El secreto templario de El Escorial
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La conquista de América es la encrucijada de dos mundos, donde la historia se entrelaza con la leyenda. Una exploración épica que nos sumerge en el corazón de la conquista de México en el siglo XVI, presentando un escenario lleno de ambición, traición y descubrimientos inimaginables, y donde surge una trama intrigante que va más allá de las páginas de los libros de historia.
Es en este contexto donde Hernán Cortés liderará una expedición que cambiará el destino de dos continentes. Mientras su determinación lo lleva a conseguir las riquezas que le ofrece el Nuevo Mundo, se verá sorprendido y envuelto por un misterio ancestral: la presencia de los caballeros templarios en América dos siglos antes de la llegada de los españoles.
Gloria y tragedia se entrelazan en la búsqueda del Arca de la Alianza, un objeto que siempre ha inspirado fe y codicia por partes iguales, y donde Enrique Cortés y su sobrina Irene, descendientes del legendario conquistador español, tratarán de anticiparse a la siniestra Orden de Baphomet para dar respuesta a un mito que se funde con la realidad desde hace más de mil años.
José María Aznar Miralles
Nacido en Crevillente (Alicante) en 1973, José María Aznar Miralles compagina su trabajo en el sector financiero con la docencia en la Universidad de Alicante, donde imparte clases de Dirección de Equipos Comerciales. Autor de El cambio (2014) y Tepe. La era de los inmortales (2020), también ha colaborado en las obras Mundo Omeya (2019) y San Francisco de Asís (2023), publica su tercera novela El secreto templario de El Escorial, donde el autor trata de responder a las preguntas en una novela llena de acción de cómo hubiera cambiado nuestra historia si Hernán Cortés hubiera encontrado durante su épica conquista de Tenochtitlán el secreto mejor guardado por los caballeros templarios.
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El secreto templario de El Escorial - José María Aznar Miralles
-1-
Francia, año 1307
Los hechos se precipitaron aquella aciaga mañana de viernes 13 de marzo de 1307. Un mes antes, el rey Felipe IV había enviado a todos los oficiales de Justicia del reino una carta convenientemente lacrada junto con una circular en la que se indicaba que la misiva sólo podría abrirse durante la noche previa a aquel día y así asegurarse de que no habría filtraciones sobre su contenido. Su contenido era más que revelador:
Los templarios son lobos envueltos en pieles de cordero. Hemos sabido que ultrajan gravemente a Nuestro Señor Jesucristo. A nadie admiten entre ellos si antes no reniega tres veces de Nuestro Señor ni escupe otras tres veces sobre la cruz. Cuando es ordenado, el nuevo templario besa tres veces al que le recibe; la primera en la parte del cuerpo donde acaba la espina dorsal, la segunda vez en el ombligo y la tercera en la boca. Luego, se compromete a someterse a los excesos sexuales más innobles. Nos creímos que los delatores actuaban bajo el imperio de la envidia, el odio y la venganza, pero las denuncias se han multiplicado y el papa y yo, queriendo encontrar la verdad, hemos debatido este asunto en Poitiers y actuaremos con diligencia.
Los rumores que durante años apuntaban a una conspiración para destruir la Orden del Temple y despojarlo de todas sus propiedades y riquezas parecieron confirmarse con la detención de Jaques de Molay, gran maestre de la Orden, y tres de sus más altos dignatarios cuando pacíficamente salían del funeral de Catalina de Courtenay, condesa de Valois y cuñada del rey, ante el horror de toda la gente que allí se encontraba.
Con una milimétrica precisión, miles de servidores reales procedieron al arresto de los monjes templarios que se hallaban en sus conventos, encomiendas y castillos. Se dejaron prender sin oponer la más mínima resistencia, quizás en parte por la regla que cumplían de no esgrimir la espada contra otro cristiano, o puede que por la sorpresa del momento que les impidió reaccionar, al no disponer de órdenes de su gran maestre.
Las últimas horas habían sido trepidantes y llenas de malas noticias para Gerard de Villiers, quien había logrado reunir a cincuenta hombres de máxima confianza para intentar escapar del cerco que se había producido en París para capturar a todos los caballeros templarios y encerrarlos bajo falsas acusaciones de un antiguo miembro de la Orden que había sido expulsado.
Aprovechando la seguridad que les proporcionaba el manto nocturno, una caravana de carros tirados por robustos caballos avanzó sigilosamente desde las sombras de la fortaleza, cargada de lana y botellas de vino para ocultar el tesoro y las reliquias que querían proteger.
