda moderna llamada Jane Bowles, y tampoco he sabido nada de ella, al menos directamente. Pero estoy seguro de que no ha cambiado; de hecho, algunos viajeros que han estado recientemente en el norte de África, y que la han visto o se han sentado con ella en algún sombrío café de la kasba me han dicho, y estoy seguro, que Jane, con su cabeza como una dalia, con su corto pelo rizado, su nariz respingona y sus ojos de un brillo malicioso, y algo alocados, con esa voz suya tan original (un áspero soprano), sus ropas de muchacho, su figura de colegiala y su leve cojera, es más o menos la misma que era cuando yo la conocí hace más de veinte años: ya entonces evocaba al golfillo eterno, tan atractivo como el más atractivo de los no adultos, y sin embargo con una sustancia más fría que la sangre corriendo por sus venas, y con un ingenio y una sabiduría excéntrica que ningún niño, ni siquiera el más extraño wunderkind, haya poseído jamás.
Cuando conocí a la señora Bowles (¿1944? ¿1945?), ya era, dentro de ciertos círculos, una celebridad: aunque solo tenía veintitantos años, había publicado una novela muy original y comentada, Dos damas muy serias, se había casado con Paul Bowles, compositor y escritor de talento, y ambos habitaban en una elegante pensión que había abierto en Brooklyn Heights el ahora difunto George Davis. Entre los compañeros de pensión de los Bowles figuraban Richard y Ellen Wright, W. H. Auden, Benjamin Britten, Oliver Smith, Carson McCullers, Gypsy Rose Lee y (según creo recordar) un domador de chimpancés que vivía allí con una de sus «estrellas». En fin, una casa más bien movida. Pero aun en medio de una comunidad tan vigorosa, la señora Bowles, por su talento y por las extrañas visiones que este alberga, y por la sorprendente mescolanza de candor de perrillo juguetón y de dosificación felina de su personalidad, seguía siendo una presencia dominante y de primera línea.
Jane Bowles es una autoridad lingüística. Habla con la mayor precisión francés, español y árabe..., y puede que ese sea el motivo de que los diálogos de sus relatos parezcan, o me parezcan a mí, como una traducción al inglés de alguna deliciosa combinación de otros idiomas. Además, dichos idiomas los aprendió sola, como consecuencia de su carácter nómada: de Nueva York se fue a vagar por Europa, y se alejó de allí y de una guerra ya inminente viajando a Centroamérica y México; descansó luego una temporada en esa histórica comunidad de Brooklyn Heights, y a partir de 1947 ha residido casi siempre en el extranjero; en París o en Ceilán, pero, sobre todo, en Tánger; de hecho, Jane y Paul Bowles pueden ser ya considerados sin vacilación como tangerinos permanentes, tanto se han adherido a ese empinado puerto de mar de blancos y sombras. Tánger se compone de dos partes mal emparejadas: una, gris y moderna, atestada de edificios comerciales y de casas de pisos altas y lúgubres, y la otra, una kasba que baja por un laberinto medieval de callejas, arcadas y plazas que huelen a kif y a menta, hacia el puerto bullicioso de pescadores y con las sirenas de los barcos atronando. Los Bowles se han instalado en los dos barrios; tienen en el más nuevo, un apartamento esterilizado tout confort y también un oculto refugio en el más sombrío vecindario árabe: una casa nativa que debe de ser una de las moradas más diminutas de la ciudad, los techos son tan bajos que tienes que pasar prácticamente a gatas de una habitación a otra; pero las habitaciones en sí son como una encantadora serie de Vuillards tamaño postal, con almohadones moriscos desparramados sobre alfombras con diseños también moriscos, todo acogedor como una tarta de frambuesa y todo iluminado por intrincadas lámparas y ventanas que dan acceso a la luz de los cielos marinos y ofrecen una panorámica que combina minaretes y barcos y los tejados enjalbegados de azul claro de las casas nativas, que retroceden como una escalinata fantasmagórica hasta el bullicioso muelle. O así es el recuerdo de mi única visita una tarde, a la hora del crepúsculo, oh sí, hace ya quince años.
