Un corazón por Navidad
Por Sophie Jomain
4/5
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Volver a pasar la navidad en los Alpes con mi padre está siendo difícil. Y más tras mi trasplante de corazón. Durante este tiempo mi vida ha sido muy# precavida: dieta exhaustiva, deporte controlado# Vamos, que apenas he hecho nada más que estudiar.
Así que mi reto es alejarme del escrutinio de mi madre para pasar este mes con mi alocado padre. Y quizá, a pesar de mi miedo, hacerle caso y empezar a creer en los milagros.
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Un corazón por Navidad - Sophie Jomain
Los tímidos copos que caen sobre la autopista blanca ya cubren de nieve el macizo de Mont Blanc. Los turistas extranjeros desfilan por las carreteras con los esquís y las tablas de snowboard sujetas al techo de los coches, por lo que las estaciones de deportes de invierno deben de estar frotándose las manos.
Sonrío cuando aparecen los consejos de seguridad en los paneles electrónicos:
El carril derecho no está reservado
a Papá Noel, lo puedes utilizar.
Es evidente que mi madre no se da por aludida, aunque circula como si tuviéramos el motor gripado y no pudiera superar los 75 km/h. ¡Me está volviendo loca! A este paso, llegaremos en primavera.
All I Want For Christmas Is You ha secuestrado la radio, el bulldog de terciopelo con un gorro de Papá Noel agita la cabeza sobre el salpicadero y los camiones nos pitan, hechos una furia, cuando nos adelantan. Sin embargo, mi madre permanece imperturbable, con los ojos fijos en la carretera.
Dejo escapar un suspiro sutil y me centro en el paisaje. Llegaremos a Morzine dentro de poco más de una hora. Pretendo quedarme en casa de mi padre hasta Navidad...
Hace mucho que no vengo. Unos tres años, aunque he pasado aquí casi todas las vacaciones navideñas hasta que cumplí los dieciséis años, sin excepción. Hasta el accidente. Hasta que me falló el corazón y me prohibieron cualquier actividad deportiva. Hace tres años, pero tengo la sensación de que ha pasado una eternidad.
–¿Quieres que paremos en la siguiente gasolinera para tomar el aire antes de salirnos de la autopista? ¿Hola? ¿Avril? ¡Te estoy hablando!
–¿Qué? Ah, perdona, mamá, estaba en mi mundo.
–¿Necesitas que paremos un rato? Cuando salgamos de la autopista, ya no podremos hacerlo.
Le sonrío. Por fin, relaja los labios.
–No, puedes continuar.
–¿Seguro?
–Por supuesto.
Me dedica una mirada extraña. Va a insistir, la conozco.
–De verdad, podemos parar. No me molesta.
–Mamá, si quieres que descansemos, adelante, pero no lo hagas por mí.
Se concentra de nuevo en la carretera, pero su pequeña sonrisa tensa no engaña a nadie. Que me sobreproteja no es una novedad, lo ha hecho siempre. Nací con una malformación en el ventrículo izquierdo, por lo que me he pasado la vida teniendo cuidado, y ella, protegiéndome. Nunca deja nada al azar: cuando se tienen padres tan pesados como mi madre, siempre se va acompañado de un grueso historial médico.
Mi historia es sencilla: a los dieciséis años sufrí una parada cardíaca, me pusieron un marcapasos, me pasé meses viviendo al ralentí y, de la noche a la mañana, me dijeron que ya no podía dar más de veinte pasos seguidos porque me podía fallar el corazón. Vegeté en un hospital hasta que me trasplantaron un órgano nuevo, ocho días antes de cumplir los diecisiete años.
En abril hará dos años. Abril, casi como mi nombre: Avril. Siempre he creído que pasarían cosas importantes ese mes.
Desbloqueo el móvil y navego por TikTok o Instagram, me da igual, cualquier cosa que me ayude a dejar de pensar en mi situación.