Enfrentando el desafío de abandonar la ciudad sin alertar al ejército que cubría las principales vías de escape, optaron por seguir rutas y senderos apenas visibles: la principal dificultad residía en evitar a los bandoleros y maleantes con los que podían encontrarse. Finalmente, a pesar de haber evitado con éxito diferentes puntos de control, tuvieron que detenerse ante un destacamento del ejército situado a las afueras de París. El crujir suave de las ruedas sobre el empedrado resonaba como un latido ansioso mientras la tensión se elevaba, según se aproximaban al puesto de vigilancia.
Los caballeros, vestidos como comerciantes, mantuvieron la respiración mientras los soldados examinaban bajo la luz de las antorchas la carga y verificaban los documentos que portaban. Con artimañas y trucos que habían ensayado meticulosamente para distraer la atención si eran detenidos para inspeccionar la carga que transportaban, lograron eludir la inspección con éxito: lograron mantener la calma en todo momento.
La noche fue avanzando lenta, pero segura. Se distanciaban cada vez más de su antigua fortaleza y de París; aun divisando la libertad en el horizonte, la cautela persistió en aquel grupo de hombres perfectamente entrenado para afrontar cualquier tipo de circunstancia a la que tuvieran que hacer frente. Finalmente, bajo el velo estrellado del campo abierto, la caravana se desvaneció en la distancia, llevando consigo la victoria silenciosa de haber burlado a los soldados del rey Felipe IV.
—Se trata de un acto terrible de contemplar y aún más horroroso de oír. Un crimen detestable y una espantosa desgracia es la que ha caído sobre nuestra Orden. ¡Ese miserable de Esquin de Floyran! ¿Cómo puede ser que el rey le haya creído y haya actuado así con nosotros? Con todo lo que hemos hecho y dado por él —parecía lamentarse el joven Hugo de Chalons, no dando crédito a las noticias que acababan de recibir.
—¿Y os extrañáis, querido hermano? —respondió Gerard de Villiers, en ese momento, cabeza visible de la Orden—. Estos últimos años han sido muy aciagos para la Corona de Francia. Felipe IV es tan ambicioso como maquiavélico y en estos momentos no cuenta con dinero para pagar todas las deudas que ha ido acumulando en el devenir de estos últimos años. ¿Qué mejor excusa que proponer un trato a un traidor como Esquin de Floyran para que vierta falsas acusaciones sobre nosotros y, de ese modo, terminar con nuestra Orden y apoderarse de todo lo que es nuestro?
—Pero se trata sólo de la versión de un único hombre frente a doscientos años de sacrificio de la Orden —seguía lamentándose Hugo—. Ni tan siquiera el pasado año, cuando esta inmunda rata acudió ante el rey Jaime II de Aragón para acusarnos de tan graves delitos, dieron pábulo a sus acusaciones. Es más, el mismo rey Don Jaime lo echó de Lérida como si de un perro se tratara.
—Olvidáis una cosa; bueno, dos. El rey Jaime II es un hombre noble y no ansía nada que no sea suyo, y nuestro rey Felipe ha visto en nuestro pequeño enemigo la oportunidad que tanto estaba esperando. Estos últimos años ha sometido a toda la nobleza y al papado bajo su mando, ha expoliado a los judíos, exprimido al máximo a la banca lombarda y devaluado la moneda en diferentes ocasiones. No tenía otra como esta, ahora que hemos perdido San Juan de Acre, nuestra última ciudad cristiana en Tierra Santa.
Con toda la prudencia que requirió aquel momento, Villiers y sus hombres consiguieron sacar gran parte del tesoro, incluyendo varias reliquias de la cristiandad y algunos documentos almacenados en la Torre del Temple que habían estado ocultos en el interior de sarcófagos de piedra de dos metros de largo por sesenta centímetros de ancho. Junto a ellos, dispusieron treinta cofres que albergaban una gran cantidad de metales preciosos para transportarlos en carretas perfectamente camufladas y bien escoltadas, rumbo al puerto de la Rochelle, donde la Orden disponía de un puerto propio con dieciocho naves esperando instrucciones para partir hacia su próximo destino.