Un verso de Edith Sitwell: «Jane, Jane, la luz de la mañana ya vuelve a crepitar...» Es un poema que siempre me ha gustado, sin que, como me pasa a menudo con esta particular autora, lo entienda en absoluto. A menos que, «luz de la mañana» sea una imagen que signifique el recuerdo (?). Entre mis propios recuerdos de Jane Bowles, los más satisfactorios giran en torno a un mes que pasamos en habitaciones contiguas en un hotel agradablemente descuidado de la rue du Bac durante un gélido invierno parisino: enero de 1951. Cuántas transcurrieron de frío pasamos en la acogedora habitación de Jane (llena de libros y papeles y alimentos y un vivaz cachorrillo de pequinés blanco comprado a un marinero español); largas veladas oyendo el fonógrafo y bebiendo tibio aguardiente de manzana mientras Jane preparaba chapuceros y maravillosos guisos en un hornillo eléctrico: es buena cocinera, sí señor, y también un poco glotona, como sospechará quien lea sus relatos, que abundan en descripciones de comidas y de sus ingredientes. Cocinar es solo uno de sus muchos dones extraordinarios: también es una imitadora inquietantemente exacta y puede reproducir con nostálgica admiración las voces de ciertos cantantes, la de Helen Morgan, por ejemplo, y la de su íntima amiga Libby Holman. Años después, yo escribí un relato titulado Entre las sendas del Edén, en el que, sin darme cuenta, atribuí a la heroína varias características de Jane Bowles: la envarada cojera, las gafas, sus brillantes e inteligentes habilidades mímicas («Aguardó, como si esperase que la música le diese la señal; luego: ¡Ahora que estás aquí, no me abandones nunca! ¡Este es el lugar al que perteneces! ¡Todo parece perfecto cuando estás cerca! Cuando te vas, nada está en orden
. Y el señor Belli se quedó perplejo, pues lo que estaba oyendo era exactamente la voz de Helen Morgan, y dicha voz, con su dulzura vulnerable, su refinamiento, su tierno temblor al alcanzar las notas agudas, no parecía prestada, sino la de la propia Mary O’Meaghan, una expresión natural de alguna identidad recóndita»). Yo no pensaba en la señora Bowles cuando inventé a Mary O’Meaghan, personaje al que nada se le parece en lo esencial; pero el que surgiera así un fragmento de ella dará una idea de la poderosa impresión que siempre me ha causado ella.
Aquel invierno ella estaba escribiendo En el cenador, la obra que tan delicadamente presentarían luego en Nueva York. No soy muy aficionado al teatro: casi nunca aguanto una obra más de dos veces; pero esta la vi en tres ocasiones, y no por lealtad a la autora, sino porque tenía un ingenio espinoso, el aroma de una bebida nueva, de acritud refrescante..., las mismas cualidades que me atrajeron desde el principio a la novela Dos damas muy serias de la señora Bowles.