Cuando se sufre un trasplante de corazón a mi edad, en el mejor de los casos, nuestra esperanza de vida no supera los quince años. Después, nos deben hacer un nuevo trasplante y cruzar los dedos para que sea posible. Vivo todos los días con esa idea en la cabeza.
Los vídeos que veo son cada vez más ridículos, pero no logro parar.
Entonces, como si ocurriera adrede, el pitido de una notificación de WhatsApp me libera de una masacre culinaria en Chefclub.
¿Ya vas de camino?
Desde hace una hora larga, ¿y tú?
¿Atrapada en Grenoble?
Uf... no me lo recuerdes, me da rabia no poder verte hasta el día 10. Tengo que entregar
el informe previo de la tesis en enero
y aún no he terminado de fotografiar
todos los fondos del museo.
No puedo hacerlo de otra manera...
No te preocupes.
¡No te voy a echar de menos!
¡Zorra!
Éva es mi mejor amiga. Nos reencontramos en Morzine todos los años desde que cumplimos los seis. Ella nació allí, donde sus padres regentan la tienda de deportes más grande del pueblo.
Está estudiando el segundo año de la carrera de Arqueología y me quiere hacer creer que le fastidia no poder llegar antes, pero, en realidad, no hay nada que le guste más que estudiar cosas viejas.
¿Vas a salir y todo?
Sí...
¡Seguro que no, ermitaña!
Ya se verá.
¡Vale! Bueno, tía, te tengo que dejar.
Sigo enterrada en trabajo.
¡Hasta pronto!
Mi madre toma la salida de Nangy y se detiene en el peaje. Por su expresión, sé que ha leído un trozo de nuestra conversación. Odio que haga eso...
–Todavía estás a tiempo de cambiar de opinión, ¿sabes?
Finjo que no la entiendo.
–¿Sobre parar en la estación de servicio?
–No... Podemos dar media vuelta y volver.
Desde la operación, no salgo mucho... Vivo en una burbuja para evitar cualquier infección y mantenerme lo más sana posible, para ganar algo de tiempo antes de mi siguiente intervención cardíaca. Desde casa, he hecho el bachillerato a distancia y he empezado las clases de la universidad con un año de retraso.
Está claro que no bato récords de sociabilidad... Tres semanas en Morzine es un gran reto y mi madre me está poniendo en bandeja que no vaya. Sería fácil aceptar y no correr ningún riesgo, pero no voy a echarme atrás ahora que estamos a punto de llegar. He decidido ser valiente.
–No pasa nada, mamá...
–No es la impresión que me da.
–Quizás, pero quiero pasar tiempo con papá. No hemos tenido muchas oportunidades en los últimos tres años.
Frunce los labios y permanece en silencio. Odia que hable de papá. Mis padres se separaron poco antes de mi parada cardíaca. No pudieron soportar la presión. De todas maneras, cuantos más años pasaban, menos sintonía tenían. No dejaban de pelearse.
Mi madre siempre se ha mostrado alerta mientras que mi padre prefería que disfrutara de la vida. Se divorciaron de manera oficial hace dos años y, dado que su manera de ver las cosas es totalmente opuesta, mi madre está estresada porque, durante el tiempo que pase con él, no tendrá todo bajo control.
Me giro hacia ella mientras permanecemos paradas en el peaje.
–¿Mamá?
–¿Sí?
–Todo va a ir bien, ya lo verás. Tendré mucho cuidado.
Se obliga a sonreír y me regala una rápida caricia en la mejilla con la yema de los dedos antes de soltar un largo suspiro.
–Dentro de nada vas a cumplir diecinueve años. Has crecido demasiado rápido... –dice, al mismo tiempo que saca su tarjeta de crédito para pasarla por la terminal.
Cuando llegamos, son las 16:30, bien avanzado el día.
Morzine solo se encuentra a unos 1000 metros de altitud, pero aquí también ha caído mucha nieve. Todo se ha teñido de blanco, desde las laderas a los tejados. No se ve más que un centímetro de hierba o de acera. Ya se ha instalado toda la decoración navideña en el pueblo. Está exactamente igual que en mis recuerdos. Hay cosas que nunca cambian.