La decisión de Gerard de Villiers, apoyada por su segundo al mando, Hugo de Chalons, fue la de dividir la flota en tres partes para que cada una de ellas se dirigiera a un lugar diferente y, así, dificultar su seguimiento y captura. Ocho naves partieron hacia Escocia con el oro y plata que habían logrado sacar de la Torre del Temple: la familia Saint-Claire los acogieron con toda dignidad y les ayudarían a recomponer la Orden. Los mapas, documentos y resto de riquezas se ocultarían en Portugal, con la entrada de otras ocho naves a través del puerto de Lisboa, que también estaba bajo su protectorado y donde serían bien recibidas por el rey Dionisio I, dando cobijo a los templarios perseguidos, quienes crearían posteriormente la Orden de Cristo.
Finalmente, y con ellos al mando, las dos naves restantes partirían con las reliquias halladas en el templo del rey Salomón hacia un rumbo desconocido, al otro lado del Océano Atlántico, de cuya ruta eran conocedores por los viajes que anteriormente habían realizado y que permanecían en el más absoluto de los secretos. Para ello, contarían con la ayuda de la principal potencia náutica de aquellos tiempos, más concretamente, con la participación del cartógrafo mallorquín Juan Nicolau, responsable de la elaboración y custodia de las cartas de navegación de los viajes llevados a cabo por los templarios más allá de Finisterre. Dispondrían de los más precisos instrumentos de navegación conocidos hasta la fecha: astrolabios, agujas imantadas y las cartas de sus predecesores en los viajes anteriores. Tendrían todo lo necesario para ocultar para siempre las mayores reliquias veneradas por la cristiandad.
Una vez se despidieron de sus compañeros en el puerto de Lisboa, vestidos fielmente a sus costumbres —con una capa blanca sobre la que destacaba una cruz roja, cotas de malla y cubiertos con armadura y casco—, zarparon enarbolando la cruz roja de la Orden del Temple hacia aquel continente desconocido del que nunca nadie había oído hablar. Antes, se provisionaron correctamente para una larga travesía. El trayecto en condiciones normales tendría una duración de unos cuarenta días, si bien, dependiendo de las inclemencias del tiempo, podría alargarse diez o quince días más, dificultando con ello el buen fin de la misión. Orientados hacia el sur para poder utilizar los vientos generales y aprovecharlos en su rumbo hacia el oeste, se encomendaron a Dios para lograr el éxito en la misión que iban a emprender... y de la que probablemente no regresarían.
Dada la larga duración del viaje, los víveres embarcados debían tener la mayor durabilidad posible, destinando al consumo de los primeros días los alimentos más frescos como frutas y verduras. El bizcocho, el queso, el vino y la cecina constituirían la base de la alimentación a bordo, si bien deberían intercalarlo con el consumo de habas, arroz y pescado cuando fuera posible, tratando con ello de mantener una dieta compensada que evitara la aparición de enfermedades. Sin embargo, el temor principal de la tripulación no se centraba en la carestía de comida, sino en la del agua. En condiciones normales, tendrían que repartirse hasta dos litros de agua por persona y día, pero dicha ración podría reducirse drásticamente si el viento cesaba o se producía alguna avería en el barco que retrasara la llegada a su destino.
Además, estaba el hecho de que, incluso en condiciones normales, el agua se estropeara al cabo de los días, transformándose en una sustancia verde y viscosa, convirtiéndola de ese modo en no apta para el consumo humano.
En las cubiertas de ambos barcos campaban cómodamente a sus anchas diferentes tipos de animales domésticos —como gallinas, cabras y cerdos— que debían proveerles de la carne fresca necesaria para el viaje, asemejándose así más a un corral que a unas embarcaciones que deberían conducirlos muy lejos de allí.
Los primeros días de navegación transcurrieron sin incidencias, pero pasadas dos semanas, comenzó el mal tiempo y las naves se vieron azotadas por varias tormentas y fuertes oleajes, poniendo a prueba la resistencia de la madera y la valentía de la tripulación. La viga maestra del navío capitaneado por Hugo de Chalons se resquebrajó, viniéndose abajo agujereando la cubierta y destrozando varios barriles de agua, llevándose además la vida de uno de sus hombres. Para mitigar el temor de los soldados y marineros y desterrar los malos augurios, previendo la difícil y quizás infructuosa reparación del barco, optaron por abandonarlo, no sin antes vaciarlo por completo, trasladando los víveres y reliquias que allí se guardaban. Este hecho provocó que muchos de ellos tuvieran que permanecer a partir de aquel momento la mayor parte del tiempo en las bodegas con el aire viciado y con una falta de higiene de funestas consecuencias. Poco tiempo más tarde, el hedor se tornó insoportable como consecuencia del hacinamiento y la falta de higiene personal ocasionada por el ahorro de agua dulce que debían administrar desde aquel momento, provocando con ello la aparición de las primeras enfermedades entre los miembros de la tripulación.