Mi única queja contra la señora Bowles no es la calidad de su obra sino simplemente la cantidad. Este volumen constituye toda su estantería, por así decirlo. Y aunque estamos agradecidos por tenerlo, querríamos que hubiera más. Una vez, hablando de un colega de pluma, alguien con más facilidad que nosotros dos, Jane dijo: «Es que a él le resulta tan fácil... No tiene más que mover la mano. Solo eso». En realidad, escribir nunca es fácil; por si alguien no lo sabe, es el trabajo más duro que hay; y para Jane creo que es difícil hasta el punto de resultar auténticamente doloroso. ¿Por qué no, cuando tanto lenguaje como tema se persiguen a lo largo de sendas tortuosas y pedregosas canteras: las relaciones nunca materializadas de sus personajes, las incomodidades físicas y mentales con las que les rodea y satura, cada habitación una atrocidad, cada paisaje urbano una creación con estridencias de neón? Y sin embargo, aun cuando el sentimiento trágico es algo central en su visión, Jane Bowles es una escritora muy divertida, una especie de humorista, aunque desde luego no de la Escuela Negra. El humor negro, tal como lo etiquetan quienes lo perpetran, es, cuando triunfa, solo un artificio encantador falto totalmente de compasión. «Camp Cataract» (en mi opinión el más completo de todos los relatos de la señora Bowles, y uno de los más representativos de su obra) es una muestra irresistible de compasión controlada: el relato cómico de un destino calamitoso que tiene en su corazón, y como corazón, una sutilísima comprensión de la excentricidad y del aislamiento humano. Solo este relato exigiría ya que otorgásemos muy alta estima a Jane Bowles.
TRUMAN CAPOTE,
julio de 1966
INTRODUCCIÓN*
«No puedo vivir sin ella ni un momento», dice una heroína de Dos damas muy serias, de Jane Bowles, refiriéndose a la puta adolescente que ha tomado por compañera. «¡Eso me destrozaría por completo!»
A lo que una de sus serias amigas contesta: «¡Pero si ya está destrozada! ¿O acaso me equivoco?»
«Tiene razón», dice la señora Copperfield. «¡Estoy destrozada, cosa que llevaba años deseando! [...] Pero tengo mi felicidad y la defiendo como una loba, y ahora poseo autoridad y cierta audacia, cualidades de las que, como usted recordará, jamás he disfrutado antes.»
El derecho de las mujeres a la «autodeterminación a toda costa» (aun a costa de hundirse) ha sido tema dominante de la literatura feminista desde que los críticos varones atacaron a la pulcra Jane Eyre de Charlotte Brontë por «fomentar el cartismo y la rebelión en el hogar», y yo advierto que la mayoría de los lectores varones se siguen oponiendo a la visión de las mujeres verdaderamente independientes de los hombres: mujeres espirituales, nómadas, asexuales. Una de las ironías del actual «chic» porno es que refuerza acogedoramente el antiguo y cómodo mito masculino de que no somos más que un puñado de bomboncitos dependientes. Cuánto más amenazadora es para la psique masculina la libertad célibe de Jean Rhys cuando exclama, en Después de dejar al señor Mackenzie, «deseaba irme con la misma sensación del muchacho que anhela huir al mar».
De las novelistas del siglo xx que han escrito con más agudeza (Colette, Doris Lessing, Kate Chopin, Jean Rhys y Jane Bowles me vienen inmediatamente a la memoria), las tres últimas son artistas consumadas que se han pasado varias décadas sepultadas en el olvido. Aunque radicalmente vacía de sensualidad, El despertar (1899) de Kate Chopin, en la que una artista da la espalda al matrimonio y a la maternidad porque no satisfacen su búsqueda de la felicidad, fue desterrada de las bibliotecas públicas durante muchos años por su explícita afirmación de la autonomía de la mujer. Las dos mejores novelas de Jean Rhys, que tratan de mujeres atrapadas en la soledad de la pobreza urbana, no fueron resucitadas hasta 1966, tras pasar treinta años en la oscuridad. En cuanto a la obra de Jane Bowles, que aborda también una redefinición de la libertad de la mujer, ha sido acogida con notorio silencio desde la representación de su obra de teatro En el cenador hace ya veinte años, pese a su éxito de crítica. (Alan Sillitoe dijo que era «un hito de la literatura contemporánea»; y Tennessee Williams, quizá un poco efusivamente, la describe como «la escritora de prosa narrativa más importante de la literatura norteamericana moderna».) Como está a punto de aparecer la primera biografía de esta escritora maravillosa y extraña, y acaba de publicarse la antología más completa de sus obras, parece que la señora Bowles va a recibir el tardío reconocimiento que se concedió no hace mucho a la señorita Chopin y a la señorita Rhys. Y hemos de agradecer profundamente al movimiento feminista que crease el clima psicológico propicio para que estas tres importantes escritoras se reeditaran.