El chalé de mi padre se encuentra en la calle de Nants, al sudeste del pueblo, un poco retirado del centro.
Mi madre se detiene al inicio de la carretera nevada y esboza una mueca.
–Envíale un mensaje a tu padre para decirle dónde estamos. Prefiero no subir por aquí, no está lo bastante despejado.
–¿Aunque llevemos los neumáticos de invierno?
Chasquea la lengua.
–Haz lo que te digo, por favor, no me siento a gusto.
Me ciño el gorro y el anorak antes de salir del coche. Respiro hondo. El aire es punzante y está impregnado del aroma de los pinos. La montaña... La he echado mucho de menos.
El corazón me palpita con fuerza al volver a ver la estación de mi infancia, los chalés de madera que recorren la colina, todos pegados unos a otros, el teleférico, el campanario de la iglesia de Santa María Magdalena. Morzine, en diciembre, parece sacado de un cuento de hadas.
–¡Ey!
Mi padre ya nos ha visto y baja la carretera casi corriendo. Su pelo moreno, demasiado largo, le sobresale bajo el gorro y, a pesar de todas las capas de ropa gruesa que lleva puestas, a sus cuarenta y cinco años está tan esbelto como con veinte.
Cuando todavía seguían casados, mi madre solía decir que deseaba que compartiera los genes de él. Ella no es demasiado alta y tiene el pelo rubio. Al final, he acabado siendo una mezcla de ambos: ni demasiado grande ni demasiado pequeña... Bueno, más pequeña que grande. Al menos, tengo dos pies con los que caminar por el suelo. Algo es algo. He heredado el cabello moreno de mi padre y los ojos azules de mi madre. Una mezcla perfecta.
–Hola, princesa –dice mi padre, inclinándose para abrazarme–. Tienes buen aspecto.
–Hola, papá.
Siento la emoción en su voz. Ha pasado demasiado tiempo desde nuestras últimas vacaciones juntos. Solo imaginarme todo lo que debe de haber preparado para tenerme contenta hace que sienta vértigo.
–Buenas tardes, Étienne –le saluda mi madre–. Gracias por venir a buscarnos.
–Hola, Amélie, no pasa nada...
Cuando se agacha para darle un cariñoso beso en la mejilla, ella le da dos besos informales. Mi madre sigue el protocolo porque, con mi padre, siente que ya no debe mostrarse tan afectuosa. Yo nunca me lo he creído. Por ejemplo, no se suele maquillar, excepto cuando debe ver a papá, como si fuera algo importante para ella. A veces, me da la impresión de que no se siente tan indiferente como asegura.
–Bueno, veamos qué tenemos por aquí –dice mi padre, observando el maletero abierto–. ¿Esto es todo?
Contempla la única maleta de tamaño mediano que he traído conmigo, además de la mochila que ya llevo al hombro. No sabría decir si está decepcionado o sorprendido.
–Solo me quedo tres semanas.
–Sí, pero se necesita algo más para estar en la montaña. ¿Has metido ropa impermeable?
Me encojo de hombros. Tampoco es que planee esquiar.
–No importa –contesta–, quizás te siga quedando bien lo que te ponías hace tres años. Si no, iremos de compras.
–Avril debe estudiar para los parciales –le informa mi madre en un intento de frenar sus ansias de grandes aventuras, aunque no creo que en su programa se contemple caminar con la nieve hasta las rodillas–. Además, te recuerdo que acaban de operarla.
Ya empezamos...
–Como si se me fuera a olvidar algo así –replica mi padre–. De todas formas, no la acaban de operar. Ya ha pasado más de un año y medio. ¿Debo recordarte también que nos dijeron que era importante que Avril recuperara la actividad física normal?
–Normal sí, pero, contigo, normal siempre conlleva rutas interminables, descensos por las pistas negras y calentamientos de atletismo en la nieve. En resumen, todo lo que debe evitar.
–¿Y quién ha impuesto algo así? Tú, no los médicos.