Los días a bordo empezaron a no distinguirse unos de otros, repitiéndose siempre las mismas rutinas. Mientras, las noches se tornaban cada vez más oscuras y desalentadoras, siendo el rugido del viento y el crujido del barco resonando en la inmensidad del océano sus únicos compañeros de viaje.
Los marineros ocupaban su tiempo limpiando y manejando el barco, pendientes de no cometer errores que conllevaran terribles consecuencias para ellos y para el resto de la tripulación. Por el contrario, los caballeros templarios pasaban buena parte del tiempo rezando y meditando.
Del mismo modo que, cuando se encontraban en tierra, se sometían a una férrea disciplina durante la hora de la comida, no pudiendo hablar con el resto de sus compañeros, ya que en esos momentos escuchaban con atención la voz de uno de ellos que se dedicaba a leer algún pasaje que rememoraba la vida de algún monje o guerrero ejemplar. Algunos caballeros empleaban el poco tiempo de ocio del que disponían para relacionarse con los marineros y aprender el oficio de la navegación, mientras que el resto, a pesar de tener prohibidos los juegos de azar y otros, como el ajedrez, obtuvieron permiso para hacer uso de ello. Así, hacían frente a la monotonía y dureza de la travesía.
Pasados cuarenta y dos días desde que partieran desde Lisboa, se confirmaron los peores presagios al aparecer los primeros síntomas de escorbuto. La comida había pasado a estar racionada bajo estrictas órdenes de vigilancia y el agua se había convertido en un bien preciado. Enfermar no era una opción, ya que equivalía prácticamente a tener todas las papeletas para acabar en el fondo marino, lastrado con piedras o bolaños de las lombardas, para más tarde que sus restos fueran devorados por los depredadores que se escondían bajo las aguas.
Transcurridos casi dos meses desde que partieran desde La Rochelle, la incertidumbre de verse solos en medio del vasto océano fue creciendo a medida que no divisaban tierra, aumentando así la ansiedad de la tripulación y del propio Gerard de Villiers, quien empezó a dudar de que los mapas de navegación que le habían entregado como un tesoro más no estuvieran equivocados.
Finalmente, cuando el número de bajas ya superaba la decena y los ánimos habían decaído por completo, vislumbraron tierra firme en el horizonte. El desahogo y la euforia se apoderaron de la tripulación, eclipsando los sufrimientos y penalidades pasados, según se perfilaba la costa en la distancia.
Después de una travesía llena de peligros, pudieron arriar las velas que, desgastadas, ondeaban con cansancio mientras que el crujir de la madera resonaba como si quisiera contar las turbulentas calamidades a las que habían tenido que hacer frente.
Un suspiro colectivo de alivio se mezcló con la brisa salada cuando fueron conocedores de que sus plegarias habían sido escuchadas: las aves tropicales revoloteaban en el cielo emitiendo cantos melódicos que se mezclaban con el sonido suave de las olas rompiendo en la costa. Al fin tenían la plena convicción de ser dignos para el desempeño para el que habían sido elegidos.
Cuando por fin llegó a la playa, la arena fina se extendió bajo los pies de Gerard de Villiers, acariciándolos con una textura sedosa y cálida, mientras la transparencia del agua le permitió ver los reflejos brillantes de los rayos del Sol en el fondo marino. A lo largo de la playa, las palmeras parecieron inclinarse graciosamente como dando la bienvenida a aquellos valerosos hombres, mientras que una explosión de colores y formas se abrieron frente a sus ojos, creando un tapiz de tonalidades completamente desconocido para ellos. Visiblemente emocionado, sólo acertó a pronunciar el lema de los templarios:
«Non nobis, Domine, non nobis. Sed Nomini Tuo Da Gloriam».
(No a nosotros, Señor, no a nosotros.
Sino a Tu nombre sea dada la gloria).
-2-
«Tres meses antes de mi confesión, me ataron las manos a la espalda tan apretadamente que me salía sangre de las uñas. Sujeto por una correa, me metieron en una fosa. Si me vuelven a someter a tales torturas, yo negaré todo lo que ahora digo y diré lo que quieran. Estoy dispuesto a sufrir cualquier suplicio con tal de que sea breve, que me corten la cabeza o me hagan hervir por el honor de la Orden. Pero no puedo soportar estos martirios a fuego lento como los que he pasado durante estos dos años de prisión».