Si existe un denominador común en la obra de la señora Bowles, sin duda es la persecución implacable de la autonomía del propio conocimiento por parte de las mujeres, el afán de liberarse de todas las estructuras convencionales. Y en manos de la señora Bowles, esta persecución se convierte en algo febril y demoníaco. En «Camp Cataract», uno de sus mejores relatos, una solterona que vive con sus dos hermanas decide refugiarse en la locura en vez de seguir en el asfixiante cobijo doméstico. Escondida en un campamento de verano en compañía de una camarera gorda cuya mayor ambición es tener un garaje, alcanza un nivel de libertad nuevo y dudoso cuando, al negarse a corresponder al profundo afecto de su hermana mayor, empuja a esta al suicidio. El desenlace de En el cenador aborda brutalmente a una mujer entregada a una tarea igualmente implacable de autodefinición. La alcohólica señora Constable queda privada de su hija, cuya independencia había intentado destruir por sus propios fines egoístas.
Dos damas muy serias, la única novela terminada de Jane Bowles, documenta con extraordinario talento la caída en el libertinaje de dos mujeres muy distintas pero igualmente serias. La señorita Goering es una rica solterona a la que su fealdad y sus severas inclinaciones místicas de infancia han convertido en una solitaria; la señora Copperfield, por su parte, está atrapada en un matrimonio de lo más próspero y respetable. La señorita Goering acaba vendiendo sus posesiones mundanas para ensayar «su modesto concepto de la salvación»; se traslada a una desagradable casita de State Island y desde allí va y viene a tierra firme para llevar una nueva vida de merodeo por los bares en la que acaba de call girl elegante. La señora Copperfield, a quien la señorita Goering conoce casualmente, acompaña a su inquieto y mezquino marido a Panamá y le deja para unirse a un grupo de mujeres equívocas a las que ha conocido en Colón. Acaba volviendo a Nueva York con una prostituta adolescente mestiza llamada Pacífica, admitiendo, a la vez, que está «destrozada» pero ha encontrado un tipo nuevo de independencia y felicidad que defiende «como una loba».
El tema de la independencia de las mujeres, y sus frecuentes coeficientes de soledad y destrucción potencial, han sido tratados en general con una seriedad lessingniana en un marco sociorrealista. Con lo que la obra de la señora Bowles resulta mucho más original, por su hilaridad gran guiñol, sus constantes sorpresas y una mezcla de lo realista y lo grotesco que a veces nos recuerda a Ronald Firbank. Hay una tensión extraordinaria entre el mundo físico, firme y supernormal que describe la autora y los movimientos gloriosamente impredecibles y fantásticos de los excéntricos personajes que lo habitan. Estas mujeres maduras y superformales desmoronándose en sus vestidos de fiesta, abandonando su casa para combatir sus inhibiciones en paisajes de literalidad fotográfica, hablan, se mueven y aceptan el libertinaje como el sueño en libertad de un cuadro de Delvaux. Toda lógica «normal» de conducta social se dispersa. Personas que acaban de conocerse deciden vivir juntas tras tomar la primera taza de té. Hay revisores de tren que prohíben a los pasajeros hablar entre sí, bajo la amenaza de llamar a la policía. Las hermanas de «Camp Cataract» son tan torpes respecto a los primores domésticos que apenas pueden salir del comedor sin arrastrarse debajo de las mesas. El diálogo ágil y febril de la señora Bowles posee una mezcla de integridad infantil, candor surrealista y ágil precisión, digna a menudo de Lewis Carroll.