–Avril está inmunodeprimida para conservar el corazón que le han trasplantado, lo que implica que tiene un sistema inmunitario más débil y debemos supervisarla continuamente. Étienne, no tengo ganas de...
Debe de ser una broma.
–¿Hola? Sé pensar, ¿sabéis? Me las puedo apañar sola. Además, si no os importa, decidiré por mi cuenta cómo quiero pasar los días.
–Avril... –comienza a decir mi madre.
Pero, a mi edad, eso ya no funciona.
–Papá, es cierto, tengo que estudiar para los parciales de enero, lo que me ocupará muchas horas al día. Mamá, si tengo ganas de tomar el aire, me abrigaré bien, pero no rellenaré un formulario de tres páginas para que me deis la autorización.
Mis padres se contemplan un poco avergonzados mientras me hierve la sangre. No me puedo creer que se tiren los trastos sin parar como si no estuviera aquí, como si no lo hubiera pasado ya bastante mal, como si no fuera capaz de reflexionar y decidir por mi cuenta.
Cojo la maleta, paso a su lado y camino en dirección al chalé a un ritmo que debe provocarle sudores fríos a mi madre. Con ellos, es imposible esperar ni cinco minutos de paz. Saltan a la yugular en menos de dos y se vuelven insoportables, lo digo en serio.
–Peque, ¡espera!
Mi padre se precipita hacia mí para arrebatarme el equipaje, pero no me detengo.
–Mejor ve a ayudar a mamá. Ha metido en el maletero una bolsa enorme con comida.
–¿Comida?
–Sí, destinada a una chica que podría morirse si comiera una onza de chocolate porque su sistema inmunitario es una mierda. O, quién sabe, quizás por un gramo de sal de más.
Atónito, mi padre se queda paralizado en mitad de la nieve, pero yo sigo adelante. Ya basta, ¡maldita sea! Aunque desde hace veinte meses camino y respiro con normalidad, mi vida solo se basa en esto, prudencia y límites. Tengo cuidado con todo, con absolutamente todo. Por eso, me gustaría que mis padres evitaran exagerar y arruinarme las vacaciones de Navidad con sus propias preocupaciones.
Cuando llego al auténtico chalé saboyano de mi padre, se desvanece mi mal humor. La fachada está decorada con un montón de cencerros que pertenecieron a mi abuelo y, en la primera planta, el balcón esculpido y las grandes ventanas cuadriculadas ofrecen una vista de 360° del pueblo y la montaña. Es uno de los chalés más grandes de Morzine y, a decir verdad, siempre me ha parecido que es también uno de los más bonitos.
Mi padre casi nunca cierra con llave, por lo que me basta con empujar la puerta para entrar. Cuelgo la mochila en el perchero y sonrío.
La entrada da a un salón cubierto de madera de pino que va desde el suelo hasta el techo. La chimenea de piedra está encendida, no se han movido ni los muebles ni el sofá de terciopelo, la alfombra está tan raída como siempre y, en un rincón, majestuoso y desnudo como Dios lo trajo al mundo, un abeto que espera paciente en su maceta.
No se le ha olvidado... Mi padre siempre ha esperado mi llegada para decorar el árbol de Navidad. Incluso ha sacado la caja de plástico donde, de pequeña, encontraba todas las maravillas del mundo con las que decorarlo.
–Se llama Norbert –dice mi padre al entrar.
–¿Norbert?
–Sí, porque Nordmann era demasiado común.
Amplío la sonrisa. Mi padre siempre tiene ideas raras.
–¿Te sirvo un café? ¿O un té? –le pregunta a mi madre, quien apenas se ha atrevido a dar un par de pasos por la casa.
Sin embargo, pasó aquí tanto tiempo...
–No, gracias –dice, mirando el reloj–. Ya son las cinco y me esperan en Thonon, en casa de Cathy. No quiero llegar tarde, no me gusta conducir de noche.
Mi padre asiente. Sé exactamente qué piensa. Nunca le ha gustado Cathy, siempre le ha parecido que era demasiado ruidosa. Me giro hacia mi madre, que se va a quedar en su casa varios días.