Ponsard de Gisi, caballero templario, ante la comisión
pontificia encargada de velar por la imparcialidad del
juicio a los miembros de la Orden del Temple.
París, 18 de marzo de 1314
Atrás habían quedado los años en los que la Orden del Temple había sido la mayor orden militar que la humanidad hubiera conocido. En toda Francia habían desaparecido varios centenares de templarios a causa de las torturas, enfermedades y condiciones insalubres, que habían sufrido en los calabozos donde habían permanecido encarcelados. Las torturas más utilizadas fueron el uso de cordeles de cordeles apretados en las extremidades hasta casi tocar el hueso. De ese modo, suspendidos de vigas, se les ataron pesos en los pies y en los genitales. Otros exhibieron ante los tribunales los muñones en que las brasas habían convertido sus pies.
Ahora, encerrado en aquella celda tras siete años de vejaciones y torturas, Jaques De Molay, el gran maestre de la Orden de los Templarios —que en aquellos momentos contaba con la edad de setenta años—, preparaba su alma, siendo conocedor del fatal desenlace que el rey Felipe IV y el papa Clemente V habían preparado para él, el tesorero del Temple, Godofredo de Charnay, y otros sesenta caballeros que se encontraban allí recluidos.
Durante los años de cautiverio, él y sus hombres no habían tenido más remedio que confesar bajo graves actos de tortura los crímenes más atroces que jamás hubieran imaginado cometer, como los eran la herejía, satanismo, sodomía, apostasía y sacrilegio a la Santa Cruz, entre otros.
La elongación de sus miembros mediante tornos, la quema de sus cuerpos con hierros candentes y la ingesta masiva de agua en periodos muy breves de tiempo para provocar la hinchazón de tendones pieles y músculos hasta el punto de parecer explotar había minado sus cuerpos hasta el punto de que ya no se parecían en nada a aquellos hombres que en otros tiempos se habían convertido en los guardianes de la paz, el orden y la razón en Occidente.
Apoyado sobre la fría pared de piedra de su celda y con un mendrugo de pan duro en la mano como único alimento que poder llevarse a la boca, Jaques de Molay sabía que no volvería a ver la luz de un nuevo día. Con la mirada triste y resignada, se dirigió a sus compañeros con voz firme, a modo de confesión.
—Mi pena es la de haber mentido y negado mis creencias por intentar salvar la vida, incurriendo con ello en traición para con mis hermanos y para con la Sagrada Orden del Temple. Hermanos, antes de que nos reunamos hoy con Nuestro Señor, ha de saberse que somos inocentes de aquello que se nos acusa y que nuestro paso por este mundo ha sido para servir bien a nuestros hermanos y a Dios —se lamentó.
—Yo, sin embargo, lo que más lamento en estos momentos es no saber si nuestro querido hermano Gerard de Villiers alcanzó con éxito su misión de alejar lo más posible las santas reliquias fuera del alcance de este rey bastardo —respondió Godofredo con la misma rabia con la que había sido encarcelado siete años atrás.
—¡Seguro que sí, mi querido amigo! Confiad. Sabéis que la adversidad es la piedra con la que afilamos nuestra espada y que, de haberse producido la captura de nuestro hermano, poco tiempo les hubiera faltado a estos malnacidos para comunicarnos tan terrible desenlace —contestó Molay, tratando de apaciguar el alma de quien durante años había sido uno de sus hombres más valientes y leales.
Minutos más tarde, las puertas de la mazmorra se abrieron por última vez para Jaques de Molay y Godofredo de Charnay, quienes fueron conducidos hacia la Isla de los Judíos, en el mismo corazón del río Sena, junto a la catedral de Notre Dame. Allí, iban a ser ajusticiados con el castigo máximo que la Inquisición tenía reservado para los culpables de herejía: la hoguera.
Con los últimos rayos de Sol escondiéndose en el horizonte, el camino de los caballeros templarios hacia la pequeña isla se realizó bajo el estricto silencio de quienes no comprendían cómo podían haber acabado de ese modo aquellos valerosos monjes guerreros. El Sol del atardecer se tiñó de tonos rojizos, como si fuera conocedor del destino ardiente que aguardaba a aquellos que ahora caminaban con paso lento y resignado hacia su trágico destino.
El graznido de una pareja de cuervos interrumpió aquel lúgubre silencio provocando el escalofrío de muchos de los allí congregados. Aquellas aves de mal agüero siempre se habían asociado al mal y a la oscuridad, parecía que aquella tarde habían acudido a cobrarse el alma de aquellos pobres caballeros de Cristo.