«No me gustan los deportes», dice esa señorita Goering, proclive a la salvación. «Me producen una terrible sensación de pecar.» «... No tiene ningún sentido trasladarse físicamente de un sitio a otro», comenta un amigo de la señorita Goering. «Todos los sitios son más o menos iguales.» «Te llamas artista», reprende un padre a su hijo, «y ni siquiera sabes huir de tus responsabilidades.»
Después de leer las críticas entusiastas de Dos damas muy serias en 1943, me asombró que algunos críticos la compararan con El pozo de la soledad, quizá la única novela en lengua inglesa que ha tratado anteriormente el tema del lesbianismo. El acerbo genio de la señora Bowles para lo outré no deja base alguna para una comparación con el relato sentimental de Radcliffe Hall. Ni las caídas vertiginosas de sus heroínas se deben a preferencias por el lesbianismo, pues parecen tan asexuadas como independientes y nómadas, recurriendo a la carne como símbolo de independencia sin parecer gozar ni un momento de ella. Sus caricias gloriosamente desinhibidas, su voluptuosa liberación de toda disciplina masculina («Pero os va a dar una indigestión [...] ¡Dios mío!», dice continuamente el señor Copperfield) se relacionan más con una vuelta a la androginia sexual permisiva de raíz juvenil que a cualquier preferencia sexual. Es esta misma juguetona despreocupación infantil la que proporciona a la obra de la señora Bowles su extraño poder y su luminosa originalidad, y que puede desconcertar a lectores aficionados a heroínas predeciblemente «femeninas» y «maduras».
Lo poco que sabemos de Jane Bowles sugiere que su vida fue tan febril y singular como la de sus heroínas. Coja desde la adolescencia a raíz de un accidente que tuvo montando a caballo, se casó a los veinte años con el escritor y compositor Paul Bowles. Terminó Dos damas muy serias a los veinticuatro y se instaló en Tánger en 1947. A los cuarenta, sufrió una hemorragia cerebral que le impidió volver a leer y a escribir. Murió en un hospital de monjas de Málaga en 1973. En una entrevista reciente de Rolling Stone, Paul Bowles reveló algunos datos más sobre las últimas décadas de la vida de Jane Bowles. Bebía demasiado y tenía una relación apasionadamente dependiente con una sirvienta marroquí, la cual, según Paul Bowles, se sospecha que estuvo envenenándole la comida durante años con peligrosas drogas. La biografía de Millicent Dillon, cuya publicación tiene prevista para este año Harper & Row, iluminará más sin duda las relaciones entre la vida singular de Jane Bowles, la magia de su arte y su visión tragicómica de la liberación humana.
«Ninguno de mis amigos habla ya del carácter...», dice la señora Copperfield en Dos damas muy serias. «Y sin embargo no hay duda de que lo que más nos interesa es descubrir cómo somos.» En la obra de la señora Bowles, la tradicional lucha novelística entre temperamentos débiles y fuertes termina inevitablemente en tablas. El único objetivo heroico es la persecución rigurosa de la autonomía y la pesarosa aceptación de sus consecuencias a menudo trágicas. Pues hasta los más fuertes quedan deshechos por no saber apreciar «la fuerza terrible de los débiles», y seguir un sendero hacia abajo, igualmente beodo, hasta la sabiduría. Se evita rigurosamente toda moralización. Queda al lector individual determinar si las heroínas de la señora Bowles estaban mejor en el refugio de sus matrimonios represivos y sus solterías inhibidas que en la anarquía de su libertinaje. Cito el párrafo final de Dos damas muy serias, en que la señorita Goering reflexiona sobre su reciente libertad tras dejar una de sus relaciones de una noche en los bordes del submundo:
«Ciertamente estoy más cerca de la santidad [...] ¿pero es posible que alguna parte de mí misma, oculta a mis sentidos, esté acumulando pecado tras pecado tan deprisa como la señora Copperfield?»
Esta última posibilidad le pareció de un interés