–Bueno, ten cuidado.
Si me responde «Tú también», grito. No lo hace. Se acerca, me abraza un instante y me contempla con los ojos brillantes como si no fuera a volver a verme hasta dentro de unos meses.
–Volveré el 25. Llámame todos los días, ¿vale?
–¡Prometido!
Nos abrazamos una última vez. Luego, suelta un largo suspiro.
–Venga, divertíos.
–¿Te acompaño hasta el coche? –propone mi padre.
–No hace falta, vengo preparada –contesta, mostrándole las botas de montaña–. ¡Hasta dentro de tres semanas!
La puerta se cierra y me quedo a solas con mi padre.
–Bueno, ¿por dónde quieres empezar? –me pregunta.
Finjo pensarlo y echo un vistazo a la zona abierta que desemboca en la cocina. Sé exactamente qué responder.
–¡Por un chocolate caliente y una película antigua!
Se le ilumina la expresión.
–Esperaba que dijeras algo así. ¡Me apunto!
2. DiciembreA la mañana siguiente, me despierta el tono del móvil. Mi madre. ¡Qué sorpresa!
¿Qué tal la primera noche
con tu padre?
Vimos una peli. ¿Y la tuya?
¡Perfecta!
¿Qué tienes pensado hacer hoy?
Estudiar. No quiero quedarme atrás.
Haces bien.
¡Ánimo!
Besos.
Dejo el teléfono sobre la mesilla de noche y me estiro como un gato. Mi habitación no ha cambiado nada. La misma cama de matrimonio, el escritorio de tosca madera, el armario de estilo saboyano, el edredón y las cortinas horteras de cuadros rojos y verdes... Todo sigue igual que siempre y he dormido tan bien como recordaba.
Salgo de mi nido, me enfundo un forro polar y abro las persianas. La cristalera da a un balcón que comparto con mi padre, puesto que su habitación está al lado de la mía. La vista me roba el aliento, como siempre. El paisaje que se extiende ante mí lo supera todo. El chalé está en la ladera de la montaña, un poco más alto que los demás. Desde mi posición, puedo apreciar la amplitud del pueblo, los prados nevados y el bosque de pinos. Al oeste, la cordillera de los Alpes se ilumina.
Llevo puestos los pantalones cortos del pijama, por lo que me hielo. ¡Mi madre sufriría un ataque si me viera ahora mismo! ¡Ya te digo! Me pongo los calcetines gordos de lana, me hago un moño descuidado y bajo a desayunar.
La chimenea funciona a pleno rendimiento mientras mi padre se está bebiendo un café frente a la encimera de la cocina, vestido con el uniforme de combate para enfrentarse al frío de la montaña.
–Ah, hola, peque. ¿Has dormido bien?
–Bastante.
Me acerco a darle un beso y abro un armario para sacar una taza.
–Me están arreglando la máquina de café, pero he sacado la vieja, la de las cápsulas monodosis, por si quieres hacerte uno.
–Gracias, papá, pero por las mañanas bebo té verde. En ayunas, es mejor para el cuerpo. Deberías hacer lo mismo.
–¡Qué cosas dices! Tengo una excursión con raquetas a las nueve, pero no terminaré muy tarde. Creo que a mediodía. Los clientes son un poco especiales. No te apetecerá acompañarme, ¿verdad?
Se me tensa la sonrisa.
–No, no, no hace falta. ¡Gracias!
–Te dejo la comida en la nevera y por la noche te llevaré a un restaurante.
–Ah... Vale.
Es la prueba de fuego para cualquiera que no puede comer como los demás.
–¿Qué vas a hacer hoy? ¿Quedar con Éva?
–No, no viene hasta el 10. Voy a estudiar.
Mi padre frunce el ceño.
–Pero estás de vacaciones...
Es inútil decirle que la carrera de Derecho, sobre todo el primer año, no es tan fácil. Aunque se hace una idea, mi padre y los estudios no se