Según iban avanzando, los condenados a duras penas pudieron mantenerse firmes por la gran cantidad de barro que cubría las calles y por el peso de las cadenas que llevaban sujetas en manos y pies, necesitando la ayuda a modo de empujones de los guardias que los acompañaban.
Jaques de Molay se detuvo justo delante de la catedral de Notre Dame, donde años atrás había sido detenido bajo las falsas acusaciones de herejía, sodomía y blasfemia. Por un momento, pudo observar las gárgolas de la catedral, a las que siempre había considerado guardianes que combatían físicamente contra los espíritus malignos que pretendían entrar a la casa de Dios. Sin embargo, en aquel atardecer, las bestias de piedra le parecieron que habían sido traídas a la vida para poseer las almas humanas de los caballeros templarios que iban a ser ajusticiados frente a ellas durante la oscuridad de la noche.
Las calles resonaban con los murmullos de la multitud que se había congregado para presenciar aquel sombrío espectáculo. El silencio tenso se intercaló con esporádicos abucheos que rompieron la quietud del ambiente, reflejando la dualidad de emociones de quienes contemplaban aquella dantesca escena. Expresiones de desdén y odio frente a la mirada compasiva de algunos espectadores que contemplaban la tragedia con ojos entristecidos.
Tras un grito anónimo proveniente de un lugar indeterminado de aquel gentío, una lluvia de diferentes objetos impactó en el débil cuerpo del último gran maestre de la Orden de los Caballeros Templarios, haciéndole comprender que el rey había logrado convencer a parte de sus súbditos de que las acusaciones vertidas sobre ellos eran veraces. Resignado, buscando la paz camino del crepúsculo, elevó su rostro hacia lo más alto de las torres de la catedral, sintiendo por un instante la tentación de compararse con Jesucristo camino de la crucifixión.
La visión de las hogueras preparadas al otro lado de la orilla le hizo volver a la realidad. Todas estaban dispuestas para arder rápidamente, a excepción de una de ellas, que estaba situada en el centro y elevada por encima de las demás: aquella pira central estaba preparada de modo que el fuego la abrasara de forma lenta. Frente a aquel conjunto de hogueras pudo divisar a duras penas una tribuna donde se encontraban expectantes, entre otros, el rey Felipe IV y el papa Clemente V.
El repicar de las campanas anunció la llegada de los condenados a la Isla de los Judíos, añadiendo una capa más de angustia al inevitable destino que les aguardaba.
—Parece que nuestro rey tiene pensado un final especial para mí —le dijo con sorna a Godofredo, quien en aquel momento se encontraba situado justo detrás de él. Incapaz de encontrar palabras con las que responderle, el preceptor de Normandía le dirigió la sonrisa más triste que Jaques de Molay había observado nunca.
»Hoy no podremos cubrir nuestro cuerpo con armadura de hierro, pero sí cubrir nuestro espíritu de fe —fueron las últimas palabras que el gran maestre dirigió a su viejo amigo y compañero de batallas, tratando de insuflarle valor para los terribles momentos que iban a vivir.
Una vez situado junto a la hoguera, el gran maestre se armó de coraje y, sin titubear, se desvistió quedándose desnudo bajo su camisa.
—Al menos dejadme que junte un poco las manos para orar a Dios, ya que voy a morir —solicitó de los verdugos, quienes haciendo caso omiso, lo tomaron para atarlo al poste, mientras que él, sonriente y feliz, se dejó hacer ante la incrédula mirada del rey de Francia.
Dispuesto a morir, Jaques de Molay dirigió sus últimas palabras hacia los responsables que lo habían llevado hasta allí para hacer constar su inocencia y la del resto de los caballeros templarios, quienes habían confesado falsamente, debido a las torturas y tormentos a los que habían sido sometidos durante años.
—Mis hermanos y yo nos consideramos culpables, pero no de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la infamia de traicionar al Temple por salvar nuestras miserables vidas. Dios sabe quién se equivoca, quién ha pecado y que la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios vengará nuestra muerte. Señor, sabed que, en verdad, todos aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a sufrir. Clemente y tú también, Felipe, traidores a la palabra dada, os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios. A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año.
Aquellas palabras provocaron el estupor del rey, arrepentido de haber ordenado que la hoguera del gran maestre ardiera más lentamente, dándole de ese modo tiempo a realizar aquella especie de maldición. No obstante, el último pensamiento de Jaques de Molay antes de morir engullido por las llamas fue para el traidor de Esquin de Floyran, quien se encontraba situado de pie junto al papa. Su mirada se dirigió hacia quien, en otro tiempo, había sido un caballero templario igual que él y a quien no podía perdonar sus mentiras y su traición.
Los arqueros, haciendo las veces de verdugos, prendieron fuego a las flechas que lanzaron sobre las piras de los condenados, provocando que las llamas estallaran por todas partes. El horror de decenas de hombres consumiéndose por las llamas provocó el desmayo de un gran número de mujeres, mientras que otros se dirigieron a vomitar al agua del río que tenían más cerca de ellos.
Esquin, adivinando una sonrisa siniestra dibujada en el rostro de Jaques de Molay mientras era devorado por las llamas, temeroso de las consecuencias de sus actos, se estremeció buscando refugio tras el trono donde estaba sentado Clemente V, quien con estupor apenas pudo dirigir la mirada hacia la danza voraz de aquella hoguera que estaba consumiendo a los condenados.
Finalmente, el gran maestre cerró los ojos para encomendar su alma a Dios tras una montaña de fuego alimentada de envidias, odio y conspiraciones.
A la mañana siguiente, con el cielo nublado en un día gris, las gárgolas de la catedral de Notre Dame fueron testigo de cómo sus cenizas fueron arrojadas al río Sena para evitar que los posibles seguidores de la extinta Orden del Temple tuvieran reliquias a las que venerar, concluyendo de este modo doscientos años de historia en los que el brazo armado de la Iglesia había luchado en Tierra Santa en defensa de la cristiandad.
-3-
Cuba, 18 de febrero de 1519
Habían transcurrido catorce años desde que aquel joven cruzara el Atlántico cargado de sueños y ambición, rumbo hacia un mundo desconocido en busca de mayor gloria para él y su familia.
Aquella mañana, en la que había visto nacer los primeros rayos de la luz del día, habría sido igual que otras tantas de no ser porque el día que había esperado tanto tiempo desde su llegada a Cuba por fin había llegado. Antes de finalizar el día, emprendería la mayor aventura de su vida.
Nacido en el pequeño pueblo de Medellín, hijo de un hidalgo extremeño venido a menos, Hernán Cortés libró su primera batalla enfrentándose a su propio padre cuando en el desarrollo de una adolescencia rebelde, este decidió que su hijo ingresara en la Universidad de Salamanca a la edad de catorce años. Con un carácter indomable, vivió durante dos años en Salamanca junto a su tío, don Francisco Núñez, profesor de Gramática de la Universidad, de quien aprendería la lengua latina y otras habilidades de escritura. Sin embargo, durante su estancia en la ciudad salmantina se dedicó a perfeccionar el manejo de la espada y a perderse en amoríos y apuestas, abandonando finalmente la universidad para trabajar como escribano en Valladolid, lugar donde se aplicó en el estudio y práctica del latín, además de en obtener cierto conocimiento de las leyes castellanas.
No fue hasta varios años más tarde cuando, viendo un gran potencial en él, Diego Velázquez de Cuéllar lo reclutó como secretario en Cuba para administrar el quinto real, por el cual debía entregar a la Corona de España el veinte por ciento de todas las riquezas obtenidas de allende los mares.
La familia de Diego Velázquez había servido durante generaciones a los reyes de Castilla y había participado en la segunda expedición de Cristóbal Colón en 1493, contribuyendo a la pacificación de la isla de La Española, que Colón había descubierto un año antes, durante su primer viaje. Finalmente, Diego Velázquez, persona de gran corpulencia y temperamento aún mayor, lideró en 1511 una expedición que permitió la conquista de Cuba, por lo que fue nombrado por Carlos V como adelantado de la Corona y gobernador de la isla.
De camino hacia la casa del gobernador, Cortés hizo repaso de sus últimos años en el Nuevo Mundo. Detrás quedaban episodios truculentos, como el que lo mantuvo preso durante unos meses por orden del propio Diego Velázquez, quien entendió que el de Medellín había participado en una conspiración para derrocarle y ocupar su lugar como adelantado del rey en aquellas tierras. Sin embargo, al no poder demostrar que formara parte de aquel complot y no pudiendo prescindir de una persona tan astuta y carismática como él, optó por concederle la libertad a cambio de contraer matrimonio con su cuñada, Catalina Suárez. Tras la presión ejercida por el gobernador, Cortés aceptó el matrimonio por su propio interés, sin depositar ningún tipo de amor en aquella joven mujer que nunca había suscitado su atención. La boda, que tuvo lugar en el año 1517, proporcionó a Cortés a modo de dote una hacienda con un amplio territorio, incluido un grupo de indios a su entera disposición, lo que le permitiría acumular la riqueza necesaria para emprender el proyecto que le ocupaba aquel día de noviembre, en el que no tenía cabida su propia esposa.
La reunión iba a tener lugar en casa del gobernador para ultimar los detalles de la expedición que Hernán Cortés iba a liderar y que ambos habían cofinanciado. El camino hasta allí no había estado exento de dificultades, pero el esfuerzo y sacrificios realizados lo habían colocado en un lugar privilegiado para cumplir con el destino al que había sido llamado, según él mismo pensaba.
Por fin, se encontraba frente a aquella casa fácilmente distinguible de las del resto de la isla, cuya influencia mudéjar en su arquitectura mostraba una hermética construcción de sillería con ventanales formados por entramados de celosías. «La suerte está echada», pensó mientras cruzaba el imponente y robusto portón de madera de doble hoja, con incrustaciones de clavos de latón en su cara exterior.
En el interior aguardaba impaciente el gobernador Diego Velázquez, hombre corpulento, de complexión fuerte y poderosa y cuyo cabello pelirrojo pronto le hacía visible de entre los demás.
—Bueno, con la llegada de nuestro capitán, parece que ya estamos todos y podemos empezar, ¿no es así, fray Bartolomé? —preguntó Diego Velázquez al tiempo que miraba el reloj de bolsillo que acababa de sacar de un pequeño orificio del interior de su jubón, tratando de mostrar cierto malestar por el ligero retraso de Cortés.
Tras el breve recuento realizado por fray Bartolomé de Olmedo y después de que todos los presentes se sentaran alrededor de la mesa principal del salón del palacio, comenzó la reunión en la que, además de los ya nombrados Diego Velázquez, Hernán Cortés y fray Bartolomé de Olmedo, también participaron Pedro de Alvarado, Bernal Díaz del Castillo, Pánfilo de Narváez y el piloto Antón de Alaminos.
—Caballeros, el momento que llevamos esperando estos últimos meses por fin ha llegado. Los he convocado antes de que inicien su camino para cerciorarme de que todos tienen muy claro cuál es su propósito en los hechos que han de acontecer durante los próximos meses —dijo el orondo gobernador mirando de soslayo a todos los presentes—. Como bien saben, se trata de la tercera ocasión que pretendo explorar la península del Yucatán. Hace dos años, fue con Francisco Hernández de Córdoba, y el pasado con mi sobrino Juan de Grijalva. En ambos casos tuvimos que volver sobre nuestros propios pasos al ser incapaces de convertir a los indígenas en súbditos de la Corona. Como bien saben vuestras mercedes, no pretendo repetir los mismos errores que se produjeron en el pasado. Prosiga, Antón —dijo dirigiéndose al joven, aunque experimentado piloto, que había viajado junto al almirante Cristóbal Colón, aun siendo grumete, en su cuarto viaje.
—¡Gracias, gobernador! —contestó educadamente Antón de Alaminos mientras se levantaba de su silla y se dirigía hacia un mapa dibujado en una de las paredes, donde aparecían representadas las tierras descubiertas más allá de la isla donde se encontraban—. Bueno, como todos ustedes saben, tuve el privilegio y el honor de participar en las dos misiones que acaba de comentar don Diego, aunque como bien ha dicho y también conocen ustedes, la fortuna nos fue esquiva en ambas ocasiones. En la primera expedición, capitaneada por Francisco Hernández de Córdoba, Dios lo tenga en su gloria, nuestra flota estaba compuesta por tres barcos y poco más de cien hombres. A nuestra llegada a las costas de la península, pronto hallamos muchos poblados habitados que compartían unas costumbres y una lengua común. Quizás por ello y por la comunicación fluida que existía entre ellos, tras la hostilidad recibida en los primeros poblados, nos fue muy difícil hacer acopio de agua y víveres para poder continuar nuestro camino. En Champotón —dijo colocando su dedo índice sobre uno de los puntos señalados en el mapa— sufrimos un ataque muy violento por parte de varias tribus de indígenas, que nos superaron ampliamente en número causando muchas bajas en nuestras filas, las cuales se vieron reducidas a la mitad entre fallecidos y desaparecidos.
Diciendo esto, Cortés